martes, enero 10, 2023

Viaje a la luna

WORK IN PROGRESS

Más allá de Katz, que había sufrido conmigo cada segundo de la enfermedad, realmente a nadie le importaba un carajo, pero no podían evitarlo: tenían que decir, comportarse como si estuvieran seguros, que yo exageraba, que no me pasaba gran cosa, que somatizaba, como toda la vida; que nada más tenía faringoamigdalitis o gastroenteritis o un resfriado, y que quería llamar la atención y que, como siempre, acabaría comprándome toda la farmacia para meterme todo tipo de medicamentos y curarme al cabo de dos días: que (como siempre), desde el primer minuto de mi vida (aparentemente), estaba dramatizando, ahogándome en un vaso de agua. 

Estaba tan harto de mí mismo y de todo, de la situación, que ya ni siquiera me importaba que desestimaran mi problema de salud. Ya me había cansado de explicarles una y otra vez cuál era el problema y cómo me sentía, que no se trataba de agruras, que no se debía a que me hubiera tomado una botella de salsa picante yo solo o a que me hubiera cenado treinta litros de pozole yo solo, que nada se solucionaba con sal de uvas Picot, que no era algo así de trivial, que el problema no se debía a que me hubiera enfriado, a que me hubiera expuesto a un cambio brusco de temperatura, y a que fumara dos o tres cajetillas cada fin de semana (y seis o siete cigarrillos, diarios, el resto de la semana), pero, al parecer, todos estaban, más o menos, en el mismo entendido que el primer médico al que había acudido a un centro de salud: casi casi aseveraban que me la pasaba sentado 24 horas frente a la televisión, viendo cualquier cosa, porque la televisión es lo máximo para mí, y matando el tiempo, mientras fumaba y tomaba alcohol y me tomaba una botella de salsa picante yo solo y me cenaba treinta litros de pozole yo solo.

(Nunca comía picantes ni pozole, ni me la pasaba sentado frente a la televisión viendo cualquier cosa).  

Estaba tan harto que ya no recuerdo si les dije que lo que sí había ocurrido era que los gastroenterólogos me habían advertido que la constante erosión del esófago con mis jugos gástricos podía derivar en un tumor cancerígeno, y que debía atenderme, y que, en el lapso de casi tres años, ningún tratamiento médico había funcionado, aun cuando había dejado de fumar y de tomar alcohol, y aun cuando mi dieta se restringía a tres o cuatro cosas monótonas y sin sabor.  

Todos los días, durante casi tres años, habían sido una pesadilla: cuando no estaba tan mal, tenía náuseas, y las náuseas me incapacitaban, me mantenían al borde del vómito y casi siempre acababan en una crisis de ansiedad, y me obligaban a salir a todas partes con una bolsa de emergencia porque todos los olores (en el transporte público, en la universidad, en el baño) eran potenciales causas de arcadas y de vómito, porque los casi tres años de tratamiento me habían dañado el estómago, porque tantos medicamentos y antibióticos habían modificado (¿depletado?) mi microbiota intestinal, y estaba totalmente expuesto (física y mentalmente). 

Las náuseas que sentía cuando no me sentía tan mal eran aterradoras y discapacitantes, y no podía ni siquiera sentarme a leer durante cinco minutos consecutivos –ya no digamos realizar una cirugía o correr un experimento, que, como todos los experimentos y como todas las cirugías, requieren paciencia y lucidez–, y aparecían por la mañana, mientras me despertaba, y se iban intensificando mientras me bañaba y me vestía, y llegaban al clímax cuando desayunaba y entonces todos los alimentos me daban arcadas y me hacían odiar mi existencia y preguntarme qué sentido tenía vivir así. 

Luego, de algún modo (¿estoicismo?), sobrevivía a esa rutina, pero se repetía el ciclo: al mediodía aparecían las náuseas y paulatinamente se intensificaban y llegaban al clímax, y tenía que interrumpirlo todo. Las náuseas se asomaban por mi tracto gastrointestinal y llegaban al tracto gastroesofágico e inundaban mi boca y luego todos mis sentidos y mi percepción y mi sensopercepción, y me obligaban a dejar mi lugar de trabajo y a salir a tomar aire fresco y a caminar y a distraerme y a enfocarme en distintas cosas que estimularan cada uno de mis sentidos, usar esa estrategia que te recomiendan los especialistas en crisis de ansiedad. 

Todas estas cosas me hacían odiar mi existencia y preguntarme qué sentido tenía vivir así. Me sentía como un soldado que nada más tiene un par de minutos de paz al día y que, incluso en esos minutos de paz, está consciente de los horrores de la vida, que va a tener una batalla de vida o muerte. 

Las náuseas sólo eran una parte del problema. Cuando me sentía verdaderamente mal, prácticamente después de cada comida o después de algunas horas de ayuno, cuando casi cualquier alimento o bebida provocaba un episodio de reflujo, cada segundo se convertía en una eternidad. Aunque no tenía náuseas, sí tenía ataques de pánico, y comenzaba a hiperventilar y estaba al borde del vómito y sentía que mis jugos gástricos eran un objeto extraño en mi esófago y que me asfixiarían.

Todos los días, durante casi tres años, había vivido la misma porquería. No habían importado ni los tratamientos médicos ni la dieta restringida que había tenido todo ese tiempo –dos o tres alimentos y bebidas monótonas–, y tampoco había importado que dejara de fumar y de tomar alcohol, y que pusiera toda mi energía y mi disciplina para mejorar. La única opción que me quedaba, para erradicar todos estos síntomas –las náuseas, los episodios de reflujo, los ataques de pánico– era la cirugía: un procedimiento en el que los médicos me abrirían en canal –renuncié a la laparoscopía– y suturarían una parte de mi esófago con una parte de mi estómago para evitar que los jugos gástricos ascendieran y erosionaran el esófago. 

El cuatro de diciembre del 2016 cumplía seis meses de haber pasado por el quirófano, y ya no tenía los síntomas de la enfermedad, pero todos estos pensamientos me perseguían porque la recuperación de la cirugía había sido muy lenta. No podía estar en ayuno muchas horas, sólo podía comer dos o tres cosas, sólo podía tomar agua, la herida de la cirugía me dolía mucho, tenía que mitigar el dolor con Tramadol, aún tenía arcadas y episodios de pánico, y Katz, como siempre, estaba allí, conmigo.

Los dos íbamos al Auditorio Blackberry a ver un evento en el que proyectarían Un viaje a la luna y otros cortometrajes de Georges Mèliés. Lee Ranaldo –uno de mis guitarristas preferidos–, junto con otros músicos de jazz, tocarían en vivo y musicalizarían la obra del cineasta francés.