martes, diciembre 29, 2020
Vida y música de Alejandro Marcovich
domingo, diciembre 20, 2020
20 de diciembre del 2020
jueves, diciembre 17, 2020
Compulsivo
miércoles, noviembre 25, 2020
Adiós, Diego
viernes, noviembre 20, 2020
Somos la basura en el aire
Esta semana, una serie de extrañas asociaciones me llevaron a pensar en Suede.
miércoles, noviembre 18, 2020
18 de noviembre de 1993
Lo más probable es que el 18 de noviembre de 1993 haya sido como cualquier otro jueves de los últimos meses del tercer año de la secundaria: debí de levantarme sin la necesidad de escuchar ninguna alarma, entre las seis y las seis media de la mañana; debí de vislumbrar las cuatro larguísimas horas de tortura del taller de dibujo técnico industrial que me esperaban en la escuela, después del receso; debí de imaginar que antes de esas horas de pesadilla –en verdad detestaba la rutina de ese taller, con todo mi corazón–, al menos tendría la oportunidad de ver, a la distancia, a la altísima chica de cabellera rizada y de brackets que me volvía loco, y también debí de fantasear con un encuentro en el que finalmente me atrevía a hablarle y a decirle cuánto me interesaba...
Lo más probable es que ese jueves 18 de noviembre de 1993, la voz de Héctor Martínez Serrano debió de confundirse varias veces con el sonido del agua caliente de la regadera que caía sobre mi cabeza, mientras iba despertando y asimilando la realidad.
Lo más probable es que, en algún momento, ese programa de radio, que siempre escuchaba mi mamá por las mañanas, debió de ser interrumpido por la canción del comercial de la Cajeta Coronado que siempre sonaba en la mayoría de las pausas comerciales... y que aun hasta hoy me basta escuchar durante unos segundos para recordar vívidamente esas mañanas.
No estoy seguro, pero quizá, mientras me ponía el uniforme y sentía aversión hacia la secundaria, el comercial debió de hacerme pensar en los convencionalismos, y en particular hacia ese convencionalismo absurdo del uniforme, y debió de hacer que me preguntara si ese convencionalismo, junto con el convencionalismo absurdo de traer el cabello corto –casi estilo militar– y los lustrosos zapatos negros, de algún modo, repercutirían en mi vida adulta y me convertirían en “una persona de bien”.
Ese jueves 18 de noviembre, unos minutos más tarde, aun con la voz de Martínez Serrano y el esporádico jingle de Cajeta Coronado de fondo, debí de desayunar huevos con jamón o con salchichas, o hot cakes, o un sándwich, y un licuado de fresa o de plátano, mientras suspiraba pensando en mi amor platónico de rizos y de brackets, y las canciones de amor de John Secada –que estaban de moda y que también sonaban con frecuencia en otras estaciones de radio– revoloteaban en mi corteza auditiva y hacían que mi corazón latiera como una máquina de vapor precipitándose a toda velocidad a un despeñadero.
Tras intentar infructuosamente ignorar mi reflejo de estudiante genérico de secundaria en el espejo del baño, mirándome de reojo, debí de cepillarme los dientes, y alrededor de las seis cuarenta y cinco, mi papá, mi hermano y yo debimos de salir de la casa en el Jetta rojo.
En el corto trayecto de la casa hacia la escuela, debí de sentir el nudo en el estómago que siempre sentía –parecía que el licuado de fresa o de plátano se precipitaba hacia mi garganta y que terminaría devolviendo el estómago– y que se intensificaba cuando estaba en la entrada de la escuela y presentía que el prefecto no me dejaría ingresar porque él juzgaría que traía el cabello largo o que mi uniforme y mi aspecto no eran suficientemente impecables.
(Ese sujeto tenía un juicio muy cuestionable. Bastaba que fingieras ser su amigo, para que te dejara ingresar a la escuela, incluso con tennis negros y cortes de cabello modernos –Vanilla Ice era moderno entonces–, y, ahora, mientras escribo esto a toda prisa para no perder el impulso, recuerdo incluso que él mismo traía una ridícula coleta, y también me pregunto qué tan solo y frustrado se sentía como para estar interesado en la amistad de un montón de adolescentes idiotas.)
Ese 18 de diciembre, minutos antes de las siete de la mañana, debí formarme en la fila de mi grupo y esperar a que el director de la escuela saliera a escena y nos dijera alguna frase motivacional para alentarnos a ser responsables y a conducirnos con el compromiso que implicaba ser el futuro de México –así como, estúpidamente, varias décadas más tarde, hago yo con mis alumnos de licenciatura, cuando creo que la situación lo amerita–, y yo debí de cerrar los párpados y vislumbrar la salida de la secundaria, y debí de pensar que en el camino de vuelta a la casa me pondría los audífonos y que le daría play al walkman y que escucharía por enésima ocasión Dangerous de Michael Jackson, mientras continuaba sin creer del todo que hacía apenas unas cuantas semanas había asistido a uno de sus conciertos en El Estadio Azteca, y me mentalizaba a pasar toda la tarde realizando alguna tarea sin sentido, sentado frente al televisor de la casa de mis papás, en la sala, junto a mi mamá, procurando enfocarme en aprender, entre los mortecinos resplandores de Rescate 911 y de Misterios Sin Resolver que salpicaban mis cuadernos y libros, y entre las voces de los dobladores de William Shatner y quién sabe de quiénes más.
La rutina de las últimas semanas de 1993 debió de estar caracterizada también por mis peleas interiores y por mis múltiples estados de ánimo adolescentes, frecuentemente tendiendo hacia el malhumor y hacia el dramatismo, resultado de todas esas emociones que aparecían y desaparecían de un momento a otro.
Lo que no es probable es que en ese momento en el que el director nos sermoneaba y yo cerraba los párpados para escapar del patio de la escuela, me encontrara feliz y expectante porque sabía que esa noche Nirvana grabaría el MTV Unplugged In New York.
Ni siquiera sabía de la existencia de esa banda.
De haberlos escuchado, es muy probable que me hubiera sentido tan identificado con su música que la muerte de Kurt Cobain, tan sólo cinco meses más tarde, me hubiera destrozado y que me hubiera dolido como nunca antes nada lo había hecho.
Es probable que hubiera sentido que nadie me comprendía y que hubiera sentido que era el fin del mundo, y es probable que mi dramatismo me hubiera llevado a guardar luto durante varios meses, o incluso a perder el interés por todo... A lo mejor me habría convertido en una persona más resentida de la que soy, o a lo mejor habría sido rebelde y habría dejado la casa de mis papás y me habría empecinado en ser escritor... Quién sabe. Pero sospecho que, de haber conocido a Nirvana a los 12-13 años, no sería la misma persona que soy.
jueves, noviembre 12, 2020
Jimi Hendrix: Empezar de cero
lunes, noviembre 02, 2020
Helada o hirviente
jueves, octubre 22, 2020
La tristeza infinita
martes, octubre 20, 2020
Vuélvete a dormir
domingo, octubre 18, 2020
El dolor del ayuno
El vacío en las entrañas corta la respiración y salgo expulsado del útero de la vida secreta de mis sueños. Todos mis sentidos despiertan abruptamente y tengo la impresión de que debo actuar con cautela, como si tuviera que fingir que soy ese tipo idiota, predecible y transparente que estás convencida de que soy, cuando deseas tener todo lo que yo tengo y cuando estás convencida de que me conoces mejor de lo que yo mismo me conozco, aunque nunca hayamos hablado en verdad más de cinco minutos.
En el borde de la realidad que es mi cama que es una embarcación a la deriva que es un abismo y una fractura quebrándose en la vigilia, abro los párpados que son dos pesadas cortinas de niebla que poco a poco van cediendo como un puente levadizo atacado por un grupo de vándalos de la Edad Media y paulatinamente voy percibiéndome en la cama como un espectro que no puede abandonar su forma humana y que no puede ignorar el vacío en sus entrañas, ni el sabor de la melancolía de una vida secreta en su paladar.
El vacío en las entrañas es aparatoso como la hinchazón en la boca provocada por una extracción de muelas y absorbe y bombea la sangre que restalla en cada uno de los latidos de mi corazón como la fuerza del recuerdo de una vieja herida de guerra que sufrí en otra vida que no puedo recordar. El vacío ilumina mi abdomen como un sol enfermizo y arde en mis corpúsculos de Pacini como si mi piel estuviera siendo chamuscada en un incendio y sufriendo quemaduras de tercer grado. El vacío naufraga en mis vísceras como la cámara de video de una endoscopía y atraviesa todas mis membranas e inunda todos los capilares de todos mis órganos más irrigados. El vacío palpita en mis arterias lánguidas como una cicatriz que es un pez que nada contra la corriente y que quiere salir a la superficie cuando hace mucho frío. El vacío late más o menos en el abdomen y su intensidad es tal que subyuga mi fatiga acumulada de toda la cuarentena y que me obliga a pensar automáticamente en el apetito que debe de sentir un ser inmortal aburrido de su inmortalidad que no se ha alimentado desde que alguno de nuestros antepasados descubrió el fuego.
Logro desasirme temporalmente del encantamiento del vacío en mis entrañas y vislumbro con el rabillo del ojo qué hora dice que es ese reloj digital de mil novecientos noventa y tantos que me ha acompañado por casi todas las habitaciones en las que he dormido casi toda mi vida. El reloj escupe una luz rojiza que es como un sol agonizante que lastima los ojos y que provoca que mis cristalinos tarden algunos segundos en enfocar los números y que mi cerebro tarde algunos segundos en interpretar esos números y en decirle a mi voz interior que son las tres de la mañana y que debo intentar volverme a dormir porque si no lo hago estaré somnoliento todo el día y entonces no podré cumplir con ninguna de las responsabilidades que debo cumplir.
Mis sentidos se concentran en mis globos oculares que parecen un par de vesículas inflamadas a punto de estallar y me pongo a pensar cuántas horas he pasado trabajando frente a la computadora desde que comenzó la cuarentena y calculo vagamente que deben de ser aproximadamente once horas al día y entonces recuerdo que durante algunas semanas incluso tuve problemas de vista cansada y que tuve ciertas dificultades para enfocar la vista en ciertos objetos que se movían con relativa velocidad y que por primera vez reparé en la importancia del sentido de la vista.
El movimiento de mis globos oculares explorando la penumbra de la habitación es interrumpido por el inconfundible sonido de las hormonas que surcan las desastrosas autopistas de mi sistema entérico y la monotonía y la predictibilidad del ritmo de los sonidos que emiten son las campanas que tañen en la catedral de mis necesidades más primitivas y me indican que es hora de levantarme de la cama y que tendré que ir al baño a orinar largamente y que después tendré que alimentar a los gatos y que todas estas ideas que han estado revoloteando en mi cabeza como buitres se irán desvaneciendo como tus huellas en la playa de mi memoria, y que entonces sólo podré darme cuenta de la monotonía de cada despertar abrupto y de la nostalgia de otros amaneceres helados en los que podía ayunar varias horas y beber alcohol a cualquier hora y fumar cualquier cosa a cualquier hora sin sentirme paranoico o nauseabundo o mortalmente ansioso o terriblemente poseído por la asfixia de los jugos gástricos cerrándose en la intersección de mi esófago y de mi garganta como una especie de choque catastrófico que culminará en una crisis de hiperventilación incontrolable.
Finalmente abandono la calidez del cobertor y me dispongo a caminar para saciar mis necesidades animales y luego coloco ambos pies en el confortable tapete que tengo junto a la cama y sin embargo su confortabilidad es vencida por el majestuoso frío de la madrugada que penetra mis huesos como una cubetada de agua fría en una fracción de segundo, y lo intempestivo de la sensación desnuda me hace retirar mis pies de inmediato y reflexionar vagamente en la velocidad de los impulsos nerviosos que tuvieron que viajar desde las plantas de mis pies hasta mi cerebro, involucrando neuronas sensoriales, motoneuronas e interneuronas, para que yo pudiera hacer todo esto a pesar de estar todavía un poco dormido, y la reflexión me hace pensar en la esclerosis múltiple y en la importancia de los oligodendrocitos que proveen de mielina a los axones para que éstos puedan comunicar a varias neuronas que ensamblan un circuito cuyo propósito es encender y mitigar todas estas sensaciones que me despiertan a las tres de la mañana.
Así se siente el dolor del ayuno.
sábado, octubre 03, 2020
Aparecieron todas estas palabras
domingo, septiembre 27, 2020
Cuerpos de Lewy
martes, septiembre 15, 2020
Toda la soledad del centro de La Tierra | Luis Jorge Boone (2019)
Hoy acabé de leer esta novela. La compré por Amazon hace unas semanas. Fernanda Melchor la recomendó en un Facebook Live en el que habló sobre su libro Aquí no es Miami. Al final de la charla, le hice una pregunta relacionada con el momento del día en el que escribe y ella me respondió que prefiere escribir a cierta hora del día.
Ya no recuerdo bien cuál fue la respuesta, pero sí recuerdo que Luis Jorge Boone es su actual pareja y que los dos viven en Puebla, y que ella dijo que Toda la soledad del centro de la tierra es una gran novela. También recuerdo que supuse que las narrativas de ambos podrían tener características en común y que por eso me dio curiosidad leerla.
No sé si se debió a la cantidad de trabajo que tengo y a la cantidad de pendientes que tengo y a la cantidad de ideas que tengo sobre la cantidad de trabajo y sobre la cantidad de pendientes que tengo, pero no disfruté mucho la lectura de Toda la soledad del centro de la tierra.
La leí a lo largo de dos o tres semanas, entre las diversas actividades que tengo. Me costó trabajo no abandonar la lectura. Creo que uno debería leerla de principio a fin, en lugar de leerla a intervalos. Tal vez ésta sea una de las razones por las cuales no me agradó tanto.
Me parece que se requiere dedicarle una mayor concentración a la lectura que la que pude dedicarle, y también me parece que la leeré en otra ocasión con mayor detenimiento y que tendré una impresión más positiva que la que tengo ahora.
Hay algunos pasajes de la novela en los cuales colindan estupendamente la prosa poética y la poesía, y que también describen estupendamente dos o tres escenas violentas que son esenciales en la trama de la novela; sin embargo, en general, me resultó un poco confusa la combinación de poesía y de prosa –incluso hay capítulos nones que sistemáticamente contienen poesía que refuerza o da contexto a los capítulos previos que están escritos en prosa–, aun cuando la historia es original y explota metáforas sobre un juego de la infancia del protagonista y el significado de la muerte para un niño huérfano que vive en un pueblo asolado por la crueldad y la violencia del narcotráfico.
Mis primeras impresiones sobre esta novela son las siguientes: son más importantes las palabras que la historia en sí, se requiere paciencia para visualizar la historia como un todo y también es recomendable tener la mente abierta a una narrativa poco convencional.