martes, diciembre 29, 2020

Vida y música de Alejandro Marcovich

 

Al escribir estas líneas, escucho Alebrije y me resulta casi imposible no enfocarme en los arreglos de las guitarras de Marcovich. También me resulta casi imposible no pensar en cuántas veces he leído o visto entrevistas en las que él habla de su interés por crear “un sonido de guitarra latinoamericana, en el que estén presentes las raíces musicales prehispánicas” (no recuerdo cuáles son los términos precisos que él emplea). 

En estos días acabé de leer su libro, y es difícil no estar influenciado por sus palabras –es probable que existan varios músicos underground que jamás escucharé por falta de tiempo y que quizá también tienen ideas e intereses similares a los de Marcovich y que tal vez han hecho experimentos igual de atrevidos que los suyos, pero que han permanecido bajo la sombra de la música comercial–; sin embargo, las canciones de Alebrije –incluso aquellas que no suenan a “rock” y que no comulgan con mis gustos musicales– no sólo suenan a Marcovich, sino al folclore mexicano, con algunos resabios del folclore argentino.

(Éste no es un gran descubrimiento, pues todo mundo sabe que Marcovich nació en Argentina, que vive en México desde hace varias décadas y que incluso tiene la nacionalidad mexicana. Lo que sí es un descubrimiento para mí, es que él haya continuado en la búsqueda de ese sonido –cuyos primeros indicios, según mi inexperta opinión, los revelaron algunos fragmentos de canciones como “Mariquita” y “Afuera”–, después de haber sido exiliado de Caifanes, a la mala.)  

Mientras escribo estas líneas también recuerdo aquella tarde de agosto de 1995 en la que una prima y yo veíamos televisión, matando las horas de nuestra adolescencia, cuando una periodista anunciaba la separación de Caifanes –mi prima, dos o tres años mayor que yo y con mucho mayor conocimiento de la banda que yo, no lo podía creer, no daba crédito, lo veía como el fin del mundo y se puso a llorar– y no puedo dejar de preguntarme –como estoy seguro que han hecho millones de admiradores de la banda, durante casi treinta años– cuántos álbumes más, igual de geniales que El nervio del volcán –o probablemente superiores a él–, habrían grabado, si Marcovich y Hernández hubieran trabajado algunos años más en conjunto.

Desde la ruptura entre los dos, ninguna de las bandas de Saúl Hernández ha tenido el éxito de Caifanes. (Ni siquiera la más reciente canción en la que colaboraron Diego Herrera y Sabo Romo, y que fue publicada en el sitio oficial de Caifanes hace algunos meses). Ninguna persona cabal –hay algunos admiradores locos que despotrican contra uno u otro en redes sociales y que parece que se creen críticos de rock porque han leído La Mosca– puede negar que la guitarra de Alejandro Marcovich le dio identidad a las canciones de Caifanes, ni que a las extrañas letras de Saúl les falta la guitarra de Alejandro. 

En las más de 300 páginas de Vida y música de Alejandro Marcovich, el autor nos cuenta algunos de los eventos cruciales de su infancia que lo llevaron a interesarse en la música, a adquirir una guitarra y a formar parte de algunas bandas en las que tocaba diversos instrumentos; a mudarse a Puebla con su familia, durante la dictadura militar en Argentina; a viajar, en su adolescencia, desde México a Estados Unidos en autobús para adquirir su primera guitarra Gibson dreadnought; a instalarse en la Ciudad de México, para estudiar en la UAM-Iztapalapa, y luego en la UNAM, mientras su hermano cineasta lo conminaba a formar “una banda de ocasión” que se convertiría años después en Caifanes...

La narrativa es amena y fluida. Contiene información detallada sobre la formación musical de Alejandro Marcovich y también contiene información que no encontrarás en ninguna otra parte sobre la relación entre los integrantes de la banda más influyente en la escena del rock mexicano a finales de los ochenta y a principios de los noventa.

Después de haber concluido esta lectura, entiendo por qué Alejandro les dice constantemente a sus admiradores en redes sociales: “lee el libro”.  

domingo, diciembre 20, 2020

20 de diciembre del 2020



Es un domingo inusual
Es el 20 de diciembre del 2020
Es un domingo tan inusual que incluso he despertado de un sueño tibio
Es un domingo tan inusual que incluso las pesadillas me han dejado en paz
Incluso mi esposa y yo hemos despertado al mismo tiempo
Incluso los gatos toleraron el ayuno y se quedaron en la cama y se volvieron a dormir
Incluso mi malestar gástrico de todas las mañanas no ha venido a fastidiar

Es un domingo muy inusual
He permanecido en la cama después de las 6 de la mañana
He conversado con mi esposa después de las 7 de la mañana
He calentado agua y me he tomado tranquilamente un té de tila después de las 8 

Es mi cumpleaños

jueves, diciembre 17, 2020

Compulsivo


Sentir el pecho ardiendo en llamas
Como si una corona de espinas fuera creciendo en tu corazón

Dar vueltas en la cama infinitamente
Como si estuvieras remando en un océano en busca de tierra firme

Sentir que la cabeza es una granada a punto de estallar
Como si cada idea fuera uno de los mecanismos que activan una bomba

Cerrar los párpados para anegarse de oscuridad
En la oscuridad de tus obsesiones
Abrir los párpados para respirar la misma oscuridad al desnudo

Levantarse de la cama
Absorber el frío para apaciguar el incendio en tu cerebro
Como si fuera un vaso de agua y como si tuvieras sed diabética

Tratar de ignorar los pensamientos de toda la noche
Caminando con los pies descalzos en la helada loseta
Orinar durante tres minutos ininterrumpidos en el baño
Escuchar tus vísceras exigiéndote acabar con el ayuno

Revisar el teléfono maldito en busca de malas noticias
Encontrar desconocidos que son expertos en tus defectos y en tus ambiciones
Encontrar idiotas que repiten como máquina contestadora lo que dicen otros idiotas
Encontrar enemigos a la vuelta de la esquina de cualquier publicación en redes sociales
 
Encender la computadora, esperar a que carguen todos los programas que usas
Y adentrarse en la monotonía de los últimos pésimos días de pésimas noticias 

miércoles, noviembre 25, 2020

Adiós, Diego



Tengo 9 ó 10 años, es el verano de 1990. 

Mi papá mira el televisor. Brasil enfrenta a Argentina en Turín. 

Los brasileños han dominado todo el partido. 

Goycochea –el portero argentino que sustituyó a Pumpido en el juego contra los soviéticos en el que se fracturó una pierna– ha tenido suerte. 

Maradona de repente toma el balón en medio campo y esquiva a varios brasileños que intentan detenerlo a como dé lugar. 

Los comentaristas no han parado de decir que él está lesionado, que él está jugando infiltrado, que él ha tenido problemas con su tobillo izquierdo, pero aún así es tan hábil que parece un jugador de otro planeta. 

Han bastado treinta y tantos segundos para que Diego aparezca y le dé un pase a 
a Caniggia. 

Caniggia está solo frente a Taffarel y lo esquiva y envía el Etrusco al fondo de las redes. 

Argentina elimina a Brasil en los octavos de final. 

viernes, noviembre 20, 2020

Somos la basura en el aire

Esta semana, una serie de extrañas asociaciones me llevaron a pensar en Suede.

Estas extrañas asociaciones comenzaron el martes.

En uno de los cursos que imparto a larga distancia desde que comenzó la pandemia (y que terminaré de impartir en un par de semanas), les pedí a los alumnos que leyeran un artículo científico y que elaboraran algunas respuestas. 

Uno de los principales hallazgos del artículo era que una dosis subumbral de morfina incrementa la preferencia por esta droga en animales hambrientos, y quería que los alumnos reflexionaran acerca de las implicaciones de este hallazgo y que también escribieran algunos párrafos sobre la farmacodinámica de la morfina.

Tal y como lo esperaba, una estudiante escribió que los opiáceos estimulan los receptores mu, los delta y los kappa, y que modifican la permeabilidad a iones específicos en la membrana celular, pero también escribió que inducen “indiferencia al dolor”.

Su conclusión me pareció muy apropiada y estuvo dándome vueltas en la cabeza mientras revisaba otros trabajos. 

De repente, me encontraba escuchando “Trash” y pensando acerca del dramático incremento de adictos a los opiáceos a nivel mundial y concluyendo que el mundo es un sitio tan doloroso que necesitamos píldoras para lidiar con el sufrimiento. 

Esta idea me llevó a recordar que hace cuatro años, escuché a Suede por primera vez.
 
Un primo de mi esposa nos regaló sus boletos para el Corona Capital.
En esa edición del festival que tiene varios años celebrándose en la Ciudad de México, Suede era uno de los invitados especiales.

El festival se llevó a cabo el domingo 20 de noviembre. 

Unos meses antes del festival –para ser exactos, el 4 de mayo–, tras un largo periodo de desesperanza, de tratamientos médicos sin éxito, de dietas monótonas y de cero tolerancia al alcohol y a la nicotina, con tal de lidiar con el reflujo gastroesofágico, pasé por el quirófano.

Para el 20 de noviembre, todavía tomaba decenas de píldoras y aún tenía que limitarme a comer exclusivamente dos o tres alimentos y a beber exclusivamente agua simple todo el día, para evitar el sofocamiento provocado por los jugos gástricos del ayuno y también para mitigar las náuseas.

Aún estaba recuperándome y me sentía débil y miserable. 

Llegamos al Autódromo Hermanos Rodríguez alrededor de las cinco o seis de la tarde y escuchamos a Peter, Bjorn & John y a Eagles of Death Metal –supongo que fue su primer concierto después del atentado terrorista en El Bataclan– y después nos desplazamos al escenario en el que Suede tocaría. 
 
Mientras caminábamos, pasamos junto a otro escenario en el que tocaba una banda de chicas a las cuales John Frusciante les había producido un álbum. 
La música estaba tan alta y la audiencia estaba tan frenética y las luces cambiaban con tanta velocidad que me llevaron a recordar una horrible experiencia.

En los días posteriores a la cirugía, accidentalmente un día mezclé una pastilla de Gabapentina que tomaba para lidiar con las mononeuropatías provocadas por la excesiva cantidad de fármacos que había tomado durante meses, con una pastilla de Tramadol que tomaba para lidiar con el dolor provocado por la cirugía –quería tener una cicatriz que me recordara esta enfermedad y rechacé la laparoscopía y los cirujanos me abrieron en canal. 

Fue una combinación peligrosa. Al cabo de unos segundos, me sentí mareado y nauseabundo y paranoico, y creí que en cualquier momento dejaría de respirar o que en cualquier momento vomitaría y que sería incapaz de evitar una broncoaspiración. (En resumen: los fármacos “apagaron” mi cuerpo.)

Finalmente, mientras dejábamos atrás las luces y los sonidos y el escenario en el que tocaba Warpaint, y yo me desasía de esta horrible reminiscencia de mi enfermedad, mi esposa y yo nos acercábamos al escenario en el que tocaría Suede.

Encontramos un sitio, a unos cuantos metros del escenario. 
Hacía mucho frío. El viento soplaba fuertemente y me subí el cuello de la chamarra y tuve arcadas. Casi en ese instante, la banda británica salió al escenario y me determiné a ignorar mi malestar y a concentrarme en la música y a disfrutar el espectáculo. 
 
Mientras el concierto transcurría y el frontman de la banda y la audiencia conectaban de tal modo que era imposible no verlos como amantes de varios siglos que sólo podían verse una vez cada mil años, nuevamente me sentí débil y nauseabundo y volví a recordar la horrible experiencia con la Gabapentina y con el Tramadol. Por un momento, para relajarme, pensé en que esa sensación no podría ser nada comparada con “la piel de gallina” que experimentan los adictos a la heroína durante la abstinencia.  

Trataba de prestarle atención a las letras de “Trash”, cuando también recordé lo insignificante que me sentía en mi trabajo. En esa época estaba en el segundo año de mi posdoc. Aparentemente, en general, los estudiantes de mis colegas –y los colegas de otros departamentos de la universidad y sus estudiantes– me consideraban un estudiante de licenciatura. La situación me entristecía y me molestaba, pero, en cierta forma, la comprendía.  

Yo quería dar lo mejor de mí, pero me sentía tan débil y estaba tan preocupado por mi salud que resultaba imposible trabajar incluso al 20% de mi capacidad. 

Algunas veces incluso me sentía tan débil que debía volver a casa abruptamente, o realizar experimentos tomando pausas para tomar aire y mitigar las náuseas que experimentaba en oleadas a lo largo del día.

Antes de la cirugía, estaba tan enfermo y tan débil que ni siquiera podía realizar una cirugía estereotáxica de principio a fin, ni leer un texto científico durante cinco minutos consecutivos. Enfrenté con tanto estoicismo mi enfermedad, que nadie se enteró de que estuve tan enfermo. 

He estado escuchando a Suede toda esta semana y he estado pensando en lo miserable que me sentía en aquellos días. Supongo que todos estos pensamientos los relaciono con su música y que ésta es la razón por la cual casi no los escucho. 

A pesar de todo, aun cuando ahora tengo muchas más responsabilidades que entonces y me siento más productivo y valorado en mi trabajo, algunas veces todavía siento que soy una basura. 

miércoles, noviembre 18, 2020

18 de noviembre de 1993


Lo más probable es que el 18 de noviembre de 1993 haya sido como cualquier otro jueves de los últimos meses del tercer año de la secundaria: debí de levantarme sin la necesidad de escuchar ninguna alarma, entre las seis y las seis media de la mañana; debí de vislumbrar las cuatro larguísimas horas de tortura del taller de dibujo técnico industrial que me esperaban en la escuela, después del receso; debí de imaginar que antes de esas horas de pesadilla –en verdad detestaba la rutina de ese taller, con todo mi corazón–, al menos tendría la oportunidad de ver, a la distancia, a la altísima chica de cabellera rizada y de brackets que me volvía loco, y también debí de fantasear con un encuentro en el que finalmente me atrevía a hablarle y a decirle cuánto me interesaba...

Lo más probable es que ese jueves 18 de noviembre de 1993, la voz de Héctor Martínez Serrano debió de confundirse varias veces con el sonido del agua caliente de la regadera que caía sobre mi cabeza, mientras iba despertando y asimilando la realidad. 

Lo más probable es que, en algún momento, ese programa de radio, que siempre escuchaba mi mamá por las mañanas, debió de ser interrumpido por la canción del comercial de la Cajeta Coronado que siempre sonaba en la mayoría de las pausas comerciales... y que aun hasta hoy me basta escuchar durante unos segundos para recordar vívidamente esas mañanas.

No estoy seguro, pero quizá, mientras me ponía el uniforme y sentía aversión hacia la secundaria, el comercial debió de hacerme pensar en los convencionalismos, y en particular hacia ese convencionalismo absurdo del uniforme, y debió de hacer que me preguntara si ese convencionalismo, junto con el convencionalismo absurdo de traer el cabello corto –casi estilo militar– y los lustrosos zapatos negros, de algún modo, repercutirían en mi vida adulta y me convertirían en “una persona de bien”.

Ese jueves 18 de noviembre, unos minutos más tarde, aun con la voz de Martínez Serrano y el esporádico jingle de Cajeta Coronado de fondo, debí de desayunar huevos con jamón o con salchichas, o hot cakes, o un sándwich, y un licuado de fresa o de plátano, mientras suspiraba pensando en mi amor platónico de rizos y de brackets, y las canciones de amor de John Secada –que estaban de moda y que también sonaban con frecuencia en otras estaciones de radio– revoloteaban en mi corteza auditiva y hacían que mi corazón latiera como una máquina de vapor precipitándose a toda velocidad a un despeñadero. 

Tras intentar infructuosamente ignorar mi reflejo de estudiante genérico de secundaria en el espejo del baño, mirándome de reojo, debí de cepillarme los dientes, y alrededor de las seis cuarenta y cinco, mi papá, mi hermano y yo debimos de salir de la casa en el Jetta rojo.

En el corto trayecto de la casa hacia la escuela, debí de sentir el nudo en el estómago que siempre sentía –parecía que el licuado de fresa o de plátano se precipitaba hacia mi garganta y que terminaría devolviendo el estómago– y que se intensificaba cuando estaba en la entrada de la escuela y presentía que el prefecto no me dejaría ingresar porque él juzgaría que traía el cabello largo o que mi uniforme y mi aspecto no eran suficientemente impecables. 

(Ese sujeto tenía un juicio muy cuestionable. Bastaba que fingieras ser su amigo, para que te dejara ingresar a la escuela, incluso con tennis negros y cortes de cabello modernos –Vanilla Ice era moderno entonces–, y, ahora, mientras escribo esto a toda prisa para no perder el impulso, recuerdo incluso que él mismo traía una ridícula coleta, y también me pregunto qué tan solo y frustrado se sentía como para estar interesado en la amistad de un montón de adolescentes idiotas.) 

Ese 18 de diciembre, minutos antes de las siete de la mañana, debí formarme en la fila de mi grupo y esperar a que el director de la escuela saliera a escena y nos dijera alguna frase motivacional para alentarnos a ser responsables y a conducirnos con el compromiso que implicaba ser el futuro de México –así como, estúpidamente, varias décadas más tarde, hago yo con mis alumnos de licenciatura, cuando creo que la situación lo amerita–, y yo debí de cerrar los párpados y vislumbrar la salida de la secundaria, y debí de pensar que en el camino de vuelta a la casa me pondría los audífonos y que le daría play al walkman y que escucharía por enésima ocasión Dangerous de Michael Jackson, mientras continuaba sin creer del todo que hacía apenas unas cuantas semanas había asistido a uno de sus conciertos en El Estadio Azteca, y me mentalizaba a pasar toda la tarde realizando alguna tarea sin sentido, sentado frente al televisor de la casa de mis papás, en la sala, junto a mi mamá, procurando enfocarme en aprender, entre los mortecinos resplandores de Rescate 911 y de Misterios Sin Resolver que salpicaban mis cuadernos y libros, y entre las voces de los dobladores de William Shatner y quién sabe de quiénes más. 

La rutina de las últimas semanas de 1993 debió de estar caracterizada también por mis peleas interiores y por mis múltiples estados de ánimo adolescentes, frecuentemente tendiendo hacia el malhumor y hacia el dramatismo, resultado de todas esas emociones que aparecían y desaparecían de un momento a otro. 

Lo que no es probable es que en ese momento en el que el director nos sermoneaba y yo cerraba los párpados para escapar del patio de la escuela, me encontrara feliz y expectante porque sabía que esa noche Nirvana grabaría el MTV Unplugged In New York.

Ni siquiera sabía de la existencia de esa banda. 

De haberlos escuchado, es muy probable que me hubiera sentido tan identificado con su música que la muerte de Kurt Cobain, tan sólo cinco meses más tarde, me hubiera destrozado y que me hubiera dolido como nunca antes nada lo había hecho.

Es probable que hubiera sentido que nadie me comprendía y que hubiera sentido que era el fin del mundo, y es probable que mi dramatismo me hubiera llevado a guardar luto durante varios meses, o incluso a perder el interés por todo... A lo mejor me habría convertido en una persona más resentida de la que soy, o a lo mejor habría sido rebelde y habría dejado la casa de mis papás y me habría empecinado en ser escritor... Quién sabe. Pero sospecho que, de haber conocido a Nirvana a los 12-13 años, no sería la misma persona que soy.

Han transcurrido 27 años de este jueves que trato de evocar, y no puedo dejar de preguntarme cuántas cosas habrían cambiado en mi vida, de haber escuchado a Nirvana y de haber sabido que grabarían en los Estudios Sony de Nueva York este concierto que he escuchado tantas y tantas veces.




jueves, noviembre 12, 2020

Jimi Hendrix: Empezar de cero


Este libro te va a gustar, si estás interesado en conocer más de lo que podrías encontrarte en Wikipedia sobre la vida y obra de Jimi Hendrix. Sin embargo, aunque es un trabajo periodístico muy profesional que supuestamente está basado en una idea original de Jimi para hacer un documental sobre su propia vida, también podrías odiarlo... sobre todo, si crees que sabes más de Hendrix que el mismo Hendrix... o si eres una persona radical y estás convencida de que nadie tiene derecho a escribir sobre los muertos, y crees que la única razón por la que alguien podría leer este libro es porque tiene 15 años y está obsesionado con “el club de los 27”. 

partir de información tomada de los propios diarios de Hendrix y de extractos de decenas de entrevistas que le hicieron distintos medios, Empezar de Cero te permitirá tener contexto de los orígenes de algunas de las letras de sus canciones –como “Highway Chile” y “The Wind Cries Mary”–, sobre las ideas detrás de la estructura de sus álbumes –¿por qué Bold As Love fue un álbum tan experimental y por qué lo decepcionó tanto la recepción del público?– y sobre la influencia de sus saltos en paracaídas, en su etapa en el ejército, en su forma de ver la vida y de componer canciones.

A lo largo de más de 200 páginas, también te quedará claro por qué Jimi aborrecía a los ejecutivos de las disqueras, a las bandas como The Monkees cuyo único propósito era ganar millones de dólares y, en general, al público que iba con la corriente en Estados Unidos y que esperaba que The Jimi Hendrix Experience siempre tocara las mismas canciones y que él siempre incendiara su Stratocaster al final de los conciertos.
 
Por supuesto que también encontrarás un puñado de anécdotas sobre sus inicios como guitarrista de acompañamiento de grandes músicos de blues que no querían ser opacados por su presencia, cartas que él mismo le escribió a su padre o a algunas groupies, sus pensamientos sobre la ética y la creatividad artística, y sus reflexiones sobre los altibajos de The Experience cuando él y la banda se volvieron todo un suceso en El Reino Unido y todo mundo quería un poco de Jimi Hendrix y los integrantes se aburrieron de estar bajo su sombra y terminaron buscando nuevos horizontes.

Tal vez el final del libro te lleve a reflexionar: sus problemas financieros ocasionados por la inversión de una fuerte suma de dinero en la construcción de los Electryc Ladyland Studios y agravados por haberse resistido a salir de gira y a grabar álbumes año tras añola formación de Band of Gypsys lo entusiasma, a pesar de que el público y las disqueras han ido perdiendo interés en él y en su música, y Jimi le confiesa a uno de los últimos periodista que lo entrevistó que se considera una persona libre y feliz y que está convencido de que no vivirá más allá de los 28 años. 

lunes, noviembre 02, 2020

Helada o hirviente


Tratas de templar el agua de la regadera
Y de ignorar las voces que te dicen qué estás pensando

El agua que cae sobre tu cuerpo impuro es como tu vida
Tampoco tiene puntos intermedios
Es negra o blanca o hirviente o helada

En la frontera del dolor de la vigilia y del placer de los sueños
Tus miembros se hinchan involuntariamente como un globo de sangre
Y los ves como un pescado que agoniza afuera del río
Y los sientes intentar aferrarse a la vida
Y sientes su dolor y lo respiras en tu piel

Algunos pensamientos vagos surcan tu cerebro adormecido
Algunos cuerpos vagamente deseados en el sueño emergen bajo la regadera
Destrozan la estrechez de la realidad y la monotonía
Como si la realidad y la monotonía fueran una botella de vidrio
Que se quiebra contra las baldosas del baño

El pescado se convulsiona violentamente en la palma de tu mano
El chorro de agua helada que cae de la regadera 
Y que inunda poco a poco tu existencia flotante en el limbo de otro día
Es el túnel de luz que lo guía a su propia muerte

Ahora te das una bofetada para despertar
Y tus ojos enceguecidos por el shampoo
Arden como una marca de hierro incandescente
En tu epidermis más sensible
En donde habitan los corpúsculos de Pacini
Y los corpúsculos de Krause

Lejos quedó esa chica que conociste en la secundaria
Y que parecía hacerle el amor a tus manos con sus manos suaves
En la penumbra de ese sueño que soñaste hace mil años
Y que súbitamente recordaste hoy
Cuando el agua hirviente de la regadera
Atravesaba tus manos y quemaba los resabios del sueño 

Tu miembro-pez recién pescado por la vigilia
Deja de convulsionarse conforme el agua
Muta nuevamente de helada a hirviente

Ahora piensas en la escritura de ese artículo
Que tienes escribiendo mil años
Visualizas un día más de escritura
Otras diez horas del día destinadas a su escritura
Tu pronóstico es que al final del día
Tal y como ha ocurrido en los últimos mil años
No habrá habido un gran avance

El agua continúa cayendo
Y es como tu existencia:
Negra o blanca
Hirviente o helada

jueves, octubre 22, 2020

La tristeza infinita


Recorríamos la Avenida Fray Servando y Teresa de Mier en el Jetta en el que mi papá me había intentado enseñar a manejar en tercero de secundaria. El tráfico era lento. Teníamos varios minutos detenidos en El Mercado Sonora. Resignado a que en algún momento acabaría el trayecto, conforme James Iha y D'arcy Wretsky cantaban la canción de amor superlativo que cierra Dawn To Dusk, me acomodé en el asiento junto a la ventana y me puse a mirar la calle. Hubiera preferido quedarme en la casa, en lugar de salir al Zócalo a ver las luces de Navidad. 

Cuando la canción terminó, saqué el cassette del walkman, le di la vuelta para reproducir el lado en el que había grabado Twilight To Starlight, volví a meterlo en el compartimento del cassette, le di play y le subí al volumen. 

Estaba en el último año de prepa y era un adolescente como cualquier otro adolescente que sólo escuchaba música y que no quería pensar en su futuro, ni salir a pasear con su familia. 

En ese momento, sólo quería concentrarme en la música para dejar de pensar en que faltaba poco tiempo para que entrara a la universidad. No quería pensar en que estudiaría una carrera que tal vez me aburriría pronto. Realmente nunca me había visualizado como psicólogo; más bien, la psicología había sido un punto intermedio entre mis intereses y las expectativas que mis papás tenían de mí. 

Ellos esperaban que yo estudiara Medicina (quizá yo los alenté cuando de niño les decía que sería cirujano). Yo quería ser escritor. 

(Puesto que en mi numerosa familia –conformada por decenas de personas que habían tenido que trabajar toda su vida para sobrevivir en distintos estados del país o que se habían condenado a vivir una vida que tal vez no deseaban porque se habían reproducido casi en cuanto sus órganos sexuales se los habían permitido–, sólo mi papá y uno de mis tíos tenían licenciatura, había sido complicado convencer a mis papás de que quería estudiar una carrera que parecía mucho menos redituable que Psicología; después de tantas discusiones con ellos, ni yo mismo estaba tan seguro de que mis intereses no fueran un capricho que desaparecería con la edad.) 

Cerré los párpados, como si de esa manera pudiera teletransportarme a cualquier otra parte, y me quedé medio dormido mientras la voz de Billy Corgan me decía a través de los audífonos del Aiwa que el amor era un suicidio. Sus palabras me provocaron escalofríos y me hicieron pensar en lo único que realmente me obsesionaba: tener una novia. 

Era 1996. Mellon Collie & The Infinite Sadness tenía poco más de un año de haber salido a la venta y yo tenía casi el mismo tiempo escuchándolo todos los días. También había descubierto a los Smashing Pumpkins hacía más o menos un año, en un concierto que había visto en MTV.

De ese concierto, lo primero que atrajo mi atención fue el tipo calvo que vestía pantalones metálicos que parecían de astronauta y una playera negra con la llamativa leyenda “Zero” en el pecho. Ocupaba el centro del escenario y cantaba peculiarmente y tocaba una Stratocaster. Luego me fijé en la mujer blanca de cabello corto que estaba a su derecha y que daba la impresión de estar en trance, ajena a la reacción del público y concentrada en escuchar las notas que emitía su bajo Fender. Después me fijé en el hombre de rasgos asiáticos que parecía algo introvertido y que tocaba una Gibson, a la izquierda del cantante. Detrás de todos, un impresionante baterista acompañaba con percusiones las tranquilas notas que emitían los tres instrumentos, mientras las luces del escenario parpadeaban entre tonalidades azules y una pantalla al fondo del escenario reproducía imágenes de la naturaleza que le daban a la canción una atmósfera oceánica. 

La canción transmitía quietud. Era como si fuera una droga hipnótica que surtía efecto lentamente y que erradicaba el insomnio con el que habías batallado toda tu vida. 

Poco a poco, la quietud de la canción se convirtió en una explosión en la que todos los instrumentos estallaron, al mismo tiempo que las luces del escenario, que las imágenes en la pantalla y que la furiosa voz del cantante que gritaba algo indescifrable.

Tuvieron que pasar algunas semanas o meses, después de haber visto el concierto por televisión, para que mi hermano y yo encontráramos el tercer álbum de los Smashing Pumpkins en un centro comercial y lo compráramos y yo supiera que el nombre de esa larga canción que iba de la quietud a la furia era “Porcelina of the vast oceans”.  

Además del último concierto que Nirvana tocó en Roma y del Outcesticide que tenía todos su lados B, la oportunista interpretación de “Smells like teen spirit” de Tori Amos y el decadente mensaje que Courtney Love había grabado para los admiradores de Kurt Cobain tras su muerte, Mellon Collie & The Infinite Sadness había sido casi lo único que había escuchado durante todo el último año de prepa, diariamente.

Lo escuchaba tanto que no sólo me sabía el orden de las canciones y los títulos de las canciones, sino que mi cerebro incluso ya había formado fuertes asociaciones entre ellas. Cuando transcurría el breve silencio entre una y otra, ya anticipaba los acordes de la siguiente canción. 

También me sabía de memoria las letras de las canciones. Creía que Billy Corgan me conocía mejor de lo que yo mismo me conocía y que todas esas canciones que él había escrito y que hablaban del rechazo, de la esperanza, de la pérdida, de la confusión y de la furia, eran una especie de radiografía de mi vida. 

Mientras el Jetta finalmente circulaba por la calle José María Izazaga y las luces multicolores de la Navidad anegaban intermitentemente el interior del automóvil y yo iba saliendo de mi sopor, en los audífonos sonaba “In the arms of the sleep”. 

La letra de la canción me provocó vértigo, y me hizo reparar en mi situación sentimental con esa chica que me gustaba y que también se sentía atraída hacia mí, pero que tenía novio. Era frustrante y ridículo. Ni ella quería dejarlo, ni yo quería mantener nuestra relación en secreto. 

Casi en cuanto llegamos a Bolívar y mi papá empezó a buscar un estacionamiento, Billy Corgan me susurró al oído que “el sueño no llegaría a mi cansado cuerpo esa noche...” y entonces imaginé que, al volver a la casa, esa idea no me dejaría en paz y que pasaría toda esa noche en vela, escribiendo algún bobo poema para ella, imitando el estilo de escritura de Corgan o pensando en cuáles serían las posibilidades de cambiar la situación a mi favor. 

Mientras escribo esto, apenas recuerdo su rostro y su voz y sin embargo siento una extraña frustración, como si se hubiera abierto una vieja herida de muchos años, y me pregunto qué sería de su vida y si en algún momento se ha preguntado qué es de mi vida. También me pregunto dónde quedaría ese walkman color negro que mis papás debieron de regalarme en algún cumpleaños y que llevaba conmigo casi a todas partes. Me gustaría saber si aún funciona con dos pilas AA. 

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El tercer álbum doble de los Smashing Pumpkins que desafió los estándares de los álbumes de sus contemporáneos –¡contiene 28 canciones!– y que continúa provocándome sensaciones eufóricas y deprimentes, y remontándome a tantos recuerdos de la adolescencia, hoy cumple 25 años. 

martes, octubre 20, 2020

Vuélvete a dormir

El dolor del ayuno atraviesa todas las fronteras liposolubles de tu cuerpo 
como si fuera una píldora cuyo propósito es mantenerte despierto y asustado
Es un tráiler escandaloso que hace rugir su motor y que circula a toda velocidad 
a medianoche en la autopista desierta que te lleva al despeñadero
Es un hierro incandescente que marca un número maldito en tu piel 
y que chamusca todas tus vísceras en la febrilidad del insomnio
Es una ráfaga de aire putrefacto que anega tus pulmones de cloaca 
henchidos de esporas precisamente cuando estás paranoico 
y a punto de vomitar todas las drogas ilícitas 
que consumiste para disfrazar tu inestabilidad emocional
Es una corriente de jugos gástricos que sofoca la garganta 
de la misma forma en que lo haría un nudo 
imposible de desatar en el corazón de tu existencia

Trata de ignorar a los gatos que pelean 
y que cazan bichos imaginarios en la penumbra del amanecer 
Trata de ignorar las campanas que tañen violentamente 
en la catedral de tus entrañas hambrientas 
Trata de ignorar el bullicio del tren subterráneo 
que avanza entre los túneles de tus necesidades fisiológicas 
Trata de ignorar el calambre que recorre tu vejiga 
como una arcada eléctrica que te exige levantarte de la cama 
y orinar tres días consecutivos
Trata de ignorar las voces esquizofrénicas 
que sacuden sus alas de buitre dentro de tu cabeza 
y que te dicen todo lo que podrías hacer en el día 
si supieras cómo ser más práctico 

Trata de ignorar esta sensación lacerante 
que es un ejército de hormigas invisibles y venenosas 
que recorren tus entrañas a toda prisa 
Trata de ignorar estos efluvios de melancolía 
que se abren camino en tu tracto gastrointestinal
como un sufrimiento tecnicolor indecible
Trata de ignorar estos resabios de angustia
que se adentran en las fenestras de tus capilares hidrofílicos
como si fueran una horda de gladiadores violentos 
que conquistaron al pueblo ávido de sangre y muerte en El Coliseo Romano 
y que después violaron y destruyeron todo lo que apreciaban
quienes los esclavizaron

Trata de ignorar estas vibraciones rapaces que asolan tus oídos como mosquitos
y que saquean y que incineran todo lo que ven a su paso 
y que ultrajan todos los secretos que guardas en el ático de tu cerebro
Trata de ahogar en paraformaldehído todos estos pensamientos pesimistas 
que surcan tu mente chamuscada por el dolor del ayuno
Trata de enfocarte en el canto de los gallos que amanecen a lo lejos 
y que son indiferentes a tu nula capacidad para reposar y para mantenerte dormido
Trata de enfocarte en la suave respiración de la reina de los panales 
de abejas que descansa junto a ti
Trata de vislumbrar el vaivén y la brisa del mar en su respiración 
Trata de escuchar la música de su existencia relajada y entregada al sueño

Trata de pensar que su respiración es el rumor del océano 
que mitigará el incendio de tu insomnio

Trata de volver a dormir

domingo, octubre 18, 2020

El dolor del ayuno

El vacío en las entrañas corta la respiración y salgo expulsado del útero de la vida secreta de mis sueños. Todos mis sentidos despiertan abruptamente y tengo la impresión de que debo actuar con cautela, como si tuviera que fingir que soy ese tipo idiota, predecible y transparente que estás convencida de que soy, cuando deseas tener todo lo que yo tengo y cuando estás convencida de que me conoces mejor de lo que yo mismo me conozco, aunque nunca hayamos hablado en verdad más de cinco minutos. 

En el borde de la realidad que es mi cama que es una embarcación a la deriva que es un abismo y una fractura quebrándose en la vigilia, abro los párpados que son dos pesadas cortinas de niebla que poco a poco van cediendo como un puente levadizo atacado por un grupo de vándalos de la Edad Media y paulatinamente voy percibiéndome en la cama como un espectro que no puede abandonar su forma humana y que no puede ignorar el vacío en sus entrañas, ni el sabor de la melancolía de una vida secreta en su paladar. 

El vacío en las entrañas es aparatoso como la hinchazón en la boca provocada por una extracción de muelas y absorbe y bombea la sangre que restalla en cada uno de los latidos de mi corazón como la fuerza del recuerdo de una vieja herida de guerra que sufrí en otra vida que no puedo recordar. El vacío ilumina mi abdomen como un sol enfermizo y arde en mis corpúsculos de Pacini como si mi piel estuviera siendo chamuscada en un incendio y sufriendo quemaduras de tercer grado. El vacío naufraga en mis vísceras como la cámara de video de una endoscopía y atraviesa todas mis membranas e inunda todos los capilares de todos mis órganos más irrigados. El vacío palpita en mis arterias lánguidas como una cicatriz que es un pez que nada contra la corriente y que quiere salir a la superficie cuando hace mucho frío. El vacío late más o menos en el abdomen y su intensidad es tal que subyuga mi fatiga acumulada de toda la cuarentena y que me obliga a pensar automáticamente en el apetito que debe de sentir un ser inmortal aburrido de su inmortalidad que no se ha alimentado desde que alguno de nuestros antepasados descubrió el fuego.

Logro desasirme temporalmente del encantamiento del vacío en mis entrañas y vislumbro con el rabillo del ojo qué hora dice que es ese reloj digital de mil novecientos noventa y tantos que me ha acompañado por casi todas las habitaciones en las que he dormido casi toda mi vida. El reloj escupe una luz rojiza que es como un sol agonizante que lastima los ojos y que provoca que mis cristalinos tarden algunos segundos en enfocar los números y que mi cerebro tarde algunos segundos en interpretar esos números y en decirle a mi voz interior que son las tres de la mañana y que debo intentar volverme a dormir porque si no lo hago estaré somnoliento todo el día y entonces no podré cumplir con ninguna de las responsabilidades que debo cumplir. 

Mis sentidos se concentran en mis globos oculares que parecen un par de vesículas inflamadas a punto de estallar y me pongo a pensar cuántas horas he pasado trabajando frente a la computadora desde que comenzó la cuarentena y calculo vagamente que deben de ser aproximadamente once horas al día y entonces recuerdo que durante algunas semanas incluso tuve problemas de vista cansada y que tuve ciertas dificultades para enfocar la vista en ciertos objetos que se movían con relativa velocidad y que por primera vez reparé en la importancia del sentido de la vista.

El movimiento de mis globos oculares explorando la penumbra de la habitación es interrumpido por el inconfundible sonido de las hormonas que surcan las desastrosas autopistas de mi sistema entérico y la monotonía y la predictibilidad del ritmo de los sonidos que emiten son las campanas que tañen en la catedral de mis necesidades más primitivas y me indican que es hora de levantarme de la cama y que tendré que ir al baño a orinar largamente y que después tendré que alimentar a los gatos y que todas estas ideas que han estado revoloteando en mi cabeza como buitres se irán desvaneciendo como tus huellas en la playa de mi memoria, y que entonces sólo podré darme cuenta de la monotonía de cada despertar abrupto y de la nostalgia de otros amaneceres helados en los que podía ayunar varias horas y beber alcohol a cualquier hora y fumar cualquier cosa a cualquier hora sin sentirme paranoico o nauseabundo o mortalmente ansioso o terriblemente poseído por la asfixia de los jugos gástricos cerrándose en la intersección de mi esófago y de mi garganta como una especie de choque catastrófico que culminará en una crisis de hiperventilación incontrolable.

Finalmente abandono la calidez del cobertor y me dispongo a caminar para saciar mis necesidades animales y luego coloco ambos pies en el confortable tapete que tengo junto a la cama y sin embargo su confortabilidad es vencida por el majestuoso frío de la madrugada que penetra mis huesos como una cubetada de agua fría en una fracción de segundo, y lo intempestivo de la sensación desnuda me hace retirar mis pies de inmediato y reflexionar vagamente en la velocidad de los impulsos nerviosos que tuvieron que viajar desde las plantas de mis pies hasta mi cerebro, involucrando neuronas sensoriales, motoneuronas e interneuronas, para que yo pudiera hacer todo esto a pesar de estar todavía un poco dormido, y la reflexión me hace pensar en la esclerosis múltiple y en la importancia de los oligodendrocitos que proveen de mielina a los axones para que éstos puedan comunicar a varias neuronas que ensamblan un circuito cuyo propósito es encender y mitigar todas estas sensaciones que me despiertan a las tres de la mañana. 

Así se siente el dolor del ayuno. 

sábado, octubre 03, 2020

Aparecieron todas estas palabras


Miraste el rostro estampado en mi playera y me preguntaste si se trataba del rostro del autor de Tarzán y te dije que no. Te aclaré que se trataba de uno de los escritores beatnik más famosos y que una de sus obras más célebres era Naked Lunch. Te iba a decir que William Burroughs es uno de mis autores favoritos y que de hecho había comprado esa playera en la que estaba estampado su rostro, afuera de la Cineteca Nacional, una tarde en la que Katz y yo habíamos ido a ver Birdman, pero esto ya no tenía sentido y no quería parecer pretencioso, y el momento pasó.

Llegamos a la fonda en la que comíamos casi todos los días. No había cumplido ni un par de meses trabajando en la universidad, pero ya teníamos más o menos esa costumbre. Poco a poco, en el lapso de otro par de meses, mi salud iría deteriorándose y tendría que verme forzado a comer exclusivamente dos o tres alimentos sin grasas y sin irritantes, y también tendría que rechazar tu invitación a comer en esa fonda, en múltiples ocasiones.

Mi salud empeoraría a tal punto en el que bastarían un poco de azúcar o un poco de grasa en cualquier alimento para hacerme vivir un infierno, para sofocarme entre las náuseas del reflujo gastroesofágico, mientras la ansiedad llegaba en oleadas y desaparecía paulatinamente.

Pronto acudiría con un gastroenterólogo y me realizarían algunas endoscopías y me adheriría a dos largos tratamientos de antibióticos, de sucralfato y de cinitaprida, durante casi diez meses –¡más de lo que dura un embarazo!–, ninguno de los tratamientos funcionaría, me iría sintiendo cada día más y más miserable, y, al cabo de un año y medio, terminaría en el quirófano, en una habitación sombría y helada como una cárcel, contándole al anestesiólogo a qué me dedicaba, conforme la anestesia surtía efecto y yo perdía la conciencia y vagamente recordaba un poema de Bernardo Ortiz de Montellano que escribió después de haber sido anestesiado y sometido a una cirugía y que leí en algún momento perdido en mi memoria, y, de ese modo, mientras la anestesia me doblegaba, los gastroenterólogos me abrían en canal y suturaban una parte de mi estómago con una parte de mi esófago.  

La muchacha que nos atendía en la fonda, y que parecía conocerte muy bien a ti y también a tu esposa –¿de cuántos años de comidas alrededor de las tres de la tarde, los conocía?–, se acercó a nuestra mesa y la limpió con destreza mientras le preguntabas cómo estaban ella y su hija y cuál era el menú de esa tarde. Ella te sonrió, te respondió y te dio el menú. Escuchaste atentamente y preferiste un huarache con bistec y una Coca-Cola. Generalmente elegías el menú, pero ese día que recuerdo, cuando traía a William Burroughs en el pecho, debió de ser viernes y los viernes cambiabas el menú por la carta. 

Mientras todo esto ocurría, tu esposa hablaba con otro investigador sobre algún congreso en Noruega al que asistirían dentro de unos meses. Como hasta la fecha suele pasar cuando estoy rodeado de personas, me sentía fuera de lugar. Al igual que había pasado con la conversación del autor de Tarzán, tenía muchas cosas que decir, pero le daba vueltas al asunto –no encontraba las palabras apropiadas–, y no quería decir algo muy bobo o muy pretencioso. 

También me sentía fuera de lugar porque estaba descubriendo cómo es la vida de un posdoc. Te imaginas que todo mundo te verá como un investigador novato, recién egresado del posgrado, con mucho entusiasmo para correr experimentos y poner sus ideas en un paper, y que, además, debe de tener algunas publicaciones y que debe de saber cómo es el arduo proceso de correr experimentos, analizar datos, escribir un manuscrito en inglés y enviarlo a revisión a una revista evaluada por pares, pero no es así: más bien, en general, los estudiantes y el personal administrativo, te ven como uno más, como si estuvieras decidiendo cuál licenciatura vas a estudiar. A veces hasta los mismos investigadores, que se supone que saben cuál es el arduo recorrido que uno debe recorrer para llegar al posdoc, te ven como un estudiante más.

Ese día que probablemente fue viernes, quizá estaba en estos pensamientos pesimistas sobre la vida de los posdocs, cuando hablaste con el entusiasmo que te caracterizaba. Tal vez hablaste sobre alguna marcha del 2 de octubre a la que asististe, o tal vez me contaste sobre tu experiencia en el terremoto de 1985, o tal vez me dijiste que le habías enviado a mi ex jefe algún correo electrónico que nunca te respondió, o tal vez me preguntaste qué clase de autor era William Burroughs y me dijiste que una de tus hijas había comenzado a leer cuando tu leías un libro de Jorge Volpi y que por esa razón ese libro era especial para ti... 

O, tal vez, todos estos recuerdos son implantados o transcurrieron en diferentes momentos que me parece que ocurrieron el mismo día, pero es seguro que nadie imaginaba cómo acabaría todo. 

No puedo creer que ya hayan transcurrido doce meses desde tu muerte. Aun no me he atrevido a pensar en los recuerdos que tengo de ti. Las últimas ocasiones en las que te vi –en una marcha en el Zócalo y en el examen tutoral final de una de tus alumnas de maestría–, hablamos poco. 

No quiero pensar en los detalles de aquel ensayo de mi examen de candidatura en el 2010, cuando te conocí. Tampoco quiero recordar cómo fueron las horas de los días en los que compartimos un espacio de trabajo durante cuatro años. Tampoco quiero pensar cómo fueron esos dos minutos que compartimos en el terremoto del 2017, en el tercer piso de un edificio que comenzaron a demoler hace unos meses.

Tampoco quiero recordar cuántos seminarios de cada miércoles por la mañana compartimos, ni en cuántas cenas de fin de año platicamos sobre diversos temas, ni con cuánto entusiasmo me platicabas sobre los intereses musicales de tus hijos y dabas por sentado que yo sabía leer partituras. 

Tampoco quiero recordar aquella plática que tuvimos sobre “el espejo de Venus” y “la flecha de Marte”, esa tarde en la que me enseñaste a identificar el sexo de ratas recién nacidas. Tampoco quiero recordar cómo me enseñaste a realizar condicionamiento de preferencia de lugar, ni cómo fue que me prestaste, para unos experimentos, un frasco de morfina de Sigma que guardabas por ahí. 

Ahora recuerdo el baby shower de tu hija más pequeña y las ocasiones en las que todas tus hijas nos visitaban en el cubículo cuando no tenían clases... o aquella ocasión en la que nos llevaste en tu camioneta de vuelta al departamento en el que vivíamos Liz y yo, después de haber estado toda la mañana –junto con todo el grupo de investigación– sacando las mesas, los escritorios y el equipo de ese laboratorio al que ya no podríamos volver, debido al terremoto.
 
Recuerdo que en algún momento del trayecto, tu esposa te llamó por teléfono y que hablaste con ella por el altavoz y que le dijiste que nos llevarías a nuestra casa y que luego irías de regreso a tu casa. Recuerdo la transparencia y el respeto con el que se hablaron los dos, y recuerdo que siempre recibí ese trato cada vez que hablé contigo o con ella. 

No quisiera ponerme a pensar en todas esas mañanas en las que nos saludábamos al llegar a la oficina en la que estuvimos asilados después del terremoto, ni en aquellas ocasiones en las que me contabas a dónde habían ido de vacaciones tu familia y tú, mientras te fumabas un cigarrillo y esperábamos a que terminaran de limpiar la oficina. 

No quisiera ponerme a pensar en aquellas ocasiones en las que platicábamos sobre películas, ni particularmente recordar aquella ocasión en la que te dije que acababa de ver en el cine la película de Freddie Mercury, porque recordaría que me dijiste que Queen era tu banda favorita y que me preguntaste si creía que la película era apta para menores de edad... 

Sin embargo, mientras intento terminar la discusión de un artículo que nunca me ha dejado satisfecho y mientras también procuro concentrarme en la lectura de uno de los temas que revisaré en una de las clases que impartiré la siguiente semana, no ha dejado de sonar en mi cabeza “The show must go on”, y aparecieron todas estas palabras. 

domingo, septiembre 27, 2020

Cuerpos de Lewy


Robin Williams cometió suicidio el 11 de agosto del 2014. Según algunas notas que he encontrado en internet, esto ocurrió aproximadamente seis meses después de que él comenzara a sufrir los síntomas de la demencia con cuerpos de Lewy, sin saber que la padecía. Uno de los especialistas que estudió su caso, dijo que prácticamente todas las áreas de su cerebro estaban dañadas y que era sorprendente que Williams pudiera moverse o caminar. Según la esposa del actor, en los últimos meses le costaba mucho trabajo actuar, mover su brazo izquierdo, aprender sus líneas y dormir. También se obsesionaba con ideas absurdas –una noche se obsesionó con la idea de que uno de sus amigos moriría al amanecer y estuvo comunicándose infructuosamente con él, toda la noche– y le decía que ya no sabía quién era. 

En este momento, me siento mal y todo me enfada, y nada tiene sentido. Me pongo a pensar en el infierno que vivió Robin Williams en sus últimos meses de vida y sin embargo no puedo tomar perspectiva. Me pongo a pensar en el infierno que yo mismo viví, antes de la cirugía, y tampoco puedo tomar perspectiva. 

Quizá mañana cambie totalmente mi rutina y tendré que levantarme a las cuatro de la mañana y hacer recorridos diarios de dos a tres horas, durante varias semanas, en medio de la pandemia, utilizando el transporte público y exponiéndome a otras personas que quién sabe si se preocupen por su salud. No tengo un automóvil y ni siquiera sé manejar.

Además de estos cambios, tendré que encontrar la manera de continuar realizando las actividades que me mantienen ocupado los siete días de la semana, y, sin embargo, creo que es una estupidez sentirme mal y molesto por todo

Además de todo, tengo mucha sed. No estoy seguro si es paranoia o si tengo síntomas de diabetes insipidus. Tengo antecedentes familiares y en los últimos días he estado bebiendo refrescos y jugos y he estado consultando los mecanismos de la sed en libros de fisiología. 

Me está dando vueltas en la cabeza la información  que he consultado: la sed se debe a que la presión de la sangre disminuye y a que la concentración de solutos en la sangre aumenta; la hormona antidiurética es liberada por las neuronas magnocelulares del hipotálamo y se encarga de promover la retención de agua y de inhibir la producción de orina, y su deficiencia está relacionada con la diabetes insipidus... 

Me están dando vueltas en la cabeza, mis antecedentes familiares. Mi abuelo tuvo diabetes y murió antes de los 60 años. Él decidió no cuidarse y vivir su vida, como si no estuviera enfermo. Le gustaban los mazapanes y el alcohol. 

En mi caso, en general, no tengo mucha apetencia por los azúcares, pero últimamente he consumido más bebidas azucaradas que las que estoy acostumbrado a beber y cuando comienzo a hacerlo me cuesta trabajo parar. 

Me gustaría pensar en otras cosas, pero, aunque la sed es una sensación difícil de identificar, al mismo tiempo no puedo ignorarla. 

Volviendo al asunto de los genes, tampoco puedo ignorarlos. Tan sólo este enfado que surge aparentemente de la nada, también es hereditario. En los últimos meses he podido controlarlo, pero hoy me ha resultado más difícil. 

Tampoco puedo ignorar el futuro inmediato. He sido muy feliz durante la pandemia. He trabajado casi 12 horas diarias, desde que comenzó la cuarentena. Es probable que mañana mi felicidad cambie y que tenga que hacer cosas que podrían dañar mi salud y que podrían poner en peligro a mi esposa. Puedo salir y ponerme careta, lentes y cubrebocas, pero no estoy seguro de que pueda soportar todos esos aditamentos durante más de 10 horas. Tampoco estoy seguro de que pueda soportar hacerlo diariamente durante 3 ó 4 semanas consecutivas. 

No ha ocurrido nada, pero mi mundo está a punto de estallar. 

Ayer Washing Machine cumplió 25 años. Yo vi el video de “Little Trouble Girl” en MTV, más o menos cuando salió el disco. Si no recuerdo mal, pasó después del video de “Coffee Shop”, del álbum más reciente de los Red Hot Chili Peppers por entonces. Debí de comprar el álbum de Sonic Youth hasta el 2003. 

Últimamente he tenido mucha sed. No sé si se deba a que he estado leyendo en libros de fisiología cómo se comunica nuestro cerebro con los riñones y con el hígado para promover la ingestión de líquidos. A veces soy un poco paranoico y me quedé pensando en la deficiencia de de la hormona antidiurética en la diabetes insipidus. Mi abuelo padeció diabetes y no puedo dejar de pensar en que yo también puedo padecerla. 

Hace unos días leí un artículo sobre la enfermedad que llevó al suicidio a Robbin Williams y me identifiqué con una parte. Ahora sólo escribo idioteces que no he madurado. Por alguna razón me siento frustrado y detesto cada una de las palabras idiotas que se me ocurren. Estas explosiones de rabia también pueden deberse a alguna enfermedad que padezco. También pueden deberse a que estoy tenso. Mañana tengo una junta en la que probablemente se me multiplique el Las espinas dendríticas son un componente de la comunicación entre neuronas. Las dendritas son una especie de antenas que comunican a una neurona con otra. Robbie Williams. Cuerpo de Léwy en 6 meses. Yo no puedo escribir nada relacionado con mi enfermedad. Frances Farmer. Copia extra del cromosoma 21. Suicidio.

martes, septiembre 15, 2020

Toda la soledad del centro de La Tierra | Luis Jorge Boone (2019)



Hoy acabé de leer esta novela. La compré por Amazon hace unas semanas. Fernanda Melchor la recomendó en un Facebook Live en el que habló sobre su libro Aquí no es Miami. Al final de la charla, le hice una pregunta relacionada con el momento del día en el que escribe y ella me respondió que prefiere escribir a cierta hora del día. 

Ya no recuerdo bien cuál fue la respuesta, pero sí recuerdo que Luis Jorge Boone es su actual pareja y que los dos viven en Puebla, y que ella dijo que Toda la soledad del centro de la tierra es una gran novela. También recuerdo que supuse que las narrativas de ambos podrían tener características en común y que por eso me dio curiosidad leerla. 

No sé si se debió a la cantidad de trabajo que tengo y a la cantidad de pendientes que tengo y a la cantidad de ideas que tengo sobre la cantidad de trabajo y sobre la cantidad de pendientes que tengo, pero no disfruté mucho la lectura de Toda la soledad del centro de la tierra. 

La leí a lo largo de dos o tres semanas, entre las diversas actividades que tengo. Me costó trabajo no abandonar la lectura. Creo que uno debería leerla de principio a fin, en lugar de leerla a intervalos. Tal vez ésta sea una de las razones por las cuales no me agradó tanto.

Me parece que se requiere dedicarle una mayor concentración a la lectura que la que pude dedicarle, y también me parece que la leeré en otra ocasión con mayor detenimiento y que tendré una impresión más positiva que la que tengo ahora.

Hay algunos pasajes de la novela en los cuales colindan estupendamente la prosa poética y la poesía, y que también describen estupendamente dos o tres escenas violentas que son esenciales en la trama de la novela; sin embargo, en general, me resultó un poco confusa la combinación de poesía y de prosa –incluso hay capítulos nones que sistemáticamente contienen poesía que refuerza o da contexto a los capítulos previos que están escritos en prosa–, aun cuando la historia es original y explota metáforas sobre un juego de la infancia del protagonista y el significado de la muerte para un niño huérfano que vive en un pueblo asolado por la crueldad y la violencia del narcotráfico. 

Mis primeras impresiones sobre esta novela son las siguientes: son más importantes las palabras que la historia en sí, se requiere paciencia para visualizar la historia como un todo y también es recomendable tener la mente abierta a una narrativa poco convencional. 

domingo, septiembre 13, 2020

13 de septiembre del 2019

 

El lunes o el martes o el miércoles comenzó a las seis am
Ya no recuerdo ciertas cosas
Sólo sé que habría días feriados entre semana

A las ocho ya estaba en las oficinas de la universidad
Desde allí salimos en una Ecosport hacia la Ciudad de México
No recuerdo si antes pasamos a la Rectoría General por ti
Ni tampoco si ésa fue la primera vez que nos vimos
Sólo recuerdo que a las diez ya estaba en el INNN
Alistándome para exponer una presentación que había preparado
Hablé sobre un modelo experimental de esquizofrenia

Luego fuimos a la UAM Xochimilco
Estuvimos esperando algunos minutos
Nos presentaron a algunas autoridades
Se supone que colaboraríamos con ellos
Y que te darían un espacio en el que pudieras trabajar

Más tarde volvimos a Lerma
Tal vez te acompañé a la Terminal de Autobuses
O quizá fue otro día de esa semana
Y acabé rendido a las siete de la noche
Caminando de vuelta a la casa

Parece otra vida
Todos podíamos desplazarnos
Libremente por la calle
Y saludar libremente 
A todo mundo

Cuesta trabajo creer que todo cambió 
Radicalmente en un año