domingo, noviembre 28, 2021

El amigo de la prensa

Hay un Director Técnico “consagrado” y es súper amigo de los medios, quienes dicen que es “grande”. Como jugador, pasó de segunda división al América y al Guadalajara, en tiempo récord (algo extraño, pues no era un jugador extraordinario).

Ha dirigido equipos en México (ha sido campeón 2 ó 3 veces, con equipos “guerreros”), en España (lo suspendieron por estar involucrado en amaños de partidos), en Japón y en Arabia. También ha dirigido 2 mundiales (¿te suena aquella escandalosa derrota contra Estados Unidos y aquel 3 a 1 contra Argentina —donde puso a un talentoso volante ofensivo, como medio de contención—, en los Octavos de Corea-Japón y de Sudáfrica?), y comenzó su carrera de DT como Auxiliar de Miguel Mejía Barón en la Selección Nacional, en el mundial de Estados Unidos '94, a los meses de haberse retirado como jugador de futbol (¿buenas relaciones?)

Actualmente gana alrededor de $50, 000 MXN ¡al día! (si no me fallan mis cálculos), tiene contrato por 2 ó 3 años, y dirige a uno de los 2 equipos con la nómina más alta del futbol mexicano (y a uno de los 5 equipos con la nómina más cara del futbol latinoamericano): su equipo tiene a lo$ jugadore$ má$ cotizado$ del continente americano. 

Su equipo actual juega horrible (en el torneo regular, de por sí de bajísimo nivel —prácticamente cualquier equipo puede ser campeón, aun siendo inconsistente–, sólo ganó un partido de visitante) y ayer fue eliminado, en un partido para aniquilar el insomnio, por otro equipo que sólo ha sido campeón del futbol mexicano una vez (¡en la década de los 40 ó 50!) y que hace casi 10 años no llegaba a semifinales del futbol mexicano (un equipo “débil”; probablemente, el sueldo de todo el equipo contra el que perdió, no cubre el sueldo de uno solo de los jugadores de su cotizado equipo).

A cualquiera que haga un trabajo poco menos deficiente que el susodicho, lo despiden sin consideraciones. El mundo está loco y el dinero es arbitrario.

(Apuesto a que si, en lugar de haberlo escrito yo, esto lo hubiera escrito “una voz autorizada” de Fox o de ESPN o de Récord —algunos tienen siglos trabajando en estos medios y, por no decir que el contenido de sus notas parece dirigido a estudiantes de secundaria, ¡no saben redactar!, ¡increíble!—, habrías llegado hasta esta parte, ¿o no?) 

sábado, noviembre 27, 2021

Voodoo Child



En progreso 

Es el último viernes de las vacaciones administrativas de la universidad y me he determinado a escribir en este blog durante una hora ininterrumpida. Conforme enciendo la Mac y todos los programas que empleo frecuentemente se cargan, reparo en todos los distractores que frecuentemente están presentes cada vez que me siento frente a la computadora y me propongo escribir. 

El reloj de la computadora dice que faltan cuatro minutos para las siete de la noche. Hago una pausa y tomo la botella de Heineken que tengo a un lado del mouse, colocada en un posavasos que compré en alguna Feria del Libro o en algún museo. 

El posavasos tiene un dibujo en colores rojo y blanco en el que se ve un rostro que se parece al de Jimi Hendrix. El dibujo me hace pensar en su Fender Stratocaster blanca, adaptada para zurdos. Inmediatamente pienso en Woodstock. Cuando pude ver un video de ese festival, lo que más me impresionó fue su interpretación del himno de Estados Unidos y la forma en que apaleó contra el suelo su guitarra en repetidas ocasiones, antes de prenderle fuego. 

El dibujo también me hace pensar que probablemente “Vodoo Child” es la primera canción de Hendrix que escuché. Tal vez ocurrió un domingo en el que mi papá se sentó en la sala a leer el periódico antes de desayunar, mientras sonaba su tocadiscos. Creo que yo debí de tener alrededor de cinco años y que el sonido wah wah de los primeros acordes de la guitarra en esa canción debió de parecerme hipnótico, extraño y enigmático. (Me daría demasiado crédito si dijera que la palabra “psicodélico”, ya formaba parte de mi vocabulario).

Estas ideas me hacen pensar que hasta hace un par de años, mi papá todavía tenía en su casa el acetato que debió de poner en su tocadiscos aquel domingo. Tenía una colección de acetatos –casi todos de rock–, pero no tenía ningún álbum de Hendrix, sino un acetato con varios éxitos de músicos contemporáneos de Hendrix. Hace como dos años se lo pedí prestado y lo escuché unas cuantas veces, pero sorprendentemente no reparé en todas estas cosas que acabo de escribir. 

Debajo del rostro del músico de Seattle hay una frase atribuida a él: “el conocimiento habla y la sabiduría escucha”. No analizo la frase. Sólo tengo la expectativa del sabor de la cerveza y pienso en “Vodoo Child”, en “Purple Haze”, en “Foxey Lady”, en “Manic Depression”  y en “Love or Confusion”. 

También pienso en que Hendrix murió ahogado en su propio vómito, inesperadamente, un 18 de septiembre de 1971, cuando su carrera, según los expertos, se encontraba en franco declive. Y también pienso en que cuando compré mi primera guitarra eléctrica zurda –una Aze de color negro y con golpeador blanco que conseguí en alguna tienda de Bolívar, en un paquete que incluía un tahalí negro y un amplificador genérico GA-15–, una de las primeras canciones que aprendí a tocar fue “Purple Haze”.  

Le doy un sorbo a la Heineken y trato de explicarme por qué no he podido escribir nada satisfactorio durante cuatro semanas... o mucho más. (Tal vez desde abril, cuando comenzó la cuarentena para mí). Conforme el alcohol recorre mi garganta y todas las moléculas que asociamos con el placer estallan en mi cerebro y me acomodo en la silla, me sumerjo en los instrumentos de la Sinfonía No. 5 en C Menor de Ludwig van Beethoven que he estado escuchando desde que comencé a escribir esta entrada. 

No sé por qué el ir y venir de la violencia y de la calma que me transmite la música, me hace sentir nostalgia y pensar selectivamente en cómo era mi vida en el 2012 –más o menos cuando debí de comprar esa guitarra eléctrica de gama baja–, cuando internet no era tan elemental como ahora y cuando las redes sociales no estaban presentes en todas partes y no tenían tanta influencia como ahora. 

Creo que en esa época podía sentarme a escribir frente a la Sony VAIO –era la única computadora que tenía entonces y la acababa de comprar– y que podía escribir un relato de principio a fin con relativa facilidad, independientemente de las estupideces que podía escribir de principio a fin

Creo que en el 2012, mis principales problemas al escribir eran que el posgrado me absorbía y que bebía alcohol excesivamente para distraerme y para lidiar con el estrés. Aunque podría asumirse que mi vida como estudiante de doctorado la viví en el paraíso porque nunca me quejé de nada, los últimos dos años fueron una pesadilla. Desarrollé dermatitis psicosomática (algunos oportunistas de nuestros días en cuarentena la han llamado “alergia emocional”), tabaquismo (me fumaba alrededor de cuatro cajetillas, sólo contando los fines de semana) y cierto nivel de alcoholismo (al menos bebía los fines de semana y lo hacía hasta perder el conocimiento). 

Creo que todo “lo literario” que escribía en el 2012 –me tomaré la libertad de llamarlo así, para distinguirlo de los textos científicos o de divulgación de la ciencia que escribo como parte de mi trabajo académico–, siempre y cuando mis actividades del posgrado me dejaran un espacio libre, era más estúpido y más pretencioso que lo que escribo regularmente. 

Estaba desesperado, pero lo que escribía no parece escrito por alguien desesperado sino por alguien que no estaba acostumbrado a escribir. Aunque francamente no creía requerir de la opinión de nadie sobre lo que escribía –ya había tomado dos o tres talleres de creación literaria y consideraba haber obtenido suficiente retroalimentación de otros sujetos interesados en la escritura como yo– y escribía porque desde niño tengo la necesidad de escribir, es evidente que tanto el ritmo como el estilo de escritura que había adquirido antes de ingresar al posgrado, los fui perdiendo cuando ingresé al posgrado.

El posgrado demandó toda mi concentración y perdí el hábito de escribir. Durante esos dos últimos años de pesadilla, de angustia y de estrés innecesarios (ya tenía más publicaciones como primer autor que las que exigía el reglamento del posgrado como requisito para realizar el examen de grado y sin embargo, aun cuando estaba dispuesto a vivir de mis ahorros para tener más publicaciones, mi lugar en el laboratorio parecía ser el de un estudiante de licenciatura que estaba “a prueba” y que hacía el mínimo esfuerzo), me emborraché cada fin de semana, cada día de asueto y cada periodo vacacional disponibles.

En todas las estupideces que escribí en esos meses llenos de una nube de éter, la desesperación ni siquiera quedó reflejada de algún modo elocuente. Es claro que para mí aplica lo que Élmer Mendoza –y supongo que varios escritores más– dice en una de las novelas que estoy leyendo: un individuo alcohólico es la mitad de la persona que podría llegar a ser. (¿Hasta dónde habría podido llegar Bukowski?) 

En el 2012, tenía la costumbre de fumar y de beber para “matar tiempo”; ahora, como ya no fumo –en mayo, cumplí cuatro años sin fumar– y como sólo ocasionalmente me tomo una cerveza o un whisky, “mato tiempo” en redes sociales. 

Puedo “matar tiempo” mientras como para abolir las náuseas del ayuno, mientras tomo un descanso para asimilar la información que he consultado para dar una clase, mientras reflexiono y releo algo que acabo de escribir y el resultado me decepciona... 

Me cuesta mucho trabajo quedar satisfecho con lo que escribo; si la primera oración que escribí, no me gusta –lo cual ocurre prácticamente cada vez que comienzo a escribir un párrafo–, no puedo avanzar.

Al final, la decepción me lleva a abortar la escritura y a procrastinar.

Yo sé que, más que procrastinar, en realidad abandono lo que estaba escribiendo porque lo que he escrito no me ha dejado satisfecho, pero, de todas formas, me frustra.

Termino revisando mis redes sociales y engañándome y diciéndome que me interesa alguna publicación controversial de algún personaje controversial. 

A veces escribir es una tortura y un círculo vicioso: tengo tiempo y tengo una idea, comienzo a escribir, leo lo que escribí, me decepciona lo que escribí, corrijo lo que escribí, leo de nuevo lo que escribí, vuelvo a sentirme frustrado...

Esta experiencia la describe estupendamente Luis Muñoz Oliveira: escribir es corregir incansablemente lo que has escrito.

Como siempre tengo la expectativa de que no quedaré satisfecho, independientemente de lo que escriba, no escribo, aun cuando tenga tiempo. 

Además de que pueden ser una salida fácil a la frustración, a veces reviso mis redes sociales aunque no haya comenzado a escribir. Aunque he pasado momentos muy desagradables en twitter y en Facebook porque me he enfrentado con sujetos obtusos , es sorprendente la facilidad con la que me distraigo en redes sociales, cuando estoy escribiendo. 

En parte, reviso mis redes sociales y me distraigo en ellas porque, como ya lo mencioné, es una salida fácil a la frustración, cuando apenas he escrito un párrafo de cualquier estupidez que acostumbro escribir y cuando me basta releer lo que he escrito para aborrecerlo con todo mi corazón (y para aborrecerme con toda mi alma) y entonces comienzo a pensar cómo puedo escribirlo mejor (también aborrezco el método al que he bautizado con el nombre de “Xavier del Asco”: escribir lo que se te ocurra, tal y como se te va ocurriendo, sin realizar ningún análisis sobre lo que escribes, y esperar a que tus amigos influyentes digan que eres “escritor” y a que los incautos “ávidos lectores” crean que eres un escritor y entonces compren tus novelas que cuestan casi lo mismo que los libros de Mallarmé, para que luego alguna plataforma importante de streaming compre los derechos de tu novela y la adapte a una serie) y termino abandonando lo que estaba determinado a escribir y así erradico la frustración y la decepción. 

En parte, también reviso mis redes sociales porque parezco un gato que se distrae fácilmente... o porque los tres gatos de la casa son demandantes y me piden alimentarlos o hacerles caso cuando me levanto de la cama por la madrugada para ponerme a escribir en el aislamiento y en el silencio más contundentes que puedo encontrar en mi casa.  

Escucho por enésima ocasión esta composición de Beethoven y pienso en la versión que Martin L. Gore hizo a otra de sus composiciones (¿Sonata para piano No. 14?) y miro nuevamente el reloj de la computadora: son las ocho y cinco. 

Después de tanto enredo, mi conclusión es que no he podido escribir en los últimos seis meses porque he estado ocupado en otras actividades que demandan mi escritura académica y formal. Creo que otros factores se suman a esta incapacidad –además de la disponibilidad para concentrarme en la escritura de un texto literario, además de la frustración y de la insatisfacción– y que están relacionados con dos estados mentales mutuamente excluyentes: o tienes tiempo para escribir, pero no tienes ideas, o tienes ideas para escribir, pero no tienes tiempo. 

A diferencia de hace casi diez años, ahora sí me afecta la sospecha de que ni siquiera las personas a las que conocí en algún taller literario me leen.

Creo que estamos tan absorbidos por el poder de las redes sociales y que las redes sociales han revelado quiénes somos realmente. Creo que frecuentemente leemos a desconocidos sólo porque les atribuimos cualidades que valoramos o porque son muy famosos en redes sociales o porque fortalecen nuestras creencias. Esto me lleva a pensar en un constructo de los teóricos cognitivos de la motivación y de la emoción. Este constructo tiene como propósito explicar por qué hacemos lo que hacemos y por qué nos atribuimos habilidades que quizá no nos caracterizan en realidad y que, en última instancia, nos ayudan a lidiar con nuestras miserias y a sentirnos funcionales en la sociedad y satisfechos con nosotros mismos (y con quienes nosotros mismos creemos que somos en sociedad), cometiendo, al menos, uno de estos errores: sobrestimar todos nuestros logros y atribuírnoslos exclusivamente a nosotros mismos y atribuir todos nuestros fracasos a eventos que quedan fuera de nuestro alcance, maximizando nuestros logros y minimizando nuestros fracasos (error de atribución fundamental), o subestimar los logros de los demás y atribuírselos a la ayuda que recibieron de otros (error actor-observador). 

Independientemente de todo lo que he escrito, he logrado escribir durante una hora ininterrumpida mientras he escuchado a Beethoven, y sin embargo no puedo despojarme de este sentimiento: detesto haber perdido el hábito y el ritmo que tenía para escribir. 

viernes, noviembre 26, 2021

Diego parecía un jugador de otra galaxia

Son las vacaciones de verano. Mi papá y yo nos hemos quedado solos en el departamento. Él mira la tele. La selección de Brasil enfrenta a la selección de Argentina, en Turín. Son los octavos de final del mundial de Italia '90. Los brasileños han dominado todo el partido. Tienen grandes jugadores: Jorginho, Branco, Dunga, Alemao, Careca, Müller... Nadie apuesta un peso por los argentinos. Han avanzado gracias a dos empates contra la URSS y contra Rumania. Perdieron contra Camerún. 

Maradona de repente toma el balón en medio campo y esquiva a varios brasileños que intentan detenerlo como sea. Los comentaristas de la tele dicen que Diego está lesionado –después de conseguir su segundo scudetto con el Nápoles en la temporada que recién terminó, los defensas de los equipos rivales de la dura liga italiana le han dejado los tobillos destrozados y durante el mundial el equipo médico de la selección Argentina ha tenido que infiltrarlo varias veces–, pero aun así es tan hábil que parece un jugador de otro planeta, que juega a otra velocidad y que ve el futbol de una forma que nadie más puede ver. 

En la misma jugada, en unos cuantos segundos, Diego se ha quitado de encima a seis brasileños. Casi cayéndose, ve a Caniggia desmarcado. Con la pierna derecha –la menos hábil–, le da un pase. Caniggia recibe el balón y esquiva a Taffarel y manda el balón al fondo de las redes. Con ese gol, Argentina elimina a Brasil.

Así te conocí –ni siquiera había cumplido 10 años–, y prefiero recordarte así. 

lunes, noviembre 22, 2021

Spin The Black Circle

En progreso. 

El espectro de Kurt Cobain todavía flotaba en el aire. El ectoplasma de su cadáver tumbado en un invernadero aún... 

jueves, noviembre 18, 2021

18 de noviembre de 1993

Lo más probable es que el 18 de noviembre de 1993 haya sido como cualquier otro jueves de los últimos meses del tercer año de la secundaria: debí de levantarme sin la necesidad de escuchar ninguna alarma, entre las seis y las seis media de la mañana; debí de vislumbrar las cuatro larguísimas horas de tortura del taller de dibujo técnico industrial que me esperaban en la escuela, después del receso; debí de imaginar que antes de esas horas de pesadilla –en verdad detestaba la rutina de ese taller, con todo mi corazón–, al menos tendría la oportunidad de ver, a la distancia, a la altísima chica de cabellera rizada y de brackets que me volvía loco, y también debí de fantasear con un encuentro en el que finalmente me atrevía a hablarle y a decirle cuánto me interesaba...

Lo más probable es que ese jueves 18 de noviembre de 1993, la voz de Héctor Martínez Serrano debió de confundirse varias veces con el sonido del agua caliente de la regadera que caía sobre mi cabeza, mientras iba despertando y asimilando la realidad. 

Lo más probable es que, en algún momento, ese programa de radio, que siempre escuchaba mi mamá por las mañanas, debió de ser interrumpido por la canción del comercial de la Cajeta Coronado que siempre sonaba en la mayoría de las pausas comerciales... y que aun hasta hoy me basta escuchar durante unos segundos para recordar vívidamente esas mañanas.

No estoy seguro, pero quizá, mientras me ponía el uniforme y sentía aversión hacia la secundaria, el comercial debió de hacerme pensar en los convencionalismos, y en particular hacia ese convencionalismo absurdo del uniforme, y debió de hacer que me preguntara si ese convencionalismo, junto con el convencionalismo absurdo de traer el cabello corto –casi estilo militar– y los lustrosos zapatos negros, de algún modo, repercutirían en mi vida adulta y me convertirían en “una persona de bien”.

Ese jueves 18 de noviembre, unos minutos más tarde, aun con la voz de Martínez Serrano y el esporádico jingle de Cajeta Coronado de fondo, debí de desayunar huevos con jamón o con salchichas, o hot cakes, o un sándwich, y un licuado de fresa o de plátano, mientras suspiraba pensando en mi amor platónico de rizos y de brackets, y las canciones de amor de John Secada –que estaban de moda y que también sonaban con frecuencia en otras estaciones de radio– revoloteaban en mi corteza auditiva y hacían que mi corazón latiera como una máquina de vapor precipitándose a toda velocidad a un despeñadero. 

Tras intentar infructuosamente ignorar mi reflejo de estudiante genérico de secundaria en el espejo del baño, mirándome de reojo, debí de cepillarme los dientes, y alrededor de las seis cuarenta y cinco, mi papá, mi hermano y yo debimos de salir de la casa en el Jetta rojo.

En el corto trayecto de la casa hacia la escuela, debí de sentir el nudo en el estómago que siempre sentía –parecía que el licuado de fresa o de plátano se precipitaba hacia mi garganta y que terminaría devolviendo el estómago– y que se intensificaba cuando estaba en la entrada de la escuela y presentía que el prefecto no me dejaría ingresar porque él juzgaría que traía el cabello largo o que mi uniforme y mi aspecto no eran suficientemente impecables. 

                     

(Ese sujeto tenía un juicio muy cuestionable. Bastaba que fingieras ser su amigo, para que te dejara ingresar a la escuela, incluso con tennis negros y cortes de cabello modernos –Vanilla Ice era moderno entonces–, y, ahora, mientras escribo esto a toda prisa para no perder el impulso, recuerdo incluso que él mismo traía una ridícula coleta, y también me pregunto qué tan solo y frustrado se sentía como para estar interesado en la amistad de un montón de adolescentes idiotas.) 

Ese 18 de diciembre, minutos antes de las siete de la mañana, debí formarme en la fila de mi grupo y esperar a que el director de la escuela saliera a escena y nos dijera alguna frase motivacional para alentarnos a ser responsables y a conducirnos con el compromiso que implicaba ser el futuro de México –así como, estúpidamente, varias décadas más tarde, hago yo con mis alumnos de licenciatura, cuando creo que la situación lo amerita–, y yo debí de cerrar los párpados y vislumbrar la salida de la secundaria, y debí de pensar que en el camino de vuelta a la casa me pondría los audífonos y que le daría play al walkman y que escucharía por enésima ocasión Dangerous de Michael Jackson, mientras continuaba sin creer del todo que hacía apenas unas cuantas semanas había asistido a uno de sus conciertos en El Estadio Azteca, y me mentalizaba a pasar toda la tarde realizando alguna tarea sin sentido, sentado frente al televisor de la casa de mis papás, en la sala, junto a mi mamá, procurando enfocarme en aprender, entre los mortecinos resplandores de Rescate 911 y de Misterios Sin Resolver que salpicaban mis cuadernos y libros, y entre las voces de los dobladores de William Shatner y quién sabe de quiénes más. 

La rutina de las últimas semanas de 1993 debió de estar caracterizada también por mis peleas interiores y por mis múltiples estados de ánimo adolescentes, frecuentemente tendiendo hacia el malhumor y hacia el dramatismo, resultado de todas esas emociones que aparecían y desaparecían de un momento a otro. 

Lo que no es probable es que en ese momento en el que el director nos sermoneaba y yo cerraba los párpados para escapar del patio de la escuela, me encontrara feliz y expectante porque sabía que esa noche Nirvana grabaría el MTV Unplugged In New York.

Ni siquiera sabía de la existencia de esa banda. 

De haberlos escuchado, es muy probable que me hubiera sentido tan identificado con su música que la muerte de Kurt Cobain, tan sólo cinco meses más tarde, me hubiera destrozado y que me hubiera dolido como nunca antes nada lo había hecho.

Es probable que hubiera sentido que nadie me comprendía y que hubiera sentido que era el fin del mundo, y es probable que mi dramatismo me hubiera llevado a guardar luto durante varios meses, o incluso a perder el interés por todo... A lo mejor me habría convertido en una persona más resentida de la que soy, o a lo mejor habría sido rebelde y habría dejado la casa de mis papás y me habría empecinado en ser escritor... Quién sabe. Pero sospecho que, de haber conocido a Nirvana a los 12-13 años, no sería la misma persona que soy.

Han transcurrido 27 años de este jueves que trato de evocar, y no puedo dejar de preguntarme cuántas cosas habrían cambiado en mi vida, de haber escuchado a Nirvana y de haber sabido que grabarían en los Estudios Sony de Nueva York este concierto que he escuchado tantas y tantas veces.

sábado, noviembre 13, 2021

En la fila de un Starbucks


Todavía faltaban 20 minutos para las 7 de la mañana y l
as conferencias comenzaban a las 8:30, pero en el McCormick Place ya había mucha gente. Era el primer día del congreso de la Society For Neurosciences del 2009 y también era el primer congreso internacional al que asistía. 


Los estudiantes más veteranos del laboratorio ya estaban por titularse y habían asistido a otros congresos de la SfN y me habían advertido de las dimensiones de estos congresos –se calcularían alrededor de 31, 000 asistentes a la edición del 2009, en Chicago, IL–, pero de todas formas me sorprendió ver a tanta gente. 

Había quienes caminaban apresuradamente de un lado a otro, como si la impuntualidad fuera una cuestión de vida o muerte (¿el amor por el conocimiento?) y no les estuviera permitido llegar cinco minutos tarde a una conferencia (¿la compulsividad de sus tutores?) Otros, como yo, perplejos y en ayuno, esperábamos nuestro turno en una larga fila del único negocio abierto a esa hora: un Starbucks que parecía La Torre de Babel.

La gente formada en la fila hablaba cualquier idioma que puedas citar, pero no necesariamente hablaba bien inglés. La comunicación entre las vendedoras y la clientela era algo atropellada y la fila avanzaba lentamente. 

A unos metros de mí, una mujer con burka pagaba su muffin y su bebida en la caja del Starbucks, cuando La Torre de Babel guardó silencio. Luego, siguieron unos murmullos. Miré por encima del hombro de mi compañera de laboratorio –ella también acababa de ingresar al doctorado y ésa era su primera experiencia internacional en un congreso–, y lo vi. 

No se trataba de cualquier hombre caucásico con anteojos, de escaso cabello blanco y de mediana estatura, sino del ganador del Premio Nobel de Medicina o Fisiología del año 2000. 

Vestía un traje y su característico moño en el cuello, justo como lo había visto en varias entrevistas para la televisión. 

Eric Kandel avanzó lentamente hacia la fila del Starbucks y se detuvo precisamente a mi lado. Miró a su alrededor y se rascó la barbilla. 

“Do you know where can I pick up my badge and the stuff...?”, me preguntó. Recordé haber escuchado esa peculiar voz en diversas entrevistas, y sentí la mirada de la gente en la fila, que, al igual que yo, tal vez no daba crédito a lo que estaba pasando. Le respondí tan rápido y tan claro como pude. 

“Thanks”, añadió, y se marchó.

Lo seguí con la mirada. Por donde fuera que caminara, su presencia surtía el mismo efecto que en la fila del Starbucks: parecía una de esas personas con tanta influencia y poder que pueden obligar a la gente a hacer cualquier cosa (o a creer en cualquier cosa), si así lo desean. 

Nos tocó nuestro turno en la fila y lamenté no haber sido atrevido y no haberme tomado una foto con él para que los veteranos del laboratorio no me tomaran por un mitómano. 

domingo, octubre 31, 2021

Live At The Paramount Theatre

En progreso. 

Aunque es un día soleado, hace un frío del carajo y mis manos parecen de hielo y los cuatro kilos de ropa que traigo encima apenas me permiten mover los brazos, pero tengo que celebrar este día en el que se cumplen 30 años del concierto de Nirvana en el Paramount Theatre de Seattle, WA. 

El recuerdo de este concierto me pone muy emocional y todos mis pensamientos están desordenados y no sé por dónde comenzar a escribir en el blog, e intento recordar cuándo me enteré de este concierto y no estoy seguro si fue en 1995 ó 1996, pero, si sé, sin saber que se trataba de este concierto, que en 1994, cuando estaba de vacaciones, antes de entrar a la prepa, que vi el video de “About A Girl” que fue grabado en este concierto. 

Veías videos musicales en la televisión para matar el tiempo; pasaban videos de bandas de rock –Aerosmith, Guns N' Roses, Metallica– y de cantantes de rock pop –Phil Collins, Brian Adams, Jon Bon Jovi– que nunca habías escuchado y que te resultaron toda una novedad –en la secundaria, la mayoría de tus compañeros escuchaban salsa y cumbias, y tú escuchabas a Michael Jackson y a Vanilla Ice–, pero una tarde viste “About A Girl” y tu mundo cambió.

En el video, tres individuos –un guitarrista con una melena rubia y con una Stratocaster para zurdos de color negro, un bajista descalzo de casi dos metros de altura y un baterista con cabello castaño y largo y con los brazos tatuados– tocaban en un escenario, frente a un montón de adolescentes un poco más grandes que tú.

La canción tenía una estructura pop que te recordó a alguna de las canciones de los sesenta de The Beatles, pero tenía también un sonido “sucio” en el que la distorsión de la Stratocaster y la ferocidad de la batería y la armonía del bajo se mezclaban de un modo que sonaba a pop y a rock al mismo tiempo spontáneo y de rock espontáneo que la hacía única para ti y que checaba perfectamente con anzamiento de Nevermind, alrededor de las diez de la noche, después de las presentaciones de Bikini Kill y de Mudhoney, Nirvana salió al escenario. 

El concierto originalmente estaba programado en el Moore Theatre (un recinto más pequeño), pero, debido a la creciente popularidad de Nirvana (y a la gran demanda de boletos), los organizadores tuvieron que cambiarlo al Paramount Theatre. 

DGC –la compañía discográfica con la que tenía contrato Nirvana– quería aprovechar el concierto para promocionar Nevermind antes de que la banda saliera de gira a Europa y grabó con varias cámaras 

martes, octubre 19, 2021

Una Jaguar '65 llena de sangre

Qué molesto es lidiar con los dolores del ayuno apareciendo intermitentemente en tu estómago como explosiones de ansiedad en un campo de batalla minado y llamando escandalosamente tu atención como un gatito hambriento y caprichoso que suelta mordiditas que te pellizcan la piel, cuando lo único que quieres hacer es poner en palabras esa idea que tenías en la cabeza antes de que tu vejiga a punto de reventar te levantara de la cama. 

Qué molesto es tener que acostumbrarse a esas convulsiones de tus intestinos y tener un ataque de tos a la mitad de todo provocado por el ayuno de toda la noche y luego tener que tomar el kit de la prueba de glucemia y sacar la libreta en la que llevas el registro de tu glucosa en sangre en ayuno desde hace más de 100 días consecutivos y sacar la pluma y luego la tira reactiva y la lanceta y después pinchar el dedo afortunado para el sacrificio de sangre de hoy, y sentir el breve pinchazo de la lanceta en tu dedo competir con los calambres locos e incontrolables de tus vísceras hambrientas en la frialdad de la recámara que parece un cruel congelador, e ir olvidando cuál idea tenías en la cabeza y querías poner en palabras, mientras esperas con desesperanza la lectura del glucómetro y haces acopio de tus fuerzas para recordar qué cosas indebidas comiste ayer y reparas en que es 19 de octubre y que se cumplen 30 años de aquel célebre concierto de Nirvana en Dallas, Texas, en un club llamado “Trees”, en el que Kurt Cobain tuvo un altercado con un guardaespaldas. 

Qué molesto es recordar todo esto justo cuando los temblores de tus intestinos reclaman que bajes a la cocina y que los alimentes exactamente en este momento y que termines comportándote como una bestia con una corteza cerebral de adorno y que obedezcas y que hagas lo mismo que cualquier otra persona, sin ningún interés en este concierto ni en ordenar en palabras la idea que se va borrando lentamente como el amanecer en tu mente, podría hacer.

Qué molesto es tener esta idea y no poder ponerla en palabras –probablemente no es una idea brillante, pero sí es auténtica sólo porque nadie más que tú puede tenerla en el mismo momento en el que tú la estás pensando– y que no puedas elaborar en detalle todos los elementos de este evento que te ha recordado este 19 de octubre del 2021, tales como los testimonios de los asistentes a ese concierto –incluyendo a Kurt Cobain, a Krist Novoselic y a Dave Grohl, y a otros músicos cercanos a ellos, como Mark Lanegan– que quedaron plasmados en algún libro o en alguna entrevista o en algún artículo y en los que casi todos los involucrados coinciden en que Kurt Cobain estaba frustrado porque había estado teniendo problemas con un amplificador toda la noche y que lo pateó varias veces y que el amplificador resultó ser de un amigo de uno de los guardaespaldas que cuidaban que el público no se subiera al escenario, y que el guardaespaldas ya le había pedido a Cobain varias veces que dejara de patear el amplificador y que éste lo ignoró y que entonces, cuando se lanzó al público a la mitad de “Love Buzz” –en la parte del feedback de la guitarra–, era inevitable que el guardaespaldas perdiera los estribos y lo jalara furiosamente de los cabellos para regresarlo al escenario y que Kurt le diera un certero guitarrazo en la frente.

Qué molesto es recordar todo esto frenéticamente, cuando mis vísceras no dejan de callarse y me hablan como si fueran voces dentro de mi cabeza conspirando en contra de estos recuerdos y obligándome a interrumpir estos recuerdos frenéticos y bajar a la cocina y tomar una aburrida manzana del aburrido frutero y comérmela en el aburrimiento de la lentitud que implica comer una manzana y concentrar toda mi atención en comerme la manzana, cuando lo que en verdad quiero hacer es escribir sobre estos recuerdos y cuando estoy seguro que más tarde podría comerme la maldita manzana y que ya no podré escribir estas tontas ideas porque el momento preciso para escribir estas tontas ideas se habrá ido.

Qué molesto es acabar con la manzana y hacer un gran esfuerzo para retomar el hilo de los recuerdos y recordar que después de jalar a Kurt Cobain de los cabellos y recibir un golpe en la frente con una Jaguar '65, el guardaespaldas enfureció y le dio una patada a Kurt cuando Kurt estaba levantándose del suelo, y que la banda dejó de tocar abruptamente y que Krist Novoselic dejó caer por ahí su bajo y que Dave Grohl saltó desde detrás de la batería y que Krist Novoselic detuvo al guardaespaldas que ya se le iba a los puños a Kurt Cobain y que se quitó su playera y que se la ofreció y que la frente del guardaespaldas sangraba copiosamente y que Dave Grohl miraba a la distancia y se pasaba el cabello detrás de una oreja como si estuviera asustado y no diera crédito a lo que estaba pasando y no supiera qué hacer, aunque tenía casi un año tocando con Nirvana en clubes parecidos al Trees y aunque había sido testigo de enfrentamientos semejantes –parece que Cobain siempre los metía en líos– y aunque tenía casi 10 años tocando la batería en diversas bandas de punk hardcore y aunque debía estar familiarizado con esta clase de peleas.

Qué molesto es recordar todo esto justo cuando mis necesidades fisiológicas me llaman estruendosamente una vez más, y cuando el frío de este congelador que parece una recámara en la que siempre es invierno me está entumeciendo los dedos que aporrean el teclado de la computadora, y cuando debo interrumpir mi escritura por enésima ocasión, pero en esta ocasión para ir al baño; y qué molesto es no recordar precisamente dónde leí –para volver a consultar la fuente– que Cobain, que Novoselic y que Grohl al final del concierto tomaron apresuradamente un taxi y que el taxi se quedó sin gasolina, o que le falló el motor, y que se quedaron allí varados, justamente a una cuadra del club, atentos a que el guardaespaldas –que había sido expulsado del concierto después del altercado con Kurt– cumpliera su amenaza y los estuviera esperando a la salida del club y los estuviera buscando y se apareciera en cualquier momento con sus amigos guardaespaldas, para romperle la madre a Kurt Cobain.

Todo esto quedó registrado en el VHS Live!!! Tonight!!! Sold!!! Out!!! y lo vi por primera vez un domingo de 1995 y me dejó tan impactado que, ahora mismo, justamente cuando se celebran 30 años del concierto, encuentro ridículo intentar ponerlo en palabras, no sólo porque tenía otra idea en la cabeza y también quería ponerla en palabras, sino porque ocurrió en el momento preciso en el que debí obedecer a mis vísceras y porque mis ruidosas vísceras asesinaron el ímpetu que tenía para escribir sobre estos recuerdos.

Qué molesto es no tener paciencia para elaborar sobre los detalles de esta escena que alimentó mi enfermiza admiración hacia Kurt Cobain y no poder entrar en detalles sobre las cosas que ocurrieron años más tarde, cuando ya me había casado y cuando mi mujer dormía a mi lado en nuestra cálida cama matrimonial y cuando yo tenía apenas unas semanas de haber ingresado al doctorado y sin embargo ya lidiaba con mis propias frustraciones; cuando, en lugar de patear furiosamente un amplificador, todos los viernes por las noches fumaba antes de dormirme para mitigar el estrés –modulando la liberación de neurotransmisores excitadores e inhibidores, y sintiendo que así me quitaba de encima una pesada semana de casi 12 horas diarias de trabajo y de los tediosos recorridos de 2 ó 3 horas diarias en el infernal transporte público desde la casa hasta Ciudad Universitaria de ida y vuelta– y me acostaba a ver conciertos en el iPod –los había descargado de YouTube y acababa de comprarme el iPod y la pila todavía no entraba en obsolescencia programada– mientras mi mujer dormía y esperaba que el fin de semana saliéramos a divertirnos a algún lugar. 

Durante varios viernes consecutivos vi este concierto en el Club Trees de Dallas, Texas, de principio a fin, y, cada vez que lo veía me sentía trasladado por un momento a aquel domingo de 1995 en el que vi por primera vez esta escena del golpe de la Jaguar '65 en la frente del guardaespaldas, o incluso me sentía trasladado a aquel 19 de octubre de 1991, como si yo mismo hubiera estado frente al escenario en ese club –el video de este concierto había sido grabado por un amigo de Krist Novoselic (¿su hermano?) desde uno de los costados del escenario y las tomas eran muy cercanas, de pésima calidad, pero muy vívidas–; y qué molesto es reconocer que entonces no tenía que lidiar con el escandaloso dolor de mis vísceras exigiendo que las alimente, ni con el pinchazo de la lanceta en uno de mis dedos, ni con la desesperanza de la lectura del glucómetro, ni con este terrible frío, ni con la necesidad de aplazar una idea que quería poner en palabras ¡y que se ha esfumado mientras todo esto ha ido ocurriendo, y mientras el mundo ha despertado y todo está lleno de ruido y me siento vigilado!, y qué molesto es admitir que nada es realmente molesto: molesto sería tener ERGE y no poder comer más que dos o tres cosas y andar con náuseas todo el día y aborrecer cada segundo, y no tener una cama cálida ni una mujer fabulosa en la cama; molesto sería no tener razones para molestarse y no tener imprevistos que no te impidieran escribir, ni poder incendiar tus emociones rabiosas en unas tontas líneas que escribes en un blog que nadie lee aparte de ti.

sábado, octubre 16, 2021

No es el karma: es tu irresponsabilidad


El vecino XX tiene un Chihuahua. Por la tarde, cuando hay más gente en el fraccionamiento, sale a su jardín a tomar el sol y deja que el Chihuahua ande libremente por ahí. A la vecina Yeye se le ocurre pasear a sus perros con correa, del otro lado del jardín del vecino XX, justamente en ese momento. El Chihuahua, como la mayoría de los perros pequeños, es un bravucón y sale a toda prisa a perseguir a los perros de la vecina Yeye. El vecino XX bosteza a la distancia y continúa tomando el sol en su jardín y la vecina Yeye tiene que hacer peripecias para que sus perros –un Pug y un Bulldog– no se le lancen encima al Chihuahua (incluso debe cargar al Pug, con todo y la correa, mientras se esfuerza por retener al Bulldog). El vecino XX es un espectador desde la primera butaca de su jardín: sólo le falta darle un sorbo a su limonada y una cámara fotográfica para completar la escena. 

Por la noche, nos enteramos en el chat de WhatsApp de los vecinos, que un corredor frustrado de F1, ha atropellado al Chihuahua –nadie sabe exactamente qué tanto daño le hizo– y entonces el vecino XX enfurece y despotrica contra la mesa directiva del fraccionamiento y se queja amargamente de la irresponsabilidad del conductor y de los vecinos en general. 

La gente sólo se da cuenta de las cosas que siempre están ocurriendo, cuando le pasan. No es el karma: es tu irresponsabilidad.

viernes, octubre 08, 2021

Antichrist Superstar (1996)


Con una voz cansada, Marilyn Manson murmura una frase incomprensible a través de un aparato que suena como un altavoz distorsionado; su voz poco a poco se pierde entre los gritos de los fans que corean “please, don't go!, please, don't go!, please, don't go...!” y los gritos son interrumpidos de pronto por cuatro rápidos compases del hi hat que orquestan la entrada de la guitarra, del bajo y de la batería al unísono.

Así comienza Antichrist Superstar.

Tras unos segundos de caos en el que todos los instrumentos compiten para capturar la atención del escucha, la guitarra y la batería van bajando su intensidad, pero las líneas del bajo de Twiggy Ramírez permanecen y abren el escenario para que Marilyn Manson diga de un modo seductor (como de estrella porno): “Soy todo un americano y te podría vender el suicidio”, y luego, tras otros momentos de caos, se desgañite y nos advierta “¡Todos somos esclavos de alguien más!”

Aún recuerdo haber escuchado estos primeros momentos de “Irresponsible Hate Anthem”, a través de los audífonos de mi walkman, en alguno de los pasillos de la Ciudad Universitaria –o tal vez en las Islas, o en el camino que conecta a la Facultad de Medicina, a la Facultad de Economía, a la Facultad de Derecho y a la Facultad de Filosofía y Letras–, alguna de esas primeras mañanas oscuras en las que me dirigía a mis primeras clases –Introducción a la Psicología o Bases Biológicas de la Conducta o Historia de la Psicología–, la Facultad de Psicología. 

Debió de ser agosto o septiembre de 1997. Acababa de entrar a la universidad. El segundo álbum de estudio de Marilyn Manson –después de Portrait of an American family, de 1994, y del EP Smells like children, de 1995– tenía poco más de un año de haber salido a la venta. Antichrist Superstar fue producido por Trent Reznor y por Sean Bavan, y catapultó a la banda de Ohio (aunque comenzaron a tocar en pequeños clubes de Miami, su fundador nació en Ohio) a la fama.

El álbum está plagado de referencias a la obra de Friedrich Nietzsche –en canciones como “Dried Up, Tied And Dead To The World”, “Antichrist Superstar” y “Man That You Fear”– y de mensajes apocalípticos, sacados de las pesadillas recurrentes de Marilyn Manson –como “Little horn”, que describe un mundo apocalíptico en el que las peleas entre androides y quimeras son parte del entretenimiento de la sociedad–, en los cuales las drogas y el sexo parecen ser las únicas opciones de la humanidad para sobrellevar su aburrida existencia en un mundo superficial. 

Salió a la venta bajo los sellos discográficos Nothing/Interscope Records y la gira que lo acompañó fue censurada en algunas ciudades de Estados Unidos por grupos católicos extremistas que decían que Manson era una mala influencia para la juventud (quemaba Biblias en sus conciertos, fingía devorar animales vivos en el escenario y hacía que la audiencia participara en rituales que parecían satánicos) y terminó con un concierto en El Palacio de Los Deportes de la Ciudad de México, en septiembre de 1997 (toda esta información está detallada en “Long hard road out of hell”). 

Hoy cumple 25 años. 

domingo, septiembre 19, 2021

19 de septiembre del 2017

                     


A las 11 am, tal y como nos había informado esa misma mañana la Comisión de Seguridad, sonó la alerta sísmica y entonces me levanté de mi asiento y salí del cubículo y seguí el protocolo del macrosimulacro. (No era para tanto: sólo tenía que caminar poco más de diez metros desde el cubículo hasta la zona de seguridad que me correspondía –entre las escaleras y los baños del tercer piso del Edificio S– e interrumpir mis actividades –estaba capturando los últimos detalles de una solicitud para concursar por financiamiento en el CONACyT– durante cinco o diez minutos.)

En la zona de seguridad nos reunimos alrededor de diez personas. La mayoría era personal administrativo, pero también había unos cuantos estudiantes e investigadores. Yo era el único posdoc, y me sentía fuera de sitio, no sólo por ser el único posdoc ni por tener la impresión de que para los administrativos y para los estudiantes yo era un estudiante más (no tiene nada de malo, pero uno ya pasó por la licenciatura y por el doctorado, y ya publicó artículos de investigación, y, generalmente, ya impartió clases para licenciatura y para posgrado), sino porque había pasado una mala noche y porque estaba despierto desde las cuatro de la mañana: me había puesto a leer algunas noticias en Internet sobre el terremoto del jueves 19 de septiembre de 1985 y esas noticias me habían remontado a mi propia experiencia durante ese terremoto y me habían hecho recordar cosas en las que no había pensado en 32 años. 

Me acerqué a un par de estudiantes para platicar con ellas sobre cualquier cosa y distraerme y dejar de pensar en el terremoto de 1985, pero lo que les dije les importó un carajo –ni siquiera intentaron disimularlo– y se encargaron de reforzar mi impresión (que no me veían como un posdoc, sino como un estudiante más). No pude evitar ponerme a pensar en que los estudiantes no te toman en serio, si no les marcas tus límites y si no eres un poco mamón con ellos, y si no te la pasas presumiéndoles cuántas publicaciones tienes ni cuántas cosas sabes hacer. Ya me había tocado tratar a algunos estudiantes en esa universidad que me hablaban cuando les resultaba inevitable, o cuando creían que era mi obligación facilitarles cualquier cosa que necesitaran para correr sus experimentos. 

Me sentí idiota. Yo me lo busqué. Ni me gustan las conversaciones de pasillo. Por desgracia, justo en ese momento, no quería sentirme aislado, encerrado en mi propio mundo. Me pareció de lo más inoportuno que, justo durante el macrosimulacro, de las cinco personas que regularmente compartimos el cubículo, sólo estuviera yo: B, estaba en la Comisión de Seguridad y coordinaba el simulacro y andaba de un lado para otro; E tenía alguna clase, en otro edificio de la universidad; Ó, que siempre estaba en el cubículo a esa hora, justo en ese momento, atendía algunos trámites en la Rectoría de la Unidad; y R tenía alguna reunión académica en Ciudad Universitaria. 

Acabó el macrosimulacro y volví a mis actividades al cubículo. Poco después volvieron E y Ó y se pusieron a platicar sobre la muerte de Drucker que no tenía ni una semana de haber ocurrido. Estaba seguro de que ellos no sabían que Drucker es co-autor en uno de mis artículos como primer autor, ni que fue “mi abuelo académico” y presidente del Comité de mi examen de candidatura –en mis años de estudiante de doctorado, él siempre estuvo muy ocupado, era Director General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM, lo traté muy poco; ni siquiera pude verlo en persona cuando necesité alguna firma suya, y toda la comunicación que tuve con él fue a través de su secretaria– y quería decirles todo esto y unirme a la plática, pero, digamos que, después de mi experiencia durante el macrosimulacro, ya no tenía muchas ganas de socializar y sólo quería completar mi solicitud para la convocatoria de financiamiento del CONACyT –la fecha límite de recepción de solicitudes era el viernes 22 de septiembre y todavía me faltaban algunos detalles–, así que me enfoqué en terminarla. Ya estaba un poco harto, pues tenía varias semanas trabajando en la propuesta de investigación y no podía terminarla. Además de que la plataforma del CONACyT había cambiado recientemente y de que tenía que volver a cargar toda la información académica que había cargado desde el 2008, los trámites administrativos eran muy latosos: requerían que redactara varias Cartas Compromiso y que recabara las firmas del Jefe de Departamento, del Jefe de Áreadel Secretario de Unidad y del Rector de Unidad. 

E y Ó continuaban hablando sobre Drucker, y me aburrí y me puse a leer un artículo que encontré por ahí. Los autores evaluaban el impacto de la restricción de sueño sobre la memoria a corto plazo en la Aplysia. Empleaban un protocolo de discriminación de estímulos que no conocía. Intentaba entender el protocolo –la Aplysia debía aprender a discriminar entre un alimento estándar “accesible” y otro alimento apetitoso “inaccesible”–, cuando el suelo se sacudió. Fue como si un enorme gusano atravesara los cimientos del edificio S. 

Salí del cubículo lo más rápido que pude, con la intención de llegar a la zona de seguridad, pero el movimiento era tan fuerte que no pude dar más que unos cuantos pasos. Todo parecía irreal –no podía creer que estuviera temblando justo ese día en el que se cumplían 32 años del terremoto de 1985, justo ese día en el que me había puesto a pensar en cosas en las que no había pensado en 32 años, y entonces comenzó a sonar la alerta sísmica y escuché gritos y vidrios quebrándose y paredes cayéndose y estructuras metálicas retorciéndose, y todos esos sonidos me devolvieron a la realidad. Entonces, a mi izquierda, 
a unos metros de la puerta del cubículo, vi a un grupo de personas que se abrazaban junto a una de las columnas del pasillo.

Como el movimiento no paraba y parecía cobrar mayor intensidad a cada segundo –era imposible mantener el equilibrio–, mi imaginación voló, me puse paranoico, y creí que el edificio S caería en cualquier momento y que todo lo que había estado recordando desde la mañana había sido una señal de esa catástrofe y que debí haber prestado más atención a mis pensamientos, y entonces, por unos segundos, no pensé en nada más que en salir del edificio antes de que se cayera, y traté de volver por mis cosas al cubículo, pero el movimiento era tan fuerte que no pude dar más de dos pasos.

Traté de acercarme al grupo de personas que se abrazaban a la columna del pasillo y me di cuenta de que a mi derecha había otro grupo de personas en las mismas condiciones –abrazándose a otra de las columnas del pasillo–, y distinguí entre ese otro grupo de gente a una investigadora que conozco desde hace casi 10 años y que de pronto dejó de hablarme. Vagamente recordé que en una conversación de pasillo me había enterado que ella se había quejado de mí en una junta de departamento, que había dicho que yo había saboteado sus experimentos. También recordé que incluso algunos de sus amigos investigadores (con quienes yo nunca antes había tenido problemas de ningún tipo), también me habían dejado de hablar, y, más allá de que no era cierto nada de lo que ella había dicho, me encabronó el hecho de que ella nunca se hubiera quejado directamente conmigo, y también que nunca se hubiera interesado en averiguar si yo tenía algo que decir al respecto. (¿Qué clase de tonto tendría que ser para sabotear los experimentos de una investigadora que tiene más años que yo en la universidad?) Al verla allí, asustada y abrazándose a otras personas, pensé en que esa clase de conflictos que me amargan la vida, son inevitables y absurdos, pero que no valen la pena: incluso si uno no dice nada –o, más bien, porque no dice nada, y se concentra en su trabajo–, siempre habrá alguien que encontrará la oportunidad de poner palabras en tu boca y de echarte la culpa de algo.

Unos metros más allá de la columna a mi derecha, estaba E. También se veía asustado. Es una persona muy optimista y siempre está sonriente, pero, en ese momento, su semblante era el de una persona totalmente distinta. Tal vez estaba preocupado por B y por sus hijas. B daba una clase en otro edificio de la universidad y sus hijas estaban en la escuela, a kilómetros de distancia. Verlo así, de pronto, ocasionó que, así como segundos antes había pasado con el sonido de la alerta sísmica, de los gritos de la gente, de los vidrios quebrándose, de las paredes cayéndose y de las estructuras metálicas del edificio retorciéndose, mi mente se echara a volar. 

Me puse a pensar en Katz y en los gatos, y entonces me di cuenta de que me encontraba sujetando por la cintura a una chica que había visto varias veces en universidad. La ubicaba de vista, algunas veces nos habíamos topado en los pasillos de ese edificio, pero nunca habíamos cruzado palabra alguna. 

Me pareció escalofriante que los dos pudiéramos acabar sepultados entre los escombros del edificio S sin saber siquiera nuestros nombres, o que los supiéramos en esas condiciones tan horrendas e improbables, y deseé que ella se transformara en Katz y que al menos Katz y yo estuviéramos juntos en ese momento tan terrible, y tuve la certeza de que todos los que estábamos allí, mientras el edificio S se sacudía, de una u otra manera, habíamos tenido pensamientos similares: que ya habíamos pensado que el edificio no resistiría el terremoto y que ya nos habíamos preguntado si nuestros seres queridos se encontraban a salvo. 

Los gritos –de mujeres y de hombres, por igual– eran aterradores y se confundían con el sonido de la alerta sísmica –que empezó a sonar en algún momento, después del terremoto–, pero el sonido de las tuberías y de las varillas del edificio que crujían con el movimiento era aún más aterrador. Este sonido peculiar de tuberías y de varillas retorciéndose en un edificio me remontó al otro terremoto, al de 32 años atrás, a esa mañana del jueves 19 de septiembre de 1985 en la que los segundos transcurrían tan lentamente que parecían eternos, mientras mi mamá nos abrazaba a mi hermano y a mí en el quinto piso del edificio en el que vivíamos, y 
esperábamos a que el terremoto terminara y a que todo volviera a la normalidad, mientras las tuberías y las varillas crujían.  

Era imposible no pensar en que todo se trataba de un dèjá vuh. Era imposible no pensar en que el Edificio S se desplomaría y en que nos quedaríamos atrapados entre los escombros. Mi mente siguió volando y recordé algunas de las anécdotas que escuché en los meses posteriores al terremoto de 1985, cuando era un niño pero me daba cuenta de que parecía no haber otro tema de conversación entre los adultos a los que frecuentaban mis papás, cuando todos –familiares y amigos– hablaban del terremoto, cuando cada uno de los familiares y cada uno de los amigos de mis papás parecían haber conocido directamente a algún sobreviviente del terremoto o a algún desaparecido.   

Se sintió una sacudida más fuerte que las anteriores, y escuché otra vez los gritos de las personas que estaban atrapadas como yo en ese pasillo, y escuché otra vez el sonido de las tuberías y de las varillas del edificio retorciéndose, y entonces se derrumbó una pared muy cerca de nosotros y luego se rompieron unos cristales y creí que era el principio del fin, que el edificio S caería pronto, tal y como ocurre en los documentales en los que te muestran cómo se desploman los edificios en cuestión de segundos, y cómo todo comienza con un pequeño derrumbe y cómo después todo el edificio se desploma, como en efecto dominó.

Volví a pensar en Katz y en los gatos. Se suponía que ella iría a la universidad a la hora de la comida y que después de comer iríamos a ver a uno de sus primos a La Colonia Roma, y entonces cruzaron mi mente varias preguntas: cuando comenzó a temblar, ¿ella continuaba en el departamento –vivíamos en el quinto piso de un edificio–, o ya había salido a la calle...?; si ya había salido a la calle, ¿dónde se encontraba?; si ya estaba en la calle, ¿los gatos estaban bien...?, ¿les caería encima algún mueble dentro del departamento...?, ¿el edificio en el que vivíamos se encontraba en buen estado...? ¿Qué tal si ese edificio en el que habíamos vivido durante los últimos cinco años y que tenía casi treinta años de edad y que fue inaugurado algunos años después del terremoto de 1985 y que quedaba a veinte minutos de la universidad y que es mucho más alto que el Edificio S, se encontraba en peores condiciones...?

Cuando acabó el terremoto, que pareció durar una eternidad, salí del edificio sin ninguna precaución y bajé a la explanada de la universidad y traté de llamar a Katz por teléfono. Había decenas de personas intentando comunicarse por teléfono con otras personas. La situación era incierta. Aún no sabíamos las dimensiones del terremoto, pero todos sabíamos que no se había tratado de un terremoto cualquiera.  

Mi teléfono no tenía línea. He vivido tantos terremotos que he aprendido que, si las líneas telefónicas se caen después de un terremoto, el terremoto no fue cualquier cosa. Respiré profundamente, para intentar tranquilizarme, y miré alrededor. 

Lo primero que vi fue que el mural de Arnold Belkin, en la entrada principal del edificio S, tenía dos fisuras enormes que lo dividían en tres partes.  

Antes de entrar en desesperación total, intenté llamar de nuevo a Katz, pero el teléfono seguía sin señal. Salí de la universidad. La calle parecía la escena de una película del fin del mundo. Todos los camiones de transporte público pasaban a toda velocidad, llenos de gente, y algunos automóviles particulares hacían paradas y subían a algunos transeúntes. Las sirenas de patrullas, de ambulancias y de camiones de bomberos completaban la escena. No habían transcurrido ni 10 minutos desde el principio de la catástrofe y esa parte de la ciudad ya estaba de cabeza. Traté de hacerle la parada a un taxi o de subirme a un camión de pasajeros, pero fue inútil. Había pocos taxis en circulación y los pocos que pasaban ya estaban ocupados. Ocurría igual con los camiones de pasajeros. Tuve que caminar hasta Rojo Gómez. Cada paso que daba era desesperante. Tenía la impresión de que mis pasos no me llevaban a ningún lado, que solo estaba caminando en círculos. 

No podía comunicarme con Katz. No sabía cómo estaban Katz y los gatos. Estaba rodeado de gente igual de desesperada que yo, pero estaba solo. 

No pude tomar ningún transporte. 

Cuando llegué a Rojo Gómez, debí caminar sobre Rojo Gómez, desde Gavilán hasta Canal del Moral. No sé cuántos kilómetros caminé. Estaba exhausto, a punto de rendirme, caminando por inercia, esperando poderme subir a algún camión de pasajeros o taxi o automóvil particular. 

Esporádicamente intentaba llamar por teléfono a Katz, pero ya sabía que el teléfono seguiría sin línea y ya no quería pensar en que las líneas telefónicas se caen sólo cuando ha ocurrido algo en verdad catastrófico. Sólo quería llegar al departamento y saber que Katz y que los gatos estaban a salvo. 

Sobre Rojo Gómez, decenas de peatones caminaban ensimismados en sus propios pensamientos. No se veían daños aparatosos en ningún edificio o casa. El tráfico iba a vuelta de rueda y constantemente pasaban patrullas y ambulancias hacia Ermita Iztapalapa. 

Después de haber caminado más de media hora sin parar y después de haberme acostumbrado a ese peregrinaje que parecía no tener fin –incluso dejé de sentir mis piernas–, me detuve en una tienda en la que se escuchaba la radio. Miré al dueño y él, amablemente, me ofreció comida y bebida gratis. Le dije que no y le di las gracias. Simplemente me quedé allí unos segundos, escuchando las noticias. Él me dijo que en la radio habían dicho que el terremoto había estado más fuerte que el terremoto de 1985, y ambos escuchamos al mismo tiempo a la locutora del radio decir que se habían caído varios edificios en La Colonia Roma. 

Deseé que Katz no hubiera cambiado de planes a última hora y que no hubiera decidido ir ella sola a ver a su primo –a veces, ella cambia de planes–, y volví a intentar llamarla por teléfono sin éxito y luego retomé mi peregrinaje hacia el departamento. 

La angustia y la incertidumbre eran fulminantes, eran como una tonelada de cemento encima de mí. Tenía seca la boca seca y sentía un hueco en el estómago, pero lo único que realmente necesitaba era comunicarme con Katz y saber que ella y que los gatos estaban bien. 

Al cabo de casi una hora de camino a pie, cuando estaba más o menos a la altura de Parque Tezontle, finalmente logré subirme a un camión de pasajeros. El camión 
iba llenísimo, el tráfico continuaba a vuelta de rueda, y el calor era sofocante. Unos pasajeros bromeaban sobre el terremoto –y los odié: seguramente, ellos ya se habían logrado comunicar con sus seres queridos y sabían que todos estaban bien, y el terremoto sólo era un evento inusual que los había sacado de la monotonía–, y no me dejaban escuchar la radio que traía encendida el chofer del camión. 

Hasta ese momento se me ocurrió que Katz también podría haber estado intentando comunicarse conmigo y que también debía de estar preocupada por mí, pero no podía hacer nada más: ya no tenía fuerzas; si me bajaba del camión, nada cambiaría; no podría echarme a correr y llegar más rápido que el camión, al departamento. 

Por las calles por las que pasábamos en el camión no había daños. 



Llegué a la casa alrededor de las cuatro de la tarde –¡t
ardé casi dos horas y media en llegar, desde la universidad!–, y me bajé del camión. Los edificios y las casas se veían bien, pero caminé lo más rápido que mis fuerzas me lo permitieron. Desde la avenida, logré ver que el edificio en el que vivíamos se encontraba en buen estado, y, por primera vez desde que había salido de la universidad, me sentí tranquilo. En el estacionamiento del edificio, me encontré a uno de los vecinos que vivía en el mismo piso que nosotros. Estaba inspeccionando los alrededores en compañía de sus hijos, y su presencia me tranquilizó aún más.

Me acerqué a la entrada del edificio. 
Las manos todavía me temblaban tanto que apenas pude meter la llave en la cerradura de la puerta. Una de las vecinas de la planta baja, me dijo que Elizabeth estaba bien y que acababa de subir al departamento, y subí hasta el quinto piso y m
i cuñada me abrió la puerta antes de que intentara abrirla desde afuera con la llave, y me dijo que tenía como media hora en el departamento y que ella y que Elizabeth estaban bien.

Elizabeth estaba en la recámara y salió a la sala y la vi bien y me dijo que los gatos estaban asustados y escondidos debajo de la cama. Me dijo que había intentado llamarme por teléfono muchas veces y que durante el terremoto los gatos se habían asustado y que había escuchado los gritos y los llantos de los niños y de las profesoras de la primaria que está junto al edificio. Me dijo que el edificio se mecía y que chocaba con el edificio de al lado. Me dijo que creyó que el edificio se caería y que se metió en el clóset de la recámara. Me dijo que había escuchado cómo crujían las tuberías y las varillas del edificio. Me dijo que ya se había comunicado con sus papás y con mi mamá, y que todos estaban bien. Me senté en un sillón y descansé unos minutos, y luego inspeccioné el departamento. Nos quedamos sin luz y sin agua, pero todo se veía bien. Tuvimos internet hasta que se le acabó la batería al módem, pero nos bastó para ver en redes sociales la destrucción que había causado el terremoto. Las imágenes eran tan similares al terremoto de 1985 que parecía el mismo evento, y al igual que hacía treinta y dos años, yo vivía en la Ciudad de México, en el quinto piso de un edificio de departamentos y mi familia estaba bien. Era muy afortunado.

Elizabeth, los gatos y yo nos fuimos 
a pasar la noche a la casa de mis papásLes conté cómo había sido mi día, cómo había sido vivir el terremoto en el edificio S –incluso les dije que era muy probable que hubiera sufrido algún daño severo– y cómo había sido el caótico regreso de la universidad al departamento, pero como que creyeron que exageraba. 

Nos acostamos en mi recámara con los gatos. Toda la noche estuvieron inquietos y deambulando de un lado a otro. Toda la noche sentí que el suelo se movía y presentí que volvería a temblar y que sonaría la alerta sísmica. Cualquier movimiento, por ligero que fuera, me recordaba el movimiento en el tercer piso del edificio S. Estaba exhausto, pero no pude dormir ni dejar de pensar que mis piernas continuaban moviéndose sobre la Avenida Rojo Gómez.

Han pasado cuatro años y el edificio S ya no existe y son las 13: 14.

viernes, agosto 27, 2021

Love Is Strong



El sonido me golpeó en el cerebro como una droga administrada por vía intravenosa. Fue como si repentinamente estuviera experimentando la liberación de endorfinas al torrente sanguíneo para mitigar el dolor de una vieja herida de guerra. 

Se trataba esencialmente de tu ritmo, de los latidos de tu corazón, de tu alma gritando “¡Soy un Rolling Stone!” Era tu marca. Era como una ola de sonido abriéndose camino entre las murallas líquidas de las cócleas de mi memoria. Era tu estilo. Eran los cimientos de las canciones de una banda británica de rock n' roll que parecía indestructible. 

Cuando recibí el golpe, no sabía que habías discutido una vez con Jagger. De acuerdo con la prensa, estaban en una gira y él entró furioso a una habitación del hotel en el que se hospedaban, preguntando “¿Dónde está mi baterista?” y más tarde apareciste abruptamente en el lobby de ese hotel y le diste un puñetazo en la cara y le dijiste “¡No soy tu baterista: tú eres mi cantante!” Tampoco sabía que habías escrito un libro con poemas y con dibujos, en honor a Charlie Parker. 

En ese momento, sólo sabía que eras Charlie Watts, el sujeto de bajo perfil de “Sus Satánicas Majestades”. Vagamente recordaba haber escuchado Get Yer Ya Ya's Out! en los primeros años de mi vida, cuando vivíamos en un pequeño departamento y mi papá leía el periódico en la sala cada domingo. Vagamente te recordaba saltando, vestido todo de blanco y sosteniendo un par de guitarras eléctricas, en la portada de ese álbum. Un burro estaba detrás de ti. Cargaba algunas piezas de la batería y otra guitarra eléctrica. Los dos estaban en una especie de carretera abandonada. La fotografía me intrigaba y me hacía pensar en los extraños caminos a través de los cuales podía llevarme el rock n' roll.  

Mi papá encendía una tornamesa Stromberg Carlson y escuchaba ese álbum más o menos cada domingo y yo solía jugar más o menos cada domingo en la sala de ese pequeño departamento, de tal modo que asocié esa comodidad y esa felicidad –libre de cuestionamientos y de prejuicios–, con las canciones de Los Stones. Ahora, mientras escribo estas líneas, soy consciente de que los beats de tus canciones me acompañaron en varios rituales de la infancia. 

Mientras experimentaba esta especie de shot intravenoso de opiáceos, me encontraba en otra sala y tenía trece años de edad. Después de haber vivido varios años en el quinto piso de un departamento, nos acabábamos de mudar a nuestra casa propia. Varias cosas habían cambiado. Mi papá, por ejemplo, ya no escuchaba Get Yer Ya Ya's Out! cada domingo. Entonces tenía una extraña fiebre por Miami Sound Machine, por Santana y por Charly García (o así lo recuerdo), y usaba un reproductor de discos compactos. Yo tenía un par de semanas en la preparatoria.  

Sin embargo, la sensación provocada por la música fue tan poderosa que, en cuanto el inconfundible redoble de tus tarolas abrió la canción, algunas imágenes de mi infancia se precipitaron en mi cabeza. Llegaron intempestivamente, en forma de avalancha. De nueva cuenta, Los Stones emergían de un dispositivo electrónico –en este caso, de un viejo televisor– y como parte de un ritual altamente emocional, remontándome, instantáneamente, a la comodidad y a la felicidad de otros tiempos. 

Mick, Keith, Roonie y tú eran unos gigantes en blanco y negro, con matices en sepia y en gris, en la pantalla. Una armónica acompañaba a tus tarolas, y también lo hacían los riffs de la Telecaster y las líneas del bajo de Richards y de Wood. Jagger cantaba “Your love is strong”, mientras tus colegas recorrían la Ciudad de Nueva York haciendo alarde de las habilidades que los catapultaron a la fama a finales de la década de los sesenta. Tú estabas, como siempre, sentado detrás de la batería, en esta ocasión junto a unos gigantescos tanques de agua que formaban parte de la escenografía, sosteniendo las baquetas con ese peculiar estilo de baterista de jazz que te caracterizaba, sonriendo y actuando de un modo parsimonioso, casi meditabundo y relajado, como si quisieras dar el mensaje de que ser quien llevaba el ritmo en Los Rolling Stones era el trabajo más fácil del mundo. 

Algunas mujeres saltaban por las calles y aparecían tomando el sol en las azoteas, o fumando y esquivando el tráfico del epicentro del capitalismo, hasta que todos los integrantes de la banda, ya sin sus instrumentos, se reunían en Central Park.

Fue como si la música, la letra y el video de la canción, se alinearan con todos los asteroides de la galaxia en un momento preciso. Resultó asombroso que la sala de una casa y que un adolescente sentado frente al televisor en la sala de una casa, en una tarde cualquiera, formaran parte de esa coincidencia. En retrospectiva, creo que estos tres elementos –música, letra y video– me enviaban un mensaje similar al que me había enviado la portada de Get Yer Ya Ya's Out! en la infancia, y nos encontrábamos otra vez, pero más viejos, en uno de los extraños destinos a los que nos había llevado uno de los extraños caminos del rock n' roll.  

Todo esto ocurrió a mediados de los noventa –hace muchos, muchos años–, varios meses antes de que todos ustedes vinieran por única ocasión a dar algunos conciertos a México, y, sin embargo, lo recuerdo como si hubiera ocurrido esta misma mañana porque es la forma en la que mi mente está tratando de decirme que no he logrado asimilar que Los Rolling Stones son historia, Charlie.

domingo, agosto 15, 2021

Las tierras arrasadas de Emiliano Monge



Alrededor de una tensa historia de amor entre una mujer sorda y un hombre infeliz que quieren huir de las hostilidades de su pasado, Emiliano Monge desarrolla esta novela que se mete en las vidas de los migrantes que intentan cruzar la frontera sur de México en busca del sueño americano, pero que, en el trayecto, quedan atrapados en una red de trata de esclavos y son sometidos a la crueldad de personajes despiadados y codiciosos que lidian con la muerte cotidianamente y que forman parte de un negocio del que no hay escapatoria. 

La narrativa es poco convencional y de largo aliento, y oscila entre la prosa poética y el lenguaje coloquial que transmite la desesperanza y la resignación de los efímeros habitantes de las tierras arrasadas. 

viernes, agosto 06, 2021

Completando viaje



Por segunda vez en la semana he venido a la universidad. En los últimos dos meses he venido más veces que todas las veces que vine en los primeros 3 ó 4 meses de la pandemia. Hace una semana, por ejemplo, vine a recoger un vale y a firmar unos papeles, y apenas este miércoles vine a firmar otros papeles y a recoger el comprobante de un equipo de importación. El miércoles estuve más tiempo en la entrada, intentando convencer a los vigilantes de que había solicitado mi acceso –uno tiene que llenar un formulario en Internet y esperar a que el responsable del área confirme el acceso por correo electrónico y yo tenía el comprobante del correo de mi solicitud, pero no la había enviado al área correspondiente–, que en la universidad. Casi siempre es igual: me tardo más en entrar que en salir. 

Hoy vine a sacar un equipo de importación que llegó a principios de mayo y que se llevarán a Querétaro dentro de unos días. Después de registrarme en la entrada, pasé a una oficina en la que verificaron mi solicitud; luego, me abrieron la puerta del laboratorio donde estaba el equipo y allí subí la caja en la que estaba guardado –es del tamaño de un minibar y pesa alrededor de 20 kilos– al diablito que traje desde la casa, e hice malabares para que la caja quedara bien sujeta a una cuerda en el diablito, y luego trasladé todo con cuidado de regreso a la entrada –tuve que bajar unos escalones y esquivar unos charcos de lodo– y allí los vigilantes cotejaron los datos del vale de salida y firmé los documentos correspondientes. Me tardé menos de diez minutos en hacer todo esto.
 
Cuando estoy afuera de la universidad, hace mucho sol –el tiempo cambia abruptamente en Lerma– y apoyo el diablito contra un poste de luz y me quito la chamarra que traigo puesta y luego pido un Uber desde el teléfono. El miércoles pedí otro Uber y llegó a recogerme a la universidad en menos de cinco minutos, así que no creo que deba preocuparme. Sin embargo, en esta ocasión, a los pocos segundos de haber solicitado el servicio, aparece en la aplicación que el conductor que ha decidido darme el servicio está completando un viaje y que se encuentra a 25 minutos de distancia. Esto no me gusta para nada. La experiencia que tengo con esta aplicación es que a veces los conductores no sólo te tienen esperando varios minutos porque toman tu viaje cuando están completando otro viaje, sino que algunos de ellos te cancelan el viaje después de haberte tenido esperándolos un buen rato. Me parece mal que tomen un viaje mientras están completando otro y me parece peor que se comprometan a hacerlo ¡cuando están a casi 30 minutos de distancia!, para que, al final, sólo dispongan de tu tiempo y te cancelen, pero ni siquiera sé conducir y tengo que aguantarme. 

El conductor de Uber me envía un mensaje preguntándome si pagaré con efectivo o con tarjeta de débito. Le contesto que pagaré con tarjeta, y en ese preciso momento me llegan al teléfono varias notificaciones de correos electrónicos y de mensajes por Whatsapp que debo contestar. 

Cuando termino de contestar todo lo que debo contestar, ya han transcurrido cinco minutos desde que pedí el viaje. Reviso el estatus en mi teléfono. El conductor no contestó mi mensaje y el mapa de la aplicación de Uber muestra que el vehículo continúa en el mismo sitio en el que se encontraba hace cinco minutos: el conductor no se ha movido un solo centímetro. Le marco por teléfono para preguntarle qué pasa. No responde. Insisto un par de veces más, y él sigue sin contestar. Le pido que cancele el viaje, sabiendo que continuará ignorándome.

Maldigo mi suerte y maldigo al conductor. Quisiera ser más positivo, pero he tenido más experiencias negativas que positivas con los conductores de Uber y de taxis. Por si fuera poco, repentinamente se ha nublado y parece que lloverá en cualquier momento. Podría caer una tormenta y poner en riesgo el estado del equipo. A esta racha de eventos desafortunados se suma un repentino calambre en el estómago. También reparo en que me siento terriblemente cansado y en que tengo hambre. Me desperté a las 3 de la mañana a ver un juego de futbol por televisión –la selección de futbol varonil ganó la medalla de bronce de los Juegos Olímpicos– y cuando acabó el partido traté de dormirme otro rato pero estuve alrededor de una hora y media sin poderme dormir (pensando, entre otras cosas, en lo fácil que sería trasladar el equipo desde la universidad hasta cualquier parte, si supiera conducir y si tuviera un automóvil) y luego dieron las seis y media de la mañana y me levanté a correr cuarenta minutos y luego me bañé y me vestí y tuve una reunión por Zoom a las ocho y media de la mañana y apenas me dio tiempo para desayunar antes de salir de la casa. 

Cancelo el viaje y solicito otro servicio. Me da lo mismo la advertencia de Uber diciéndome que me cobrará una comisión. Es inaudito, pero ya tendré tiempo para levantar una queja. 

A los pocos minutos, cuando el viento sopla muy fuerte y la lluvia parece inminente y he tenido que volverme a poner la chamarra, otro conductor toma el viaje y la aplicación dice que él se encuentra a cuatro minutos de distancia. Casi al mismo tiempo en el que veo la luz al final del túnel, el calambre que sentía en el estómago regresa con una feroz intensidad. Tengo algunas semanas tomando medicamentos que ocasionalmente me hacen sentir más mal que de costumbre, y no podía ser más oportuna esta molestia, pero hago acopio de paciencia y escarbo en mi cabeza en busca de pensamientos positivos: quiero creer que este conductor sí llegará a tiempo.