martes, enero 30, 2007

Aquí viene tu hombre


A cada rato, completamente ebria, Nancy decía 'Nunca lo perdonaré', mientras él trataba de consolarla y convencerla de que ya no bebiera más. Pero Nancy se resistía. Se tambaleaba en el centro de la sala, estremecida por el alcohol y por el despecho. No soltaba su cigarrillo y su Pacífico. Al fondo sonaba por enésima ocasión el Dolittle.

'Ya basta. No continúes', farfullaba su novio, harto de tener que soportar tanta impertinencia. No es agradable salir con alguien y que esa persona se la pase hablando de lo mucho que extraña y desprecia a su antigua pareja.

Nancy se tranquilizó y se sentó en un pequeño sofá. Su novio notó que ella estaba llorando. Los dos se quedaron quietos por un par de minutos. Después de terminarse la Pacífico, Nancy, entre sollozos, murmuró que a su antigua pareja le gustaba mucho Here comes your man... 


El novio volvió a sentirse disgustado y harto de la situación, así que se marchó y se metió en una de las habitaciones de la cabaña. Ya en la habitación, se tumbó en la cama, sacó una pipa y comenzó a cargarla, pero algo lo detuvo. Recordó los millones de veces que Nancy le había dicho que a su antigua pareja le gustaba mucho esa canción de los Pixies. De repente todo tuvo sentido. Esa otra persona había dejado a Nancy por otro hombre.

miércoles, enero 24, 2007

En el Hayastán


Ella quería ir al Alicia, pero mi hermano tocaba esa misma noche en el Hayastán. Así que la convencí y decidió dejar para otra ocasión a Los Silencios Incómodos. Llegué solo a Regina 18 alrededor de las 8 p.m. Bebí unas cuantas cervezas hasta que me sentí bien. Ella no llegaba y yo sólo pensaba que tenía que decirle algo que se me había ocurrido respecto a la relación que teníamos. Algo respecto a que me sentía abusivo y que ya no podía más. 
Conforme el tiempo pasaba, pensaba que me dejaría plantado y que eso sería lo mejor. 
Entonces fue extraño. Ella llegó alrededor de las 10:30 p.m. con su hermana y con el novio de su hermana. Nunca había pasado que me divirtieran tanto los celos de alguien. El tipo me miraba insistentemente como si yo fuera una mala persona. Claro, yo soy mayor que su cuñada, pero eso no significa que yo sea una mala persona. Ella me dijo que el novio de su hermana es hijo único y que por eso no confiaba en mí y no podía dejar de mirarme insistentemente. En ese momento recordé lo que pensaba decirle, pero decliné. Si no hubiera aparecido el novio de su hermana con esa actitud, lo más probable es que no hubiera declinado y no estaría en este momento planeando volver a verla.

Después de todo, la noche del sábado fue divertida. Ella me había dicho que no quería conocer a mis amigos, porque 'tenía miedo' que les pareciera demasiado estúpida. Yo le dije que eso no iba a pasar porque nunca salía con nadie y probablemente para ellos sería más sorprendente que yo estuviera acompañado y no les importaría quién me acompañaba. Jamás imaginé que unas semanas más tarde todo sería tan distinto, porque ella volvería con su novio y yo no podría dejar de echarla de menos. Jamás imaginé que me sentiría abatido como cualquier adolescente extrañando a cualquier Maggie Cassidy.
  

Al final ni siquiera yo mismo recordé a mis amigos que ya andaban por allí y dejé de pensar en el novio de su hermana. 
Estuvimos así, divertidos, un rato. Luego, se fue. 

Al poco rato apareció una tipa que me cae muy muy mal. Se acercó a la mesa donde estábamos, y nadie le hizo caso. Creo que en realidad nos cae mal a todos. 
No vale la pena detestar a nadie, por mucho que esa persona te haga el feo cada vez que tiene oportunidad, pero a veces es lo mejor, lo más sano. 

Cuentos para el insomnio a las 3 de la mañana



Él escribió que se encontraba solo e insomne en una cabaña, soportando la demencia de los estragos de su adicción al alcohol, acostado en una bolsa de dormir que había acomodado con mucho trabajo sobre unas tablas de madera.

Eran las 3 de la mañana.

Yo también estoy insomne, pero no tengo delirium tremens
No soy alcohólico ni he probado jamás la bencedrina.  

Tampoco tengo en mis manos un ejemplar de Dr Jekyll y Mr. Hyde –como Jack Kerouac en ese pasaje de Big Sur–, ni me parece que un murciélago esté revoloteando en los rincones de la habitación.

Mucho menos estoy acostado en una bolsa de dormir.

Pero sí me ocurre algo.

Desde hace más de medio año comencé a tener problemas para permanecer dormido.
No me cuesta trabajo quedarme dormido. 
Simplemente me despierto a las 3 de la mañana y ya no puedo volver a conciliar el sueño.
En alguna parte leí que esa hora es la de mayor incidencia de infartos al miocardio.  

Cuando el asunto se volvió algo tan recurrente, me la pasaba en la cama, sin ningún propósito, preguntándome a qué se debía despertar siempre a esa hora. 

Tenía muchos pensamientos incoherentes, y una madrugada decidí levantarme de la cama y me puse a escribir.  

Ahora tengo unos cuentos que escribí a las 3 de la mañana.

Algunos de ellos sólo reflejan mi cansancio y mi incapacidad para volverme a dormir, pero la mayoría de ellos se desarrolla a partir de pensamientos incoherentes.

______

Ayer bebí un six de Tecate y me sentía exhausto.
No podía dormir y me acosté y me puse a leer Big Sur.
No paré hasta este momento. 

Llegué a un capítulo en el que Kerouac describe un episodio de delirium tremens, justamente a las 3 de la mañana. 

Sentí escalofríos.
Aún estoy sorprendido, procesando la sensación.

Tal vez las 3 de la mañana es una hora literaria, un lugar común en la literatura, pero me basta saber que lo descubrí de esta manera.  

Todo esto puede parecer una mentira, o premeditado, pero juro que no es así.
(No me importa lo que crean.) 

Algún día publicaré estos cuentos y tal vez le resulten útiles a algún lector que no pueda lidiar con el insomnio.   

martes, enero 16, 2007

Una especie de alergia


Estaba en La Biblioteca Central otra vez, pero no era el mismo de otras veces. 

Me dolía todo. Estaba decepcionado de todo. 

Quería leer algo de Jack Kerouac, en lugar de ponerme a estudiar para un examen de ingreso al doctorado en Psicología, pero en algún momento que no recuerdo con precisión ya estaba sentado y leyendo el famoso libro de estadística de Kerlinger

Reparé en una mujer que parecía anglosajona.
Ella usaba una blusa anaranjada y su piel era rosada como la de un cerdo y su cabellera era de un radiante color rubio que me hizo pensar en la intensidad del sol al mediodía. 

La mujer avanzó hacia mí, pero se detuvo en uno de los anaqueles de libros –me pregunté qué clase de autor estaría buscando– y se quedó allí. 

Hurgó en su bolsa de mano y sacó una libreta y una pluma. Se puso la pluma en la boca y luego se rascó la cabeza. 

Volví a mi aburrida lectura.

Al cabo de unos minutos, me dio hambre.   

Salí de una especie de letargo y me sorprendí tratando de entender un ejemplo que explicaba en qué clase de experimentos era pertinente el empleo de la Chi Cuadrada.

A veces, los ejemplos, más que aclarar mis dudas, me confunden.  

Alcé la vista. 

La mujer con la cabellera de sol de mediodía ya había desaparecido. 
No sé por qué, pero tuve la misma sensación que tengo cuando una pluma de repente ya no tiene tinta y necesito escribir urgentemente algo para no olvidarlo.

Sacudí la cabeza y me imaginé que lo había hecho como lo hacen los patos al salir del agua.

Qué idiotez.   


Me levanté del asiento para estirar las piernas y aclarar mis ideas. 

Me sorprendí caminando hacia donde había visto que la mujer de aspecto anglosajón se rascaba la cabeza.

Me acerqué a uno de los anaqueles de libros y tomé El Grafógrafo y me puse a leerlo allí mismo.  

Tal vez ella estaba interesada en Salvador Elizondo

Ojeé un par de páginas y volvió a darme hambre y sueño. 

No sé por qué me puse a pensar si la escritura era realmente una necesidad tan fisiológica como el hambre y el sueño –y más importante que el sexo–, para mí.  

Últimamente he pensado que debería dejar de divagar y que debería enfocarme en el examen de ingreso al doctorado. 

Últimamente también me he preguntado por qué escribo.
O tal vez he soñado recurrentemente que me preguntó por qué escribo.

A veces me sorprenden las visiones de mis sueños en la realidad. 


Así estaba divagando y procastinando, cuando, de la nada, empecé a sentir comezón en las fosas nasales. 

La semana anterior me pasó lo mismo, y la sensación desapareció de repente. 

Esa sensación es una especie de alergia estacional, y me ocurre cuando se acerca el invierno o la primavera. De un momento a otro estornudo y tengo escurrimiento nasal y los ojos llorosos. Me siento muy mal y no puedo concentrarme en nada. 

Pensé en regresar a la casa. 
Tenía ganas de acostarme a reposar o a dormir, pero recordé que justamente había acordado ver a alguien a las 8 de la noche. 

Me pareció eterno el tiempo que debía esperar para ver a esa persona. 

Los estornudos aumentaron.
Necesitaba tomarme urgentemente una píldora de Loratadina. 
La gente en la biblioteca ya comenzaba a verme feo, debido al ruido que hacía al estornudar. 

Recordé a Sócrates, mi gato.
Era majestuoso y salvaje. 
El tiempo que estuvo en la casa, jamás me enfermé ni tuve esta especie de alergia estacional. 
Hace poco menos de un mes que se largó de la casa, y me parece que ya he enfermado un millón de veces desde entonces.

Odio formar una relación simbiótica con los Kleenex y molestar a la gente que quiere leer, así que salí de la biblioteca y volví a la casa.  

miércoles, enero 10, 2007

Moda perfectamente desarreglada



Últimamente he tratado a una chica superficial. Se comporta como si fuera la persona más irreverente y más interesante del mundo. 

Me ha ocurrido tan a menudo que he pasado varias noches en vela, quejándome de ella. 

Tiene una obsesión patológica por la moda perfectamente desarreglada.
Obviamente escucha a The Strokes

No la soporto, pero no puedo dejar de verla. 

Tengo que verla casi a diario. 

Ella vive con un músico que le lleva más de 10 años. 

Cuando voy al departamento donde viven los dos, el músico nunca está y a ella siempre le gusta contarme la misma historia: que él no practica ningún deporte, que toda su vida ha estado sumamente deprimido -por eso usa drogas ilícitas- y que nunca ha podido dejar de pensar en qué momento terminará el sufrimiento.

La chica suspira para darle un tono melodramático a su relato, y me sirve un whisky.

Yo sólo pienso que este tipo tiene una suerte bárbara con las mujeres. Me han contado que se ha acostado con más de 100 mujeres, y que todas le han perdonado sus infidelidades. 


La chica sigue, mientras se fuma un cigarrillo. Cruza ligeramente la pierna izquierda sobre la derecha -usa una minifalda, no trae medias, y sus piernas son estupendas- y me deja contemplarlas sin ninguna reserva. 

Ella sabe que me gusta, y a veces sospecho que no le desagrada la idea.  

En algún momento, finjo que el alcohol me ha debilitado y cierro los párpados y recuerdo que desde niño me la he pasado escribiendo acerca de las mujeres que me atraen -como, por ejemplo, ella- y que generalmente esas mujeres nunca se fijan en mí. 

Entonces, le comparto mis recuerdos -sólo para sentirme un poco acompañado- y ella exclama tontamente: 
"¡Tienes síndrome de Peter Pan!"

Le doy un sorbo al whisky, enciendo un cigarrillo y lamento mi suerte. 

Probablemente debo empezar por decir que también toco la guitarra, que no practico ningún deporte y que consumo drogas ilícitas. 

Tirar mala onda



Mi hermano –D– es el baterista de Nos Llamamos, y la banda ensaya en la casa donde he vivido casi toda mi vida. No sólo conozco sus canciones de memoria y he escuchado cómo retumban los vidrios de las ventanas de mi recámara cada vez que ensayan y trato de leer a Gunter Grass o de tomar una siesta, sino que he sido testigo de su desarrollo: desde que pasaron de un “palomazo” con influencias de Radiohead y de Sonic Youth, hasta culminar en una canción independiente, con influencias de Radiohead y de Sonic Youth, y que acabaría entre las mejores 100 canciones del año en Reactor 105, anunciadas por Rulo –el portavoz del monopolio del rock underground en México–, cuya influencia, más o menos, los llevaría a tocar en un festival Vive Latino. 

Los conozco desde la preparatoria, cuando tocaban covers de los Smashing Pumpkins y de Radiohead y de Red Hot Chili Peppers, y no tenían muchas groupies –habían tenido una que otra presentación en el auditorio de la Prepa 7, o en alguna fiesta en la Jardín Balbuena, cuando acabé paranoico y abordando un taxi, abandonando a D a su suerte–, cuando les daban la oportunidad de tocar en bares de Coyoacán o de Santa Úrsula, con Candy o con Bengala, y H –el bajista– lanzaba diatribas al público a través de un micrófono Sure, al estilo de las diatribas de Tom Yorke en tiempos de Kid A y del atentado contra Las Torres Gemelas, bebiéndose una ampolleta de Corona, ajustándose el tahalí Ernie Ball y acomodándose un bajo Rickenbacker...

Cuando su banda no tenía nombre, por allá del 2001, una ex novia, que era súper amiga de la hija de Sergio Arau –uno de los dueños de Rockotitlán (¿ella se llama Tihui?), ese famosísimo lugar en el que tocaron Rostros Ocultos, los Caifanes, la Maldita y Fobia en los ochenta–, consiguió que tocaran allí. Esa tarde de domingo, entre unas cincuenta o setenta personas, mientras A –el cantante y guitarrista, y que tenía un pedal Memory Man–, hacía el soundcheck con los acordes de “Schism” y yo deseaba que me tragara la tierra porque me sentía terriblemente solo y quería partirle la madre al ex de mi ex novia que estaba por allí, entre esas cincuenta o setenta personas en Rockotitlán, aparentando ser cool cuando era un patético enamorado con el nivel intelectual de un chico de secundaria, se hicieron llamar Los Huauzontles.  

(Lo más probable es que ninguno de ellos –de los integrantes de Nos Llamamos, o sus allegados– recuerde que yo fui su contacto en ese evento en Rockotitlán.) 

Un viernes, tal vez en la época en la que Martin Thulin –el compositor y cantante de Los Fancy Free– les grababa su álbum de estudio, iban a tocar en una cantina de El Centro Histórico, y D me invitó a escucharlos. Creo que hasta ese día sólo los había escuchado dos o tres veces en alguna cantina.

Esa tarde lluviosa, de agosto o de septiembre del 2005, llegamos a La Faena, en el Centro Histórico, muy temprano. Todavía no había gente en la cantina de la calle de Venustiano Carranza, a excepción de tres personas: A –el cantante, que, además de un Memory Man, también tiene una Hägstrom y una Jazzmaster Olympic White, como la que usaba Robert Smith en los primeros álbumes de The Cure–, H –que hace los coros y que toca un Fender Bass Precision y un Rickenbacker–, y una mujer. 

Apenas pusimos un pie en La Faena, me quedó claro que ella –la mujer– había organizado el evento y que era la mánager de Nos Llamamos.

Antes que nada, ella me miró y les gritó a D, a A y a H: 

“¡Les dije que no metieran a 15 cabrones!”

Sólo éramos D, A, H, dos personas, y yo. Y su actitud me shockeó.

Antes que nada, a los ojos de la mánager, era un “gorrón”: no era el hermano del baterista de la banda, no era un fulano que los había escuchado en la casa en la que ensayaban cuando tocaban covers de Radiohead, de Smashing Pumpkins y de Red Hot Chili Peppers, sino un chavito al que le gustaba el desmadre y que mataba su tiempo escuchando Reactor 105 mientras Rulo hacía comerciales; era un güey que estaba en busca de reventón gratis esa tarde de viernes. 

Obviamente no es obligatorio saludar a nadie ni ser amable con los desconocidos –aunque esta clase de pequeños detalles harían al mundo un lugar mejor–, pero eso no significa que puedas ser grosero con quien se te dé la gana.


A y H le dijeron a su mánager que soy hermano de D. Entonces ella adoptó esa actitud diplomática que ya había visto otras veces en otros eventos, con otros periodistas de rock, viejos –que andan en sus treintas o cuarentas–, y que escuchan a Depeche Mode y a Talking Heads y que se emborrachan con Skyy, que fuman Benson & Hedges mentolados y que tienen contactos en el mundo de la música y que parecen no tener claro que su público es volátil e inmaduro. 

La mánager sonrió forzadamente, me saludó como si nada y se largó a quién sabe dónde. Le dio lo mismo: ella ya había lanzado su diatriba; qué más daba si yo era el hermano del baterista de Nos Llamamos y si conocía a la banda desde hacía mucho tiempo.

Obviamente, si ella hubiera detectado que yo podía ser un trampolín para su carrera como mánager o como periodista de rock, me habría tratado como si hubiéramos sido amigos de toda la vida: me habría dado un beso en la mejilla, me habría invitado un gin tonic...

Nos Llamamos le dio por su lado, como si estuvieran acostumbrados a esa actitud.

Yo no sabía –ni tenía por qué saber–, si ella estaba estresada o si había tenido un mal día. De haberlo sabido, tampoco habría tenido por qué ser mi prioridad, pero me dio la impresión de que ella estaba acostumbrada a que los demás –aunque no la conocieran– siempre se pusieran en su lugar y le dieran la razón. Creí que su círculo social siempre era empático con ella para evitar problemas. 

Como ya dije, me shockeó su actitud. Sobre todo porque yo también soy egocéntrico, porque, incluso cuando era un niño, me disgustaba que me llamaran“niño”, en lugar de llamarme por mi nombre. Siempre me he tomado las cosas a nivel personal. 

Tras digerir la situación, recordé que ya había visto a la manáger de Nos Llamamos. Pensé en dónde. Tuve un insight¡claro! ¡A veces ella también iba a ensayar a la casa en la que vivía! Yo mismo le había abierto la puerta en alguna ocasión. 

D también toca la batería en una banda en la que ella canta. Esa banda toca un cover de la canción de Nirvana que se convirtió en el himno –según Kurt Loder y David Fricke– de la Generación X, y, en los siguientes meses, tocarán en El Vive Latino.


Me salí de La Faena, encabronadísimo y calculando cuántas veces ni siquiera he podido estudiar, leer o tomar una siesta en mi recámara, porque hay alguna banda ensayando a todo volumen junto a mi recámara. En ese momento me dieron ganas de regresarme a la casa. No era un poser en busca de fiesta gratis en La Faena –ni siquiera me gustan las fiestas– y, por más absurdo que parezca, pensaba pagar mi entrada. 

Entonces me metí a un Oxxo y compré un six de cervezas y me las bebí rápidamente, en el automóvil de un amigo de la banda. Los dos salimos del auto medio alcoholizados y volvimos a La Faena.

Aún no había mucha gente en La Faena, así que volvimos a salir a la calle a fumarnos un cigarrillo.
La mánager de Nos Llamamos andaba por ahí, conversando con H. Los dos estaban recargados en el automóvil en el que D y yo habíamos llegado a La Faena. La mánager se veía alterada –creo que hasta sollozaba–, pero no me importó. Yo seguía encabronado y además el alcohol ya me había soltado la lenguaMe acerqué a los dos y le dije a ella que lamentaba profundamente que Rulo –el portavoz del monopolio del rock underground mexicano– no pusiera la música de su banda en Reactor 105.

Ella cerró los párpados melodramáticamente, se llevó una mano al rostro, como si estuviera interpretando a una mujer abatida en una mala película de romance de la década de los cincuenta, y le pidió a H que me dijera que me fuera.

“¡Héctor, dile que se vaya!”, fueron sus palabras exactas.

Me largué. Me resultó insoportable su histrionismo. 

Algunos días después de este evento en La Faena, le pregunté a D si se había enterado de lo que había pasado entre la mánager de la banda y yo, y él me dijo que ella le había dicho que yo había llegado a tirarle mala onda y que “H había tenido que intervenir para que yo la dejara en paz.”

(¿Acaso me había comportado como un borracho impertinente?, ¿acaso no tenía derecho para estar encabronado...?)

D me pidió que no le diera importancia al asunto. No me gustó la idea, pero en fin. Tenía cosas más importantes que hacer. 

Al cabo de un mes, más o menos, la mánager volvió a la casa y el destino quiso que yo saliera a abrirle la puerta. No podía dar crédito a lo que veía: ¡allí estaba nuevamente ella! 

En esta ocasión, al menos, me encontraba sobrio. Qué bueno. ¡No quería volver a tirarle mala onda

Su banda tenía ensayo ese día en la casa. 

Cuando abrí la puerta, la mánager me miró de pies a cabeza y guardó silencio. Me reconoció.
Mientras me inspeccionaba de arriba abajo, me pregunté de qué manera se habría referido a mí cuando le pasó la queja de La Faena a D: ¿el pendejo que me tiró mala onda...?, ¿el borrachín que me tiró mala onda...?, ¿el nefasto que me tiró mala onda...?, ¿el güey que me tiró mala onda...?

Tras un breve reconocimiento, su rostro adoptó el aspecto de “sonrisa forzada de La Faena y me saludó, otra vez, como si nada. Fue incómodo para mí, pero, aparentemente, para ella fue algo, más o menos, cotidiano.  

Constantemente, quienes dicen conocerme, dicen que soy una persona sumamente conflictiva –ése habría sido el momento perfecto para confirmarlo–, pero solamente la dejé pasar, subí a mi recámara, detrás de ella, y entré en catarsis –me puse a escribir en mi blog–, y, al poco tiempo, mientras intentaba leer a Dante, una densa vibra de espíritu adolescente hizo retumbar los vidrios de la casa. 

Asesino mi imaginación


  
No se cuántos días he permanecido acostado.
Los días transcurren sanguinolentos, como una burbuja de aire atrapada en el pecho.
Los días van dejando resabios de melancolía en la almohada. 
Me estiro en la cama y no me decido a levantarme. Sólo sé que siempre miro el reloj cuando marca las 3 a.m. y me siento lánguido. 

Estaba soñando que mis papás y yo visitábamos una enorme biblioteca y que la biblioteca se convertía en un centro comercial. Una vendedora que vestía uniforme de color verde, nos guiaba a través del lugar. De repente, la mujer se convertía en un libro con ojos y cabello, y mientras avanzaba como un ent desprendía un agradable aroma a ébano.
Ella se detenía en un rincón de la tienda, y exclamaba: 'Bien, queridos visitantes, ahora es el momento de presentarles este nuevo producto...', y su rostro se deformaba poco a poco, de la misma forma en que una hoja de papel a la que se le ha prendido fuego. Empezaba a tener una crisis de pánico, cuando ella volvió a aparecer como la vendedora que vestía uniforme verde. Entonces exhibió el producto, que era realmente nuevo. Se trataba de una enciclopedia de los nahuales. Ella me alargaba un volumen de la enciclopedia y yo le echaba un vistazo. Naturalmente hallaba un montón de artículos de Carlos Castaneda. En el índice, destacaban una serie de títulos muy inquietantes, tales como: Respiros de fe, Lamentaciones de oxígeno, Cuarentena de la percepción...
Y en fin, me decido. Me quito las cobijas de encima, pongo un pie en el suelo y... enciendo el televisor para asesinar mi imaginación.


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ÉSTE ES UN EXTRACTO (UN BORRADOR) DE UN LIBRO QUE PUBLICARÉ ALGÚN DÍA.