sábado, agosto 26, 2006

Cabellera afro(disíaca)



Ella llegó de pronto. Me pidió fuego. 
Mientras le encendía el cigarrillo, apenas volteé a mirarla. 

Ella me dio las gracias y se marchó. 

La reconocí. La había visto afuera, antes de entrar al Foro Alicia. 
Me pareció bonita y extremadamente joven, como las estudiantes a las que les doy clases en la universidad. Tal vez de diecinueve o de veinte. 

Pasó un buen rato. Quise encender otro Camel y no encontré mi encendedor. Estaba un poco ebrio y asumí que ella se había quedado con mi encendedor. La busqué y al cabo de unos segundos la encontré y le pregunté si tenía mi encendedor y ella me dijo que no. Me le quedé mirando y me sentí atrapado por su cabellera afro(disíaca), por sus ojos y por sus pestañas (de Lucía Méndez) y por sus labios de durazno. Me sonrió, abrió la boca apenas unos cuantos centímetros, y me sentí cautivado por sus brackets. Siempre he tenido debilidad por las mujeres con brackets. 

Quién sabe de qué platicamos y quién sabe cómo encendí mi Camel, pero el punto es que nos pusimos a platicar y que me fumé un cigarrillo. Miré mi reloj en una pausa para ir a comprar unas cervezas. Iban a dar las diez de la noche. Casi era hora. Ya iban a tocar Los Silencios Incómodos. Era la presentación de su primer álbum. Hasta ahora todo va bien.

Me dijo que acababa de cumplir 19 años, y me rompió el corazón. 

No pude dejar de pensar en que tengo veintiséis años. Me sentí miserable, como si tuviera casi diez años más que ella. Me pregunté por qué no podíamos tener la misma edad. Me pregunté si estaba exagerando. Me pregunté si la diferencia de edades no era realmente tan abismal como me parecía.

Conforme transcurrían los segundos, Nayeli me parecía más atractiva pero no podía sacarme de la cabeza la diferencia de edades. Sin embargo, su conversación no reflejaba que hubiera gran diferencia entre los dos. Estábamos más o menos en la misma frecuencia.

A ella le gustaba el surf –su banda favorita eran Los Santísimos Snórkels– y se mostró muy interesada en saber por qué yo prefería el garage punkDespués de bebernos un par de cervezas y de fumarnos unos cuantos Camel, pasó lo inevitable.

Sentí cierta ansiedad en sus labios, me dio la impresión de que ella no quería detenerse, pero sonó su teléfono celular y aproveché la interrupción para separarme de ella. Sus besos habían sido una locura. Sentía que me ardían los labios como si le hubiera dado una mordida al picante con más capsaicina en la faz de la tierra, excepto que no era una sensación desagradable. También se sentía como una cortada de papel. Como una breve descarga eléctrica.

Otra vez me sentí miserable; también, culpable y abusivo. Siempre había creído que los hombres de mi edad que hacían esa clase de cosas –besarse con mujeres mucho más jóvenes–, lo hacían por inseguridad. Y que eran patéticos.  

Nayeli tuvo que marcharse –su papá la había llamado por teléfono y ya estaba esperándolas a ella y a su hermana, que andaba por ahí charlando con el baterista de Los Silencios, afuera del Alicia– y, sin que yo se lo pidiera, me dio su número telefónico. Lo anotó con una pluma en la palma de mi mano izquierda. Sus dedos también los sentí como una cortada de papel. 

Mientras ella anotaba el número con una pluma y estimulaba mis corpúsculos de Krause, no podía dejar de observar su fabulosa cabellera afro(disíaca) y de divagar, de imaginarme qué se sentiría hundir mis dedos en ella. También me dio su ID de messenger, por si acaso.

Me dijo que esperaba que yo la llamara pronto, para que nos pusiéramos de acuerdo y nos viéramos otra vez.

Ya pasó más de un mes desde entonces. Son las cinco y media de la tarde. Es 26 de agosto del 2006, y estoy pensando en llamarla por teléfono. Tal vez no debería tomarme la vida tan en serio. Tal vez exagero. O tal vez no. 

martes, agosto 22, 2006

Sus cabellos eran reverberaciones de fuegos fatuos



Un hombre camina por el pasillo, mientras el convoy se detiene en el andén. Tiene el cabello engominado y una gota de sudor le escurre por la frente; viste un desgastado traje de casimir y trae un periódico bajo el brazo. Lo más probable es que esté buscando trabajo. 

Otro hombre entra en el vagón. Carga una voluminosa mochila en la espalda. Usa dreadlocks, una playera sin mangas con el rostro de Bob Marley estampado, pantalones de mezclilla raídos y huaraches. Se recarga en la puerta que permanece cerrada en la estación y le echa un vistazo al asiento asignado a la gente de la tercera edad. El lugar está vacío y parece que él está considerando la posibilidad de sentarse, pero de repente empieza a recitar un poema de Jaime Sabines.  

("El amor es el silencio más fino, el más tembloroso, el más insoportable...")

Al final, el hombre con dreadlocks pide unas monedas:

"Señores y señoras, disculpen si los he importunado, pero estoy desempleado y tengo familia... Necesito sobrevivir de algún modo. No olvidemos que el amor es importante..."



Más adelante, en la estación Chabacano, una mujer permanece de pie junto a las vías del metro. Su cabellera larga y sedosa se alborota cuando el convoy pasa por el andén. Está teñida de un rubio intenso y alucino y me imagino que la cabeza de la mujer es una hoguera y que sus cabellos son reverberaciones de fuegos fatuos. Alcanzo a distinguir que la mujer tiene unos senos prominentes, mientras ella mueve la cabeza y nuestras miradas se encuentran brevemente. 

Los dos subimos al mismo vagón y nos sentamos frente a frente. 
Nuestras miradas se cruzan de nuevo. Ella guarda un parecido asombroso con una conocida.

("¿Será acaso la hermana de Inés?
¿Por qué me mira con tanta insistencia?
¿Por qué mueve tanto la cabellera?")

Los dos llegamos hasta la última estación. 

Al descender del vagón, ella camina a mi lado. Su cabellera esparce una fragancia delicada y cítrica, y bajo la luz del sol luce más rubia. Quisiera acariciarla y acercarla a mis fosas nasales. 

Mi corazón late de manera enloquecida, y percibo que los prominentes senos de la mujer tiemblan debajo del suéter con cuello de tortuga. 

Imagino que ella está lactando, o algo así, y me siento avergonzado.  

No puedo dejar de mirar. 

Puedes enamorarte de alguien sin saber su nombre. 


Tu ausencia ilumina mis sentidos


Esta noche no hay luna llena, y los automóviles ronronean en la calle. 

Todo está a oscuras, pero tu ausencia ilumina mis sentidos. 

Con mis anteojos de búho y mis zapatillas con almohadillas de felino, estoy listo para  hacer casi cualquier cosa. 

Me despojo de la pereza y salgo por la ventana.

Adopto una posición de esfinge -no sé por qué les resulta tan admirable a mis humanos- y vislumbro las siluetas de otros animales fantásticos en los techos de otras casas. 

Algunos de esos animales fantásticos son entes de luz -como yo- y otros simplemente son personajes de la noche que merodean mi hogar. Los llamamos roedores con alas. 
La ciudad es su imperio cuando todo está a oscuras, pero durante el día son unos cobardes. 


Un ente de luz también adopta una pose de esfinge y descansa a unos metros de mí. Su cola se mueve como una culebra embrujada. Está alerta. Le maúllo débilmente, para averiguar si está de mi lado o si es mi enemigo. 

Escucho selectivamente, en busca de una señal. Ignoro el sonido que hacen los pájaros al silbar entre los ruidos de la calle -parece que gorjean sobre el asfalto- y le presto más atención a los murmullos de los insectos que se esconden en las azoteas y a las goteras que empañan los espejos retrovisores de los automóviles.   

Los grillos tienen una junta para decidir si pueden emparentar con las hormigas. 
Los humanos se comportan como seres enajenados por el dinero y la televisión, conduciendo sus automóviles que todavía no terminan de pagar.

Un techo resplandece a lo lejos. Se ve como una enorme herida con sangre humana seca. 

Algunas veces los techos parecen cuerpos de plástico, pero no esta noche. 

El ente de luz se mueve sigilosamente y posa su mirada en mí. 
Me erizo y le bufo. Definitivamente no reconozco si su mirada es amistosa. 
Le cuelga algo del hocico, y me lo ofrece como un símbolo de paz. 

Pero yo pienso:

"¡Lárgate! ¡Sube a otro techo! ¡Hurga en la oscuridad de otra noche!"


¡Apaga la maldita alarma!



La alarma suena en el dormitorio contiguo y rompe la tranquilidad de mi sueño.
Y yo que creía que no había podido dormir en toda la noche.

La alarma no deja de sonar, y comienza a impacientarme. 
Los perros ladran en la calle, y los primeros automóviles circulan por la avenida. 
Yo soy una especie de sordo, debido a todo lo que he escuchado. 
Aunque estoy metido en las sábanas, la cama está vacía. 

Tengo fiebre y ardo en silencio. 
Intento escribir, pero me distraigo al mirar la sombra que forma mi mano al avanzar sobre la libreta. Dibuja animales maléficos en la hoja de papel, y la hoja de papel parece violentarse como el mar durante una tormenta. 

La alarma continúa sonando, y ahora la siento como si fuera una gotera dentro de mi cerebro, estallando como una bomba de insomnio en mis extremidades. 

El amanecer carece de sentido para mí.

Mis recuerdos suenan a vidrio roto



La música se repite incesantemente. 

Es tan repetitiva que estoy convencido de que el disco sólo contiene una canción.

Estoy demasiado harto para levantarme de la cama y averiguarlo. 

Mi habitación parece un antro de mala muerte: todo está en penumbra y prevalece una atmósfera mortuoria. Sólo falta el olor a encierro, vasos vacíos y ceniceros atestados de colillas. 

Escucho la misma canción incesantemente.
Proviene de la casa del vecino.
Es un escandaloso que pone su música a todo volumen. 
Ya perdí la cuenta de las veces que he querido cortarle la luz. 

Estoy resentido, débil y melancólico.
El tiempo no transcurre para mí. 

El día, sin embargo, se evapora como agua en una olla caliente. 

Las paredes de la habitación tienen colores chillones y saltan en mis retinas como astillas y quiebran todos mis recuerdos y todos mis recuerdos suenan a vidrio roto. 

Mi corazón salió a tomar el sol –a perseguir recuerdos de otra época menos monótona–, y su esencia de éter –de adolescente enamorado– dejó un aroma a borracho en la habitación. 

Quisiera que oliera a preticor.
Quisiera soñar que vivo dentro de una nube y que acaba de pasar una tormenta. 

______

La nostalgia se precipita como una gotera por el techo de  la habitación.
Cierro los párpados y me dejo impresionar por la forma en que la nostalgia empapa mi rostro. No hay gran cosa que hacer. 

El agua es como una corriente eléctrica.
Lo único que deberían absorber mis oídos debería ser el monótono caer del líquido sobre mi piel, pero tengo un vecino escandaloso que ni siquiera me deja disfrutar la decadencia en silencio. 

Mis recuerdos suenan a vidrio roto esta noche de domingo.

No puedo ignorarlos, a pesar del escándalo. 

El ansia de todas las horas acumuladas penetra los poros de la libreta, y me pongo a escribir.

"Sócrates cumple un par de semanas sin volver a la casa, y ya me estoy acostumbrando a su ausencia... 

"Las drogas siempre son un subterfugio...

Su cabellera habría sido como un arco iris en mis manos


No tenía muchas ganas de ir, pero mi ex había estado llamándome insistentemente por teléfono en los últimos días. Le había prometido que iría a visitarla pronto –más por condescendencia que por interés– y ella y su esposo ya habían hecho planes –aparentemente, contaban conmigo para cubrir parte de la renta mensual de la casa en la que vivían– y yo no podía dejarlos colgados. 

Salí del DF un jueves y llegué a Playa del Carmen un sábado al mediodía. 
Todo el trayecto estuve dormitando en el autobús, sintiéndome mal y pensando por qué  diablos hacía ese viaje. (¿Para qué demonios iba a visitar a mi ex?, ¿acaso quería saber si su esposo la trataba bien...?) 

Prefería estar en mi casa. 

En cuanto llegué a Playa, estuve llamándola por teléfono desde la terminal del ADO –un día antes, habíamos acordado por teléfono que yo haría eso y que ella pasaría a recogerme– y sin embargo ella nunca contestó. La esperé durante horas. 

Odié estar allí, en la sala de espera, sin poder moverme a ningún lado. No tenía la dirección de la casa que ella y su esposo rentaban, y ni siquiera podía irme a la playa a pasar el rato. (¿Quién cuidaría mi equipaje...?) 

Mientras las horas pasaban y yo intentaba comunicarme con mi ex, no podía dejar de pensar que había tomado una mala decisión. Me sentía estúpido. 

Después de casi 3 horas de espera, ella finalmente apareció y se disculpó. Me dijo que había tenido un contratiempo. 

La casa que ella y su esposo rentaban estaba a unas cuadras de la playa. Tenía dos plantas. En la planta baja había una sala comedor y dos habitaciones –una de ellas daba a un patio con alberca que compartían todas las casas de esa unidad habitacional–, y en la planta alta había otras dos habitaciones. Una habitación daba a la calle y la otra habitación tenía terraza y daba a la alberca. Todas las habitaciones contaban con baño completo propio.

Me instalé en la habitación del primer piso que daba a la calle y me quedé solo otro par de horas, fumando e intentando escribir. 

En esa época leía a Javier Marías y la lectura me estaba resultando insoportable. Era una novela sobre embarcaciones y millonarios con yates. 
Todo lo que yo escribía estaba influenciado por el lenguaje de ese escritor y era espantoso. 

Por la noche, ellos dos regresaron y salimos a beber a un bar, ella, su esposo y otro tipo que también vivía en la casa y que había estado durmiendo mientras yo fumaba e intentaba escribir. 
El tipo era de León y según él había estudiado gastronomía en el TEC de Monterrey y trabajaba como chef en un hotel de lujo. 

(Todo el tiempo que estuve en Playa, se la pasó preguntándome si quería fumar marihuana y contándome los tips que usaba para pasar el examen de orina que regularmente le hacían en el hotel.) 

En ese bar al que acudimos, trabajaba una amiga de todos ellos. Se llamaba Penélope y supuestamente estudiaba en la Facultad de Filosofía y Letras, en Ciudad Universitaria, pero tenía varios meses viviendo en Playa. 

El bar era como un bar de Coyoacán y estaba lleno de turistas con aspecto de hippies.
Sonaba a todo volumen un interminable beat de música electrónica. 
Me sentí fuera de lugar. 

No me gustaban esa clase de lugares, las bebidas eran increíblemente caras y no estaba acostumbrado a tratar con personas como las que había en el bar. 

Los comensales hablaban de viajes alrededor del mundo y de antros que estaban de moda.  

Penélope se sentó en nuestra mesa un rato.

Nos habló "de lo loco" que se había puesto el ambiente una noche antes en el bar y sugirió que esperáramos a que terminara su turno y fuéramos todos juntos a un antro

En algún momento, me levanté al baño y Penélope me acompañó. 

A la entrada de los baños, ella me preguntó cuál de las dos puertas tenía el símbolo que correspondía al del baño de mujeres, porque siempre se confundía.  

Quise saber si lo preguntaba en serio –¿acaso no trabajaba en ese bar?–, y ella frunció el ceño y esperó mi respuesta. Le expliqué que uno de los símbolos hacía referencia al Espejo de Venus y que el otro hacía referencia a la Flecha de Marte.


Ella dijo Muy interesante con una cara de pocos amigos, bostezó y se metió al baño de mujeres.  



Al cabo de una hora más o menos, terminó el turno de Penélope y salimos de ese bar. 

Mi ex, su esposo, el tipo de León y Penélope querían ir a bailar y continuar bebiendo.
Yo no quería acompañarlos y me seguía sintiendo fuera de lugar, pero ¿qué podía hacer?, ¿volver a la casa, a fumar y a escribir...? ¡Ni siquiera había aprendido bien el camino de vuelta a la casa! 

Mientras caminábamos al antro, no dejaba de pensar que había tomado una mala decisión al viajar a Playa del Carmen y que probablemente iba a gastarme todo el dinero de mi primer trabajo como profesor de asignatura en la renta de una casa y en bebidas fancy

Quería estar en mi casa, leyendo –incluso a Javier Marías–, acostado en la cama, fumándome un cigarrillo. 

Llegamos a La Santanera, un antro de moda escandaloso y lleno de turistas con aspecto de preppies

Una cumbia o una salsa sonaba a todo volumen jamás en mi vida había acudido voluntariamente a un lugar con ese tipo de música– y todo mundo allí parecía estar pasándosela excelente. 

Las mujeres que abarrotaban el lugar, usaban vestidos casuales que dejaban poco a la imaginación. Se veían ebrias y felices y sus bronceados impecables incluso eran visibles bajo las tenues luces del antro

Eran muy guapas, y lo primero que pensé fue que yo no tenía ninguna oportunidad con ellas. 

Obviamente, yo no era el tipo de hombre que solía visitar esos lugares e involucrarse con mujeres guapas a las que les gustaba beber Cocomber Passion y Margaritas de sabores.  

Volví a sentirme incómodo. 

Ya estaba un poco ebrio, así que no pude evitarlo y comencé a divagar.
En general, las mujeres de La Santanera se parecían a las alumnas de la Ibero
En particular, me fijé en una de ellas. Era de tez blanca y de cabellera ensortijada y rubia. Tenía los ojos de color verde, pero resplandecían en la penumbra como los ojos de los búhos. Se parecía una alumna que me había gustado. 

La mujer que se parecía a Mariana, se dio cuenta de que yo la miraba insistentemente. 

Ella vestía una falda de lino que dejaba al descubierto sus piernas.
También usaba una blusa escotada. Era imposible no vislumbrar su entreseno. 

Me devolvió la mirada. 
Por un segundo, temí que armara un escándalo y que gritara que yo la acosaba. 

Ella sostenía una Piña Colada

Bajó la mirada. 
Se llevó la copa a los labios, lentamente. 
Estaba tan ebria que apenas podía controlar el movimiento de su mano.
Le dio un pequeño sorbo a la bebida. 
Luego, alzó la vista y clavó sus ojos de búho en los míos. 

¡En verdad se parecía a Mariana!

Me miró tímidamente y me sonrió, mientras usaba uno de sus largos dedos para mover la pajilla alrededor de la copa. 

La escena me hizo sentir parte de una película cursi. 

Consideré la posibilidad de acercarme a Mariana. 

Imaginé que le acariciaría la cabellera y que entonces le diría que su cabellera era un arco iris en mis manos y que ella volvería a darle una bebida a su Piña Colada y que me sonreiría de nuevo y que tal vez conversaríamos durante algunos minutos y que luego nos iríamos a un lugar apartado de todo ese bullicio de cumbia o de salsa y que terminaríamos besándonos, pero, justo en ese momento, un hombre musculoso, con los brazos llenos de tatuajes tribales y con un corte de cabello tipo mohawk, apareció de la nada y empezó a coquetearle a Mariana.

Ella se olvidó de mí y le sonrió al hombre de tatuajes tribales de la misma forma en que me había sonreído. 


Aunque cubrí mi renta de un mes, sólo estuve quince días en Playa del Carmen
Nunca me adapté a la vida que llevaban mi ex, su esposo y sus conocidos. 

Todos los días, me sentí fuera de lugar. 
Me levantaba alrededor de las nueve de la mañana.
La casa estaba sola. 
Me salía a caminar y a desayunar. 
Volvía a la casa a fumar y a escribir.

Estuve tan incómodo que ni siquiera me metí a nadar a la alberca de la casa. 
Tampoco me metí a nadar al Mar Caribe
Siempre iba solo. 

(¡Qué diferente habría sido todo, si hubiera ido acompañado por una mujer!)

Entre el desayuno y la comida, ocasionalmente salía a buscar un empleo, sabiendo que no me interesaba meterme a trabajar de hostess o de guía de turistas. 


Me la pasaba caminando varias horas por La Quinta Avenida, viendo a las mujeres que iban por ahí tomadas de la mano de sus parejas, vistiendo diminutos trajes de baño o pantaloncillos transparentes que dejaban a la vista su ropa íntima.

Me la pasaba caminando por la playa. Siempre había algún grupo de habilidosos niños descalzos jugando futbol bajo los abrasivos rayos del sol.
Siempre me lamentaba de que no tuvieran la oportunidad de llegar a algún equipo de Primera División

Jugaban como brasileños –mil veces mejor que varios futbolistas profesionales de La Liga de Futbol Mexicana– y estaba convencido de que varios de ellos podrían jugar una Copa del Mundo y llevar a la Selección Nacional al quinto partido, si un visor los descubría y les daba la oportunidad de convertirse en jugadores profesionales

Sobreviví mis días en Playa del Carmen, comiendo en una pizzería Amore y fumando Argentinos

Un miércoles por la mañana, me despedí de mi ex y de su esposo.
Ella estaba enferma y lamentó que me fuera. 
Le dije a su esposo que la cuidara, o algo así, y me miró con cara de pocos amigos. 
Me sentí estúpido. Sólo había querido ser amable. 
No me importaba qué hicieran con sus vidas. 

El chef se ofreció a llevarme de vuelta a la terminal del ADO en su Peugeot

De regreso al DF, dos hombres se sentaron junto a mí en el autobús. 
Ellos trabajaban en algún hotel de Playa del Carmen, pero vivían en Mérida
Me platicaron que un compañero de trabajo supuestamente había violado y asesinado a una turista alemana, como si fuera algo de lo más normal.
Parecía que el susodicho era un héroe para ellos. 

Quise decirles que estaban enfermos y que eso no estaba bien, pero temí que se lo tomaran a mal y que termináramos teniendo problemas. 

Cuando ellos se bajaron –tan sólo 40 minutos después de que el ADO salió de la terminal–, me sentí aliviado y feliz.

Finalmente volvería a mi casa, a tumbarme en la cama, a leer, a fumar y a escribir. 

***
ÉSTE ES UN EXTRACTO (UN BORRADOR) DE UN LIBRO QUE PUBLICARÉ ALGÚN DÍA.

lunes, agosto 14, 2006

Necesito un empleo, pero no quiero ganarme la vida



Cuando desperté, no tenía ganas de levantarme.

Me sentía muy mal, como si hubiera bebido y fumado toda la noche. 

Vagamente recordé que había soñado que estaba en la universidad y que iba a hacer un examen para el cual no había estudiado. 
Este sueño es recurrente desde que hice mi examen profesional. 

_______

Sonó el teléfono y tuve que levantarme a contestar. 

Número equivocado. 

Me volví a acostar.

_______

Estaba quedándome dormido, cuando el teléfono volvió a sonar. 

Era mi abuela.

("Necesito que vengas a mi casa, a recoger un paquete que llegó para tus papás... Voy a salir en un rato, así que apresúrate, por favor...")

Tuve que despabilarme y salir a la calle. 

_______

Volví a la casa, fatigado, aturdido y de malhumor.

Toda la semana me levanté a las seis de la mañana. 
Justamente hoy quería levantarme alrededor de las nueve. 

Me puse a lavar el auto. 

(Nadie me obliga, pero me siento culpable por seguir viviendo en casa de mis papás.

Quisiera independizarme, pero está complicado. 

Tengo una licenciatura, pero parece que eso automáticamente te descalifica para trabajar.

Los trabajos que abundan son para personas que apenas saben leer y escribir.  
El dueño de una empresa parece que tiene la idea de que otorgar ese tipo de empleos, lo convierte en alguien que aporta importantemente a su país. 
El trabajador parece tener la idea de que un trabajo es sólo aquel que te agota físicamente.

Hace unos días fui a una entrevista de trabajo.
No quisiera sobrevivir dando clases –las clases no se ven como un trabajo, y son mal pagadas–, así que he buscado otras opciones. 
Encontré en el periódico un anuncio que solicitaba psicólogos con mi perfil. No pagaban gran cosa, pero decidí ir a ver de qué se trataba.  
Era un fraude. Esperaban que uno memorizara un discurso para engañar a la gente que acudiera a una entrevista grupal y que además uno la convenciera de que tenía que darle dinero a la empresa fantasma, de que tenía que vender productos inexistentes de la empresa fantasma y además agradecerle a la empresa fantasma.)

Desde que estaba en la secundaria, lavo el auto muy de vez en cuando.

Soy malísimo. Me moriría de hambre, si tuviera que lavar autos. 

Más allá de disfrazar mi culpabilidad, no le encuentro ningún sentido a lavar el auto. 
Ni siquiera lo conduzco. Tampoco me ha interesado mucho aprender a conducir. 

(La última vez que lo conduje aún no salía de la secundaria y lo choqué contra otro auto que estaba estacionado.) 

Lo más molesto de lavar el auto es que nunca lo hago bien, aunque desee hacerlo bien. 


Tenía planeado ir al Centro Histórico.

Quería comprar el foco de la lámpara que utilizo para escribir por las noches –escribir es lo único que hago–, pero, justo cuando salía de la casa, me encontré a una amiga de mi mamá.

("¿Te vas a la escuela?
¡Ah, estabas estudiando!
¿Vas a buscar trabajo?")

Finalmente, salí. 

______

A unas cuadras de la casa, me topé con el Golden Retriever del vecino. 
Hacía un par de semanas que no lo veía por la colonia. 
Pensé que se había perdido –es un animal viejo– o que estaba muerto. 
Su dueño ya se había resignado a no volverlo a ver. 

Me dio esperanza y me hizo pensar en mi gato. 
Espero que también vuelva pronto. 
Hace una semana que no lo veo.
Se salió de la casa una noche.  

Es de lo más triste perder a un ser querido y no tener la certeza de nada: 
no saber si es mejor que esté perdido, o que esté muerto. 

______

Casi al llegar a la avenida Zaragoza, pasé por un funeral. 

En la puerta de la casa, había una enorme corona de flores. 
La gente llegaba, triste y llorando desconsoladamente.

No era para menos. Velaban a un niño que murió de cáncer. 

Yo lo conocí. Le di clases hace unos años, en la época de la huelga de la UNAM.
Su mamá me contrató para que lo ayudara a prepararse para el examen de ingreso a la secundaria. 

Al final, él se quedó en la escuela que quería y yo me quedé con una anécdota de él.

Era un niño con sobrepeso. Siempre estaba comiendo dulces y contando chistes. 
Tenía problemas para concentrarse en los temas del examen, pero se comportaba como un comediante. Parecía que era feliz y que nada lo avergonzaba.  

Sus hermanas mayores lo llevaban a la casa, pero una vez llegó él solo. 

Traía unos pupilentes verdes.

Le pregunté qué le había pasado a sus ojos, y él me dijo que se había enojado con sus hermanas y que por eso los ojos le habían cambiado de color. 

Le pregunté si era como Hulk y me dijo que sí, seriamente. 

Una de sus hermanas fue a recogerlo después de la clase y lo regañó por tomar sus pupilentes. 
Él me miró sumamente avergonzado y le preguntó a su hermana por qué lo había tenido que regañar en frente de mí.

Al pasar por el funeral, me pregunté cómo se sentiría su hermana en ese momento y si recordaría el asunto de los pupilentes. 
Estoy seguro que se los hubiera regalado a su hermano, de haber sabido cuánto cambiarían sus vidas en menos de diez años. 

Caminé apresuradamente por la casa, evitando que la mamá del niño me reconociera. 
No soy bueno para consolar a nadie en condiciones normales. 
Mucho menos en condiciones trágicas.  

Debe de ser de lo más triste perder a un niño.

_______

Seguí mi camino hacia el metro.

Seguramente, sentí lástima de mí mismo. 
Seguramente, alguna pasajera del metro me atrajo y me hizo imaginar cómo sería mi vida, si tuviera novia o amigos. 
Seguramente, me pregunté por qué no he hecho nada en los últimos dos años para tener novia o amigos.

(Estoy tan solo que he pensado seriamente en fingir unos días que soy una persona sociable y que me interesa que un grupo de extraños sepa qué hago.)

_______

Llegué al Zócalo

En la plancha había un montón de gente, protestando contra el gobierno.

(Gritaban:

"¡Me dijeron que me callara, si no votaba!
¡Pues sí voté, pero me quieren mandar a la chingada...!" 

"¡Prefiero marchar seis años, apoyando a Obrador,
que pasar seis años, en la miseria con Calderón...!")


Afuera de la estación había un taxista.
Estaba recargado en la defensa de su vehículo, contemplando a los manifestantes. 

También había un hombre que vestía un saco azul y un pantalón gris.
Estaba recargado en los barandales, a la salida de la estación. 
Era un trabajador del Sistema de Transporte Colectivo, y se veía molesto por el escándalo de los manifestantes. 

Una mujer de tez blanca que vestía falda azul y saco rojo, me sacó de estas ideas y dejó una estela de perfume barato al pasar corriendo junto a mí. 

Tal vez trabajaba en La Casa de Los Azulejos y se le había hecho tarde. 

El taxista no apartó la vista de ella, hasta que desapareció en Francisco I Madero.  

Una niñita desaliñada pasó caminando junto a mí.
Vendia chicles, dulces y cigarros. 

Me hizo recordar al niño de los pupilentes.

También es de lo más triste que los niños tengan que ganarse la vida así.
Deberían jugar y ser niños. 

Un hombre alto y canoso, pasó una mano por la cabeza de la niñita y le compró algo. 

Una anciana se me acercó ofreciéndome una fotografía de López Obrador por tan sólo $10. 


Caminé hacia Venustiano Carranza y me metí a un Vips

El muchacho de la entrada vestía un saco rojo.
Me miró de arriba abajo.
Seguramente, debido a mi aspecto, pensó que no tenía suficiente dinero y que sólo iba a pedir un café para pasar toda la tarde allí.

Me senté en una mesa junto a la ventana y saqué un libro. 
Estoy leyendo La Colmena.

Me puse a mirar la calle. 
Vi a dos jóvenes de un valet parking
Se veían de lo más relajados, mientras fumaban.

Era apenas el mediodía y el sol estaba en lo alto. 

En ese momento, llegó un Golf rojo y uno de los jóvenes arrojó el cigarrillo al suelo y lo aplastó con un pisotón y abrió la puerta del automóvil. 

Un hombre caucásico se apeó del vehículo y se llevó una mano a la nariz –como si estuviera evitando un olor insoportable– y le dio las llaves del Golf al muchacho. 

A unos metros de allí, otro hombre vestía un uniforme de Seguridad Bancaria y permanecía de pie, a la entrada de una joyería. 

Cargaba una ametralladora y no dejaba de mirar a un lado y a otro de la calle. 
Era tan obeso que habría terminado sufriendo un infarto, de haberse visto en la necesidad de perseguir a un ladrón. 

Una niña de unos diez años, con un babero de cocinera, pasó corriendo frente a la joyería, esquivando obstáculos, con un humeante plato en las manos. Apenas podía con él. 

Unos niños aprovechaban la luz roja del semáforo para acercarse a los vehículos detenidos y limpiar parabrisas sin el consentimiento de nadie. 

Unos hombres viejos divisaban el espectáculo, sentados en la acera. 
Parecían albañiles, y se pasaban una enorme botella de Coca Cola y compartían un guisado y tortillas. 

Una señora con rebozo y con largas trenzas que caían hasta el suelo, estaba tendida en la acera a unos metros de los albañiles. Cargaba a un bebé y mantenía estirada la mano en busca de limosna. 


Pensé que todas esas personas trabajaban, a su modo –que se ganaban la vida como podían–, mientras yo iba a gastarme unos pesos en una bebida que no necesitaba. 

Se me hizo un nudo en la garganta y sentí náuseas. 

Necesito un empleo, pero no quiero ganarme la vida. 

Salí del Vips sin haber ordenado nada. 
El muchacho de la entrada, me echó una mirada reprobatoria. 

(Falló: ni siquiera ordené un café.) 

Caminé hacia Bolívar y avancé sobre esa calle hasta Francisco I Madero

Entré en la tienda de discos a gastar mis últimos ahorros en un álbum de Dresden Dolls que realmente no necesito. 

jueves, agosto 03, 2006

Mientras ella bebe un café negro, para un negro despertar


No piensas cuando chateas conmigo.
Tus dedos escriben mensajes que no tienen sentido para ti.

No piensas que puedo interpretar de mil formas lo que escribes, y que inconscientemente dibujo tu rostro en el escritorio mientras te leo.  


Para mí, tus monosílabos son imágenes de haikús explotando en la pantalla. 


No piensas en los estragos de lo que escribes. 

Ahora mismo estoy delirando y no puedo detenerme. 

"-¿Para qué quieres una foto mía?

-¿Soy un animal exótico para ti?
-Creo que él me va a proponer matrimonio.
-¿Aún conservas Por los caminos de Swann...?
-¿Por qué aseveras que no me gusta el frío, si nunca hemos pasado un invierno juntos...?
-Insisto en que te pareces a Odette..."

Te despides.


"Ya me voy, guapo..."


¿Y esperas que no vuelva a buscarte?