miércoles, julio 21, 2021

¿En qué pienso cuando estoy corriendo?


Es el tercer día de esta semana que salgo a correr. Es tan temprano que todavía no sale el sol. A diferencia de las mañanas anteriores, no me acompaña mi esposa, así que decido cambiar un poco la rutina. En lugar de correr alrededor de la cancha de basquetbol junto a la escuela, decido hacer un recorrido diferente y más largo, y comienzo a trotar alrededor de uno de los jardines del fraccionamiento. Apenas llevo unos cuantos metros recorridos, cuando veo a un pastor alemán. El perro es majestuoso: grande, fuerte y de color pardo. Muerde con entusiasmo una pelota roja y la aprisiona con sus patas delanteras. No necesito hacer un profundo análisis de la situación para darme cuenta de que el perro fácilmente podría acabar conmigo, si decidiera atacarme. No trae cadena y afortunadamente está tan entretenido con la pelota que no se ha percatado de mi presencia. 

Bajo el ritmo de mis pasos y echo un vistazo alrededor en busca de su dueña o dueño. A unos metros de mí, hay un tipo como de mi edad paseando a un San Bernardo con cadena. El San Bernardo me remonta automáticamente a Cujo –el protagonista de la novela de Stephen King– y trae a mi memoria algunas escenas de la película que vi cuando tenía seis o siete años. Fue una experiencia rara. Mi hermano empezó a tener síntomas de asma por aquellos días y hasta la fecha me resulta imposible no sentir algo desagradable, cuando recuerdo la escena en la que el niño asmático está encerrado en el auto de su mamá, quedándose sin aire –no tiene su inhalador a la mano y ha pasado mucho tiempo encerrado–, mientras el San Bernardo ladra y se lanza contra las ventanas. 

El San Bernardo que veo en el jardín, también me hace recordar aquella ocasión en la que escribí un texto basado en mis impresiones infantiles de la adaptación al cine de “Los niños del maíz” –también vi la película cuando era un niño y, sobre todo, me impresionó la escena de la cafetería en la que los niños satánicos le trituran una mano a un adulto en una licuadora–. Envié ese texto a un concurso literario –los premios eran una colección de novelas de Stephen King y un librero– y, obviamente, no gané. Lo peor es que ni siquiera estoy seguro de que alguien haya leído mi texto. Tengo la impresión de que es una pérdida de tiempo concursar por esta clase de premios. Supongo que necesitas tener contactos o estudiar una licenciatura en una universidad privada, o formar parte de algún círculo literario, o conocer a alguien del jurado que dará los premios, o tener una madrina o un padrino que avale lo que escribes, para que alguien lea tus textos. Esta idea me hace recordar que concursé dos veces en dos ediciones de un premio de novela, con la misma novela. La primera vez que concursé, mi novela no era tan atractiva. Creo que el lenguaje no era tan bueno y que la trama no estaba bien estructurada. (Tenía algunas salidas fáciles y, definitivamente, carecía de un estilo propio.) La segunda vez que concursé, envié esa misma novela corregida y aumentada. La re-escribí durante una larga huelga en la universidad. Además de que me obsesioné con la narrativa y de que estuve revisándola y re-escribiéndola compulsivamente, todo esto ocurrió más o menos en un punto en el tuve que pedir dinero prestado para sobrevivir y en el que apenas tuve lo suficiente para enviar la novela por mensajería a las oficinas de la editorial. Cuando estalló la huelga, tenía un mes en mi nuevo trabajo y, en la medida de mis posibilidades, continuaba con mis labores en casa, sin percibir ningún ingreso y pagando puntualmente las rentas y los gastos corrientes de dos adultos y de tres gatos. La huelga se prolongó y parecía no tener fin. Aunque la trama de la novela no tiene nada que ver con un profesor que se muda a una nueva ciudad y que atraviesa una huelga en la universidad en la que recién lo han contratado, la desesperación, la angustia, la desesperanza y la frustración provocadas por la incertidumbre de la huelga, quedaron reflejadas en la novela. De todas formas, aunque puse mi corazón en esa novela –no encuentro palabras más precisas para describirlo– y sé que no soy el mejor escritor –no puedo escribir las 24 horas del día, los 365 días del año–, estoy seguro de que ningún integrante del jurado, la leyó. La primera vez que concursé, dos sujetos ganaron el premio. Era algo inaudito porque siempre había habido un solo ganador por edición, pero lo más inaudito, sin embargo, fue que uno de los ganadores escribió su novela con una beca del FONCA (el premio estaba dirigido a escritores jóvenes y supuse, erróneamente, que no tenían cabida aquellas personas que ya habían escrito un proyecto literario para que el FONCA lo financiara), y, por si fuera poco, en la ceremonia de premiación, este ganador fue felicitado por un miembro del jurado que lo conocía a nivel tan personal que incluso sabía el nombre de su esposa y el nombre y la edad de su hijo pequeño. La segunda vez que concursé por este premio, ganó una escritora con una novela tan corta que ni siquiera cumplía con el requisito mínimo de páginas estipulado en la convocatoria del concurso. Ella había tenido una incursión en medios de comunicación. Tras haber sido declarada ganadora del premio, en una entrevista dijo haber sido “amadrinada” por una escritora de reconocido prestigio con quien había cursado un taller de creación literaria en Estados Unidos. En esa entrevista también dijo que su madrina le había recomendado participar en el concurso. 

Después de hacer este recorrido mental a través de los oscuros túneles de mis frustraciones, vuelvo a fijarme en el pastor alemán. El perro continúa entretenido con su pelota entre las patas delanteras, y me cuesta trabajo creer que, en unos cuantos segundos, podría aburrirse de la pelota, notar mi presencia y atacarme. Tengo la impresión de que mi ritmo cardiaco se ha acelerado. He recordado algunas partes de la novela de Cujo; particularmente, las páginas en las que el protagonista ataca a su primera víctima. Respiro profundamente y trato de desviar mis pensamientos. Intento pensar en aquel momento en el que leía esta novela hace más de ocho años. Estaba tumbado en la playa, escuchando a través de los audífonos a Chelsea Light Moving y bebiendo una cerveza junto al Mar Caribe. No puedo creer que haya pasado tanto tiempo desde la última vez que fui a la playa.

Más allá, del otro lado del jardín, cerca de los juegos infantiles, trotan un par de mujeres. Platican entre sí, pero detectan al perro y reducen la velocidad de sus pasos. Luego me miran de un mal modo, como si creyeran que yo soy el irresponsable dueño del pastor alemán, así que estoy casi seguro de que ninguna de las tres personas que acabo de ver está a cargo del perro. Han pasado menos de treinta segundos. Me sorprende todo lo que he pensado en este tiempo. Estoy a unos diez metros del perro y estoy a punto de dar un giro de 180 grados, cuando otro perro cruza mi mente.

Unos vecinos de mis papás tenían un perro de pelaje café-dorado claro. Tenía ciertos rasgos de golden retriever, pero, principalmente, era una mezcla de varias razas de perros y parecía un perro callejero. Era agresivo y generalmente estaba echado afuera de la casa de sus dueños, que quedaba a tres casas de la casa de mis papás; cuando alguien pasaba cerca de él, le ladraba, lo perseguía e intentaba lanzársele encima. A este perro le decían “el cojo” porque le faltaba una de las patas delanteras. Según algunos rumores de los vecinos de la colonia, había perdido la pata al lanzársele encima a un automóvil en movimiento. Otros vecinos decían que la había perdido porque lo había atropellado un camión de pasajeros, mientras cruzaba una avenida transitada. Independientemente de cuál fuera la verdad, el hecho es que el perro estaba cojo y que, a juzgar por su ímpetu, estaba así porque atacaba sin discriminar entre personas y vehículos. 

Cuando lo veía tumbado en la puerta de la casa de sus dueños, prefería evitarlo y le daba toda la vuelta a la cuadra. Ya había visto que bastaba que alguien se acercara a unos diez metros de su territorio para que le ladrara ferozmente. A pesar de lo anterior, una vez cometí el error de confiarme. Mis papás me habían mandado a comprar algo a la tienda. Volvía a la casa, a pie, con las dos manos ocupadas con las bolsas de las compras. Estaba cansado y no quería dar toda la vuelta a la cuadra. Pasé sigilosamente a unos seis o siete metros del cojo –por la banqueta del lado opuesto a la casa de sus dueños– y, como era de esperarse, el perro me ladró. En unos cuantos segundos, me persiguió y se me lanzó encima. Aprisionó una de mis piernas con su mandíbula, sentí sus colmillos de lobo adentrarse en la mezclilla de mis pantalones y el peso de su cuerpo convertirse en una extensión de mi pierna. Cuando intentó morderme la pierna con más fuerza, tuve quitármelo de encima. No sé qué hice exactamente, pero creo que sacudí mi pierna y que él retrocedió y que paulatinamente dejó de aprisionar mi pierna con su mandíbula. Después no recuerdo bien qué pasó –probablemente tanto él como yo quedamos sorprendidos–, pero logré llegar sano y salvo a la casa de mis papás. Aunque la experiencia no me llevó al antirrábico ni tuvo un desenlace fatal, actualmente, cada vez que paso cerca de un perro sin cadena, la imagen del cojo atacándome llega a mi cabeza, y es por eso que no me confío de ningún perro. Les tengo respeto y temor al mismo tiempo. 

El pastor alemán que juega con la pelota en el jardín, también me remonta a una nota que leí hace unos días en Internet. El escritor de la nota había contraído Covid-19 y relataba su dolorosa experiencia con el virus. Leo sus columnas quincenales de vez en cuando –he leído un par de novelas suyas– y estoy al tanto de que ha estado cuidándose y de que nunca había dado positivo al virus. Según su columna, el único hábito que no ha abandonado durante la pandemia es salir a correr con sus cinco perros, y una mañana salió a correr al mismo lugar de siempre, pero un perro suelto apareció de pronto y atacó a uno de sus perros más pequeños. El pequeño perro del escritor sangraba profusamente y otro de sus perros se le lanzó al perro suelto y de esta forma le salvó la vida al perro pequeño. Quién sabe qué pasó con el dueño del perro suelto, pero el hecho es que la sangre que manaba profusamente del cuello del perro impresionó tanto al escritor, que descuidó todos los usos y costumbres que había llevado a cabo durante la pandemia. El escritor llevó al perro herido al veterinario y acabó auxiliando al veterinario en un pequeño recinto de la clínica, durante más de una hora y media. Días después del atentado, el escritor comenzó a tener síntomas de Covid-19. Casi al mismo tiempo en el que le daban los resultados de la prueba contra el virus, el veterinario –sin saber que el escritor había estado teniendo síntomas– se comunicó con él y le recomendó prestar atención a su salud, pues varios empleados de la clínica en la que habían tratado al perro herido –incluyendo al mismo veterinario– habían dado positivo a Covid-19. La gravedad del asunto no para aquí: según relata el escritor, él mismo ya había recibido una vacuna contra el Covid-19. 

Mientras, finalmente, me alejo del pastor alemán que continúa entretenido con la pelota entre sus patas, me pongo a pensar en que la trágica experiencia que atravesó el escritor fue detonada por el ataque de un perro suelto sin dueños a la vista, y maldigo a todos los irresponsables dueños de los perros de todo el mundo, y decido regresar a la rutina del lunes y del martes: me dirijo a la cancha de basquetbol junto a la escuela.

No han transcurrido ni cinco minutos desde que empecé a correr. Es sorprendente todo lo que uno puede recordar en tan poco tiempo.

martes, julio 13, 2021

El Salvaje | Guillermo Arriaga (2016)


Tal vez se deba a que desconfío de las recomendaciones de libros –especialmente, cuando el autor está “en boca de todos” y me lo recomienda un lector que, a juzgar por el contenido de sus publicaciones en redes sociales, no necesariamente es muy selectivo– o tal vez se deba a que soy mamón, pero leí esta novela de 693 párginas porque varias personas me recomendaron al autor, y no me gustó. 

Aunque la narrativa es rica en recursos literarios –desde los apartados en los que aparecen algunas definiciones etimológicas de tres o cuatro conceptos relevantes para la trama, hasta breviarios culturales del mundo griego de la antigüedad, tales como la acusación de Melito contra Sócrates y el contexto de la teoría de los humores de Hipócrates, o el misticismo que rodea a las muertes infantiles en ciertas tribus africanas–, no necesariamente apruebo todos los recursos empleados en El Salvaje. Algunos de ellos, me parece, están de más. (Aunque sí creo que un escritor debe escribir sobre los temas que sabe, no creo que eso signifique que una sola novela sea el espacio propicio para hacer alarde de todo lo que sabe el escritor: debe haber un equilibrio entre recursos prescindibles, recursos necesarios y contenido esencial). 

La trama, por otra parte, engancha rápidamente al lector –basta con haber leído un par de capítulos para “querer más” y descubrir cómo se solucionará tal o cual encrucijada planteada magistralmente por el autor– y tiene un desarrollo bien elaborado, tanto cronológica como estructuralmente; sin embargo, a mi parecer, también posee ciertas lagunas y salidas fáciles.

A pesar de que Juan Guillermo –el protagonista– no cumple la mayoría de edad y de que vive en un barrio marginal (esto podría ser secundario, pero el detalle con el que Arriaga hace hincapié en este tema, deja claro que su intención es ponerlo en primer plano) y pierde de manera trágica a su familia y queda desamparado –prácticamente, en la orfandad–, y a que estas circunstancias podrían llevarlo a tener una vida ominosa –como ocurre con la mayoría de la gente que atraviesa circunstancias remotamente similares–, al final, no sólo es resiliente, sino que es capaz de debatir de tú a tú con los abogados más prestigiosos del país (habiendo decidido dejar los estudios, antes de ingresar a la preparatoria), e incluso es capaz de domar a un lobo –¡no es una metáfora!–, y, por si fuera poco, se vuelve millonario en un par de capítulos y ya no tiene por qué preocuparse por nada, por el resto de su vida. (¿Acaso el dinero es suficiente, para que todos los problemas desaparezcan...?)

Más allá de que la trama está estupendamente bien contada –transcurre en algún punto de la década de 1960, con Hendrix y The Doors como la música de fondo de persecuciones entre policías, fanáticos religiosos y narcotraficantes en las azoteas de casas de peligrosas colonias de Iztapalapa, cuyos habitantes igual pueden realizar turbios negocios con chinchillas y con drogas ilícitas, que visitar cementerios de autos en ciudades perdidas, o hacerle la vida imposible a las autoridades de mente cerrada de escuelas privadas de la alta sociedad... o recorrer durante semanas las interminables autopistas congeladas en los inhóspitos confines del Yukón–, no entiendo cuál es la necesidad del autor por encontrarle una salida fácil a la pobreza y a las tragedias. 

Tal vez esté siendo muy exigente, pero así es como lo veo: Juan Guillermo vive en un barrio marginal y se quedó sin familia; no estudia ni trabaja; su familia no es millonaria; las tragedias lo han dejado desamparado, económica y emocionalmente; sin embargo, sin perder la actitud rebelde de un joven que creció en un país gobernado por Díaz Ordaz, es uno de los dos o tres adolescentes más cultos de la Ciudad de México. A lo mejor todo esto es posible, si creemos que la pobreza es sólo un problema que está en nuestras mentes y que podemos dejar atrás, si nos lo proponemos, si somos suficientemente resilientes o si contamos con un poco de suerte. A lo mejor, el autor así ve la pobreza –“por encima”, “en el papel”– porque nunca la ha padecido, y porque ha vivido en un círculo social al que llegan historias sórdidas. Quién sabe. Esta “aproximación a la pobreza” me desconcierta un poco, pues los guiones que ha escrito son contundentes justamente porque no tienen salidas fáciles ni finales de Walt Disney –príncipes azules y princesas rosas. Tal vez Arriaga se aburrió de escribir historias sórdidas. Tal vez Juan Guillermo es su álter ego.


***

Guillermo Arriaga nació en la Ciudad de México (1958), estudió la licenciatura en psicología y una maestría en la Universidad Iberoamericana; es escritor, y director (The Burning Plain, 2008) y productor de cine. Dentro de su obra literaria se encuentran las novelas Escuadrón Guillotina (1991), Un dulce olor a muerte (1994) y Salvar el fuego (2020); y los guiones de las películas Amores Perros (2000), 21 Gramos (2003) y Babel (2006). 

sábado, julio 03, 2021

El rey lagarto


En la penumbra, mientras el personaje interpretado por Kiefer Sutherland se transformaba y lideraba a su pandilla, logré distinguir un póster que colgaba de una de las paredes de la cueva. Posabas con el torso desnudo y con los brazos estirados; tu larga cabellera rizada caía por tu frente, cubriéndote las orejas, y casi te llegaba a los hombros; tus ojos marrones miraban fijamente a la cámara y te hacían ver como un paria que desafiaba al mundo entero a través de la lente que capturaría esa imagen para la posteridad. Tuve la sensación de que una corriente eléctrica se precipitaba desde el fondo de mis órganos vitales, hasta recorrer mi columna vertebral y mi cuero cabelludo, y no pude evitar asociar la fotografía con un Jesucristo moderno en la cruz, dispuesto a morir para salvar a los pecadores del mundo terrenal. 

La escena apenas duró unos cuantos segundos, pero bastó para impresionarme significativamente, para que colapsaras mi pequeño mundo de juguetes y de caricaturas y de libros para niños, y para que el enigma de tu existencia comenzara a perseguirme. 

Al final de la película, durante los créditos, mientras mi mente infantil digería la trama, seducida ante la posibilidad de la juventud eterna, una canción completó la impresión que había provocado la escena del póster. La música y las letras de la canción se combinaban de un modo que resultaba bello y macabro a la vez, como el mensaje de la película. Había una voz varonil y grave que decía con una entonación melancólica que la gente es extraña y que los rostros salen de la lluvia y que son feos cuando uno está solo.  

Mi papá me dijo que te llamabas Jim Morrison y que habías sido el cantante de The Doors. 

Hoy se cumplen cincuenta años de tu muerte.

jueves, julio 01, 2021

Interruptores, distractores

Apenas sales del último sueño y abres los párpados y sientes cómo el frío se pega a tu piel como una estampa glutinosa, cuando ves las colas erguidas de los gatos paseándose alrededor de la cama. El mayor de los tres ya no soporta el ayuno y maúlla de un modo que te hace suponer que está sufriendo un dolor indescriptible, así que decides levantarte de la cama y acabar con su sufrimiento y bajar con ellos tres a la cocina y abrirles una lata de Friskies y servirles una porción a cada uno, en cada uno de sus platos.

Los observas precipitarse sobre sus platos individuales y saciar su apetito con la comida blanda de un modo sui generis, y verificas que, como todas las mañanas, el agua del plato en el que beben los tres está sucia, y la cambias; luego te sirves agua en un vaso y estás a punto de beberla, cuando tu cerebro –específicamente, el tálamo, el hipotálamo y la corteza cerebral– se comunica con tus riñones y se encarga de poner en alerta a tus sistemas sensoriales especializados en darte la señal de que ya no puedes aplazar un segundo más la satisfacción de tus necesidades corporales. 

Después de orinar y de tener la sensación de que han transcurrido horas invaluables, te lavas las manos y la cara, y luego te metes en la recámara en la que trabajas cuando estás en la casa, y te sientas frente al escritorio y enciendes la computadora, dispuesto a escribir sobre esa idea que ha estado dando vueltas en tu cabeza desde que abriste los párpados. Bostezas y te estiras en la silla de oficina que compraste hace apenas dos años y no tardas en darte cuenta que el cojín del asiento se ha gastado en exceso, como consecuencia de los estragos de las largas jornadas de trabajo durante la pandemia. 

Mientras continúas esperando a que todos los programas esenciales del sistema operativo de la computadora carguen apropiadamente, pones a prueba la capacidad de acomodación de tus cristalinos y enfocas y desenfocas objetos al azar en la recámara y terminas repasando mentalmente las figuras y los acordes de la canción que has estado practicando en la Jazzmaster durante la semana. Así como cuando permanecías de pie junto a la taza del baño, tienes la impresión de que han transcurrido horas invaluables. 

Unos instantes previos a ese momento en el que te visualizas abriendo el archivo de Word en el que has estado escribiendo en tus ratos libres desde el primer día del 2021, cuando crees que tu paciencia ya está a punto de extinguirse, un millón de notificaciones comienzan a inundar la pantalla de la computadora: un correo electrónico que te invita a consultar el tweet “imparcial” de un líder de opinión, en el que hace un concienzudo análisis –¡en menos de 140 caracteres!–, sobre el desabasto de medicamentos para enfermos terminales, omitiendo citar de cuál partido político es militante y cuál es su conflicto de interés en la situación; un correo electrónico advirtiéndote que la oferta de la suscripción anual al Washington Post está a punto de expirar, e insinuándote que si no la haces válida, te perderás las encomiables críticas de Loret de Mola al “zar de la pandemia” y al “remedo de presidente populista que está llevando a México a su peor crisis económica y política”; un correo electrónico de Frantastique, recordándote que puedes obtener un gran descuento en la suscripción anual, si convences a cierto número de usuarios de que es la mejor plataforma para aprender francés de un modo divertido y fácil; tres correos electrónicos de las súper ventas de verano de tres distintas tiendas en línea que no te puedes perder, excepto si eres un idiota; un correo electrónico para invitarte a la presentación del libro de un escritor joven, en el Facebook Live de Librerías Gandhi, a las 19: 00 horas, para que escuches a los amigos del autor adular al autor y para que ellos te digan, inconscientemente –pero en un tono ameno e informal–, cómo su pequeño círculo social les ha permitido convencerse de que las trivialidades de sus vidas son dignas de ser publicadas y de ser consideradas obras representativas de la literatura hispanoamericana; un correo electrónico con consejos para tener éxito como freelance en distintos medios digitales, a cambio de una pequeña inversión que recuperarás en unas cuantas semanas; un correo electrónico sobre las recomendaciones del mes de Penguin Random House, en las cuales destacan los libros de dos o tres autores que tienen un sospechoso vínculo con los Krauze y con Aguilar Camín, que, al final, probablemente, serán adquiridas, sin ningún cuestionamiento, por unos cuantos ávidos lectores que quizá se tienen en un concepto de personas cultas que no corresponde mucho con la realidad; un par de correos electrónicos de Research Gate que te informan sobre la cantidad de académicos de Estados Unidos, de Europa y de Sudamérica que han consultado alguno de tus artículos de investigación original, o que incluso los han citado en sus propios artículos, en las últimas 24 horas; un correo electrónico de Linkedin, con un reporte que contiene información de los usuarios anónimos que han visitado tu perfil y una promoción temporal para usar el nivel Premium y descubrir que ¡en tan sólo un par de semanas! puedes encontrar una oferta que reúna los requisitos del trabajo de tus sueños...

Apenas sorteas todos estos distractores y finalmente te dispones a abrir el archivo de Word, cuando reparas en que la batería de la computadora se está agotando y entonces tienes que levantarte de tu asiento y buscar el cargador entre los diversos artículos dispersos en la recámara; cuando lo encuentras y lo conectas a la computadora y a la corriente eléctrica y, por fin, estás a punto de abrir Word, decides aprovechar la interrupción para buscar tu teléfono celular y su cargador. Después de encontrar ambos objetos en la sala, los conectas a la corriente eléctrica. Conforme verificas que el teléfono está cargándose apropiadamente –en ocasiones lo has dejado varias horas conectado a la corriente eléctrica y el porcentaje de la batería no ha llegado a cargarse ni al 25%–, tratas de imaginar cómo habrá sido la rutina de los ciudadanos de otros siglos, cuando ni siquiera había electricidad. ¿Habrán sido más productivos que nosotros?, ¿habrán sido más respetuosos, o más ingenuos, que nosotros?, ¿le habrán sacado mayor provecho a la luz del sol?, ¿habrán tenido menos problemas de insomnio?, ¿habrán sido más felices...?

Te encuentras en estos pensamientos, cuando el sonido de la campana de mensajes de Whatsapp inunda la estancia. Tienes que revisar quiénes se han estado intentando comunicar contigo, pues algunos de tus contactos son de suma importancia y deberías contestarles a la brevedad. El principal remitente es el dentista al que has contactado últimamente para que trate tu enfermedad periodontal; ha tardado varios días en responder a tus preguntas, dirigiéndose a ti como si fueras su súbdito, pero ahora tiene varios presupuestos para ti y ha inundado tu teléfono con docenas de mensajes que no paran. Por si fuera poco, más o menos insinúa que espera tu respuesta lo más pronto posible. No puedes dejar de reparar en el dolor en tus encías y que has tratado de ignorar desde que despertaste. Tampoco puedes evitar que tus prejuicios sobre el personal de salud que te ha atendido a lo largo de tu vida influyan en tu estado de ánimo. 

Otros mensajes provienen del chat de los vecinos del fraccionamiento. Ellos también ya comenzaron a hacer las preguntas que hacen todos los días: si el camión de la basura pasa hoy, si los jardineros podarán el talud hoy, si alguien tiene el número telefónico de algún plomero, si alguien tiene problemas con su proveedor de Internet... 

Apenas te desentiendes de todos los mensajes y crees que finalmente podrás escribir, cuando la computadora te exige actualizar algunos programas que rara vez utilizas. Al cabo de las actualizaciones, tus tripas gruñen y las náuseas del ayuno capturan toda tu atención. 

Todo mundo ha despertado en la casa, ya olvidaste esa idea que daba vueltas en tu cabeza y el impulso de la escritura te ha abandonado. Debes postergar tus planes, una vez más.
No puedes dejar de preguntarte cuánto tiempo transcurre desde que te levantas, hasta que puedes sentarte y ponerte a escribir. Tampoco puedes evitar sentirte frustrado y colérico. Tampoco puedes dejar de pensar en que la vida está llena de trivialidades y que debes aprender a disfrutarlas.  Tampoco puedes negar que desearías tener la capacidad de detener el tiempo... para hacer todas esas cosas que todos necesitamos hacer para mantenernos vivos, o para comunicarnos con los demás.