domingo, enero 26, 2020

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick


Los viajes interplanetarios son comunes. La Tierra ha sufrido los estragos de un polvo radioactivo que ha extinguido a la mayoría de los animales. Los humanos más afortunados viven en Marte
Los androides conviven con los humanos, haciéndose pasar por humanos. Los animales eléctricos han sustituido a los animales reales y son un objeto tan apreciado por los humanos como lo son los automóviles en nuestro mundo. Los animales reales son escasos, la gente puede consultar sus precios en “el catálogo Sydney”,  adquirirlos por una fortuna y endeudarse por el resto de su vida. 

Algunos de los humanos que se quedaron en La Tierra, son considerados “cabezas huecas” y tienen empleos simples y viven en apartamentos abandonados en los que la basugre se apodera paulatinamente de todo. Lo más cercano que tienen a la espiritualidad y a la religión les es proporcionado por “la caja empática” –un dispositivo a través del cual se fusionan mentalmente con otros humanos que adoran a Wilbur Mercer, el Jesús de su época– y todo lo que sienten está regulado por “un climatizador del estado de ánimo” que forma parte de los electrodomésticos imprescindibles para todo humano. Estos climatizadores fungen como los ansiolíticos de nuestro mundo. 

Otros humanos son cazarrecompensas. 

Los Nexus-6 son los androides más sofisticados. Un grupo de estas unidades cerebrales escapó de Marte y en su huída mató a algunos humanos. Rick Deckard es un cazarecompensas que debe dar con el paradero de algunos Nexus-6 y eliminarlos.

Los Nexus-6 han usurpado algunas funciones humanas y son temidos por la humanidad. 

Son casi idénticos a los humanos, pero los delata su falta de empatía –en la novela, se da por hecho que la empatía es una característica exclusivamente humana*– y cuando son sospechosos de ser andys, deben ser sometidos por los cazarecompensas a algunos tests que evalúan la empatía el test Voigt-Kampff o el test Boneli del arco reflejo cervical– y que miden algunos parámetros fisiológicos que ni los androides son capaces de manipular. 

La trama es entretenida, fácil de seguir, tiene elementos muy interesantes –¿tecnología más inteligente que las manos que la emplean?– e invita a la reflexión –¿qué tan empáticos y humanos somos, realmente?, ¿nos afecta, como especie, la muerte de otro ser vivo?, ¿qué tan superiores y libres somos, en comparación con las máquinas?, ¿los androides, de existir, realmente serían más “fríos” y “calculadores” que nosotros?–, pero el final me decepcionó un poco.

Espero que la película de Ridley Scott me muestre algo que me haya perdido en la novela. 

_________________

*Si Philip K. Dick hubiera conocido las redes sociales y hubiera visto a la humanidad comportarse con “tanta empatía” como lo hace cotidianamente –¿algunos humanos se sacan los ojos por un lugar en un estacionamiento público?, ¿algunos humanos humillan selectiva y sistemáticamente a otros humanos porque no son expertos en Octavio Paz y porque se fijan en “nimiedades” como una palabra mal escrita?, ¿algunos humanos cobran un sueldo, por matar a otros humanos?–, quizá su novela habría adoptado otro enfoque. 

PD. Desde las década de los 60, existen modelos experimentales de empatía. Si te interesa, puedes consultar este artículo en el que se mostró que los roedores exhiben “cierto nivel de empatía” hacia otros roedores que se encontraban en una situación experimental desfavorable:





viernes, enero 24, 2020

Escarnio Irrelevante

Qué ironía.

Este “culto héroe de la retórica”, en una ocasión, sin que nadie lo llamara (¡él no sabía ni mi nombre, ni nunca antes había sabido nada de mí, pero tenía tanta confianza en sí mismo y tanto amor propio que parecía muy convencido de conocerme mejor de lo que me conozco yo mismo!), salió de la nada, para señalarme y para tirarme su rollo pro-feminista en una publicación de FaceBook.

Yo había ido a parar a esa publicación porque alguien que conozco había posteado una noticia sobre una marcha feminista en la que habían corrido a un periodista y yo sólo quería saber –ingenuamente– por qué lo habían corrido con “cierta violencia”. 

Quizá me faltó tacto para preguntarlo, pero nunca quise herir susceptibilidades. 

(Aunque, de vez en cuando –¿una o dos veces al año?, ¿menos veces?–, pierdo el control y me enfrasco en alguna pelea sin sentido con desconocidos en redes sociales, ése no era el caso.) 

Mi punto era que no me parecía coherente que hubieran corrido de la marcha a ese hombre, con “cierto nivel de violencia”, cuando la marcha, precisamente, denunciaba la violencia de la que son víctimas las mujeres.

Nunca puse en duda que la violencia contra las mujeres es algo terrible que debe erradicarse, pero en su chip retórico —¿neocorteza?—, él leyó que sí: que yo estaba en contra de erradicar la violencia que sufren las mujeres y que yo era un representante estándar del machismo. 

Por si fuera poco, empleó un discurso que aborrezco: retórico, moralino, decimonónico, filosófico... 

También quiso evidenciar con su discurso que él tenía un aparato cognitivo superior al mío y que era una mejor persona –¿más consciente, en términos sociales?– que yo. ¿Cómo no aborrecer a esta clase de personas que se aparecen sin que nadie las llame, para dar una lección que nadie les está pidiendo...?

Yo ni siquiera había puesto a discusión el tema: las mujeres han sido oprimidas desde siempre, la violencia que sufren es algo terrible y hay que erradicarla. 

A diferencia de lo que él creía (ya mencioné que estaba convencidísimo de conocerme más de lo que me conozco yo mismo), acepto que no soy una buena persona, pero eso no significa que esté de acuerdo con el hecho de que a las mujeres les ocurran cosas terribles.
Más bien, en general, soy poco considerado con la humanidad*. 

Mi problema fue buscar (estúpidamente) una respuesta. Reconozco que me faltaba contexto –información– para comprender por qué habían corrido a Jenaro Villamil de esa marcha y de esa manera. (No haber estado en una marcha feminista y preguntar por qué se hacen las cosas de cierto modo, ¿me convierte automáticamente en machista?) 
Sólo quería saber qué era lo que no estaba viendo en esa situación, pero como resultado (¿por pendejo?) obtuve un pedantísimo y aburridísimo discurso biopsicosociopoliticocultural.

(¡Qué hueva!)

Ayer, alguien que sigo en twitter le dio Me gusta a este tweet.

(Maldigo la hora en que se me ocurrió distraerme en mi teléfono y encontrarme este tweet. Mejor hubiera continuado leyendo de qué manera Rick Deckard planeaba exterminar a las últimas tres unidades cerebrales Nexus-6, mientras bebía bourbon y se enamoraba de Rachael Rosen. Ya le dediqué al asunto más tiempo del que me hubiera gustado. Espero que, al menos, me sirva de desahogo.) 

Me bastaron unos segundos para leerlo, para darme cuenta de que era un ejemplo más de disonancia cognitiva** y para que todos estos recuerdos sobre los que escribo llegaran a mi mente. 

(El día que este sujeto me “diagnosticó” como machista, fue el 18 de septiembre del 2017.
Si todo esto hubiera ocurrido cualquier otro día, probablemente ni lo recordaría.
Sin embargo, tengo presente la fecha, porque en 24 horas, más o menos, me encontraría en el mismo lugar en el que revisaba mi muro de FaceBook, pero en una situación traumática. 

Lo demás, sí es irrelevante: estaba en el tercer piso del Edificio S, matando el tiempo, revisando mi muro de FaceBook, para lidiar con el hecho de que una estudiante de licenciatura me trataba como egresado de bachillerato y suponía que mi propósito en la vida era abrirle la puerta del laboratorio para que ella fuera a pesar a sus animales de experimentación.) 


En resumen: a juzgar por su tweet y por lo que me tocó compartir con él en FaceBooka él también le encanta el escarnio irrelevante***.

(De hecho, en algún momento de la discusión, cuando él estaba más indignado y convencido de que yo era “un idiota que no respetaba a las mujeres”, le dije que leyera bien lo que yo había escrito y después tuvo que ofrecerme una disculpa y retirarse de la publicación porque yo jamás había escrito eso que él estaba convencido de que yo había escrito.) 

Hay que preguntarse, seriamente, quién dice las cosas y desconfiar de la buena onda.

(¿Cómo tomarlo en serio después de que has descubierto que le gusta aparentar cosas que, evidentemente, no es?, ¿cómo le hacen sus lóbulos frontales para convencerlo de que conoce “de pies a cabeza” a un desconocido, que eso le permite señalarlo y juzgarlo, y al mismo tiempo, quizá, dejarle la impresión de que sus opiniones son deslumbrantes y modernas –lo más inteligente que ha dicho un ser humano–, aun cuando usa un lenguaje decimonónico y rebuscado para comunicarlas...?)

PD. Adornar innecesariamente un mensaje de 140 caracteres, no lo hace más significativo ni más interesante, creo yo.

_____________


*Por “humanidad” me refiero a ese grupo de seres vivos que se considera el mamífero más evolucionado, pero cuyos especímenes pueden sacarse los ojos por un lugar en un estacionamiento público, pueden matar a un árbol para adornar sus casas durante un mes, pueden abandonar a sus mascotas en la calle, etc.

**Casi de manera automática, busco ejemplos de disonancia cognitiva en las redes sociales. De vez en cuando, los uso en mis clases. Creo que éste será el caso. 

***Señalar, en los demás, lo que él cree ver mal en los demás y así quedar como un héroe observador que “piensa diferente”. Todo este asunto es irónico, porque en este tweet, que él publicó –supongo que sin que nadie lo obligara a hacerlo–, él señala como estúpido, con un lenguaje pedantísimo y con un dejo de superioridad académica, justamente lo que él mismo hizo conmigo. (Su lenguaje es tan pedante que es muy probable que, de contar con el conocimiento básico, él diría “Mi musculatura distal no está siendo regulada apropiadamente... Intuyo que se debe a que ciertos axones sensoriales Ia... incluso motoneuronas gamma... no inervan suficientes husos musculares... También intuyo que puede deberse a que ninguno de estos componentes de la musculatura somática hace sinapsis con las interneuronas correctas de la sustancia gris de la médula espinal... En última instancia, tal vez esté dañado el tracto corticoespinal...”, en lugar de decir “Tengo mononeuropatías porque he estado tomando muchos medicamentos...”)

sábado, enero 18, 2020

Borracho


Escucho Borracho por primera vez en mi vida y considero una desgracia no haberlo hecho antes y estoy convencido de que es muy probable que Whiskey For The Holy Ghost se convierta en uno de los álbumes que más escucharé de ahora en adelante, pero no quiero distraerme y desviar mi atención hacia otro tema: lo que en verdad quiero hacer ahora es escribir en este blog una entrada que me sirva como guía para dejar un registro de lo que he aprendido sobre “el control espinal del movimiento”.

Desde las últimas semanas de diciembre he estado consultando información al respecto –imparto un curso de Fisiología de la Conducta– y, desde el jueves por la noche, he estado considerando escribir una entrada sobre este tema, o grabar un video y subirlo a mi canal de YouTube, pero no he tenido mucho tiempo libre para hacerlo.

Ayer, por ejemplo, estuve ocupado todo el día (y fue un día representativo de cualquier otro día de trabajo).

Me desperté a las tres de la mañana –no recuerdo dónde leí que a esa hora los infartos al miocardio tienen la mayor incidencia porque la frecuencia de los latidos del corazón y la presión arterial exhiben una tasa de actividad muy baja, y, en mi caso, despertarme a esa hora es tan frecuente que no sé si debería tomarlo como una premonición– y ya no pude volverme a dormir.

Me puse a leer ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? y, dos horas después, me levanté de la cama, me bañé, me vestí y desayuné.

Salí de la casa antes de las ocho de la mañana.

Tuve dos juntas desde las ocho y media –una en español y “en persona”, con colegas de UAM Xochimilco, de UAM Lerma y del Instituto de Neurobiología; y otra en inglés y vía Skype, con una investigadora (¿alemana, austriaca, suiza?) que se conectó desde Suiza– en el Edificio P de la universidad.

A las once de la mañana, recogí el comprobante de mi coeficiente de participación de una clase de Neurofarmacología y Adicción que impartí el trimestre pasado y también recogí una constancia de un curso de SAKAI que tomé hace unos meses.

Alrededor de las 11: 40, volví al cubículo con los colegas de Xochimilco y de JuriquillaEstuve contándoles sobre los rumores que he escuchado en los pasillos de la universidad relacionados con la inminente huelga que estallará el 1 de febrero por la madrugada. Según algunos rumores –esparcidos entre los alumnos por algunos profesores extremistas–, la huelga es un hecho y durará alrededor de cinco meses, porque el Situam quiere “romper el récord” de la huelga del año pasado.

Mis colegas estuvieron preguntándome cómo se vive en Lerma y a mí sólo se me ocurrió contarles las cosas negativas. En una próxima ocasión, intentaré enfocarme en los aspectos positivos de vivir aquí.

Hasta las 13: 45, estuve arreglando algunos detalles con ellos: revisamos en qué condiciones se encuentra una cámara de Interacción Social que emplearemos con ratones C57BL/J6, revisamos cuál es el número de lote de un mimético viral que usaremos para inducir activación inmune materna en ratonas de la misma cepa y al final le pedimos prestado un frasco de pentobarbital a la Jefa de Departamento para unos experimentos que se realizarán la semana próxima.

Entre las 13: 50 y las 13: 55, me quedé solo en el cubículo y me comí un sándwich de pechuga de pavo, a toda prisa. Desde la mañana, ya había estado comiendo semillas y bebiendo té, pero, debido a mi condición médica, si permanezco en ayuno más de dos horas y luego hablo frente a grupo alrededor de dos horas, comienzo a carraspear, a ponerme ansioso y a tener dificultades para hablar y para respirar. 

Luego le di un largo sorbo al té de frutas que llevaba en un termo que me regaló mi cuñada en Navidad y le di una rápida vista a la presentación de Power Point que había preparado para mi clase de las dos de la tarde –generalmente, le doy un repaso a las clases, antes de ir al aula, pero los viernes, debido a las juntas y reuniones académicas que tengo, me resulta casi imposible– y a las dos en punto salí al Aula A-5 a dar clase de Procedimientos Estandarizados en Ciencias Biomédicas.

Cuando llegué al aula, los alumnos estaban exhaustos y aburridos –me dijeron que habían tenido horas libres desde las 11: 30 y que habían llegado desde las ocho de la mañana–, y yo mismo estaba exhausto (y aburrido), pero di mi clase hasta las 15: 30, tal y como debía ser*.

Volví al cubículo a trabajar. Quería terminar de una buena vez, al menos uno de los artículos que empecé a escribir. También quería preparar mi clase del próximo martes y dejar lista una presentación para una plática que daré el próximo miércoles en UAM-Iztapalapa, pero estaba rendido y sólo pude leer algunas cosas.

Salí de la universidad a las 18: 30.

En el camino, me encontré a un colega y me dio un aventón en su Audi plateado y me dijo que le interesaba colaborar con mi jefe y me contó su idea y nos despedimos cinco minutos después y nos deseamos buen fin de semana.

En el recorrido usual de vuelta a la casa, me resistí a quedarme dormido, mientras escuchaba algunas canciones de Nirvana que últimamente he soñado que toco en algún homenaje en el que no soy bien recibido.

Llegué a la casa a comer y me la pasé platicando con mi esposa sobre la forma en la que las células rítmicas de las interneuronas espinales que responden a Glutamato se regulan a sí mismas para generar movimientos, y también le hablé sobre mi intención de dejar este tipo de información registrada en algún medio digital.

Luego me puse a leer sobre el siguiente tema del curso y me sentí cansado y me puse a leer un rato a Marcel Proust y después me acosté y me quedé dormido.

He reflexionado sobre esta información en tantas ocasiones y he pensado cómo explicarla tantas veces de distintas formas que puedo hablar del tema ampliamente.  

Dentro de unos meses, no dominaré el tema y me sentiré frustrado. 

lunes, enero 06, 2020

Los Desesperados de Joselo Rangel


Después de un libro de cuentos –One Hit Wonder (2015)–, Los Desesperados (2018) es la primera novela de Joselo Rangel.

En esta novela, Joselo desarrolla una historia de rock, de amor y de extraterrestres, basándose en las vicisitudes que enfrentan dos bandas mexicanas de rock independiente –Los Desesperados y Los Chicle Bomba– mientras pasan de tocar para un puñado de fieles admiradores a firmar un contrato con una disquera internacional, a grabar un disco en un sofisticado estudio de grabación, a abrir un concierto a The Libertines, a dar giras por todo el mundo, a experimentar los excesos del rock n' roll –el consumo de una droga ficticia lleva a uno de los músicos a interactuar con su álter ego, encarnado en El Principito del rock latino– y a tocar en festivales importantes. 

La historia está narrada de un modo fluido y ameno –no es indispensable leer una y otra vez la misma página para captar el mensaje– y aborda temas en los que Joselo –¿alguien se atrevería a cuestionar que es una voz autorizada para hablar del rock mexicano y de la música contemporánea?– es experto


Todos los personajes, directa o indirectamente, viven en el mundo de la música y tienen elementos que los hacen interesantes por sí mismos, pero Joselo los dota de una fuerza vital* que les permitiría continuar por su propia cuenta en otros relatos.

¿Es probable que estos personajes hayan adoptado características de otros músicos de la vida real con los que Joselo ha compartido giras... o fiestas?, ¿es probable que algunos eventos de Los Desesperados se hayan llevado a cabo en la vida real, más o menos de la misma forma en la que están narrados en la novela...?

Supongo que sí. 

Si no lo es, prefiero pensar que así fue y que Joselo se basó, principalmente, en sus propias experiencias con otros músicos –vividas a lo largo de más de treinta años de trayectoria–, para contarnos esta historia. 

(Considero una pérdida de tiempo leer textos sobre temas que el escritor no conoce realmente y considero un fastidio cuando un autor –omitiendo su falta de imaginación para crear a partir de lo que tiene a su alcance– anuncia que viajará a algún sitio exótico –¿Las Vegas, Jaipur, Ruanda...?— para “inspirarse” a escribir “una gran novela”. Uno debería escribir por necesidad, sobre las experiencias que le ocurren; no debería buscar a priori experiencias “extrañas” y escribir sobre ellas para cumplir con cierto número de novelas publicadas al año.)


La novela tiene algunos pasajes en los que Joselo “acomoda las cosas” para profundizar en anécdotas relacionadas con el mundo del rock n' roll –tal vez las conoce de primera mano–, tales como: cuáles son los detalles que hacen especial a la White Falcon de Neil Young, por qué es tan singular una Chet Atkins, por qué no son tan populares los bajos Music Man, cuáles son los pedales de guitarra que usa Johnny Greenwood... cuál es el verdadero talento de un secre de batería en comparación con un huesero... cuál es la verdadera motivación de un frontman de una banda de rock supuestamente subversiva... cómo llega un periodista de rock –tirando mala onda y aprovechando sus influencias– a convertirse en el periodista de rock nacional...

Aunque la novela tiene algunos tintes trágicos –por ejemplo, la muerte de una estrella pop “más rockera que los rockeros”–, en general, es divertida y cómica. 

La recomiendo ampliamente, incluso a quienes no les gusta Café Tacuba.
(También cabe la posibilidad de que un fan from hell** de Café Tacuba, se sienta indignado al terminar de leer Los Desesperados.)



P. D. Yo también creo que al rock mexicano, le hace falta un muertito.

___________

*No sé me ocurre otro término. 
**Debes leer Los Desesperados para entender el chiste.

miércoles, enero 01, 2020

2020


Faltan cinco minutos para que acabe la década. 

Acabo de sentarme en la cama y acabo de encender el televisor y de ponerlo en un canal de televisión abierta. Casi no veo la televisión –incluso me cuesta trabajo ver 45 minutos de un partido de futbol que supuestamente me interesa y también es difícil que me atrape la serie o la película de Netflix de la que todo internet habla– y, cuando lo hago, tengo la impresión de que me encuentro en un estado vegetativo o de que no tengo imaginación y que estoy tan infernalmente aburrido que he agotado todas las opciones que hay para entretenerme y que simplemente quiero matar el tiempo, pero cada 31 de diciembre hago lo mismo: cuando faltan pocos minutos para la medianoche y para el conteo regresivo que le da la bienvenida al Año Nuevo, enciendo el televisor y pongo un canal de televisión abierta. 

Me gusta tener de ruido de fondo la transmisión del programa de fin de año. Es un hábito –y como tal, es automático y no estoy plenamente consciente de él, hasta que me pongo a pensar en él– y lo llevo a cabo desde que me casé. De algún modo, ahora que lo pienso, me hace recordar las cenas de Año Nuevo de mi infancia. Todas ocurrían en casa de mis abuelos. 

Mis abuelos maternos y mis abuelos paternos vivían en la misma colonia –¡sus casas estaban una al lado de la otra!– y fue inevitable que mis papás se conocieran y que se cayeran mal al inicio y que luego se hicieran novios y que después de muchos años de novios se casaran y que después nos engendraran a mis hermanos y a mí (primero, a mí), y que el último día del año nos llevaran a las casas de los abuelos. Mi mamá se quedaba más tiempo con sus papás y mi papá se quedaba más tiempo con sus papás y nosotros decidíamos con cuáles abuelos pasar más tiempo. Yo me sentía comprometido a pasar el mismo tiempo con los cuatro.  

Era una decisión sencilla, pero difícil de llevar a cabo. No quería aburrirme, pero tampoco quería herir susceptibilidades. 

En la casa de los papás de mi mamá, siempre estaban nuestras primas –mi abuelo incluso les hacía una piñata a mis primas y a mi hermano más pequeño– y no nos aburríamos. 

En cambio, estar en la casa de mis abuelos paternos, era aburrido. Nuestros primos eran mayores que nosotros y casi nunca estaban en la casa –se iban de fiesta con sus amigos– y los adultos hablaban de cosas que no nos involucraban.

El televisor parecía ser el único medio de comunicación que mantenía reunidos a los invitados a la cena. Siempre estaba encendido y lo único que uno podía hacer allí era ver el programa de fin de año. Generalmente la transmisión la hacían desde Times Square algunos conductores de la televisión mexicana que le daban la bienvenida al Año Nuevo y que hablaban de los neoyorquinos que se reunían allá.

(Es curioso cómo, después de más de treinta años, llevo a cabo este ritual inconscientemente para sentirme conectado con mi familia.) 


Conforme voy recordando algunos detalles, algunos eventos se van aclarando en mi cabeza y me hacen sentir nostálgico, mientras continúo escuchando la televisión como ruido de fondo. Sin despegar la mirada del monitor de la MacBook Air, vislumbro a un hombre y a una mujer que visten ropas abrigadas y que parecen estar sentados en unos bancos que están encima de una tarima. Detrás y debajo de ellos, se ve a un puñado de personas de pie. 

La mujer dice que se encuentran en Reforma y que se han congregado alrededor de 80, 000 personas allí, para disfrutar el espectáculo que el Gobierno de la Ciudad de México ha preparado para despedir al 2019 y para darle la bienvenida al 2020. Mientras ella dice todo esto, me pongo a pensar en algunos comentarios que he estado leyendo a largo del día en twitter

Hay un gran porcentaje de usuarios que insisten que la década del 2010 comenzó en el 2011 y que termina en el 2021. Algunos “argumentan” que eso dice la RAE y otros sugieren que “seamos precavidos y que no caigamos en el engaño de que hoy termina la década del 2010”. 

(Personalmente, prefiero creerle a Juan Villoro, a Billy Corgan, a Dylan Carlson y desconfiar de Rodolfo Landeros.) 

No entiendo a quienes se confunden con este asunto. ¿Acaso no les queda claro que la década de los noventa comenzó el 1 de enero de 1990 y que acabó el 31 de diciembre de 1999?, ¿acaso no les queda claro que los primeros minutos de vida de un recién nacido, forman parte de su primer año de vida...?


Estoy sentado en la cama, junto a mi esposa. 

Ella contesta algunos mensajes de Whatsapp en su teléfono y yo tengo la computadora en las piernas y las siento un poco adormecidas. 

El ruido del televisor se confunde con el ruido del calefactor. 

Los gatos deambulan de un lado a otro en la cama, en busca de un sitio cómodo dónde pasar la noche. La gente que no tiene gatos estereotipa a los gatos como seres diabólicos y malagradecidos que se comerían a sus dueños sin dudarlo. 

Los gatos en realidad son muy especiales. No son transparentes como los perros que lo siguen a uno a todas partes. Creo que los estereotipos de la gente se deben a que dan por sentado que un ser vivo que no usa el mismo lenguaje que nosotros para comunicarse, los va a querer en automático. 

He convivido con gatos desde hace más de diez años. A diferencia de los perros, tienes que ganarte el afecto de los gatos. 

No sé si en este momento podría escribir, de no tener un calefactor en la habitación. 

Cuando hace frío, Gatusso, Yoko y Jackson se acomodan en nuestros pies y se van adueñando de la cama poco a poco. En un momento de la madrugada, parece que ellos son quienes comparten la cama con mi esposa y conmigo.

El tiempo es realmente extremo donde vivimos. Por las mañanas, llegamos a estar bajo cero y hay niebla –cuando amanece, las ventanas están totalmente empañadas–; por las tardes, sube la temperatura –el sol quema–; por las noches, llueve y hace frío. Las rachas de viento son muy fuertes todo el día. 

Frecuentemente leo a mis contactos de Facebook quejándose amargamente de las inclemencias del tiempo en la Ciudad de México y pienso que no soportarían una semana aquí –incluso en primavera, hay una parte del día que se siente como si fuera invierno. 



No sé realmente qué quiero escribir en esta entrada. 

Para encontrar alguna idea que pueda desarrollar y que me lleve a entrar a un estado de trance del que salga cuando ya sea el 2020, me pregunto qué hacía el 31 de diciembre del 2009 y qué estaré haciendo dentro de diez años.

 (¿Cuántas cosas habrán cambiado para entonces?, ¿qué clase de tecnología estará a nuestro alcance?, ¿cuántos animales se habrán extinguido?,  ¿volveré a tener problemas de salud?, ¿dónde viviré?, ¿finalmente ya habré publicado una novela?, ¿volveré a tener problemas de salud?, ¿seré un feliz padre, orgulloso de su descendencia?, ¿habré terminado por convertirme en el padre que le da un dispositivo inteligente a su hijo, o que lo tiene enajenado frente al televisor?, ¿volveré a tener problemas de salud?, ¿dónde viviré?, ¿finalmente ya habré publicado una novela?, ¿volveré a tener problemas de salud?, ¿habré encontrado un trabajo estable?) 

Me encuentro pensando en estas cosas, cuando intento recordar qué hice el último día de la primera década del 2000.

(Definitivamente, debería escribir más a detalle sobre la primera década del Siglo XXI, porque, para mí, ahora que lo pienso, la primera mitad fue muy distinta a la segunda mitad; fue, como dicen por ahí, sin mucha imaginación, una década “parteaguas”).



Tras realizar un pequeño esfuerzo, creo que me la pasé viendo DVDs de Two And A Half Men en compañía de mi esposa y creo que cenamos hamburguesas y papas fritas que compramos en un negocio que había por el edificio en el que vivíamos. 

(El lugar se llamaba algo así como “El Buen Sazón de Sonora” y la comida era de muy buena calidad, pero los meseros resultaron ser unos codiciosos hijos de la chingada –exigían una tarifa de propina– y eventualmente dejamos de comprar comida allí.) 

Ese Año Nuevo, teníamos dos o tres meses viviendo en un departamento en Xola, Gatusso tenía dos meses con nosotros, yo impartía clases en la Facultad de Psicología de la UNAM como profesor de asignatura interino –el nivel más bajo posible–, sólo tenía un par de publicaciones como colaborador, no tenía tiempo para escribir en este blog –ni para leer literatura no relacionada con mi proyecto de investigación– y aun disfrutaba mi vida como estudiante de posgrado. 



Luego, pienso en retrospectiva. 

Esta década, viví cosas asombrosas: me casé con una mujer extraordinaria –¡es increíble que tengamos más de diez años pagando rentas y haciéndonos cargo de los gastos de la casa (incluyendo la manutención de tres gatos), sin dedicarnos a ninguna actividad redituable (¿informática, contaduría, venta de automóviles, venta de comida?) y sin haber sido beneficiados laboralmente por algún contacto!–, ingresé al posgrado y obtuve el grado de doctor –en mi primera solicitud de ingreso al SNI, me dieron el nombramiento de Investigador Nacional Nivel I–, me emborraché los últimos fines de semana del último año del posgrado –no pude lidiar con el estrés de otra manera–, publiqué mis primeros artículos como colaborador, como primer autor y como autor corresponsal; tuve un grave problema de salud que me llevó a vivir miserablemente casi dos años –renuncié a todas las cosas que me gustaban, me adherí al tratamiento médico y la situación no mejoró–, pasé por el quirófano –¡me abrieron en canal!– y los medicamentos que estuve tomando me volvieron paranoico, sentimental y ansioso; dejé de fumar –este año, cumpliré cinco años sin fumar–; dejé de tomar alcohol, hasta perder la razón –ocasionalmente, me tomo una cerveza o un whiskey, pero jamás me emborracho–; hemos vivido en tres lugares diferentes...

Luego, pienso en este año que termina.

Fue intenso. 

Empezó muy bien. Conseguí una plaza de profesor visitante –entre la preparación (e impartición) de clases, reuniones académicas, misiones académicas y la administración de un proyecto financiado por CONACYT y que involucra a la UAM-Lerma, a la UAM-Xochimilco, a la UPEAL de la UAM-Xochimilco, al INNN, al INB y al CINVESTAV, casi no tengo tiempo libre– y nos mudamos de ciudad.

A los pocos días de estar en mi nuevo empleo, estalló una huelga. 

Fue irónico. 

La universidad me recibió con una huelga que duró tres meses –y es probable que ocurra otra huelga en febrero del 2020– y que me llevó a la quiebra, a trabajar en casa (como si el dinero fuera irrelevante), a sobrevivir con mis ahorros –por enésima ocasión– y a tener que solicitar algunos préstamos.

La huelga fue dura y me hizo reflexionar sobre varios asuntos.



Lo que he logrado, aunque no lo parezca, no ha sido fácil –mi posgrado no fue, precisamente, un paseo por las nubes y no me titulé haciendo el mínimo esfuerzo– y no he encontrado estabilidad económica, porque mi carrera no es redituable –¿a quién le interesa la docencia y la investigación?, ¡hay quienes ni siquiera las consideran un trabajo!– y porque hay pocas oportunidades de trabajo para personas con mi perfil... y porque, las que hay, son altamente competidas.

No es que no haya encontrado estabilidad económica porque no la haya buscado –ni deseado–, ni porque sea conflictivo, ni porque haya acudido a todas las entrevistas de trabajo que he conseguido, creyéndome superior a mis potenciales jefes y queriendo dejarlos en ridículo.

He tenido que vivir de mis ahorros varias veces porque mi campo de trabajo es incierto –¿no es así, para todos?– y porque no es lucrativo y porque no genera ganancias multimillonarias a corto plazo. 

No soy un despilfarrador, ni gasto más dinero del que tengo –en agosto, salí de vacaciones, ¡después de cinco años!, y, antes de esas vacaciones, ¡tenía otros cinco años, sin salir de vacaciones!– y tampoco todo lo malo que me pasa, se debe a que soy una persona influenciable que no sabe a dónde va a parar su dinero y que se la pasa realizando viajes de placer por todo el país o comiendo en lugares exclusivos y exóticos. 

(Vivir es caro.) 

Sé todas estas cosas y, sin embargo, de nada sirve. 

(Al final, no importa cuántas veces las repita o las escriba: hasta las personas que más quiere uno, piensan de uno lo que se les da la gana... y, casi siempre, lo que se les da la gana pensar es lo peor de uno.) 

Publico esta entrada, cuando se cumplen los primeros segundos del 2020 y espero que sea la mejor década de mi vida y que finalmente encuentre la estabilidad económica que he buscado y que esa estabilidad me permita sentirme protegido para formar mi propia familia (humana) y que me permita olvidarme de las preocupaciones que me han perseguido año tras año y que me han hecho pasar noches de insomnio pensando cómo hacer que mis ahorros –cada vez más escasos–, rindan cada vez más.