miércoles, junio 29, 2022

Una notificación


Los gatos pasan encima de mí en la cama, como si no pesaran más que una almohada de plumas, me despiertan, y no puedo ignorar cuánto me duele el tobillo izquierdo; siento mucho dolor, como una punzada terrible, como si los músculos estuvieran rotos, como si un nervio estuviera inflamado, como si el hueso del tobillo estuviera carbonizado; como si mi tobillo tuviera mucho sueño, como si mi tobillo estuviera resfriado, como si mi tobillo tuviera cólicos premenstruales, como si mi tobillo tuviera diarrea, como si mi tobillo tuviera tos y alergia estacional y todos los padecimientos posibles; como si yo hubiera contraído raquitismo en el Siglo XIX y las secuelas me hubieran dejado cojo y aún estuviera adaptándome a usar una prótesis de por vida que me lastima el tobillo.

Los gatos pasan encima de mí, me despiertan, miro el reloj en la pared de la recámara, son las siete de la mañana, y repaso mentalmente lo que haré hoy, y me siento culpable porque no he podido salir a correr más que un día en esta semana –hoy debería correr, y el viernes también debería correr, pero lo más probable es que el tobillo continúe doliéndome y que no saldré a correr hasta el sábado o el domingo–, y pienso en la presentación que debo terminar para la plática que daré mañana por la tarde para un diplomado de investigación y medicina del sueño; me han invitado a este diplomado desde que era candidato a doctor, sino recuerdo mal en el 2012, cuando Katz y yo vivíamos en Xola, en una colonia bonita que quedaba cerca de todo, cuando Gatusso era un minino y era nuestro único amigo felino y su cabeza cabía en la palma de una de mis manos y yo le daba su biberón –lo abandonaron en la calle, y su mamá no lo amamantó– al mismo tiempo que me fumaba inconscientemente un Camel; y en otras ocasiones en las que me han invitado a este diplomado me he sentido un poco fuera de mi hábitat, hablando de temas que no domino y que no me gustan mucho, pero que siempre disfruto, pero en esta ocasión, cuando la presidenta de la sociedad que organiza este diplomado, que ocurre cada dos años más o menos desde el 2008, se comunicó por teléfono conmigo, en diciembre, le planteé hablar sobre un tema que me fascina y ella me dijo que sí.

Los gatos pasan encima de mí, ya estoy despierto, y reparo en que tendré una junta a las 13: 30 por Zoom con los colegas del departamento de ciencias de la salud; allí la jefa de departamento nos presentará a una profesora temporal (como yo) que impartirá estadística avanzada durante este trimestre (yo impartiré una clase los lunes, los martes y los jueves, de las 13:00 a las 18:00, cada día, y otra clase los miércoles, de las 14:00 a las 17:00), nos hablará sobre la página de internet del departamento y sobre la necesidad de retomar los seminarios departamentales; también repaso mentalmente lo que me espera dentro de la siguiente hora: ir al estudio y pincharme un dedo y medirme la glucosa y anotar cuántos mg/dl de glucosa en sangre tengo en ayuno, bajar a la cocina y buscar los platos de los gatos y darles comida blanda, cambiarles el agua –Gatusso siempre ensucia y tira el agua– y la arena, y buscar a Jackson –raras veces baja a la cocina, a la hora del desayuno– y llevarle su plato con comida blanda, y esperar a que Yoko o Gatusso o Jackson usen el arenero justamente cuando acabo de limpiarlo y entonces tener que limpiarlo otra vez, y entonces tener que barrer otra vez el cuarto donde está el arenero y entonces tener que volver a sacar la arena, que acaban de ensuciar, al bote de basura del patio.


Los gatos pasan encima de mí y ya se dieron cuenta que desperté y comienzan a maullar –sobre todo Gatusso– y a merodear alrededor de la cama como si fueran tiburones merodeando la balsa en la que agoniza un sujeto después de varias semanas de naufragio, y pienso que debería quedarme otros minutos tumbado en la cama, pero ya no tengo sueño y los maullidos de los gatos son cada vez más insistentes. 

Me siento en un borde de la cama, escucho la respiración de Katz que continúa de visita en algún mundo onírico que olvidará apenas despierte, y estiro un brazo hacia la mesita de noche y tomo mi teléfono celular y lo enciendo, y recuerdo todas las cosas que tengo que hacer en cuanto me levante, y vuelvo a pensar que debería tumbarme en la cama otros cinco minutos, pero también vuelvo a reparar en que ya no tengo sueño y en que los gatos están cada vez más impacientes y en que Katz sigue dormida y en que no quisiera perturbar su descanso. 

Estoy en estos pensamientos que son como un torbellino, cuando suena una notificación del teléfono celular. Apenas distingo el sonido, por debajo de los maullidos de Gatusso, de Yoko y de Jackson. Puede ser cualquier cosa –un Whats que requiere una respuesta urgente, un depósito inesperado de $20 MDD en mi cuenta bancaria, un nuevo seguidor en twitter, un mensaje del messenger de Facebook de alguien que no veo desde hace más de quince años–, pero tengo la certeza de que se trata de la notificación más innecesaria de todas las aplicaciones que tengo en mi teléfono: Google Fotos. 

Y sí: la aplicación me recuerda que, hace exactamente 9 años, después de haber vivido alrededor de cinco años en el pequeño departamento de Xola, Katz y yo nos mudamos de vuelta a Pantitlán, a donde habíamos vivido, cada quien por su lado, nuestras infancias. No me cuesta mucho trabajo recordar que ese día fue sábado y que había cajas por todas partes, y que tomé un par de fotografías mientras Katz bajaba a la calle a abrirle a un sujeto que la había contactado en una página de trueques en Facebook, con quien intercambiaríamos nuestro tanque de gas por dos o tres bolsas de Scoop Away. 

Esta notificación llegó en un momento curioso: apenas el fin de semana, en la novela que estoy escribiendo –además de los mil y un relatos que escribo en varios archivos de Word y de los tres blogs en los que improviso cualquier cosa que se me ocurre, como esta entrada, esta novela es mi tercer proyecto: tengo dos versiones de una novela ya terminada que envié dos veces a un concurso “para jóvenes escritores” que resultó un fraude, y tengo otra novela más o menos avanzada, a la que no he vuelto desde que vivimos en Toluca-Lerma–San Mateo Atenco–, me quedé atrapado en un relato sobre ese día. Intentaba escribir sobre el 29 de junio del 2013, sin saber que se trataba del 29 de junio del 2013. Intentaba escribir sobre el sujeto que vimos ese día y que se llevó nuestro tanque de gas y que nos dio dos o tres bolsas de arena para gatos.

Serían como las diez de la mañana cuando el sujeto llegó al departamento. Mi papá había conseguido una camioneta para la mudanza y ya andaba por allí con nosotros, y mientras Katz se había encargado de empacar prácticamente todas nuestras pertenencias, además de encontrar el departamento al que nos mudaríamos y recoger las llaves y acordar con el dueño del departamento cuánto pagaríamos de renta cada mes y cuánto deberíamos depositarle en el primer mes, el papá de Katz había estado ayudándole a ella toda la semana y yo había estado, como siempre que han ocurrido estos traslados, como un inútil quejumbroso toda la semana, escudándome en el estrés que me provocaba el ambiente tóxico del laboratorio de mi tutor de doctorado. Ya no soportaba un día más en ese laboratorio. 

Mi tutor había perdido el control sobre su grupo de investigación y yo estaba a punto de quedarme sin beca doctoral –como la dueña del pequeño departamento de Xola nos iba a subir la renta y como Katz y yo tendríamos que vivir algunos meses con nuestros ahorros y con los ingresos de Katz, que entonces trabajaba en una agencia aduanal, nos mudábamos de vuelta a Pantitlán–, estaba empezando a escribir mi tesis doctoral y terminando los experimentos de mi cuarto artículo de investigación original como primer autor en una revista indizada. Era obvio que había sacrificado mi estabilidad económica –que la vigencia de la beca doctoral terminara–, para publicar más artículos que los que necesitaba para titularme –como requisito de titulación el posgrado sólo exigía un artículo de investigación original como primer autor en una revista indizada–, pero mi tutor lo percibía de otra forma: cuando se enojaba, nos reunía a todos los que formábamos parte de su grupo de investigación y nos decía frente a todos (o nos enviaba un correo-e masivo) todo lo que le parecía que hacíamos mal cada uno. A mí me decía que yo sólo seguía sus instrucciones y que no tenía iniciativa y que no era ambicioso. Era un ambiente muy tóxico, y yo ya no quería seguir allí.

Cuando el tipo de la arena llegó al departamento de Xola hace 9 años, Katz me lo presentó y me pidió que le entregara el tanque de gas, así que él, mi papá y yo subimos a la azotea. Mi papá y el tipo me decían algunas cosas y no podía prestarle atención a ninguno de los dos. Mientras mi papá me hablaba sobre su trabajo, sobre algún padecimiento que le molestaba y sobre algunos problemas familiares, el tipo de la arena me decía que era editor de una revista literaria y que sus oficinas estaban enfrente del Parque Hundido y que él y su chica se habían mudado recientemente a un departamento cercano a las oficinas y que los tanques de gas estaban carísimos y que nos agradecían muchísimo el intercambio.

Yo le pregunté sobre la revista literaria y allí vi una oportunidad de publicar alguno de los tantos textos que he escrito (desde niño, cuando aprendí a escribir), y entonces le dije que yo escribía, y quería contarle sobre ese aspecto de mi vida con un poco de detalle para que no se quedara con la idea de que yo escribía, tal y como millones de personas dicen que escriben, pero mi papá estaba muy angustiado por los problemas que tenían mi tía, mi prima y mis sobrinas, y necesitaba desahogarse conmigo.

Ante mi incapacidad para controlar la situación, apoyé los codos en una de las bardas de concreto de la azotea y me quedé mirando desde allí la colonia de ese edificio de tres pisos junto a Tlalpan, frente a un Sanborns, a unas cuadras de las estaciones Xola y Villa de Cortés del metro, a unas cuadras de la estación Las Américas del metrobús, en el que Katz, Gatusso y yo habíamos vivido.

Por primera vez reparé en que era una colonia bonita y bien ubicada, y en que nunca la había disfrutado. Pensé en todas las cosas que habían pasado en un lapso de cinco años, y me pregunté si algún día volveríamos a vivir en una colonia similar a esa.

Bajamos hasta la calle, el tipo de la arena se encargó de bajar él solo el tanque de gas, mi papá y yo lo acompañamos hasta su auto, el tipo me dio un par de ejemplares de la revista en la que era editor y me dijo que le enviara uno de mis textos y que seguíamos en contacto. Yo le dije que no debía sentirse comprometido a publicarme, que me bastaba con su retroalimentación. 

Apenas acabamos de instalarnos en el departamento de Pantitlán –teníamos pocas cosas, y Katz y yo terminamos de instalarnos en menos de 24 horas–, me puse a escribir un relato para enviárselo al tipo de la arena –era un relato sobre un sujeto que llevaba a su novia ebria de vuelta a su casa, después de una fiesta, el día que la selección sub 17 había ganado el mundial de la categoría en Perú 2005– y se lo envié. Por supuesto: el tipo de la arena nunca me contestó. 

Ya pasaron nueve años desde ese día. Mi tía, mi prima y mis sobrinas continúan teniendo problemas, y me pregunto quién vivirá ahora en ese departamento de Xola, me pregunto qué será de la vida del tipo de la arena: ¿al menos habrá leído el texto que le envié?; si ahora mismo, por azares del destino, leyera esta entrada, ¿le parecería mala?, ¿sentiría curiosidad por leer aquel texto que le envié en el 2013...?

También me pregunto si alguno de los integrantes de los comités de los concursos “para jóvenes escritores” en los que participé, leyó mi novela. También me pregunto qué pasaría si un desconocido, por azares del destino, leyera esta entrada, creyendo que no la escribí yo, sino una estrella de rock de las letras: ¿le volaría la cabeza...?

domingo, junio 26, 2022

under the influence

 

EN PROGRESO

Estaba en los últimos meses del doctorado y estaba a punto de mandar a volar todo, y ya no soportaba que mi tutor me dijera en frente de todos los estudiantes de doctorado y de licenciatura que formábamos parte de su grupo de trabajo que yo sólo seguía sus instrucciones y que era un estudiante con poca iniciativa (tal vez lo decía para molestarme o porque todo se le había salido de control y quería poner el ejemplo conmigo: ya tenía dos años como profesor de asignatura en la facultad de psicología y estaba por publicar mi tercer artículo de investigación original como primer autor y a veces, sobre todo por las mañanas, era el único estudiante en el laboratorio), los fines de semana me gustaba fumar y alcoholizarme y liberarme de todo; ocasionalmente encendía el televisor (sobre todo cuando jugaba la Selección Mexicana) y me sentaba a ver partidos de futbol (supongo que en ese estado no me parecían tan aburridos); ésta era una costumbre de toda mi vida (no fumar y alcoholizarme, sino ver partidos de futbol), más precisamente desde aquella tarde del verano de 1990 cuando mi papá veía por tv un partido de octavos de final entre las selecciones de Brasil y de Argentina que se disputaba en Turín, y Diego Maradona hizo una jugada de otro planeta y le dio un pase a Claudio Caniggia y Claudio Caniggia anotó un gol y los argentinos eliminaron a los brasileños que eran uno de los equipos favoritos para ganar esa Copa del Mundo; y todo lo que transcurrió en apenas veinte o treinta segundos –la jugada entre Diego y Claudio, en ese estadio, en esa cancha de futbol, en ese césped–, capturó mi atención, me dejó impactado, y me condenó a ver otros partidos de futbol; desde entonces, muchos recuerdos de mi vida están asociados al futbol, como el partido que se disputó el 26 de junio del 2011.

Era la final de una Copa Oro, la disputaban las selecciones de Estados Unidos y de México, en el Rosebowl, en Pasadena, en el mismo estadio en el que la selección de Brasil y la selección de Italia jugaron la final del mundial de 1994, en el mismo estadio en el Roberto Baggio falló un penalti que le permitió a los brasileños ganar su cuarta Copa del Mundo. 

El Director Técnico de esa Selección Mexicana era José Manuel de la Torre, el equipo tenía jugadores talentosos que jugaban en Europa.


sábado, junio 25, 2022

¿Estrella de rock (de las letras) o bombero (académico)?


Me considero un bombero de segunda mano que apaga los fuegos de todas las cosas que se incendian en los trabajos en los que he estado, y no voy a entrar en detalles, no voy a desmenuzar nada, no voy a decir qué significa nada, sólo voy a decir que siempre he disfrutado mis trabajos, que siempre he remado contra la corriente, que nunca me he quejado de nada y que eso (aparentemente) le ha hecho creer a la gente que mi trabajo es muy fácil y que todo me da igual (no los culpo) y que mi cerebro siempre está en modo “Es lo que hay”.

En todos los trabajos que he tenido he tratado a personas con una ética intachable y con un compromiso asombroso hacia todo lo que hacen, pero también he tratado a psicópatas y a narcisistas que sólo se preocupan por ellos mismos y que no miden las consecuencias de sus actos y que se alimentan de la humillación de los demás; y también he tratado a personas falsas que sólo me hablan o me saludan cuando necesitan algo de mí, o cuando no les queda otra opción; y también he tratado a personas fabulosas, transparentes y directas, y algunas de ellas, infortunadamente, ya no están aquí.

Aunque me considero un bombero, desde niño siempre he querido ser una estrella de rock de las letras y se los he dicho a personas de mi círculo social y a algunas de ellas les ha parecido una broma y se han carcajeado en mi cara y me han dicho que es la niñopausia, y que debería preocuparme por tener un auto del año en la puerta de mi casa, o que debería preocuparme por salir de vacaciones al menos dos veces al año y conocer el mundo; a otras personas se los he contado y me han dejado la impresión de que creen que soy más bien un escribano y que, cuando les digo que escribo, me refiero más bien a que escribo poemas sobre las mujeres que me gustaban cuando estaba en la secundaria, o a que puedo escribir poemas sobre los bebés que acaban de nacer y que puedo sentir lo felices que están sus papás y que puedo escribir sobre eso.

Otras personas me han dejado la impresión de que creen que puedo escribir sobre las fiestas de graduación que les gustan a los papás y a los abuelos de los graduados, o que invento historias como las que ellos ven en Netflix, como esas historias en las que todos los protagonistas son ricos y luchan por sus sueños hasta que sus sueños (con un empujoncito de la fortuna familiar) se hacen realidad, pero no me voy a quejar más de lo necesario, sólo voy a decir que hoy no salí a correr, que desde las seis de la mañana me levanté de la cama y que encendí la Mac y que me concentré en escribir en algunos de los textos en Word que tengo abandonados en distintas carpetas en la computadora (las cosas que lees en este blog son improvisaciones que pueden tomar otro camino), y que uno de esos textos fue el de la novela que comencé a escribir en la pandemia, hace más de un año, y que ha ido tomando la forma de una novela de ficción autobiográfica y que tiene ya más de trescientas páginas, aunque no siempre puedo escribir en ella. 

Voy a decir que ya son las dos de la tarde y que he estado escribiendo desde las seis de la mañana y que la escritura ha fluido y que he escuchado cientos de veces el álbum de The Smile y que sólo interrumpí la escritura para bañarme y para desayunar, y que terminan mis vacaciones y que el lunes vuelvo a la universidad y que volveré a perderme en las responsabilidades de la academia y que volveré a perder el ritmo y que todo esto que escribo lo leeré en los siguientes meses y que me sentiré frustrado y dividido y que entonces me habré resignado una vez más a haber perdido el ritmo, y que entonces odiaré mi existencia con todo mi corazón, que me sentiré como cuando Maradona dijo que le habían cortado las piernas y que nadie comprenderá mi frustración, ni que desde niño he querido ser una estrella de rock de las letras y que siempre he remado contra la corriente y que he fungido como un bombero de segunda mano.    

viernes, junio 17, 2022

Alemania vs México

 


Nadie tenía grandes expectativas de la selección: habían clasificado al mundial sin contratiempos, pero habían perdido 7 a 0 contra los chilenos en La Copa América y 4 a 1 contra los juveniles alemanes en La Copa Confederaciones. Más allá de estas escandalosas derrotas, el equipo no parecía tener un sistema de juego claro –¿como ahora?– y los aficionados y la prensa exigían la destitución de Juan Carlos Osorio, el Director Técnico. Ya pasaron cuatro años y las cosas no han cambiado mucho.

Esa mañana del domingo 17 de junio del 2018, me levanté temprano a escribir en este blog. Había quedado en ir a ver el juego a casa de mis papás, con mis hermanos y con mis papás, como había hecho desde el mundial de Sudáfrica, cada vez que jugaba la selección y el juego caía en fin de semana y todos podíamos reunirnos. 

Se me fue el tiempo escribiendo en el blog y tuve que salir corriendo a casa de mis papás. Su casa no quedaba muy lejos del departamento, quedaba como a veinte minutos caminando, o como a cinco minutos en auto. Creo que la transmisión del juego comenzaba al mediodía y que ya faltaban diez minutos para el mediodía cuando salí del departamento. Quise tomar un taxi para llegar pronto a casa de mis papás, pero la calle estaba vacía y los pocos taxis que pasaban ya llevaban pasaje. No era un domingo cualquiera: era un domingo en el que jugaba la selección de futbol en un mundial. 

Caminé deprisa y llegué a casa de mis papás cuando iba a comenzar la ceremonia de los himnos. Poco tiempo había tenido para recordar otros debuts de la selección en otras Copas del Mundo, como el juego contra los noruegos en Washington DC, en Estados Unidos 1994, o en Francia 1998, contra la selección de Corea del Sur. Al igual que mis papás y que mis hermanos y que la mayoría de la afición, yo tampoco tenía muchas expectativas de esta selección –ya estaba acostumbrado a las derrotas – y, más bien, seguía la tradición de ver a la selección jugar en un mundial. 

Saludé a mi mamá, a mis cuñadas y a mis hermanos, y me subí a la sala de tv –mi vieja recámara de soltero– y me senté frente al televisor, junto a mi papá. Al ver los rostros de los futbolistas mexicanos, de pie, con una mano en el pecho y entonando El Himno Nacional, mientras los enfocaban las cámaras de video de la transmisión oficial de la FIFA que esporádicamente hacían tomas de los aficionados en el estadio (sin la burda publicidad tercermundista que satura los partidos de la selección en la televisión mexicana) y mientras estas tomas se alternaban con las tomas de las cámaras de TV Azteca en distintos puntos de la República Mexicana en los que se habían congregado los aficionados a ver el partido en pantallas gigantes, reparé en la importancia de ese partido y caí en la cuenta de que un mundial de futbol, pase lo que pase, es incomparable con cualquier otro torneo de futbol: no importa qué tan mal esté jugando tu selección; siempre estarás apoyándola y esperando a que gane el partido como sea, aunque ganar no sea lo más probable. 

Casi sentí que yo estaba en El Estadio Loujniki, entonando El Himno Nacional, a punto de disputar el partido, y me pregunté qué clase de futbolista habría sido yo si hubiera disputado un mundial; si estaría consciente de que casi todo el país estaría al pendiente de ese partido y si la emoción me desbordaría; si me sentiría totalmente conmovido y si me pondría a llorar mientras las cámaras de la FIFA me enfocaran. 

El juego comenzó de un modo que nadie esperaba: la selección mexicana se fue al frente y creó jugadas de peligro. Al cabo de unos minutos, el partido se emparejó y luego se convirtió en el juego que todos esperábamos: los alemanes buscaban un gol y la selección mexicana se defendía. 

Estaba por terminar el primer tiempo, cuando Héctor Herrera, después de un tiro de esquina a favor de los alemanes, recuperó el balón en el borde del área mexicana e inició un contragolpe que acabó con un gol de Hirving Lozano.

En la casa y en el país todos los aficionados seguimos la jugada paso a paso y deseamos que Lozano anotara y gritamos el gol. Ni el aficionado más optimista habría apostado por ese escenario.   

También era día del padre.

martes, junio 14, 2022

Antes de escribir


Estoy de vacaciones, pero es relativo: no es probable que salga a la playa, ni a ningún lugar similar, y tengo trabajo en casa. No sólo tengo que estudiar, corregir un artículo de revisión, preparar algunas presentaciones, exámenes y documentos administrativos, sino que también debo realizar el trabajo que requiere una casa y el trabajo que demandan tres gatos en una casa. 

Cuando me despierto en la zona para escribir, después de medirme la glucosa (como hago desde hace más de un año, diariamente) y antes de salir a correr (más o menos cada tercer día), voy resolviendo cada una de las cosas que requiere la casa: darles comida blanda a los gatos, buscar a Jackson (siempre hay que darle de comer en algún lugar poco convencional), limpiar el vómito de los gatos, cambiarles el agua a los gatos, limpiar el arenero de los gatos, barrer el espacio donde está el arenero de los gatos, sacar al patio la basura y la arena sucia de los gatos, trapear el espacio donde está el agua de los gatos, ... Si salgo a correr, hasta este punto hago una pausa; si no, me pongo a lavar los trastes (claro que antes me lavo las manos, independientemente de si salgo a correr, o no; y no deja de sorprenderme la cantidad de trastes que usamos sólo dos adultos en casa; me han tocado lavar 13 cucharas, 7 tenedores, 4 cuchillos, 6 platos hondos, 3 platos largos y 3 tuppers tan sólo de dos comidas.) Ocasionalmente, cuando tengo menos trabajo académico, también barro y trapeo. Para cuando termino de hacer todas estas cosas, estoy cansado y ya no me siento en la zona. Reposo unos minutos y se me ocurre revisar twitter

Twitter parece un mundo paralelo al mundo en el que acabo de hacer todas estas cosas: residentes de Coyoacán o de La Condesa o de Polanco o de Los Ángeles o de Miami, que le reclaman al presidente la tala de árboles en reservas ecológicas o que denuncian la inseguridad en sus lugares de residencia, pero que ignoran la privatización de playas en La Riviera Maya o los atroces asesinatos que ocurren en el Estado de México; personas que se dedican a la comedia 24/7, que no viven en México y que se burlan del AIFA mientras abordan un avión con destino a Estados Unidos en el Charles de Gaulle; personas que escriben novelas y poemas juveniles pero que se comportan como si fueran intelectuales del mundo, que opinan de todo –desde su perspectiva y con un dejo de superioridad moral– y que tienen amigos que los patrocinan incansablemente en medios masivos de comunicación; personas que abandonaron el TEC porque tuvieron la oportunidad de actuar en una película de Fernando Sariñana y que ya tienen una docena de películas similares en las que siempre interpretan al mismo tipo de personaje, tuiteando sobre “el nuevo guión” que acaban de escribir o sobre su próxima película; personas que estudiaron en “una escuela de escritores”, que se venden en redes sociales con etiquetas burdas que van dirigidas a jóvenes sin criterio y que escriben guiones para Netflix o para HBO, adelantando en twitter su nuevo proyecto –una trama en la que los protagonistas tienen mucho dinero y muchas empresas, viven en El Pedregal, y lidian con los problemas de la clase alta; personas que vuelven a México después de realizar una maestría en algún conservatorio de música en El Reino Unido y que graban su podcast o su vlog, desde un estudio en La Roma en el que todas las paredes están tapizadas de guitarras signature que cuestan más de $100, 000 MXN –¡cada una!–, para hacer bromas sobre “el idiota de Palacio Nacional”; personas que entraron a trabajar a ESPN o a FOX antes de terminar su licenciatura en el ITAM y que cobran un sueldo por hablar de futbol o de basquetbol en tv, aprovechando su fama para tuitear cualquier idiotez “política” que les contarían a sus amigos en un desayuno en el CrepesWaffles de Perisur; personas que usan twitter para anunciar todo tipo de productos –desde cuchillos para que te cortes los dedos, hasta curitas para que te los pongas en los dedos que te cortaste con los cuchillos–, tuiteando sobre la frase que se les quedó en la cabeza del último libro de superación personal que leyeron... 

Estos usuarios de twitter que se quejan amargamente del gobierno y que lo culpan de las precariedades económicas –sus “infiernos personales”– con las que han tenido que lidiar desde diciembre del 2018, siempre me hacen pensar en adultos que siguen viendo el mundo como si fueran niños. (A lo mejor, sus vidas han sido relativamente fáciles y por eso no tienen perspectiva). 

Ya estoy enojado y ya se me olvidó qué era lo que quería escribir antes de revisar twitter y no puedo evitar preguntarme a quién apoyarían estas personas quejumbrosas, si tuvieran que recoger todos los días la arena de sus gatos, si tuvieran que lavar trastes todos los días, si tuvieran que barrer y trapear sus casas todos los días, si tuvieran que prepararse sus alimentos y usar transporte público todos los días (o hacer cosas más horribles y en peores condiciones), antes de ponerse a hacer las cosas que les apasionan.

En twitter también está el otro lado de la moneda: gente que defiende a ultranza al gobierno y que sólo tuitea sobre eso y sobre cómo la oposición es superficial y ridícula, pero, generalmente, en comparación con quienes odian al gobierno, no tuitean desde Los Ángeles o desde la sala de espera del Charles de Gaulle o desde Crepes & Waffles o desde algún estudio de grabación tapizado con guitarras eléctricas signature

En fin, todos vivimos en una burbuja, pero no todas las burbujas son iguales: algunas son más resistentes que otras y algunas son más bonitas que otras.

domingo, junio 12, 2022

Brasil vs Suecia

Mis abuelos –maternos y paternos– vivían en la misma calle y sus casas quedaban una junto a la otra, así que cuando los visitábamos –religiosamente, casi cada domingo–, podíamos verlos a los cuatro; sólo teníamos que turnarnos: a veces llegábamos primero a la casa de los abuelos maternos y nos despedíamos en la casa de los abuelos paternos; otras veces, era al revés. Lo mismo ocurría en las fiestas de Independencia, de Navidad y de Año Nuevo. 

Como casi cualquier otro domingo de mi infancia, el domingo 12 de junio de 1990 no fue la excepción: fuimos a ver a los abuelos. El mundial de futbol tenía unos días de haber comenzado. La selección mexicana había sido castigada por la FIFA y no disputaría ese torneo, pero en la escuela todo mundo hablaba del mundial y yo veía programas en la tv relacionados con el mundial y coleccionaba estampas de los jugadores del mundial que salían en las paletas de los helados Holanda. 

Apenas el viernes previo mi papá se había quedado en la casa y los dos habíamos visto por tv una semblanza de los mundiales de futbol (acompañados por el comentarista Juan Dosal y por el invitado estelar HugoSánchez) y la tediosa inauguración del mundial (exceptuando la fabulosa canción de Gianna Nannini y Edoardo Bennato, casi lo único llamativo había sido el desfile, en el que una modelo había mostrado accidentalmente un pecho) y la derrota de la selección argentina con un gol de François Omam-Biyik en El Estadio Giuseppe Meazza; el sábado habíamos visto por tv el debut de la selección italiana y el gol de Salvatore 'Toto' Schillaci contra los austríacos en El Estadio Olímpico de Roma.

Ese domingo, en cuanto entramos en la casa de los abuelos maternos, percibí el aroma de la sopa de pasta y de la pierna horneada que había preparado la abuela. Casi era la hora de la comida. Me metí a la sala a saludar a mi abuelo. Él estaba sentado frente al televisor. Estaba comiéndose un mazapán o unos cacahuates. A lo mejor estaba tomándose una cerveza. La diabetes todavía no hacía estragos visibles en su salud. Él me sonrió y me invitó a sentarme junto a él. La abuela se acercó a mí y me preguntó si quería un vaso con refresco. A lo mejor le dije que sí. Mis papás dijeron que irían al mercado a comprar comida para la semana y salieron de la casa (así lo recuerdo). 

En El Estadio Delle Alpi, en Turín, jugaban las selecciones de Brasil y de Suecia. Los narradores de Televisa decían que Brasil tenía un súper equipo y que era candidata a ganar el mundial –su más reciente mundial lo habían ganado en 1970–, y que la figura de los suecos era un mediocampista ofensivo llamado Tomás Brolin. 

Cuando iba a terminar el primer tiempo, Careca –compañero de Maradona en el Nápoles– recibió un pase desde medio campo en el límite del área de los suecos y dribló al arquero sueco en el área y anotó para Brasil. Llevaba unas licras negras debajo de los calzoncillos azules del uniforme y festejó el gol con una especie de samba. Mi abuelo apoyaba a Brasil y celebró el gol y me contó que los brasileños habían jugado en Guadalajara en los mundiales de México, en 1970 y en 1986. 

En el segundo tiempo, Brasil volvió a anotar otro gol y el abuelo volvió a celebrar. Casi al final del partido, Tomás Brolin descontó para los suecos. Unos días más tarde, la selección de Costa Rica, una de las revelaciones del torneo, jugaría un gran partido contra los brasileños y avanzaría a los octavos de final del mundial, en su primera participación mundialista. Unas semanas más tarde, en ese mismo estadio, los brasileños, gracias a una genialidad de Maradona y a la habilidad de Caniggia, perderían el partido de octavos de final contra los argentinos y volverían a casa. Tendrían que esperar cuatro años más para volver a ganar un mundial. 

Internet me recuerda que ya pasaron 32 años de este partido. Mis abuelos paternos se mudaron de casa en el 2000 y ninguno de los cuatro abuelos vive ya.

domingo, junio 05, 2022

El Sedán detenido en Circuito Interior


Estábamos atascados en el tráfico, llovía como si fuera el fin del mundo y mi mamá estaba estresada, pero el sonido de las intermitentes del Sedán detenido en Circuito Interior era lo único que capturaba mi atención y me remontaba a otros momentos, como cuando era un niño de seis o siete años y salíamos en familia a una boda o a un bautizo de algún pariente que sólo conocían los abuelos y volvíamos por la noche a la casa desde algún lugar remoto y yo estaba tan cansado que no podía mantenerme despierto y mi papá tenía que detener el Sedán en un sitio poco convencional, y luego tenía que encender las intermitentes del auto y ese sonido monótono y pacífico llenaba el espacio y me hipnotizaba y me libraba de toda preocupación.
 
Ahora estaba en la secundaria, acababa mayo de 1992, el América —con Hugo Sánchez y con Germán Martellotto y con Gonzalo Pineda y con Bernardo y con Óscar Ruggeri— acababa de perder la semifinal de ida de La Liguilla en El Tec de Monterrey con un gol de 'Careca' Bianchezi en aparente fuera de lugar, mi papá volvía de un viaje a Monterrey –nos contaría que lo habían 'invitado' a ver ese partido en El Tec, pero que los boletos estaban muy caros y que rechazó la oferta–, mi mamá conducía el Sedán y nos dirigíamos al aeropuerto, pero, otra vez, el sonido de las intermitentes ejercía un poder hipnótico sobre mí y me hacía sentir como un niño de seis o siete años que estaba exhausto y que volvía a su casa en el auto familiar después de una fiesta en algún lugar remoto.  

Las circunstancias eran muy distintas. No sólo llovía como si fuera el fin del mundo y no sólo estábamos atascados en el tráfico: un millón de automovilistas enfurecidos y neuróticos hacían sonar los claxons de sus automóviles y nos echaban las luces encima en Circuito Interior. Por si fuera poco, los limpiaparabrisas del Sedán habían dejado de funcionar y el parabrisas estaba empañado y no podíamos ver nada del exterior.

Mis hermanos y yo íbamos en el asiento trasero del auto y mi mamá y mi abuelo iban en los asientos de piloto y de copiloto. Cuando la situación parecía más estresante para todos, el abuelo le dijo a mi mamá que detuviera el auto y que encendiera las intermitentes. Luego se bajó del Sedán y encendió un cigarrillo –entonces fumaba Raleigh– y mi mamá dijo (y yo pensé) que ese no era un momento apropiado para que él se pusiera a fumar, pero, después de dos o tres caladas, el abuelo deshizo el cigarrillo y esparció el tabaco en el parabrisas, se metió de nuevo en el Sedán y le dijo a mi mamá que condujera otra vez. 

Avanzamos y los automovilistas en Circuito Interior dejaron de echarnos las luces de sus autos encima y también dejaron de hacer sonar los claxons de sus automóviles. Continuó lloviendo como si fuera el fin del mundo pero el tabaco esparcido en el parabrisas del Sedán comenzó a aclarar el panorama y llegamos sin problemas al aeropuerto. 

Desde entonces, al abuelo, que era un hombre muy práctico y que siempre tenía un buen plan para resolver cualquier problema, le apodamos 'MacGyver'.

sábado, junio 04, 2022

Solicitudes de amistad y contactos fantasma



Sueño un sueño absurdo en el que Thurston Moore se limpia la nariz escandalosamente y luego me dice en español que quiere comprarme una de mis guitarras eléctricas y que me contará algo que nadie sabe sobre la muerte de Kurt Cobain, mientras J Mascis bosteza y parece estar harto de los dos. 

En la realidad, siento las piernas adormecidas, como si me hubiera pasado un tren encima, y también siento unas irresistibles ganas de orinar, como, después de cierta edad, ocurre todas las mañanas.

Despierto. Jax está acostado en mis piernas. Él es el tren que me ha pasado encima. 

Aplazo el momento en el que ya no podré resistir más las ganas de orinar, y miro el reloj en la mesita de noche. Son las cinco de la mañana. Si me levanto de la cama, me pondré a hacer mil cosas –medirme la glucosa, recoger la arena de los gatos, darles comida blanda a los gatos, ponerme ropa deportiva, salir a correr– y ya no volveré a la cama. Quiero descansar un poco más. 

Enciendo mi teléfono y me meto a Facebook. Ayer hice un experimento –compartí lo que opino sobre un tema de interés popular y después compartí una nota absurda sobre el mismo tema, excepto que la escribió un líder de opinión, de esos que están en todas partes, atacando o defendiendo un punto de vista, dependiendo de quién le pague más–, y tengo curiosidad por saber qué pasó: cuántas reacciones tiene cada publicación. 

A diferencia de mi publicación –que no obtuvo ninguna reacción–, la publicación del líder de opinión obtuvo veinte reacciones en mi muro. Seis de mis contactos incluso compartieron esa publicación desde mi muro. No me sorprende. Siempre he sabido que las cosas son así: que la gente, incluso la que conozco (o, principalmente, la que conozco) le da más crédito a los líderes de opinión, aunque sean unos tontos y digan obviedades, y aunque opinen de un tema que no conocen y que yo sí conozco (porque tengo publicaciones sobre ese tema en revistas evaluadas por pares, o porque he impartido cursos sobre ese tema en la universidad).

Siento un hueco en el estómago y una especie de calambre en la vejiga, pero aún puedo aplazar la hora de levantarme de la cama, y me pregunto de dónde salieron todos estos contactos que tengo en Facebook. Exceptuando a mis familiares, a mis colegas y a los conocidos con quienes he convivido en alguna etapa de mi vida –la primaria, la secundaria, la prepa, la universidad–, a la mayoría del resto de los contactos que no entran en esa categoría los conocí y los traté personalmente. Pienso en el número del antropólogo Robin Dunbar. Alguien me contó que él estima que una persona está conectada socialmente con 150 personas y que esa proporción está relacionada con el tamaño de la neocorteza. O algo así. 

Casi ya no puedo aplazar las ganas de orinar, pero hago algunos cálculos: yo tengo 296 contactos en Facebook; de esos 296, alrededor de 80 han interactuado conmigo alguna vez; de esos 296 contactos, alrededor de 200 nunca han interactuado conmigo (ni siquiera cuando comparto fotografías de perros o de gatos).  

Una serie de preguntas cruzan mi mente: ¿qué sentido tiene que seamos contactos en Facebook, si no hay interacción?; estos contactos fantasma, ¿sólo están al pendiente de lo que me pasa, para saber cuándo me pasan cosas malas?; estos contactos fantasma ¿sólo aceptaron por cortesía mi solicitud de amistad...? 

O ellos me enviaron personalmente solicitud de amistad, o yo les envié solicitud de amistad, pero el punto es que aceptamos, y yo esperaría que hubiera un trato más cercano, incluso en la virtualidad de Facebook, al menos una vez al año, pero tengo Facebook desde el 2009, ó desde el 2010, y estos 120 contactos nunca han interactuado conmigo. 

Sé que es probable que algunos de ellos no compartan mis intereses o que les valga madre mi vida, pero yo mismo ocasionalmente interactúo con los contactos con los que no comparto intereses. Les pregunto por cortesía cómo les va o cuántos años tienen los niños (¿sus hijos?) que salen en las fotos que comparten en sus muros. A veces hasta he compartido las publicaciones de algunos de mis contactos –cuando, por ejemplo, darán una plática o un concierto, o recibieron algún reconocimiento, o cuando abrieron un negocio, y están compartiendo esa información en sus muros–, pero nunca ha habido reciprocidad y paulatinamente he dejado de hacerlo. He sido ingenuo. Katz insiste en que a la mayoría de la gente le gusta estar al tanto de lo que uno hace, pero que en realidad no le importa lo que haces. Yo insisto en que debería haber un mayor acercamiento con la gente a la que tienes entre tus contactos de Facebook, al menos ocasionalmente.

No recuerdo si a la mayoría de estos contactos fantasma yo les envié solicitud de amistad, o si fue al revés. Lo que sí sé es que a algunos de estos contactos los he dejado de seguir porque me han aturdido, molestado o aburrido con sus publicaciones. Tengo curiosidad por saber cuántos han hecho lo mismo conmigo. 

He dejado de seguir a quienes sólo suben fotografías de los lugares exóticos a los que viajan cada fin de semana, o de los restaurantes en los que comen cada fin de semana, o de los eventos del año a los que asisten cada fin de semana (desde un partido de futbol en El Estadio Azteca, hasta una carrera de autos Fórmula 1 en El Autódromo Hermanos Rodríguez, o un concierto de Café Tacuba o de Ricardo Arjona o de OV7 o de Silvio Rodríguez en El Auditorio Nacional), o de bodas o de cumpleaños. 

Por absurdo que parezca, algunos de ellos, ocasionalmente, han compartido fotografías de los automóviles que acaban de comprarse. Algunos incluso le han puesto un moño de regalo en el cofre a su auto recién comprado y han posado junto a él.  

A otros contactos fantasma los he dejado de seguir por obtusos y por su falta de empatía. Algunos de ellos son superficiales y envidiosos –se nota a kilómetros de distancia–, y sólo comparten posts de los líderes de opinión que refuerzan sus “ideologías políticas”; otros, casi exclusivamente comparten memes y sólo comentan mis publicaciones cuando pueden corregirme o cuando creen que saben exactamente cómo pienso. 

También admito que pude haber ofendido accidentalmente a algunos de mis contactos fantasma con alguno de mis posts. Quién sabe cuántos de estos contactos que no sigo, también dejaron de seguirme. Tengo curiosidad por saber cuántos han hecho lo mismo conmigo. 

A otros contactos fantasma que tengo en Facebook, los conocí como profesor. Tampoco recuerdo si yo les envié solicitud de amistad, o si fue al revés, pero supongo que, al principio de los tiempos, cuando todo era caos y oscuridad en Facebook, cuando abrí mi cuenta de Facebook, yo les envié solicitud de amistad. No me interesaba saber a qué se dedicaban o qué hacían, sino mantenerme en contacto con ellos. Quién sabe por qué. Supongo que sólo quería tener muchos contactos en Facebook. 

Desde al menos hace cinco años que no le envío solicitud de amistad a ningún ex alumno, pero ocasionalmente sí acepto solicitudes de amistad de ex alumnos. Algunos ex alumnos son respetuosos –sobre todo aquellos a quienes les di clases hace más de diez años– y algunos ex alumnos son insolentes –sobre todo los de las generaciones a los que les impartí una o dos clases hace cinco años, cuando estaba en el posdoc y traía el cabello teñido de azul, cuando acababa de ponerme dos pendientes en el lóbulo izquierdo y cuando algunos profesores me invitaban a impartir alguna clase en sus cursos–, y, ahora que lo pienso mejor, estos ex alumnos más jóvenes crecieron en un mundo virtual en el que la comunicación es totalmente distinta a la comunicación a la que estamos acostumbradas las generaciones más viejas. 

Quizá estos jóvenes que crecieron en un mundo virtual se sienten protegidos y alentados por otros jóvenes iguales que ellos, y quizá terminan creyendo que todos somos iguales, que las formalidades académicas son de un siglo anticuado y que los grados académicos no importan ni siquiera en el ambiente académico.

También hay excepciones a esta regla. También hay ex alumnos que conocí hace más de diez años y que no son respetuosos y que se dirigen a mí exclusivamente cuando necesitan algo de mí, o que comentan mis posts con ironía (a veces, cuando subo un post en el que toco la guitarra y canto, me han recomendado afinar la guitarra en otro tono y usar un tono más grave para cantar) o con la intención de polemizar (como si me vieran como un gran amigo suyo, al que conocieron desde el kínder). También hay ex alumnos que incluso se roban mis posts y que los hacen pasar como suyos y que luego se hacen las víctimas porque les digo que eso está mal. 

También hay ex alumnos que están tan metidos en la inercia de las redes sociales, que creen que los profesores nos quedamos estancados en el siglo XX, y que no sabemos qué es un gadget o qué es funar, o cómo se sube un video a YouTube, y que sienten la obligación de explicarte cómo encender una computadora.

Basta ya. No puedo seguir perdiendo el tiempo, ni aguantar más las ganas de orinar. Tengo que levantarme de la cama, tengo que ir al baño y luego tengo que lavarme las manos y la cara, y luego tengo que cepillarme los dientes.