miércoles, noviembre 25, 2020

Adiós, Diego



Tengo 9 ó 10 años, es el verano de 1990. 

Mi papá mira el televisor. Brasil enfrenta a Argentina en Turín. 

Los brasileños han dominado todo el partido. 

Goycochea –el portero argentino que sustituyó a Pumpido en el juego contra los soviéticos en el que se fracturó una pierna– ha tenido suerte. 

Maradona de repente toma el balón en medio campo y esquiva a varios brasileños que intentan detenerlo a como dé lugar. 

Los comentaristas no han parado de decir que él está lesionado, que él está jugando infiltrado, que él ha tenido problemas con su tobillo izquierdo, pero aún así es tan hábil que parece un jugador de otro planeta. 

Han bastado treinta y tantos segundos para que Diego aparezca y le dé un pase a 
a Caniggia. 

Caniggia está solo frente a Taffarel y lo esquiva y envía el Etrusco al fondo de las redes. 

Argentina elimina a Brasil en los octavos de final. 

viernes, noviembre 20, 2020

Somos la basura en el aire

Esta semana, una serie de extrañas asociaciones me llevaron a pensar en Suede.

Estas extrañas asociaciones comenzaron el martes.

En uno de los cursos que imparto a larga distancia desde que comenzó la pandemia (y que terminaré de impartir en un par de semanas), les pedí a los alumnos que leyeran un artículo científico y que elaboraran algunas respuestas. 

Uno de los principales hallazgos del artículo era que una dosis subumbral de morfina incrementa la preferencia por esta droga en animales hambrientos, y quería que los alumnos reflexionaran acerca de las implicaciones de este hallazgo y que también escribieran algunos párrafos sobre la farmacodinámica de la morfina.

Tal y como lo esperaba, una estudiante escribió que los opiáceos estimulan los receptores mu, los delta y los kappa, y que modifican la permeabilidad a iones específicos en la membrana celular, pero también escribió que inducen “indiferencia al dolor”.

Su conclusión me pareció muy apropiada y estuvo dándome vueltas en la cabeza mientras revisaba otros trabajos. 

De repente, me encontraba escuchando “Trash” y pensando acerca del dramático incremento de adictos a los opiáceos a nivel mundial y concluyendo que el mundo es un sitio tan doloroso que necesitamos píldoras para lidiar con el sufrimiento. 

Esta idea me llevó a recordar que hace cuatro años, escuché a Suede por primera vez.
 
Un primo de mi esposa nos regaló sus boletos para el Corona Capital.
En esa edición del festival que tiene varios años celebrándose en la Ciudad de México, Suede era uno de los invitados especiales.

El festival se llevó a cabo el domingo 20 de noviembre. 

Unos meses antes del festival –para ser exactos, el 4 de mayo–, tras un largo periodo de desesperanza, de tratamientos médicos sin éxito, de dietas monótonas y de cero tolerancia al alcohol y a la nicotina, con tal de lidiar con el reflujo gastroesofágico, pasé por el quirófano.

Para el 20 de noviembre, todavía tomaba decenas de píldoras y aún tenía que limitarme a comer exclusivamente dos o tres alimentos y a beber exclusivamente agua simple todo el día, para evitar el sofocamiento provocado por los jugos gástricos del ayuno y también para mitigar las náuseas.

Aún estaba recuperándome y me sentía débil y miserable. 

Llegamos al Autódromo Hermanos Rodríguez alrededor de las cinco o seis de la tarde y escuchamos a Peter, Bjorn & John y a Eagles of Death Metal –supongo que fue su primer concierto después del atentado terrorista en El Bataclan– y después nos desplazamos al escenario en el que Suede tocaría. 
 
Mientras caminábamos, pasamos junto a otro escenario en el que tocaba una banda de chicas a las cuales John Frusciante les había producido un álbum. 
La música estaba tan alta y la audiencia estaba tan frenética y las luces cambiaban con tanta velocidad que me llevaron a recordar una horrible experiencia.

En los días posteriores a la cirugía, accidentalmente un día mezclé una pastilla de Gabapentina que tomaba para lidiar con las mononeuropatías provocadas por la excesiva cantidad de fármacos que había tomado durante meses, con una pastilla de Tramadol que tomaba para lidiar con el dolor provocado por la cirugía –quería tener una cicatriz que me recordara esta enfermedad y rechacé la laparoscopía y los cirujanos me abrieron en canal. 

Fue una combinación peligrosa. Al cabo de unos segundos, me sentí mareado y nauseabundo y paranoico, y creí que en cualquier momento dejaría de respirar o que en cualquier momento vomitaría y que sería incapaz de evitar una broncoaspiración. (En resumen: los fármacos “apagaron” mi cuerpo.)

Finalmente, mientras dejábamos atrás las luces y los sonidos y el escenario en el que tocaba Warpaint, y yo me desasía de esta horrible reminiscencia de mi enfermedad, mi esposa y yo nos acercábamos al escenario en el que tocaría Suede.

Encontramos un sitio, a unos cuantos metros del escenario. 
Hacía mucho frío. El viento soplaba fuertemente y me subí el cuello de la chamarra y tuve arcadas. Casi en ese instante, la banda británica salió al escenario y me determiné a ignorar mi malestar y a concentrarme en la música y a disfrutar el espectáculo. 
 
Mientras el concierto transcurría y el frontman de la banda y la audiencia conectaban de tal modo que era imposible no verlos como amantes de varios siglos que sólo podían verse una vez cada mil años, nuevamente me sentí débil y nauseabundo y volví a recordar la horrible experiencia con la Gabapentina y con el Tramadol. Por un momento, para relajarme, pensé en que esa sensación no podría ser nada comparada con “la piel de gallina” que experimentan los adictos a la heroína durante la abstinencia.  

Trataba de prestarle atención a las letras de “Trash”, cuando también recordé lo insignificante que me sentía en mi trabajo. En esa época estaba en el segundo año de mi posdoc. Aparentemente, en general, los estudiantes de mis colegas –y los colegas de otros departamentos de la universidad y sus estudiantes– me consideraban un estudiante de licenciatura. La situación me entristecía y me molestaba, pero, en cierta forma, la comprendía.  

Yo quería dar lo mejor de mí, pero me sentía tan débil y estaba tan preocupado por mi salud que resultaba imposible trabajar incluso al 20% de mi capacidad. 

Algunas veces incluso me sentía tan débil que debía volver a casa abruptamente, o realizar experimentos tomando pausas para tomar aire y mitigar las náuseas que experimentaba en oleadas a lo largo del día.

Antes de la cirugía, estaba tan enfermo y tan débil que ni siquiera podía realizar una cirugía estereotáxica de principio a fin, ni leer un texto científico durante cinco minutos consecutivos. Enfrenté con tanto estoicismo mi enfermedad, que nadie se enteró de que estuve tan enfermo. 

He estado escuchando a Suede toda esta semana y he estado pensando en lo miserable que me sentía en aquellos días. Supongo que todos estos pensamientos los relaciono con su música y que ésta es la razón por la cual casi no los escucho. 

A pesar de todo, aun cuando ahora tengo muchas más responsabilidades que entonces y me siento más productivo y valorado en mi trabajo, algunas veces todavía siento que soy una basura. 

miércoles, noviembre 18, 2020

18 de noviembre de 1993


Lo más probable es que el 18 de noviembre de 1993 haya sido como cualquier otro jueves de los últimos meses del tercer año de la secundaria: debí de levantarme sin la necesidad de escuchar ninguna alarma, entre las seis y las seis media de la mañana; debí de vislumbrar las cuatro larguísimas horas de tortura del taller de dibujo técnico industrial que me esperaban en la escuela, después del receso; debí de imaginar que antes de esas horas de pesadilla –en verdad detestaba la rutina de ese taller, con todo mi corazón–, al menos tendría la oportunidad de ver, a la distancia, a la altísima chica de cabellera rizada y de brackets que me volvía loco, y también debí de fantasear con un encuentro en el que finalmente me atrevía a hablarle y a decirle cuánto me interesaba...

Lo más probable es que ese jueves 18 de noviembre de 1993, la voz de Héctor Martínez Serrano debió de confundirse varias veces con el sonido del agua caliente de la regadera que caía sobre mi cabeza, mientras iba despertando y asimilando la realidad. 

Lo más probable es que, en algún momento, ese programa de radio, que siempre escuchaba mi mamá por las mañanas, debió de ser interrumpido por la canción del comercial de la Cajeta Coronado que siempre sonaba en la mayoría de las pausas comerciales... y que aun hasta hoy me basta escuchar durante unos segundos para recordar vívidamente esas mañanas.

No estoy seguro, pero quizá, mientras me ponía el uniforme y sentía aversión hacia la secundaria, el comercial debió de hacerme pensar en los convencionalismos, y en particular hacia ese convencionalismo absurdo del uniforme, y debió de hacer que me preguntara si ese convencionalismo, junto con el convencionalismo absurdo de traer el cabello corto –casi estilo militar– y los lustrosos zapatos negros, de algún modo, repercutirían en mi vida adulta y me convertirían en “una persona de bien”.

Ese jueves 18 de noviembre, unos minutos más tarde, aun con la voz de Martínez Serrano y el esporádico jingle de Cajeta Coronado de fondo, debí de desayunar huevos con jamón o con salchichas, o hot cakes, o un sándwich, y un licuado de fresa o de plátano, mientras suspiraba pensando en mi amor platónico de rizos y de brackets, y las canciones de amor de John Secada –que estaban de moda y que también sonaban con frecuencia en otras estaciones de radio– revoloteaban en mi corteza auditiva y hacían que mi corazón latiera como una máquina de vapor precipitándose a toda velocidad a un despeñadero. 

Tras intentar infructuosamente ignorar mi reflejo de estudiante genérico de secundaria en el espejo del baño, mirándome de reojo, debí de cepillarme los dientes, y alrededor de las seis cuarenta y cinco, mi papá, mi hermano y yo debimos de salir de la casa en el Jetta rojo.

En el corto trayecto de la casa hacia la escuela, debí de sentir el nudo en el estómago que siempre sentía –parecía que el licuado de fresa o de plátano se precipitaba hacia mi garganta y que terminaría devolviendo el estómago– y que se intensificaba cuando estaba en la entrada de la escuela y presentía que el prefecto no me dejaría ingresar porque él juzgaría que traía el cabello largo o que mi uniforme y mi aspecto no eran suficientemente impecables. 

(Ese sujeto tenía un juicio muy cuestionable. Bastaba que fingieras ser su amigo, para que te dejara ingresar a la escuela, incluso con tennis negros y cortes de cabello modernos –Vanilla Ice era moderno entonces–, y, ahora, mientras escribo esto a toda prisa para no perder el impulso, recuerdo incluso que él mismo traía una ridícula coleta, y también me pregunto qué tan solo y frustrado se sentía como para estar interesado en la amistad de un montón de adolescentes idiotas.) 

Ese 18 de diciembre, minutos antes de las siete de la mañana, debí formarme en la fila de mi grupo y esperar a que el director de la escuela saliera a escena y nos dijera alguna frase motivacional para alentarnos a ser responsables y a conducirnos con el compromiso que implicaba ser el futuro de México –así como, estúpidamente, varias décadas más tarde, hago yo con mis alumnos de licenciatura, cuando creo que la situación lo amerita–, y yo debí de cerrar los párpados y vislumbrar la salida de la secundaria, y debí de pensar que en el camino de vuelta a la casa me pondría los audífonos y que le daría play al walkman y que escucharía por enésima ocasión Dangerous de Michael Jackson, mientras continuaba sin creer del todo que hacía apenas unas cuantas semanas había asistido a uno de sus conciertos en El Estadio Azteca, y me mentalizaba a pasar toda la tarde realizando alguna tarea sin sentido, sentado frente al televisor de la casa de mis papás, en la sala, junto a mi mamá, procurando enfocarme en aprender, entre los mortecinos resplandores de Rescate 911 y de Misterios Sin Resolver que salpicaban mis cuadernos y libros, y entre las voces de los dobladores de William Shatner y quién sabe de quiénes más. 

La rutina de las últimas semanas de 1993 debió de estar caracterizada también por mis peleas interiores y por mis múltiples estados de ánimo adolescentes, frecuentemente tendiendo hacia el malhumor y hacia el dramatismo, resultado de todas esas emociones que aparecían y desaparecían de un momento a otro. 

Lo que no es probable es que en ese momento en el que el director nos sermoneaba y yo cerraba los párpados para escapar del patio de la escuela, me encontrara feliz y expectante porque sabía que esa noche Nirvana grabaría el MTV Unplugged In New York.

Ni siquiera sabía de la existencia de esa banda. 

De haberlos escuchado, es muy probable que me hubiera sentido tan identificado con su música que la muerte de Kurt Cobain, tan sólo cinco meses más tarde, me hubiera destrozado y que me hubiera dolido como nunca antes nada lo había hecho.

Es probable que hubiera sentido que nadie me comprendía y que hubiera sentido que era el fin del mundo, y es probable que mi dramatismo me hubiera llevado a guardar luto durante varios meses, o incluso a perder el interés por todo... A lo mejor me habría convertido en una persona más resentida de la que soy, o a lo mejor habría sido rebelde y habría dejado la casa de mis papás y me habría empecinado en ser escritor... Quién sabe. Pero sospecho que, de haber conocido a Nirvana a los 12-13 años, no sería la misma persona que soy.

Han transcurrido 27 años de este jueves que trato de evocar, y no puedo dejar de preguntarme cuántas cosas habrían cambiado en mi vida, de haber escuchado a Nirvana y de haber sabido que grabarían en los Estudios Sony de Nueva York este concierto que he escuchado tantas y tantas veces.




jueves, noviembre 12, 2020

Jimi Hendrix: Empezar de cero


Este libro te va a gustar, si estás interesado en conocer más de lo que podrías encontrarte en Wikipedia sobre la vida y obra de Jimi Hendrix. Sin embargo, aunque es un trabajo periodístico muy profesional que supuestamente está basado en una idea original de Jimi para hacer un documental sobre su propia vida, también podrías odiarlo... sobre todo, si crees que sabes más de Hendrix que el mismo Hendrix... o si eres una persona radical y estás convencida de que nadie tiene derecho a escribir sobre los muertos, y crees que la única razón por la que alguien podría leer este libro es porque tiene 15 años y está obsesionado con “el club de los 27”. 

partir de información tomada de los propios diarios de Hendrix y de extractos de decenas de entrevistas que le hicieron distintos medios, Empezar de Cero te permitirá tener contexto de los orígenes de algunas de las letras de sus canciones –como “Highway Chile” y “The Wind Cries Mary”–, sobre las ideas detrás de la estructura de sus álbumes –¿por qué Bold As Love fue un álbum tan experimental y por qué lo decepcionó tanto la recepción del público?– y sobre la influencia de sus saltos en paracaídas, en su etapa en el ejército, en su forma de ver la vida y de componer canciones.

A lo largo de más de 200 páginas, también te quedará claro por qué Jimi aborrecía a los ejecutivos de las disqueras, a las bandas como The Monkees cuyo único propósito era ganar millones de dólares y, en general, al público que iba con la corriente en Estados Unidos y que esperaba que The Jimi Hendrix Experience siempre tocara las mismas canciones y que él siempre incendiara su Stratocaster al final de los conciertos.
 
Por supuesto que también encontrarás un puñado de anécdotas sobre sus inicios como guitarrista de acompañamiento de grandes músicos de blues que no querían ser opacados por su presencia, cartas que él mismo le escribió a su padre o a algunas groupies, sus pensamientos sobre la ética y la creatividad artística, y sus reflexiones sobre los altibajos de The Experience cuando él y la banda se volvieron todo un suceso en El Reino Unido y todo mundo quería un poco de Jimi Hendrix y los integrantes se aburrieron de estar bajo su sombra y terminaron buscando nuevos horizontes.

Tal vez el final del libro te lleve a reflexionar: sus problemas financieros ocasionados por la inversión de una fuerte suma de dinero en la construcción de los Electryc Ladyland Studios y agravados por haberse resistido a salir de gira y a grabar álbumes año tras añola formación de Band of Gypsys lo entusiasma, a pesar de que el público y las disqueras han ido perdiendo interés en él y en su música, y Jimi le confiesa a uno de los últimos periodista que lo entrevistó que se considera una persona libre y feliz y que está convencido de que no vivirá más allá de los 28 años. 

lunes, noviembre 02, 2020

Helada o hirviente


Tratas de templar el agua de la regadera
Y de ignorar las voces que te dicen qué estás pensando

El agua que cae sobre tu cuerpo impuro es como tu vida
Tampoco tiene puntos intermedios
Es negra o blanca o hirviente o helada

En la frontera del dolor de la vigilia y del placer de los sueños
Tus miembros se hinchan involuntariamente como un globo de sangre
Y los ves como un pescado que agoniza afuera del río
Y los sientes intentar aferrarse a la vida
Y sientes su dolor y lo respiras en tu piel

Algunos pensamientos vagos surcan tu cerebro adormecido
Algunos cuerpos vagamente deseados en el sueño emergen bajo la regadera
Destrozan la estrechez de la realidad y la monotonía
Como si la realidad y la monotonía fueran una botella de vidrio
Que se quiebra contra las baldosas del baño

El pescado se convulsiona violentamente en la palma de tu mano
El chorro de agua helada que cae de la regadera 
Y que inunda poco a poco tu existencia flotante en el limbo de otro día
Es el túnel de luz que lo guía a su propia muerte

Ahora te das una bofetada para despertar
Y tus ojos enceguecidos por el shampoo
Arden como una marca de hierro incandescente
En tu epidermis más sensible
En donde habitan los corpúsculos de Pacini
Y los corpúsculos de Krause

Lejos quedó esa chica que conociste en la secundaria
Y que parecía hacerle el amor a tus manos con sus manos suaves
En la penumbra de ese sueño que soñaste hace mil años
Y que súbitamente recordaste hoy
Cuando el agua hirviente de la regadera
Atravesaba tus manos y quemaba los resabios del sueño 

Tu miembro-pez recién pescado por la vigilia
Deja de convulsionarse conforme el agua
Muta nuevamente de helada a hirviente

Ahora piensas en la escritura de ese artículo
Que tienes escribiendo mil años
Visualizas un día más de escritura
Otras diez horas del día destinadas a su escritura
Tu pronóstico es que al final del día
Tal y como ha ocurrido en los últimos mil años
No habrá habido un gran avance

El agua continúa cayendo
Y es como tu existencia:
Negra o blanca
Hirviente o helada