jueves, marzo 10, 2011

La gente te juzgará por tu apariencia



Faltaban pocos días para el partido de futbol americano entre los pumas de la UNAM y los burros del IPN. Debió de ser un jueves de septiembre o de octubre de 1995. 

Por la mañana habían circulado algunos rumores en los pasillos de la escuela: supuestamente se adelantaría “la quema del burro” y nadie se salvaría de los porros. Como en mi primer año en la prepa había escuchado los mismos rumores y había huido temprano a la casa para evitar “la novatada”–y como además ninguno de mis conocidos había sido rapado por nadie–, no les di importancia. 

Sin embargo, las cosas se pusieron extrañas alrededor del mediodía. Las clases fueron suspendidas y la directora de la prepa dio la orden de que la escuela fuera desalojada. 

Por la tarde habría un concierto de rock en Ciudad Universitaria y tenía planeado ir con algunos amigos, así que cuando desalojaron la escuela, me reuní con ellos. Había tanta gente frente a la puerta de la escuela que me costó trabajo encontrarlos. Éramos un montón de alumnos –¿más de cincuenta?– y uno que otro curioso.   

Cuando di con ellos, reparé en que todos nos veíamos andrajosos: casi todos traíamos pantalones de mezclilla raídos, playeras de grupos de rock y el cabello desaliñado. 

Veríamos a mi hermano en alguna estación del metro –él aún iba a la secundaria–, para llegar juntos al concierto. El concierto comenzaba como a las dos de la tarde y nos quedamos un rato afuera de la prepa. Tenía curiosidad por saber de qué se trataba “la quema” y creí que, debido a nuestra apariencia andrajosa, nadie se atrevería a entrometerse con nosotros. 

De repente pasó un camión de refrescos por la avenida. En un par de minutos, un grupo de sujetos, entre los que había estudiantes y algunas personas sospechosas, detuvieron el camión.
Un montón de gente se acercó al camión y comenzó a vaciarlo. Algunos estudiantes guardaban los refrescos en sus mochilas. 

Al poco rato, a lo lejos se escucharon las sirenas de algunas patrullas. 

Habíamos permanecido como espectadores y en ese momento decidimos que había sido suficiente y caminamos hacia el metro La Merced.  

Vimos cómo algunas patrullas llegaban a donde estaba detenido el camión de refrescos y también vimos cómo algunos policías detenían arbitrariamente a la gente que estaba cerca del camión. Apresuramos el paso.  

Íbamos por Zoquipa, casi a la altura de la Estación de Bomberos, a sólo una cuadra de la Avenida Fray Servando, cuando una patrulla nos alcanzó. Un par de obesos policías se bajaron de la patrulla. Uno de ellos nos obstruyó el paso

Sostenía una macana con una mano y la golpeaba sistemáticamente contra la otra mano, justo como lo hacen los policías en las películas mexicanas de bajo presupuesto. Su mirada era a la vez amenazante y burlona. 

Nos intimidó

“Ya se los cargó la chingada, pendejitos.”

Las palabras del policía surtieron efecto de inmediato. 

Aun cuando ninguno de nosotros había participado en el saqueo del camión –ni nos habíamos separado en ningún momento– y aun cuando era obvio que no teníamos pruebas que nos incriminaran, sus palabras me asustaron. El policía me hizo dudar de mí mismo y de los demás. Me sentí acorralado y temí que él y su compañero nos implantaran pruebas que les sirvieran para incriminarnos. 

Había visto muchas películas de bajo presupuesto. 

No hubo tiempo para pensar. 

Sólo uno de nosotros continuó caminando como si nada, pasó desapercibido y escapó. No recuerdo haber sabido alguna vez su nombre, pero era un sujeto flaco y de mi estatura. Antes de estos sucesos, yo creía que era “porro”. Quizá era tres años más grande que todos nosotros y sin duda tenía más experiencia que todos nosotros.

Mientras tanto, el otro policía, aprovechando la confusión, nos hizo subir a la patrulla. 
Nadie opuso resistencia. Me sentí como si todos hubiéramos aceptado nuestra culpabilidad, a pesar de que no ocultábamos nada. Tal vez lo peor que podía tener alguno de nosotros en su mochila era una cajetilla de cigarrillos.  

El policía de la macana condujo rápidamente hasta la Delegación Venustiano Carranza, mientras el otro tipo continuaba amedrentándonos. Su lenguaje altisonante me hizo sentirme en una de las películas de Alfonso Zayas y Luis de Alba. Parecía que no sabía hablar de otra forma. Se refería a nosotros como si fuéramos la escoria de la sociedad.

Circulamos por la avenida, como si fuéramos delincuentes, todos apretujados en el asiento trasero de la patrulla –éramos como cinco o seis–, detrás de la barra metálica que nos separaba de los asientos del piloto y del copiloto.

Vi a algunos conocidos de la escuela, caminar por la calle como si nada y los envidié. Pensé que mis papás habían tenido razón siempre: la gente te va a juzgar por tu apariencia.

Habían insistido hasta el cansancio en que me cortara el cabello y en que me vistiera mejor.



Cuando llegamos a la Delegación, ambos policías nos hicieron bajar de la patrulla sin desperdiciar la oportunidad de insultarnos con las vulgaridades que nacían de sus mentes vulgares. Nos hicieron caminar hasta el Ministerio Público. Allí, otros sujetos se burlaron de nosotros y nos ordenaron quitarnos los cinturones y las agujetas de nuestros zapatos. 

No habían transcurrido ni diez minutos desde que habíamos comenzado a caminar rumbo al metro La Merced y ya estábamos tras las rejas, compartiendo separo con otros delincuentes de verdad. Uno de ellos nos empezó a contar que lo habían detenido muchas veces por narcomenudeo. Otro nos dijo que estaba allí porque lo habían culpado de robo a mano armada. 

Un tipo de traje se acercó a las rejas desde afuera y nos dijo que estaríamos detenidos hasta que transcurrieran 48 ó 72 horas. Uno de nosotros, a quien apodábamos “El Chapulín” porque siempre llevaba una playera roja con un corazón amarillo en el pecho, ya había recordado sus clases de Derecho y ya nos había dicho que eso iba a pasar. Otro tipo de traje se carcajeó y nos dijo que esa misma tarde nos llevarían al Tutelar de Menores. 

Mientras todo esto ocurría, Mondragón –un compañero que conocía desde la secundaria y que quería ser abogado– salió de otro separo con su novia. Un hombre –tal vez su papá– había hablado con los sujetos de traje del Ministerio y había logrado que los dejaran ir. 

Mondragón se dio cuenta de que estábamos detenidos y nos miró y nos dijo:

“¡Nos vemos!”

Y se largó. 

Ni él ni el hombre que había logrado que los dejaran ir a él y a su novia, hicieron ningún intento por averiguar en qué condiciones nos encontrábamos. Simplemente se comportaron como si hubieran estado seguros de que éramos culpables. Simplemente deduje que nos habían estigmatizado y que nos habían culpado de algo que él y su novia, obviamente, no eran culpables. 

Nos conocíamos desde la secundaria, pero nunca hablamos más de cinco minutos consecutivos. Él y sus amigos jugaban basket. Él era muy intenso para jugar –incluso usaba protector bucal, como Charles Barkley– y se burlaba de sus rivales cuando les anotaba una canasta o cuando les tapaba algún tiro. 

Alguna vez jugamos futbol, juntos. A él no le gustaba el futbol y no sabía jugar futbol y lo pusimos en la portería. Le anotaron unos goles muy tontos. 

Cuando le interesaba alguna de las chicas de la escuela, actuaba como Brandon Walsh –seguramente entonces yo hacía un gran esfuerzo por parecerme a Dylan McKay– e imaginé que quizá las seducía diciéndoles que quería convertirse en abogado. Sin duda, éramos unos niños –teníamos como 12 ó 13 años– y, mientras él estaba influenciado por la NBA –Michael Jordan y los Toros de Chicago ganaban un torneo tras otro–, yo estaba influenciado por Beverly Hills 90210

Yo era un pésimo jugador de basket y aborrecía el basket. 
Alguna vez jugué en su equipo y perdí el balón con uno de los rivales. Mondragón me sacó de inmediato de la cancha. Toda la semana estuvo fastidiándome con el asunto. 

Una vez, el director nos llamó a él y a mí a su oficina. El director quería saber si en verdad necesitábamos una beca a la que teníamos derecho, debido a nuestras calificaciones. Mis papás me habían dicho que otros alumnos podían necesitar esa beca más que yo y me habían pedido que la rechazara. Mondragón le dijo al director que él sí la necesitaba, porque sus papás no tenían suficiente dinero.    

Era obvio que él no requería ningún apoyo económico. Sus papás tenían automóviles propios y él usaba los tennis más costosos de las estrellas de la NBA. Mientras él se marchaba del Ministerio, reflexioné en estas cosas y llegué a la conclusión de que desde la secundaria tenía vocación de abogado.
 
Solicité una llamada telefónica y me comuniqué con mi abuela –mis papás estaban en el trabajo y no sabía de memoria los números telefónicos de sus trabajos– y ella logró comunicarse con mi mamá y luego mi mamá se comunicó con mi papá y al cabo de una hora (o algo así), mis papás llegaron al Ministerio Público y nos sacaron a todos.

A otros compañeros de la prepa que eran excelentes estudiantes y que no se vestían como nosotros, no les fue tan bien y los trasladaron al Tutelar de Menores. 

Al cabo de un año, la directora de la prepa fue demandada por varios padres de familia y la expulsaron de la UNAM. Hubo varios rumores sobre su proceder. Había ingresado a la preparatoria como profesora de Educación Física y en un lapso de tres años ya se había convertido en directora. 
 
En el año de 1999, durante la huelga de la UNAM, cuando Mondragón y yo ya estábamos en la universidad, a alguien de la secundaria se le ocurrió hacer una fiesta y a mí se me ocurrió asistir. Fue la última vez nos vimos. Nos saludamos y hablamos poco.