martes, julio 11, 2023

Can You Hear Me, Major Tom?

Son las 10 y algo por la mañana, y ya platiqué con Katz sobre un pasaje de la novela de Knausgård que estoy leyendo –la literatura es más que describir los hechos; implica ahondar en la individualidad de la gente... en las emociones que un individuo, incluso por su forma de andar, le transmite a quien escribe, y que, de algún modo, quien escribe, le transmite a quien lee–, y ya le dije que también leí una nota en la que Marcelo Ebrard hablaba sobre unos algoritmos de inteligencia artificial que usarán en la CDMX para detectar a delincuentes, “por su modo de andar”...; y ya le platiqué que me parece paradójico; que, mientras Knausgård le confiere algo “sublime” al andar, la inteligencia artificial lo ve como algo genérico. 

También, como cada día, desde hace muchos meses, ya me medí la glucosa, ya lavé los trastes, ya le di de comer a los gatos y ya les cambié la arena y el agua.

Me preparo para correr. 

Me froto un ungüento en las piernas y en los tobillos, y también hago algunos estiramientos, para evitar cualquier tipo de lesión. Hace un año me lastimé un tobillo y tuve que dejar de correr durante casi un mes. 

Tomo un vaso de agua, me pongo los audífonos y el protector solar y las gafas de sol; conecto el cable de los audífonos al Huawei, abro la aplicación de Amazon Music y selecciono la playlist que he creado para correr. Sería imposible salir a correr en silencio, o en compañía de otro corredor, o escuchando las tonterías “académicas” (que, en la mayoría de los casos, no son más que un compendio de información taquillera sacada de contexto, consultada al vapor en Google y llevada a un terreno pseudocientífico y pretencioso, y que, por alguna triste razón, le parece interesante a la audiencia), o las tonterías “hilarantes” (esos rollos triviales que hacen reír a la gente, y que están llenos de anglicismos innecesarios y de las mismas palabrotas que usaban los comediantes mexicanos de los ochenta), de un podcaster famoso.  

En los últimos días ha llovido mucho y casi no ha salido el sol, pero hoy es un día soleado. Espero que el sol no me agote demasiado rápido. 

Estoy por completar mis primeros dos kilómetros de carrera. Ya me topé con mi cuñada, que sacó a pasear a su perro, y ya me topé con el vecino tatuado, que también sacó a pasear a su perro. Ya me topé con otros vecinos que entran y que salen del fraccionamiento en sus autos. Ya me topé con la vecina que siempre sale en pijama a pasear a su perro. Ya me topé con los vigilantes. Ya me topé con unos veterinarios que llegaron en una camioneta, a atender a algún perro o gato. Ya me topé con la vecina adolescente que siempre se pasa el cabello por detrás de la oreja, cuando me ve.

Estos dos kilómetros me han costado. He estado a punto de tener un ataque de ansiedad porque he sentido que no puedo respirar y que mis pulmones nunca llegan a su máxima capacidad. Me he preguntado por qué demonios puedo correr –¿a quién le gusta correr solo?– y, sin embargo, por qué demonios soy incapaz de dejar de fumar, otra vez. Me he sentido dramático e idiota por las decisiones que he tomado. 

Entonces suena “Space Oddity” –la canción de David Bowie que fue estrenada el 11 de julio de 1969, a días de que Neil Armstrong y su equipo se convirtieran en los primeros humanos en llegar a la luna– y la escucho como si se tratara de una señal del más allá que me dice que me falta perspectiva y que nada más soy un ser vivo minúsculo, con sus minúsculas preocupaciones, en el majestuoso universo.

Mientras me adentro en el tercer kilómetro, me enfoco en la letra de la canción.

¿Major Tom decidió perderse en el espacio, o la nave espacial dejó de funcionar y lo abandonó a su suerte...?, ¿Major Tom decidió perder todo contacto con la torre de control, o la nave espacial dejó de funcionar y entonces a Major Tom le resultó imposible mantener la comunicación con la torre de control...?, ¿David Bowie escribió la canción porque estaba impresionado por el primer alunizaje humano, o porque lo había impresionado la película de Stanley Kubrick...?

La canción llega a esa parte en la que la torre de control y Major Tom ya se comunicaron, cuando suenan los cuatro acordes disonantes de la guitarra, que se repiten dos veces y que son seguidos de aplausos, y también recuerdo que agregué esta canción de 1969 a la playlist que escucho mientras corro, porque hace unos días Katz y yo vimos Moonage Daydream –el documental sobre David Bowie que dirigió Brett Morgen y que está en HBO– y reconozco que, desde entonces, “Space Oddity” ha tomado otra dimensión para mí. Y esto no tiene nada que ver con el hecho de que hoy cumple 54 años de haber sido lanzada al público. Ni siquiera estaba enterado. Lo supe apenas unos minutos antes de ponerme a escribir estas cosas.

La he estado escuchando muchas veces, y he estado aprendiendo a tocarla en la guitarra. Los acordes no son muy difíciles, pero la letra sí me ha resultado muy difícil de aprender –es como si David Bowie, en lugar de escribir una canción estándar, verso, coro, verso, hubiera escrito un breve relato que colinda con la realidad y la ciencia ficción–, y le he dado vueltas a cada oración de la canción –a diferencia de la mayoría de las canciones que escucho, casi ningún verso y casi ningún coro se repiten–, y me he estado haciendo preguntas sobre la clase de historia que cuenta. 

Corro mi cuarto y mi quinto kilómetros. Ya no siento que mis pulmones se quedan sin aire. Me acuerdo cuando corría regularmente cinco kilómetros y cuando compartía mi registro en Facebook. Un día sólo corrí cuatro kilómetros –tenía un esguince, y me costaba mucho trabajo correr– y uno de mis contactos, que pasaba casi siempre de largo por mi muro, me preguntó “¿no corrías ya cinco kilómetros?”, o algo así. Si es complicado entender a la gente cuando te habla de frente, es mucho más difícil comprenderla por lo que comenta en un post en redes sociales. Nunca estás seguro de cuál es el énfasis de un comentario. 

Corro mi sexto y séptimo kilómetros. Desde hace más o menos un mes, después de estar corriendo seis kilómetros durante casi medio año, subí a siete kilómetros. Estoy cansado, pero necesito más

Divago un poco y pienso en que estoy comprobando el error de predicción de la recompensa; o sea: cuando la dopamina que liberas ante la expectativa de algo placentero llega a un punto en el que eso que adoptaba el carácter de placentero, ya no es suficiente; cuando tienes que pasar a otro nivel, encontrar una estimulación mayor que sea capaz de liberar suficiente dopamina y que ésta te haga sentirte bien.

Pienso en que ahora debo esforzarme como nunca antes, desde que empecé a correr, hace casi dos años; que debo propiciar que mi cerebro libere más dopamina otra vez; que debo realizar un esfuerzo extra, llegar a un punto al que nunca he llegado: nueve kilómetros. En este mes, dos veces, ya corrí ocho kilómetros.

El noveno kilómetro me cuesta un poco más, pero cuando la aplicación en el teléfono me dice que acabo de completarlo, me siento muy bien, casi en éxtasis, y entonces me detengo unos segundos para descansar y miro hacia el cielo y veo que el sol se ha ocultado detrás de unas nubes y siento una brisa que refresca y que renueva cada poro de mi piel. 

Decido hacer algo que nunca antes he hecho: correr diez kilómetros. Es ahora o nunca.

Termino rendido, pero satisfecho. Miro mi reloj. Son ya casi las doce del día. Por primera vez, desde que comencé a correr, hace casi dos años, corrí diez kilómetros y no puedo creerlo. “Space Oddity” quedó atrás hace muchos kilómetros –ya escuché a Mudhoney, a PJ Harvey, a Tracy Bonham, a Pixies, a Pink Floyd, a Nirvana, a Alice In Chains, a Blind Melon, a Terry Lee Hale...–, y esto es lo que realmente me interesa escribir: que hoy corrí diez kilómetros.