lunes, octubre 22, 2012

And All That Could Have Been


Ella está tumbada en el lodo, en posición fetal, a unos metros de mí. 
Está aturdida y se cubre las orejas con las manos, como si no quisiera escuchar nada.

Tengo la impresión de que estamos en una guerra y que acabamos de presenciar un ataque aéreo. Miro alrededor. Nos refugiamos debajo de un puente ruinoso.

Sin salir del puente, me asomo por un resquicio. 

A lo lejos, detrás de unos edificios en ruinas, distingo el horizonte.  

Atardece.

El sol arde en el cielo con un color rojizo y sangriento. 
El viento sopla fuertemente. Me eriza la piel y zumba en mis oídos. 

De algún lado, proviene el sonido de una canción. 
El sonido cada vez se hace más fuerte, como si la fuente de sonido se acercara a nosotros.

Comienzo a identificar la canción. 

No es una canción de Edith Piaf, como en la escena de Rescatando al soldado Ryan, cuando el escuadrón de Tom Hanks se alista en las ruinas de una ciudad francesa para emboscar a los nazis.

En mi sueño, se trata de And All That Could Have Been.

Tengo la impresión de que he escuchado tantas veces la canción que ya no la soporto.
(En la realidad, es una de las canciones que más escucho y que más me gustan.)

Volteo a mirarla. 
Ella se ve tan vulnerable que tampoco la soporto. 
Ella es igual a mí, pero tiene rasgos de mujer. 


jueves, julio 19, 2012

Los lunes siempre han sido decadentes


Aborrezco los lunes, porque siempre han sido decadentes. 

Cuando estaba en la primaria, odiaba los lunes porque me daba pánico relacionarme con otros niños -normalmente tenían más confianza en sí mismos que la que yo tenía- y porque además mi maestra me inspiraba miedo. Ella tenía una formación militar -o eso decían algunas mamás-, siempre nos estaba regañando por tonterías y no nos dejaba ir al baño. 

Cuando estaba en la secundaria, odiaba los lunes porque yo sólo era un niñito que llegaba de una escuela privada y no sabía defenderme de los bravucones, pero, sobre todo, odiaba los lunes porque tenía que cantar el himno de las escuelas secundarias técnicas a todo pulmón, en la ceremonia de honores a la bandera. 

Odiaba los lunes porque anunciaban el comienzo de rutinas horrendas. 


Durante la preparatoria no aborrecí tanto los lunes, pero siguieron siendo decadentes. 

Entraba a clases a las 9 de la mañana. La maestra nunca llegaba a dar clase y entonces me iba a jugar futbol soccer con mis compañeros. 

Jugábamos todo el día. Nos saltábamos la mayoría de las clases, y a veces me sentía culpable. Jugábamos tantas horas que dejaba de ser divertido. 

Jugábamos tantas horas que incluso buscábamos lugares abandonados o estacionamientos llenos de automóviles para hacerlo menos rutinario. 

Aún ahora sueño de vez en cuando que estoy con mis compañeros de la preparatoria jugando futbol en lugares insólitos.  


Cuando entré a la Universidad, aborrecía los lunes porque tenía clase a las 7 de la mañana y tenía que levantarme de la cama casi 3 horas antes para llegar a tiempo. 

Mi profesor era una vaca sagrada y él sólo llegaba a dormitar y a contarnos anécdotas; o nos ponía a leer uno de los aburridos libros que él mismo había escrito.  

Ahora que estoy por terminar el doctorado, aborrezco los lunes más que nunca. Todos los lunes -incluso los días de asueto y de vacaciones- tenemos un seminario de avances maratónico. Empieza a la hora de la comida y termina alrededor de las 8 de la noche. 

Al principio, me gustaba el seminario. Siempre había algo que aprender y era una oportunidad para desarrollar experimentos y comprender los proyectos de mis compañeros.

Sin embargo, la mayoría de esos compañeros acabaron su ciclo en el laboratorio y quedaron otros compañeros que faltan constantemente o que llegan al mediodía a trabajar y que casi nunca tienen datos nuevos de sus proyectos. 

Mi tutor enfurece cada vez que hay seminario y el resto de la semana nos trata a todos por igual. No puedo evitar compararlo con mi maestra de la primaria ni con los bravucones de la secundaria.

Odio los lunes, odio los lunes, odio los lunes.

Cosas que se aprenden



Alfonso bebía, sentado cómodamente en la acera. "Está un poco caliente", murmuró, y me pasó la botella. Entonces le di un trago y me percaté no sólo de que la cerveza estaba caliente sino de que sabía muy amarga. Elías notó mi reacción. "¿Esperabas que supiera dulcecita?", se burló. Él era más grande que nosotros. Supuestamente sólo tenía 21 años, pero se veía mucho mayor para alguien que estudiaba la preparatoria.

"¡Dame eso!", exclamó, y me arrebató la botella. Le dio un largo sorbo y, al terminar, eructó placenteramente. "Eres todo un experto", le dijo Alfonso. 

Mientras algunas personas pasaban a nuestro alrededor, yo buscaba a Tania, la profesora de Geografía que nos había llevado al Tepozteco. Estábamos en una excursión que Tania hacía una vez al año con todos los grupos de sexto a los que impartía clases. Yo estaba un poco asustado ante la idea de que ella nos descubriera y nos acusara con nuestros padres.



"Si quieren sentir pronto los efectos, será mejor que beban deprisa", nos aconsejó Elías. Entonces Alfonso tomó la botella y le dio una largo sorbo. Después yo hice lo mismo, y me sorprendió el hecho de que la cerveza no me supiera tan mal como la primera vez. 

"¿Verdad que está rica?", me preguntó Elías. Alcé los hombros, y le pasé la botella.
Así estuvimos durante casi 10 minutos, pasándonos la botella y bebiendo, hasta que nos acabamos casi dos litros de cerveza entre los tres.

El viento soplaba agradablemente. Hacía calor. Alfonso quiso ponerse de pie y no pudo. Después, comenzó a hablar. Arrastraba las palabras, de manera muy cómica. Me causó mucha risa y quise burlarme de él, pero guardé silencio en cuanto quise articular una oración y noté que yo también arrastraba las palabras. Elías se carcajeó. "Ya se les subió, muchachos... ¿Nos echamos otra, o qué?", preguntó. Él se veía impecable.


Me sentía tan mareado que dije que no, y Elías contestó que estaba bien. Alfonso sí quiso continuar bebiendo. Entonces los dos volvieron a meterse a la tiendita, y me quedé sentado en la acera. Comencé a sentirme un poco ansioso, temiendo que Tania apareciera de repente. Tuve el presentimiento de que ella notaría pronto que no estábamos en el grupo. 
Alfonso y Elías tardaban demasiado. "Esto va a acabar mal", pensaba en mi ebriedad y comencé a asociar ideas que no tenían relación entre sí. Entonces me acordé de un cuento que había leído hacía no mucho tiempo. El cuento se trataba de tres adolescentes que pretendían hacerse pasar por rebeldes, al estilo de James Dean. Se titulaba Greasy Lake y el autor era T. Coraghessan Boyle.

Poco tiempo después, Alfonso y Elías regresaron con otra cerveza y se sentaron a mi lado. Bebieron rápidamente, y volvieron a ofrecerme cerveza. Acepté y le di dos tragos a la botella. Después, con los ojos vidriosos y arrastrando las palabras, Elías tuvo una ocurrencia. ¿Por qué no nos vamos sin pagar? 


Me pareció muy mala su idea, pero eso hicimos. Nadie nos descubrió, y yo sigo bebiendo gratis cada vez que puedo.  

lunes, abril 02, 2012

Voy a dejar de ver futbol soccer


Probablemente la primera vez que vi un partido de futbol por televisión, lo aborrecí. Cuando era niño, interrumpían las caricaturas para transmitir algunos juegos del Real Madrid entre semana. Aunque Hugo Sánchez estaba en su mejor momento y era una de las estrellas de ese equipo, yo prefería ver a Los Thundercats


Años más tarde me interesé un poco en el futbol, porque mi papá y mis primos veían algunos partidos en la casa. Ellos llegaban a ver alguno de los partidos del domingo. Cuando jugaban Guadalajara y América, tal vez (sólo tal vez) para llevarles la contraria, mi papá apoyaba al América

En el verano de 1990 jugué futbol por primera vez. Hubo un torneo de futbol en la primaria, y lo ganó el equipo donde yo jugaba. Éramos un equipo malísimo, conformado por los chicos que nadie había querido en ningún otro equipo, y yo era el portero.  


Cuando ganamos ese torneo, faltaban unas cuantas semanas para que comenzara el mundial de futbol en Italia, así que había una especie de fiebre por el futbol y era imposible no estar enterado. Por todas partes había anuncios y programas de televisión alusivos al mundial. Recuerdo mucho un programa en el que Fernando Schwartz hablaba sobre la remodelación del Stadio San Paolo de Nápoles. Él y su equipo de trabajo tenían unos días en Italia y se habían metido en el estadio sin permiso. Supuestamente nadie podía ver los cambios que estaba sufriendo el estadio, pero ellos habían logrado infiltrarse y mostraban imágenes de la cancha y de las tribunas. 


Schwartz decía que había un fuerte vínculo entre los napolitanos y la selección Argentina, y que por esa razón la selección Argentina disputaría algunos partidos de la fase de grupos en el Stadio San PaoloMaradona jugaba para el Nápoles y los tifosi lo adoraban. 



El Nápoles había sido un equipo más o menos irrelevante hasta la llegada de Maradona. El año previo al mundial habían ganado su primera Copa UEFA contra un equipo alemán y acaban de ganar el scudetto en la temporada 89-90. 

Algunos periodistas, como Schwartz, estaban convencidos de que los napolitanos apoyarían a la selección Argentina si llegaba a enfrentarse a la selección de Italia en San Paolo, pero estaban equivocados. En las semifinales de ese mundial, Argentina derrotaría en penaltis a los italianos en Nápoles y Maradona sería abucheado continuamente por la afición. 


Un sábado por la mañana, mi papá y yo nos quedamos solos en la casa, y él encendió el televisor. La selección de Brasil y la selección de Argentina iban a disputar un partido de octavos de final del mundial de Italia '90. Jugarían en el Stadio Delle Alpi, en Turín, la casa de la Juventus en la Serie A. 

Todos los estadios de ese mundial eran espectaculares.




Desde el principio, los brasileños dominaron el juego. Tenían un ataque poderoso y eran veloces. Los argentinos tenían un equipo lento y defensivo y sólo buscaban evitar que Brasil les anotara un gol. Maradona era el talismán de los argentinos, pero no estaba en óptimas condiciones. En la temporada previa de la Serie A, había sufrido muchas lesiones.


Parecía cuestión de minutos para que Brasil anotara un gol, pero Goycochea se salvaba una y otra vez. En el segundo tiempo a Maradona le bastaron un par de minutos para cambiar el rumbo del partido. De la nada, tomó el balón en media cancha y avanzó con él, quitándose a varios jugadores brasileños. Al cruzar la media cancha, un brasileño intentó derribarlo ilegalmente, pero Diego, casi cayéndose, logró darle un pase a Caniggia.


Caniggia quedó solo frente al portero de la selección brasileña, lo esquivó y anotó. 

Fue una jugada vertiginosa, y jamás la olvidaré.  

Mi papá le iba a Brasil. Cuando acabó el partido, él me miró un poco triste y me dijo que era increíble que un solo jugador pudiera hacer que su equipo ganara. No entendí lo que me dijo. Yo sólo sabía que Maradona parecía un jugador de otro planeta y estaba impresionado. Ni siquiera había cumplido diez años. 

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No me he perdido un mundial desde entonces. Vi a la Selección Mexicana perder en penaltis en New Jersey contra Bulgaria, cuando los europeos estaban rendidos. Vi a la Selección perder contra Alemania en Montpellier, después de tener un gol de ventaja durante casi todo el partido. Vi a la Selección perder un partido decadente contra Estados Unidos en Jeonju. Vi a la Selección perder contra Argentina en Leipzig y en Johannesburgo. 

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Cada cuatro años nuestra máxima aspiración es que la Selección califique al mundial y que pase a los cuartos de final, aun cuando en categorías inferiores se han ganado dos Copas Mundiales. 

La Liga es deficiente, está plagada de extranjeros que no son mucho mejores que los futbolistas mexicanos más jóvenes, el máximo goleador no anota más de diez goles por torneo, el equipo campeón rara vez es el que el exhibe el mejor nivel a lo largo del torneo y sin embargo la afición consume todo lo que tenga relación con el futbol.  


Si tuviéramos a alguien como Maradona, lo más probable es que nunca llegaría a jugar un mundial.