"Hola, me llamo Angélica", respondió y me dio un beso en la mejilla.
Ella olía delicioso, a una mezcla de perfume caro y campos de lavanda.
Era de aspecto caucásico y hablaba como estudiante de universidad privada.
"¿Qué estás tomando?", le pregunté.
Sólo bebía agua, así que me ofrecí a servirle otra cosa.
"Vodka estaría genial", me dijo.
Me levanté del asiento y caminé hacia la cocina en busca de vodka.
En la cocina, algunos amigos de Gustavo veían un partido de futbol por televisión.
Jugaban Cruz Azul y Dorados en El Estadio Azul.
Ellos estaban sentados alrededor de una pequeña mesa en la que había un montón de botellas, de vasos de plástico y de bolsas de papas.
En esa clase de reuniones lo que menos importaba era la comida real.
Tomé un par de vasos y una botella de Absolut y escancié el alcohol en los vasos.
Regresé a la sala, volví a sentarme junto a Angélica y le alcancé uno de los vasos con vodka.
El otro me lo quedé yo.
Ella me dio las gracias y empezamos a hablar de literatura.
En un momento, ella recitó de memoria un poema de Georg Trakl.
Hablaba sobre mitología y desamor.
Guardé silencio y Angélica me contó que ese poeta austriaco también había sido farmaceútico y que se había suicidado con una sobredosis de cocaína.
Mientras más bebía, se ponía más parlanchina y me parecía más atractiva.
Le conté que el poeta expresionista que más me gustaba era Ernst Richard Maria Stadler y se interesó en escuchar por qué.
Noté que estaba más ebrio de lo que había imaginado cuando intenté explicarle.
En algún momento, nos quejábamos de Pablo Neruda y de Jaime Sabines y nos encontrábamos hablando de El Aleph y de Albert Einstein.
Angélica no me creyó que un grupo de investigadores había estudiado la anatomía del cerebro de Albert Einstein y que había descubierto que carecía del opérculo parietal.
Iba a hablarle más al respecto, pero sorpresivamente me tomó una de las manos y me dijo que yo le gustaba.
Tragué saliva y me quedé mudo. Mi corazón latía deprisa.
Estaba tan ebrio que me costó mucho trabajo sostenerle la mirada.
Bajé la cabeza y entonces me di cuenta que Angélica traía puesta una blusa escotada.
Tuve que forzarme a cerrar los párpados para dejar de mirarle los pechos.
Ella me apretó la mano y repitió lo que me había dicho y entonces abrí los párpados y sólo se me ocurrió decirle que era recíproco.
Me sentí como un idiota por no haberle dicho simplemente que ella también me gustaba, en lugar de haber usado la palabra "recíproco", pero ella estaba tan ebria como yo y sólo sonrió.
Acercó su rostro hacia el mío y murmuró
"Tal vez deberíamos besarnos"
y justo en ese momento tuve deseos de devolver el estómago.
Me levanté, inmediatamente.
Había olvidado que el vodka siempre me caía muy mal.
Llegué al baño, trastabillando y apoyándome en las paredes de la casa.
Afortunadamente, el baño estaba desocupado.
Muchas veces había pasado minutos terribles, esperando a que la gente saliera del baño de cualquier casa para que yo pudiera meterme y vomitar.
Algunas veces me había sentido tan mal que incluso había tenido que meterme al baño sin esperar a que la gente lo desocupara.
Cuando me repuse, volví a la sala y me senté en el mismo sitio de antes.
Eché un vistazo alrededor.
La gente seguía llegando con botellas de alcohol a la casa.
Los amigos de Gustavo continuaban en la cocina y gritaban.
Aparentemente acababa de anotar un gol el "chelito" Delgado.
Gustavo hablaba sobre la teoría de la relatividad en el comedor.
("Einstein esto, Einstein lo otro", decía apasionadamente.)
No había rastro de Angélica. Simplemente había desaparecido.