lunes, enero 17, 2022

Tirar la toalla


El martes renovaron tu distinción de Investigador Nacional Nivel I. Deberías estar feliz. En tu primera solicitud de ingreso al SNI (cuando acababas de terminar el posgrado), te dieron esa distinción y la ejerciste en el posdoc, pero te enfermaste, acabaste en el quirófano y sólo pudiste publicar un artículo como primer autor y no pudiste renovar en la convocatoria que te correspondía (aunque, en ese periodo, tus colegas de antaño ni siquiera te consultaron para colaborar en otras dos publicaciones en las que cuatro de tus publicaciones como primer autor fueron parte sustancial de dos artículos de revisión). 

Tienes casi un mes con tos. Un día, saliste a correr y al volver a la casa te enfriaste más de lo necesario platicándole a tu esposa sobre algunas cosas en las que estabas pensando mientras corrías. No has podido descansar lo suficiente. Cada semana has hablado frente a clase entre cinco y siete horas.  

En lugar de celebrar tu regreso al SNI, tienes que hacer miles de cosas para actualizar tu e-firma en el SAT. El miércoles, el jueves y el sábado has estado entre seis y siete horas diarias leyendo manuales y siguiendo instrucciones en línea, sin éxito. 

Tienes un montón de actividades que hacer precisamente en la semana que comienza: te toca la dosis de refuerzo de la vacuna contra el covid-19, debes entregar el informe anual de actividades del consejo editorial que presides desde hace dos años, debes enviar una copia de un examen de recuperación, debes estudiar dos capítulos de ochenta páginas cada uno para las dos clases de cuatro horas y media que impartes esta semana, debes seguir invirtiendo más y más horas en la actualización de tu e-firma en el SAT...

No has podido dormir bien por estar pensando en todo lo que tienes que hacer, pero finalmente te encuentras en un sueño cálido, que es como imaginas que es un sueño de morfina, y sueñas que ninguna de las cosas que ocurren en la realidad vale la pena y entonces una oleada de entusiasmo recorre tu médula espinal y tienes un fuerte impulso para escribir y presientes que las palabras y que las oraciones y que los diálogos fluirán como en los viejos tiempos en los que podías dedicarte exclusivamente a escribir, pero la vejiga llama desde las profundidades del frío de la mañana del lunes y luego el gatito más grande de toda tu familia de Thundercats maúlla desesperadamente como la sirena de una ambulancia que se dirige a la escena de una tragedia, y la vejiga y el gatito se convierten en las únicas sensaciones que se filtran por el tálamo y ya no puedes más y tienes que levantarte de la cama y luchar contra el frío que penetra tus poros como un cuchillo afilado.

Son las siete de la mañana. 
Te concentras en la sensación del frío que te roe los huesos y que hiela tu dermis. Extrañamente, no has tosido. Todavía el sábado y el domingo y los días anteriores estuviste teniendo infernales ataques de tos, y también antes y después de tus clases de los martes y de los jueves. Te asomas por la ventana de la recámara. Está amaneciendo. Te gustaría salir a correr, tal y como lo hacías en el otro fraccionamiento.

Comenzaste en julio, después de que unos análisis revelaran que tenías 300 mg/dl de glucosa en sangre en ayuno. Primero, te costó trabajo adaptarte. En diciembre, ya corrías 5 kilómetros en media hora y disfrutabas salir a correr por las mañanas –entre siete y ocho am– y darle varias vueltas al fraccionamiento y a las canchas de basquetball y al jardín, escuchando música a través de tus audífonos, sin ser molestado por malas caras de nadie, excepto uno que otro perro y uno que otro humano que sacaba a pasear a su perro o que también salía a ejercitarse. 

En este fraccionamiento al que te mudaste hace poco más de un mes, todo es diferente: es más pequeño que el anterior, no hay más que paredes, casas y automóviles –en el otro fraccionamiento, además de las 
dos canchas de basquetbol, el jardín y hasta una pequeña pista para correr, había un fabuloso paisaje de las montañas–, y correr es más monótono y aburrido; por si fuera poco, no puedes correr con la misma privacidad que en el otro fraccionamiento. 

Te sientes culpable por no correr como antes.
 
Te levantas a orinar. Estás allí varios minutos, de pie frente a la taza del baño, viendo cómo cae la orina como una cascada cristalina que fluye sin cesar. Sólo estás unos minutos, pero para ti siempre transcurren varias vidas. 

Ya acallaste a la vejiga, pero el gatito no ha dejado de maullar. Está hambriento. A todas horas tiene comida estándar disponible, pero cada mañana –y al mediodía, y a las tres de la tarde y a las siete de la noche– lo alimentas con comida blanda. Quisieras recordar todos los momentos felices que has compartido con él: cuando llegó a tu vida hace más de diez años, cuando tu esposa y tú acababan de mudarse a su primer departamento –un departamentito con una recámara, un baño, una pequeña cocina y una sala comedor, en el primer piso de un edificio en Xola, a unos metros de la Calzada de Tlalpan; todo quedaba cerca y había un pequeño parque al que podías salir a correr, pero estabas tan presionado por el ritmo de trabajo del laboratorio en el que cursabas tus estudios de posgrado, que sólo bebías y fumabas como loco cada fin de semana y cuando tenías oportunidad–, y conociste al gatito después de volver de un congreso en Estados Unidos y desde el principio te mostró su corazón y poco a poco se convirtió en un ser al que quieres mucho.
Han compartido fabulosos momentos, pero ahora sólo piensas en su impaciencia.

Sales a encender el bóiler. 
En esta nueva casa hay que encenderlo manualmente. 
En la otra casa, el bóiler se encendía cada vez que usabas el agua caliente y pagaban $500 de gas cada tres meses. En noviembre, la dueña de esta casa le cargó al gas estacionario $1000, pero tu esposa y tú lo usaron dos semanas en diciembre y tuvieron que cargarlo de nuevo. 

Alimentas a los Thundercats y los contemplas en su mundo felino, en el que los pequeños detalles los hacen felices. Te preguntas qué ha pasado con la humanidad, por qué hemos llegado a inventar necesidades tontas y costosas y por qué le damos poca importancia a los pequeños detalles y cuánto tiempo falta para que tengamos que pagar por respirar.

Sales a la terraza y haces algunos estiramientos para lidiar con la frustración de no salir a correr a este pequeño fraccionamiento en el que algunos vecinos te miran como un espía cuando pasas corriendo por sus casas con tu equipamiento de jogger

Entras de nuevo a la casa y subes al estudio a pincharte un dedo para medirte la glucosa, tal y como haces desde hace más de medio año. Tratas de calcular cuántas cajas con 50 tiras reactivas has comprado y cuántas veces te has pinchado y cuántas veces has tenido menos de 100 mg/dl de glucosa en ayuno, pero el resultado que comienzas a adivinar te decepciona, automáticamente piensas en que debes tomarte la metformina –media pastilla cada tres veces al día– y no puedes dejar de imaginarte el daño que eso le provocará a tus riñones y dejas de calcular. 

Te sientas frente al escritorio y escribes dos o tres cosas en la libreta en la que registras tu glucosa en ayuno y te levantas del asiento y te metes a bañar y tratas de ignorar el hecho de que, en comparación con lo que pagaban en el otro fraccionamiento, en esta casa han pagado el triple de agua y todos los días te has bañado con apenas un chorro de agua. 

El agua está caliente, pero el chorro de agua apenas cae por tu cuerpo y añoras los baños en la casa del otro fraccionamiento: el baño era más pequeño y feo, pero siempre te bañabas con suficiente agua, aunque el agua estuviera muy fría o muy caliente. En todos los baños de todos los lugares en los que han vivido tu esposa y tú, siempre ha habido algún problema. 

Mientras el agua cae por tu cabeza, tratas de ignorar los flashazos de todos los cuerpos desnudos que alguna vez has visto y que merodean tu cerebro y que son una excusa para entrar en una zona de confort y que te llevan a procrastinar todo lo que tienes que hacer hoy, así que te enfocas en enjabonar tu cara y en pasar el rastrillo y luego en lavarte el cabello con shampoo y luego con acondicionador y luego en enjabonarte todo el cuerpo. 

Al cabo de unos minutos, cierras la llave del agua y atraviesas ese peliagudo umbral entre tu cuerpo caliente y vaporoso y tu cuerpo húmedo y helado en el breve enfriamiento después del baño caliente, y abres rápidamente la puerta del cancel y tomas rápidamente la toalla y te secas rápidamente la cabeza y el cabello y el resto del cuerpo y te mueves incesantemente para que no descienda la temperatura de tu cuerpo, deseando que las cosas cambien totalmente en la primavera.

La primavera te hace pensar en cuánto quisieras tumbarte en una hamaca junto a la playa y tomar el sol y aspirar la brisa del mar y leer por placer y escribir por placer y percibir un sueldo por leer y por escribir y tener una vida decente por eso, y no tener que perseguir la chuleta e invertir entre seis y siete horas diarias para renovar tu e-firma para no perder el estímulo económico del SNI de este mes, pero tu realidad es ésta y a veces quisieras tirar la toalla.  

domingo, enero 09, 2022

Tú no sabes nada del frío



Este domingo, el frío me despertó a las cinco de la mañana. Me rescató de un sueño en el que estaba perdido y rodando desde lo alto de una montaña. El paisaje era aterrador y el viento silbaba como un cuchillo que cortaba el aire a toda prisa. Había árboles gigantescos por todas partes y todo estaba cubierto de nieve.
 
Miré el reloj en la mesita de noche. Estábamos a 3º C. 

Ahora son las tres de la tarde y estamos a 9º C, pero la sensación térmica es más baja. Traigo puesta una chamarra abrigadora que pesa varios kilos. Debajo de los pantalones de mezclilla, traigo unos pantalones térmicos. También traigo puestos unos tennis y unas calcetas gruesas. Apenas puedo moverme. Digan lo que digan los amantes del frío, el frío es incompatible con el movimiento. (Incluso puedes sentir cómo tus pensamientos recorren los túneles de tu cerebro con una lentitud enfermiza.)

Desde las once de la mañana he intentado estudiar para mi clase del martes. Les hablaré a los alumnos sobre los sentidos químicos. Cuando imparto este tema, me gusta comenzar hablando del efecto Proust y mencionar algunos ejemplos contradictorios que revelan la influencia del aprendizaje en nuestra preferencia por ciertas bebidas y alimentos que violan la búsqueda innata de compuestos dulces (y la evitación innata de compuestos amargos). 

El frío me impide concentrarme y pensar claramente en los ejemplos –me quedo divagando con la leyenda de la madalena que, supuestamente el 1 de enero de 1909, Proust remojó en su té y que lo llevó a escribir una obra autobiográfica de siete tomos y de más de tres mil páginas–, y hace que mis manos parezcan témpanos y que la nariz no deje de moquearme. 

La sensación del escurrimiento nasal me recuerda aquella temporada en el infierno del taller de dibujo técnico industrial, cuando estaba en la secundaria y no tenía más de once años y la profesora me dictaba algunas cosas inverosímiles (por ejemplo, cómo ser, basándote casi exclusivamente en tu apariencia, un ciudadano exitoso) y yo sufría mi alergia estacional y tenía que escribir a toda prisa con el estilógrafo Staedtler 0.2 sobre la plantilla Staedtler para el estilógrafo Staedtler 0.2 en el cuaderno con cuadrícula milimétrica (así: sin pausas), sin cometer errores y sin poder sonarme la nariz. 

Estos remotos recuerdos me provocan escalofríos y dolor de cabeza. Al cabo de más de veinte años, la alergia estacional persiste, pero he logrado ser exitoso a mi manera: aunque (generalmente) traigo el cabello largo, tengo dos perforaciones en la oreja izquierda, un tatuaje, y, en muy raras ocasiones, me pongo traje y zapatos de vestir, me pagan por hacer lo que me gusta (sería fabuloso que me pagaran por escribir esta clase de entradas que no tienen otro propósito más que satisfacer –temporalmente– mi placer, como ocurre con algunos afortunados que tal vez nunca han dejado Polanco, La Condesa, Reforma y alrededores, y que, sin embargo, escriben sobre “lo duras” que han sido sus vidas, reciben “palmaditas” de sus amigos influyentes –y reciben alabanzas de los lectores a los que todas las novelas les parece que hablan del “corazón humano”–, y cobran un sueldo por ello). 

Me asomo por la ventana. El día está soleado; casi parece que la calle está en otra dimensión, en una ciudad donde la primavera es eterna. 

Me salgo a estudiar a la terraza. Saco la computadora, una frazada, mi taza de té sin azúcar y un cuaderno y una pluma para tomar notas. 

Al cabo de unos segundos, el sol comienza a surtir efecto: siento su calor como una descarga eléctrica de beatitud recorriéndome toda la piel. Me siento como el monstruo de Frankenstein cobrando vida. 

Sin embargo, el sol también me pega en la cara y en los ojos y me deslumbra y me impide leer con claridad la pantalla de la computadora. Me pongo unas gafas de sol y puedo lidiar con la situación durante algunos segundos, pero las ráfagas de viento son implacables. (Me recuerdan el paisaje aterrador de mi sueño.) De nada sirve traer puesta una chamarra que pesa varios kilos, unos pantalones térmicos debajo de unos pantalones de mezclilla y unas calcetas gruesas debajo de los tennis. 

No sé si es por el frío, pero se me antoja un cigarro. Hace más de cinco años que no fumo. Se escribe así de fácil, en unas cuantas palabras, pero es toda una hazaña. En mis peores momentos llegué a fumarme casi una cajetilla al día; si tomaba alcohol, me fumaba más de una cajetilla en una noche.  

Me imagino sentado en las mismas condiciones en las que me encuentro hoy, pero con un cigarrillo en los labios, sintiéndome como una estrella de rock que compone una triste canción de invierno con dos o tres acordes en su guitarra dreadnought, mientras le da sorbos esporádicamente a una bebida caliente y reflexiona sobre su estatus y es consciente de que tiene el mundo a sus pies y de que, haga lo que haga, incluso acabando con su vida en ese instante, siempre lo adorarán un montón de adolescentes. 

En qué cosas tan estúpidas me hace pensar el frío. 

Los cigarros ni siquiera son una fuente de calor, pero, cuando fumaba, tenía la creencia de que sí lo eran y, en cierta forma, durante el invierno, éste era uno de mis pretextos para fumarme un cigarro tras otro. También, en esa época, durante muy poco tiempo, tomé café. Realmente nunca me gustaron los efectos del café. (De por sí, como hoy, me cuesta trabajo volver a conciliar el sueño cuando despierto en la madrugada. Odio la sensación de tener mucha energía y no poder dormir.) 

Vuelvo a la casa y abandono el estudio (más bien, abandono las divagaciones sobre el café y los cigarros). Me pongo a leer a Irvine Welsh, pero, más allá de recordar vagamente la adaptación al cine del relato que estoy leyendo –Boab Doyle se encuentra a Dios en un pub y Dios le dice que no tiene agallas y que lo convertirá en una mosca–, no le presto atención al libro. 

Sólo estoy pensando en qué pasa con la gente que ama el frío. 

A menos que tengas una chamarra de The North Face de varios miles de pesos –cuestan entre tres mil y diez mil pesos, en promedio–, el frío es incompatible con el movimiento. A menos que hayas vivido en un lugar tropical en el que realmente no hace frío y que hayas confundido una ligera baja en la temperatura, con el frío, no veo ninguna razón para amar el frío. A menos que el frío te recuerde reuniones familiares muy felices, no veo ninguna razón para amar el frío. 

Si el frío fuera compatible con nuestro cuerpo, tendríamos pelaje, como los osos. Si el frío fuera compatible con nuestro cuerpo, la gente no se suicidaría en los países donde el sol sale tres horas al día durante el invierno. Si el frío fuera compatible con nuestro cuerpo, no tendrías que encender el calefactor en tu casa. Si el frío no fuera incompatible con nuestra existencia, yo no estaría escribiendo esto. 

Tú no sabes nada del frío.