sábado, febrero 22, 2020

Cáscara de nuez


Son las cinco de la mañana. Desde hace dos horas estoy mirando el techo de la recámara y no he podido volverme a dormir. Tal vez debería buscar ayuda profesional. Ya no sé cuántas veces he pasado por la misma situación en las últimas semanas. 

Tal vez debería superar mi aversión a verme como un sujeto al que le gusta ser el centro de atención e inventarse enfermedades. Tal vez debería aceptar que en realidad soy más absurdo que eso y que sólo acudo al médico cuando alguna enfermedad ha hecho tan miserable mi existencia que he terminado en el quirófano, después de una larga temporada de episodios de reflujo gastroesofágico, de endoscopías, de lotes enteros de sucralfato, de monótonas dietas, de espantosos tratamientos de tramadol, de horribles ataques de pánico, de pavorosos ansiolíticos, de desgastantes mononeuropatías y de malos viajes con gabapentina y con percocet. 

Estoy despierto desde las tres de la mañana y no puedo apartar de mi cabeza el estribillo de una canción de Alice In Chains que desde hace dos semanas he estado escuchando con atención. Hace dos semanas leí una nota en internet en la que especulaban sobre el significado de esa canción y su relación con la muerte de Layne Staley. La letra es muy decadente –escalofriante– y me sorprendió haberla escuchado tantas veces y que hubiera pasado desapercibida para mí. 

Enciendo el teléfono para distraerme. 

Cuando mis ojos se adaptan a la luz después de haber estado acostumbrados a la oscuridad durante dos horas, lo primero que enfoco en la pantalla del celular es que estamos a -2ºC en Lerma. Reparo en que he estado ignorando el frío que siento en los pies y luego reparo en que nunca he soportado dormir con calcetines. Recuerdo que usar calcetines en la cama, me pone ansioso. Recuerdo que me hacen sentir como un prisionero. 



Mi estómago gruñe. Me muero de náuseas. 

Mi (ultrajado) tracto gastrointestinal me exige levantarme de la cama y comer cualquier cosa que pueda comer –porque no puedo comer lo que come cualquier persona– para mitigar las arcadas y para evitar que los jugos gástricos del ayuno asciendan a mi esófago. 

A pesar de que los gastroenterólogos suturaron una porción de mi estómago con la base de mi esófago para formar una válvula que impidiera que los jugos gástricos ascendieran a mi esófago, para impedir que la constante erosión del esófago provocara un tumor cancerígeno y para impedir que yo broncoaspirara estando dormido, algunas veces –sobre todo cuando estoy en ayuno– tengo reflujo. 

(Si no atiendo esta necesidad de comer, después puedo estar carraspeando todo el día y pasándomela muy mal.) 

Dejo el teléfono. Es muy temprano para leer mensajes de superioridad moral y de odio en las redes sociales. 

Creo que me levantaré de la cama y que buscaré un par de calcetines y que me los pondré. Pienso en dónde podrían estar los calcetines y ahora me encuentro pensando qué debo hacer durante el día. Iremos a la Ciudad de México, a la Feria Internacional del Libro. Hace dos años que no vamos. El año pasado, la Universidad estaba en huelga y vivíamos de nuestros ahorros y de un préstamo. (El préstamo fue una pésima idea y probablemente jamás escribiré sobre ese asunto en este blog. Después de haberlo consultado con la almohada durante casi un mes y de haber considerado que quizá era más sano solicitárselo al banco, cometí uno de los peores errores de mi vida.)

Entonces, obviamente, nuestras finanzas ni siquiera nos permitían darnos el lujo de viajar desde Lerma hasta la Ciudad de México, si no era estrictamente indispensable. 

Hace dos años no fuimos a la Feria porque vivíamos básicamente del estímulo económico del SNI (en mi primera solicitud al CONACyT, me dieron el nombramiento de Investigador Nacional Nivel I) y nuestras finanzas tampoco nos permitían hacer gastos innecesarios. El año previo había cumplido tres años consecutivos de posdoc y continuaba sin encontrar una plaza académica. Había tenido un buen sueldo durante el posdoc, pero tuve que gastar una fuerte suma de dinero, durante casi dos años, en consultorios privados de gastroenterólogos, en tratamientos médicos y en una cirugía. 

La última parte de nuestros ahorros la habíamos gastado en la mudanza a la casa en la que actualmente vivimos, en la renta y en el depósito. Apenas me pagaron una quincena en mi nuevo trabajo en Lerma, cuando la Universidad se fue a una huelga que duró tres meses. 

Mi esposa lograba que ese sueldo de hace dos años nos alcanzara para pagar la renta, la comida, la luz, el agua, el gas, internet... y cualquier cosa que fuera indispensable. A veces teníamos que usar una tarjeta para comprar comida en el centro comercial. (La gran deuda que estamos pagando tiene un monto total de $800 MXN. Al tramitar esa tarjeta, ella cometió otro grave error: dio como referencia el número de una casa a la que han estado llamando día y noche, diciéndoles que debemos ¡alrededor de $30, 000 MXN!) 

Entiendo que sea molesto que te estén llamando por teléfono para cobrarte algo que no debes y que te hayan puesto de referencia para una tarjeta de crédito (lo he vivido: también han dado mi número telefónico como referencia), pero también me parece incomprensible que le creas más a un desconocido que a uno de tus familiares que nunca se ha endeudado con nadie. 

A juzgar por el tono con el que me han llamado para notificarme y a juzgar por el misterio con el que han tratado el asunto, es obvio que “no meterían las manos al fuego por mí” y que les resulta más lógico creerles a unos desconocidos y asumir que mi esposa y que yo somos los peores despilfarradores en la historia de la humanidad.   

Estos pensamientos me han dejado un mal sabor de boca. 



Es sábado. Los fines de semana me cuesta más trabajo volverme a dormir, si despierto en la madrugada.

Despierto incluso antes de las tres de la mañana e intento volverme a dormir, pero, ya que en toda la semana no pude escribir cosas personales y necesito escribir cosas personales para estar bien conmigo mismo, me pongo a pensar de qué manera puedo aprovechar el día –sobre qué cosas personales quiero escribir– y ya no puedo dormir. 

En algún momento el ayuno es doloroso y tengo que levantarme de la cama, ir a la cocina y comer. Tomo un puñado de arándanos o pasas, y los gatos aprovechan para que les dé su comida especial. Dependiendo de lo doloroso que sea el ayuno o de lo insistentes que sean los gatos, puedo dejar la cocina pronto o después de un rato, y entonces me meto a la recámara donde trabajo cuando estoy en la casa y me siento frente a la computadora y la enciendo y procuro escribir. 

En estas semanas me he sentido bloqueado para escribir. No sé cómo explicarlo. Probablemente sea trivial para los demás, pero también resulta doloroso para mí. 

He estado escribiendo un artículo de investigación y me ha costado mucho trabajo compaginar ese tipo de escritura con el tipo de escritura que empleo en este blog y en mis textos personales. En algunas corrientes cognitivas de aprendizaje y memoria, se habla del pensamiento enfocado y del pensamiento difuso. Cuando escribo un artículo de investigación, predomina el pensamiento enfocado. Cuando escribo tonterías personales, predomina el pensamiento difuso. Ambos tipos de pensamiento involucran la participación de distintas redes neuronales. No es extraño tener este problema de compatibilidad. 

Puede parecer trivial, pero es una maldición. 

Por otra parte, no me gusta escribir sobre temas en los que no soy experto y fingir que soy un experto en ellos. Representa un gran sacrificio para mí. No me agrada aprender temas a medias. No me gusta aprender lo más básico de un tema de moda. 

Me cuesta trabajo escribir sobre temas que no me apasionan y me siento mal engañándome a mí mismo. A lo mejor por eso no soy “exitoso” para la sociedad. A lo mejor por esa razón no he salido en la televisión. A lo mejor por esa razón mis colegas creen que nunca he escrito un maldito artículo yo solo en inglés (todos los artículos en los que aparezco como primer autor, los he escrito solo y he recibido retroalimentación de los colaboradores). A lo mejor por eso no termino por sentirme feliz. ¿Por qué es tan importante el reconocimiento social? A veces la gente que lo reconoce a uno, no vale un carajo. 

Me cuesta mucho trabajo aparentar que sé más de lo que sé. Cuando tengo que hacerlo porque no soporto las apariencias de otros sujetos, sufro el síndrome del impostor y me siento muy mal. Siento que traiciono mis principios. Es como si me viera a mí mismo como un punk rocker que escucha pop cuando está a solas. 

Tengo la impresión de que soy un farsante y de que no avanzo en ninguna de las actividades que debo realizar. (Sobre estas sensaciones debilitantes debería escribir, cuando no puedo escribir.) 



Este problema de mantenimiento del sueño se remonta al posgrado. 

Los últimos seis meses no fueron precisamente un paseo por las nubes. 

Me la pasaba tan mal que desarrollé dermatitis psicosomática. Me sentía tan molesto y tan insignificante que estuve a punto de pelearme con desconocidos en algún centro comercial. (Afortunadamente, ninguno de ellos resultó estar más frustrado que yo.) 

Bebía y fumaba casi todos los días para lidiar con el estrés. (Los fines de semana eran atracones de alcohol y de otras cosas.) Ni siquiera tenía humor para escribir en este blog. Cuando intentaba hacerlo, terminaba aporreando el teclado de la computadora, jalándome los cabellos, odiando la longitud de mis uñas –concentrándome en la sensación de mis uñas al aporrear el teclado de la computadora y en el sonido que emitían– y sintiéndome estúpido e incapaz de escribir algo satisfactorio para mí mismo.   

(Han pasado más de cinco años desde entonces y aún no comprendo totalmente por qué cambió tanto mi relación de trabajo con mi mentor. Él siempre dijo que su prioridad eran las publicaciones y publiqué más de cinco artículos con él –ni los miembros más brillantes de su laboratorio que luego se fueron a hacer posdoctorados a los mejores laboratorios de Europa y de Estados Unidos publicaron tantos artículos como yo, cuando fueron sus estudiantes–, pero en esos últimos meses parecía estar convencido de que yo sólo seguía sus instrucciones y, además, no tenía ningún reparo en decírselo a todo el mundo por correo electrónico y exponerme frente a todos los que me conocían.) 

Cuando acabó ese infierno, unos meses después de mi examen de grado, uno de los miembros de mi comité tutoral del posgrado me invitó a dar un seminario a una clínica de sueño. Preparé una plática del uso de los endocannabinoides como moléculas hipnóticas en modelos experimentales –justamente en esos días acababa de enviar a revisión un artículo en el que mostrábamos que una marihuana endógena normalizaba el sueño en ratas sometidas a estrés postnatal*– y, mientras hablaba, me di cuenta de que yo mismo tenía problemas de sueño y que nunca había intentado aplicar a mi propia vida lo que había aprendido durante el posgrado. 

Al final de mi plática, le comenté sobre este problema de mantenimiento de sueño a una colega de la clínica y ella me recomendó seguir algunos hábitos de higiene del sueño y acudir con un especialista si la situación empeoraba. No le hice gran caso porque el problema desapareció temporalmente. 



Dejo de divagar, me pregunto dónde estarán los calcetines y termino pensando que soy un desastre. 

Me obsesionan estupideces. Me persiguen día y noche. Me enredo en discusiones en redes sociales con desconocidos que me llaman “ignorante” sin saber nada de mí y que asumen que soy un chairo y que no hago nada bueno por mi país porque no tengo una empresa. Me enojo y no analizo que esos personajes tienen una inteligencia tan asombrosa que asumen que todo lo que he publicado es “paja académica” y que probablemente se benefician de los hallazgos de la ciencia, como todo el mundo. 

(Me pregunto qué harán estos sujetos cuando enferman. ¿Tomarán Herbalife...? ¿Recurrirán a un empresario con buena imagen, aunque no sepa nada de fisiología...? Me pregunto si son la clase de personas que toman un curso de liderazgo en el que le enseñan a actuar –en el sentido más histriónico del término– como líderes y en el que los engañan y les dicen que la “resiliencia” es una habilidad que se aprende y que “ser resiliente” es soportar un nivel enfermizo de estrés para generar ventas.) 

También me afecta saber que algunos miembros de mi familia le preguntarían a decenas de desconocidos, antes que a mí, sobre algún tema en el que he estado trabajando más de diez años. (¿Por qué a veces la familia, es la primera en subestimarlo a uno...? ¿Por qué a veces la familia resulta ser el peor enemigo...? ¿Por qué a veces la familia es la primera en pensar que uno es un borrego y que todo lo que uno piensa, lo piensa porque tiene millares de amigos que piensan así...? ¿Por qué a veces la familia piensa que uno es un títere y que es capaz de endeudarse por comprar cosas que no necesita...? ¿Por qué a veces la familia piensa que uno es capaz de hacer lo peor...?) 

Me acosan pensamientos que no tienen ninguna utilidad y que me hacen sentir que el tiempo no me alcanza para hacer todas las cosas que me gustaría hacer. Me perturban situaciones que no valen la pena. Me siento dividido entre el carácter formal e imparcial de los textos científicos y el carácter informal y subjetivo de mi necesidad de escribir. 

Hace algunas semanas que no leo literatura y me cuesta trabajo escribir con fluidez.  

Estoy despierto desde las tres de la mañana y no puedo apartar de mi cabeza el estribillo de una canción de Alice In Chains que desde hace dos semanas he estado escuchando con atención. Leí una nota en internet en la que especulaban sobre el significado de esa canción y su relación con la muerte de Layne Staley. La letra es escalofriante y me sorprendió que hubiera pasado desapercibida para mí. 

Cené algo que me cayó mal –cualquier cosa que a cualquier otra persona no le haría daño– y tengo acidez y náuseas. No puedo ignorar que estamos a -2ºC en Lerma y tampoco puedo ignorar el hecho de que se supone que está cerca la primavera. 

Miro el techo de la recámara por enésima ocasión. 

Aunque en otras ocasiones en las que he despertado a las tres de la mañana, me he sentido con más energía y he escrito millones de estupideces en cada una de las libretas que he usado a lo largo de mi vida –¿100, 200...?–, ahora mismo no puedo hacerlo. Me siento primitivo y disfuncional. 

Es desagradable estar cansado y no poder dormir. Es desagradable estar tumbado en la cama y mirar el techo de la recámara y pensar en todo lo que tienes que hacer en el día, y saber que el tiempo no te alcanzará. Es desagradable tener náuseas y saber que debes comer para mitigarlas y que el efecto de bienestar sólo durará un par de horas. Es desagradable estar a -2ºC en Lerma y saber que necesitas levantarte de la cama y buscar un maldito para de calcetines para mitigar el frío, y saber que cuando te levantes, ya no volverás a la cama. 



Continúo mirando el techo.

Ahora recuerdo un comentario de uno de mis sinodales en alguno de mis exámenes tutorales... y comienzo a divagar otra vez. 

Me pregunto cuántos años han pasado desde mi último examen tutoral. Los exámenes tutorales tampoco eran un paseo por las nubes. 

Era muy estresante tener que hablarles por teléfono a los miembros de mi comité tutoral una vez al semestre, durante cuatro años de posgrado, y agendar una cita en la que los tres  pudieran asistir al examen. Nunca me ha gustado hablar por teléfono. En perspectiva, creo que esa actividad es necesaria para cualquier estudiante de posgrado. Desde este otro lado, me ha tocado tratar a estudiantes que no tienen que llamar a los miembros de su comité para agendar una cita y me ha tocado ver cómo no los respetan y cómo se dirigen a ellos como si fueran sus empleados.  

Era muy estresante tener que preparar el aula y mi computadora y el proyector y algunos snacks para ellos y pararme frente a ellos y hablarles durante dos horas de los antecedentes y de los avances de mi proyecto. Era muy estresante tener que pensar en las respuestas a las preguntas que me hacían. Las preguntas cada vez eran más específicas y cada vez requerían un mayor dominio del tema. Nunca he podido aprender cosas por obligación de la misma forma en que aprendo cosas por placer. Con frecuencia debía aprender cosas aburridas que no me interesaban en absoluto. Era estresante exponerme a hablar de temas que involucraran que me convirtiera en un impostor. 

Eran muy estresantes las semanas previas a los exámenes tutorales. Era muy estresante estar preparando mi presentación en Power Point, sabiendo que había información que jamás lograría dominar como experto. Era muy estresante estar analizando datos con programas estadísticos, sabiendo que a la hora del examen alguno de los miembros de mi comité me preguntaría por qué había decidido usar una prueba estadística en lugar de otra. 

En fin, el miembro de mi comité dijo en algún examen tutoral que a él nunca le había gustado levantarse temprano y que despertarse era un acto desafiante para la fisiología. Creo que luego explicó algunos detalles de las contracciones musculares, de la inervación vagal del corazón, de la participación del cortisol y de la acetilcolina... Y también recuerdo que yo estaba tan tenso que no le presté demasiada atención.

¿Quién diría que después de más de cinco años mi cerebro terminaría reflexionando sobre su comentario y que su comentario terminaría llevándome a recordar algunos pasajes de mi vida como estudiante de posgrado...? 

Ahora, mientras me dispongo a levantarme de la cama y a rendirme y a aceptar que ya no volveré a la cama y que ya no intentaré volver a dormir, recuerdo haber leído en alguna revista que a las tres de la mañana ocurren la mayoría de los infartos porque la presión arterial y la frecuencia cardiaca exhiben su tasa más baja en comparación con el resto del día.

Cada vez que despierto abruptamente a las tres de la mañana, no puedo dejar de pensar en ello. ¿Qué tal si estos despertares recurrentes son una advertencia...?

Nutshell
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*Aunque no disfruté el proceso de publicación en absoluto –en los créditos se lee que yo sólo seguí instrucciones, aun cuando, antes de comenzar a escribir el manuscrito, recibí un regaño porque no seguí instrucciones “al pie de la letra” en la metodología–, creo que ese debió ser mi primer artículo como autor corresponsal. De haber sido así, tal vez mis colegas actuales sospecharían (acertadamente) que yo he escrito (en inglés) todos los artículos en los que soy primer autor.