viernes, febrero 10, 2017

En el pasillo olía a Old Spice


Había sido un día muy pesado, pero por fortuna sólo le faltaban dos cosas por hacer. 
Una de ellas era visitar a la amante de su jefe. Tenía que entregarle un paquete en persona. 

Todo el día había postergado esa entrega. 

Yuri, la amante de su jefe, vivía en el noveno piso del Edificio Insurgentes.
Luciano odiaba ese lugar. Le inspiraba terror.

Sus compañeros le habían dicho que el edificio era una cueva, que los primeros pisos estaban en ruinas y que eran completamente inhabitables. También le habían dicho que supuestamente a partir del sexto o séptimo piso, la mayoría de los departamentos estaban en mejores condiciones -algunos estaban desocupados pero tenían muebles-, aunque con frecuencia fallaban los servicios de luz y de agua. 

Sus compañeros también le habían dicho que los inquilinos siempre se comportaban de maneras misteriosas -nadie sabía exactamente quiénes eran ni a qué se dedicaban-, y que trataban con hostilidad a los visitantes. 

Además, su jefe le había contado que un funcionario público había tenido su despacho en el noveno piso del edificio Insurgentes y que alguien lo había matado a sangre fría, porque iba a denunciar algún asunto relacionado con varios edificios que habían colapsado en el terremoto de 1985.  


Luciano bajó del Volaris destartalado -se preguntaba cómo era posible que aún arrancara-, después de estacionarlo en la calle de Zacatecas, y caminó con pesar -se sentía como un condenado a muerte- rumbo al edificio. 

La calle estaba oscura y tranquila. 
El viento soplaba y emitía un sonido que parecía sacado de alguna película de Hitchcock. Se le pusieron los pelos de punta y consideró la posibilidad de regresar al automóvil. 

Había algo macabro y de mal augurio en el ambiente. 

Frente a la entrada del edificio, suspiró. 

Se resignó -no quería tener problemas con su jefe- y avanzó por las escaleras, tan de prisa como su cuerpo se lo permitió. 

Luciano estaba gordo y además había subido seis kilos en un mes. 

Llegó al rellano del cuarto piso, resoplando. 
Se detuvo e intentó tomar un poco de aire. Le costó trabajo respirar. 

No lo había pensado seriamente, pero su condición física empeoraba día tras día. Fumaba varias cajetillas diariamente, no hacía ejercicio y comía muy mal. 

Se apoyó contra la pared y tuvo un ligero ataque de ansiedad. 
Cerró los párpados y se acarició el vientre. Sintió asco de sí mismo. Su panza era tan voluminosa que parecía que en cualquier momento le reventaría el cinturón. 
Pensó que su médico tenía razón: tenía que cambiar sus hábitos cuanto antes, si no quería morir de un infarto. 

Una gota de sudor le escurrió por la frente. Eructó estrepitosamente, y se sintió aliviado. 
Se había estado bebiendo un six de Tecate en el Volaris, para tranquilizarse.  



Luciano se limpió el sudor de la frente, con una de sus enormes manos velludas y luego acercó la nariz a una de sus axilas. Olía horriblemente, como a Old Spice agrio. Sintió repulsión y se le revolvió el estómago. Recordó cuando estaba en la secundaria y a su profesora de matemáticas le disgustaba que él y sus compañeros no usaran desodorante y que tomaran su clase precisamente después de educación física. 

En la penumbra del rellano de las escaleras, vislumbró una mancha de sudor en la camisa. 

Odiaba estar en ese maldito edificio. 

No sólo le faltaban otros cinco pisos, sino que, en cuanto le entregara el paquete a Yuri, debía ir a su casa a tomar un baño y a cambiarse de ropa. 

La segunda y última cosa que le faltaba por hacer ese día era llevar al aeropuerto a su jefe. Tenía que ir a Los Ángeles a cerrar un negocio y su vuelo salía a las 5 de la mañana.  

Su jefe vivía en Santa Fe y aborrecía que sus empleados no tuvieran una presentación impecable.   

Luciano retomó el paso y llegó exhausto al noveno piso. 
Al llegar a ese piso, pensó en el burócrata asesinado a sangre fría en su despacho, unos meses después del terremoto de 1985. 
Tal vez era sólo una leyenda que se habían encargado de esparcir los inquilinos del edificio Insurgentes para ahuyentar a los intrusos. 
Tal vez su jefe lo había inventado todo. 

Vio una enorme grieta que surcaba una de las paredes del pasillo, y de inmediato pensó en que podría ser una secuela del terremoto de 1985. 

Sufrió una breve crisis de ansiedad. 


Recordó cuando era sólo un niño y desayunaba antes de irse a la escuela, mientras el terremoto arrasaba con gran parte de la Ciudad de México en un par de minutos. 

Recordó que empezó a marearse y a sentirse mal y que le dijo a su mamá que creía que le había caído mal el desayuno. 

Recordó que su mamá lo abrazó y le dijo que estaba temblando y que no se preocupara.

Los cuadros y las lámparas se balanceaban horriblemente en todo el departamento -su mamá y él vivían en el sexto piso de un edificio de departamentos- y el suelo se sacudía. Parecía que aquel movimiento telúrico no terminaría jamás. 

Mientras oía cómo crujían todas las tuberías del edificio y veía cómo todo se sacudía, pensó que allí acabaría su vida, y se asustó mucho. 

No quería morir en ese momento. Ni siquiera había cumplido cinco años. 

Luciano se despabiló como si hubiera salido de una alucinación, y pensó que si temblaba precisamente en ese momento, el edificio Insurgentes se desplomaría y que él acabaría sepultado entre los escombros y que nadie lo encontraría jamás.  

Apresuró el paso, en busca del departamento 909. 

Se detuvo frente a la puerta y la golpeó fuertemente con el puño derecho. 
Esperó unos segundos, pero nadie contestó. 

Pensó:

"Sólo falta que Yuri no esté aquí".

Volvió a golpear con más fuerza.

Pensó:

"¡Abre de una maldita vez! ¡No quiero estar aquí!"

Acercó una oreja a la puerta y sólo escuchó el débil maullido de un minino. 
Su jefe le había advertido que Yuri tenía un gatito y que se llamaba Ripley, o algo así. 
Ripley arañó la puerta varias veces, sin dejar de maullar. 


Luciano gritó:

"¡Vamos, Yuri! ¡No tengo toda la noche!"

Y miró su reloj. Faltaban cinco minutos para la medianoche. 

Decidió que forzaría la puerta, que dejaría el maldito paquete y que se largaría de allí. 


Echó un vistazo alrededor. El pasillo estaba vacío. 
No parecía que nadie, aparte de Yuri, viviera en ese piso. 
Se puso frente a la puerta y calculó la fuerza requerida para tumbar la puerta de un solo golpe.

Dio unos pasos hacia atrás, alejándose de la puerta para tomar impulso y empezó a marearse. 

"¡No puede ser! ¡Está temblando!" 

Luciano se desplomó a un lado de la puerta y empezó a hiperventilar. 
Se sintió sofocado y se llevó ambas manos al pecho. 

Yuri llegó al departamento unos minutos más tarde.
Había salido Galerías Insurgentes con unas amigas. 
Estaba en el cine, cuando había comenzado a temblar. 


El pasillo del noveno piso, olía horriblemente a Old Spice agrio, pero Yuri no reparó en ello.
Estaba tan oscuro allí que tampoco se percató del cuerpo que yacía frente a su puerta, recargado contra la pared. 

Le costó trabajo meter la llave en la cerradura -estaba nerviosa todavía- y cuando entró en el departamento, gritó:

"¡Ripley! ¡Minino! ¿Dónde estás? ¡Nos mudamos, ahora mismo...!
¡Ya no aguanto otro terremoto en este edificio...!"

domingo, febrero 05, 2017

Humming A Sad Song When I'm Alone



Después de haber estado casi tres años bajo tratamientos médicos infructuosos, después de haber lidiado con las náuseas matutinas y con las mononeuropatías provocadas por un montón de fármacos y después de haber pasado por el quirófano y por el periodo postoperatorio de una cirugía, contraje una severa faringoamigdalitis a mediados de octubre y tuve una recaída a finales de noviembre. Cuando ya me había recuperado, acudí a una cena de fin de año en una casa con un ambiente muy cálido y al salir de la casa me enfrié y volví a enfermarme. El ciclo se repitió en la cena de Año Nuevo. Total, que estuve en convalecencia casi un mes. Cuando estaba mortalmente aburrido –tenía más de una semana sin salir a la calle, y el escozor en la garganta y en los ojos, el constante fluido nasal y la debilidad en los músculos y en las coyunturas, ni siquiera me permitían concentrarme más de cinco minutos consecutivos en la lectura de un documento insustancial–, me encontré en YouTube el canal de una estación de radio de Estados Unidos.

Tras navegar por el menú de los videos del canal de KEXP, di con uno en el que un sujeto de cabello quebrado y largo cantaba en voz muy baja, apenas murmurando. Tocaba una Jaguar similar a la de Kurt Cobain y lo acompañaban otro guitarrista, un bajista y un baterista. En mi estado de sopor, la música me pareció hipnótica y reconfortante. La canción se llamaba “Wheelhouse” y tenía una figura de guitarra muy pegajosa que se repetía incesantemente y que se me quedó grabada en la cabeza. El ritmo de la batería resaltaba los sonidos de la guitarra y el bajo acompañaba a ambos instrumentos, de un modo apenas perceptible. 

                        

Vi el video un par de veces más y algunos otros del mismo canal de la estación de radio y busqué información sobre la banda en Internet. La canción formaba parte del álbum B'lieve I'm Goin' Down, cuyo compositor era el sujeto de cabello largo y cuyo nombre era Kurt Vile. El álbum tenía algunos meses de haber salido a la venta y el compositor tenía varios álbumes como solista y otros más con una banda llamada The Violators. También leí en Wikipedia que Kurt Vile escribe todas las letras de sus canciones y que compone la música y que toca la mayoría de los instrumentos en sus álbumes. La prensa especializada lo relaciona con artistas como Neil Young y Bruce Springsteen. 

Toda esta información me intrigó y quise averiguar qué clase de artista era Kurt Vile y qué clase de álbum era B'lieve I'm Goin' Down. Compré el álbum en Amazon y estuve escuchándolo una y otra vez, de principio a fin, en la última etapa de la convalecencia. Es un álbum de rock con influencias country y folk, con canciones que tienen ciertos destellos de optimismo, pero que, principalmente, son melancólicas.

Cuando más o menos volvía a reintegrarme a mi rutina, vi algún anuncio en Internet en el que decía que Kurt Vile vendría a principios de febrero a tocar a la Ciudad de México, y fue una coincidencia feliz. Tenía varios años sin prestarle atención a un artista contemporáneo y sin escuchar música nueva, y ahora, que habían ocurrido ambas cosas, tenía la oportunidad de escucharlos en vivo. 


El concierto se llevó a cabo ayer. L
legamos al Plaza Condesa alrededor de las siete de la noche. Había estado lloviendo y apenas amainaba la lluvia. Afuera del recinto había unas cincuenta personas –entre ellas, “la reclu”, una locutora de radio– y algunos puestos de mercancía pirata del concierto. En uno de estos puestos, unos sujetos estaban interesados en comprar unas gorras y unas playeras con la cara de Kurt Vile impresa. Uno de ellos intentaba comunicarse con un vendedor en un español muy básico. 

Mi primera reacción fue acercarme a ellos y ayudarles, pero me dio pena; no quería parecer inoportuno ni entrometerme en donde no me llamaban. El sujeto no tenía pesos mexicanos y quería pagar con dólares. El vendedor no entendía muy bien a qué se refería el extranjero y no sabía a cuántos dólares equivalían las gorras y las playeras que quería comprarle. Katz me insistió en que les ayudara a comunicarse y me acerqué al puesto, pero para entonces los dos hombres ya habían llegado a un acuerdo. Miré con más detalle al grupo de extranjeros y el rostro de uno de ellos me pareció familiar. Creí haberlo reconocido de aquel video de YouTube que había visto en mi convalecencia. Le pregunté si era el guitarrista de la banda y me dijo que sí. Se trataba de Jesse Trbovich. Le pregunté si podíamos tomarnos una foto, y él accedió amablemente (incluso posó con una de las gorras de la transacción que acababa de ocurrir). 


Apenas ingresamos al foro, reparé en que 
El Plaza no tenía casi ya ningún parecido con aquel cine en el que proyectaban películas de culto a finales de los 90 y principios de los 2000, cuando, durante la huelga de la UNAM o después de la huelga de la UNAM, había visto tantas películas de Peter Greenaway o de Jean-Claude Lauzon, y que había sido acondicionado como una sala de conciertos* –incluso los Melvins y Mark Lanegan ya dieron conciertos aquí–, pero antes tenía otro nombre y era ese cine elitista en el que proyectaban películas que difícilmente podías ver en otra parte y en el que te vendían bebidas alcohólicas. A diferencia de aquellos tiempos, lo más evidente es que ahora no hay butacas en la planta baja y que el primer piso –que aún conserva las butacas– funge como un bar. 

Había más gente en el bar que en la planta baja, y esto me pareció absurdo. No pude evitar sentirme parte de una moda, parte de ese grupo de gente que va con la corriente y que siempre está en los eventos más importantes en la Colonia Condesa, ya sean de gastronomía, de música o de ropa. Era casi un hecho que les daba lo mismo la música: lo importante era beber y charlar, mientras Kurt Vile y su banda tocaban en vivo.

Katz y yo caminamos por la planta baja en busca de un buen lugar. Había unas treinta o cuarenta personas dispersas por ahí, pero encontramos un espacio libre a unos seis o siete metros del escenario, con una buena vista, y nos quedamos allí. Me dieron ganas de ir al baño. Katz me dijo que ella estaba bien. 

La fila del baño no era muy larga. La mayoría de la gente, tanto en la fila como en el baño, hablaba del Superbowl LI –hoy juegan los Atlanta Falcons contra los New England Patriots en el NRG Stadium de Houston– y estaba segura de que ganarían los Pats. Algunos despistados ni siquiera estaban enterados de quién era Kurt Vile, y confirmaron mis prejuicios sobre la gente del primer piso: lo importante era charlar, beber y tener a una banda tocando en vivo, como fondo. Oriné junto a José Manuel Aguilera, el guitarrista y cantante de La Barranca, pero, allí, con las manos recién lavadas, encontré inoportuno pedirle una fotografía, aunque él me sonrío y me extendió la mano y se quedó como en espera de que yo le pidiera una foto.  

Regresé a donde estaba Katz, lamentándome por no haber ayudado a Jesse Trbovich y compañía a realizar su transacción con el vendedor de las gorras pirata afuera del Plaza. Además de que habría sido de lo más sencillo, ellos parecían muy accesibles, parecían músicos underground y no esa clase de músicos sobrevalorados que siempre necesitan decenas de guardaespaldas. Me recriminé por no haberlos ayudado. Era evidente que formaban parte de la banda o del staff  de Kurt Vile, y Katz había insistido en que les ayudara y yo no le había hecho caso. Apenas al entrar al Plaza, ella me había dicho que, a lo mejor, en retribución, ellos me habrían conseguido el autógrafo de Kurt Vile o el setlist del concierto.

                             


Faltaban poco más de veinte minutos para que comenzara el concierto, y estuvimos hablando sobre el mismo tema –¿por qué no les ayudaste a comunicarse con el vendedor de gorras pirata?–, hasta que, alrededor de las nueve la noche, se apagaron las luces del recinto y Jesse Trbovich y algunos de los extranjeros de las gorras, salieron al escenario. Kurt Vile salió al final, y el público les aplaudió a todos y la banda saludó a la audiencia.

Kurt Vile se colocó su Jaguar y abrió el concierto con “Dust Bunnies”. Cuando la banda terminó de tocar esta canción, el extranjero que había realizado la transacción de las gorras, más o menos una hora antes, afuera de El Plaza, salió al escenario y le ayudó a Kurt a quitarse la guitarra y a colgarse un banjo –supe que era su técnico de guitarra–, para que la banda continuara con “I'm An Outlaw”. 

“Jesus Fever” fue la tercera canción de la noche –uno de los hits de Kurt Vile–, y provocó una buena reacción en la audiencia, que no había identificado muy bien las primeras dos canciones del concierto, que son las pistas dos y tres de B'lieve I'm Goin' Down. Entre una canción y otra, alguien del público le pidió a Kurt Vile que tocaran “Wheelhouse”, pero el multi-instrumentista de Pennsilvania se negó, se disculpó y dijo que tendría que ser en otra ocasión. Su confesión me desanimó un poco.

El concierto llegó a su punto más álgido cuando la banda tocó “Pretty Pimpin”.


Después de algunas canciones, Kurt Vile se quedó solo en el escenario y tocó “Stand Inside”, una melancólica canción de amor de B'lieve I'm Goin' Down. La canción tocó mis fibras más sensibles.
Su interpretación fue tan emocional que no pude evitar recordar mis últimos años con problemas de salud. Comenzaron a temblarme las piernas y presentí que en cualquier momento lloraría incontrolablemente. Nunca había sentido una conexión semejante con una canción en vivo. Me pareció increíble que un humano fuera capaz de transmitir tantas emociones, con su voz y con una guitarra acústica, y le di crédito a la prensa que asocia musicalmente a Kurt Vile con Neil Young. Las emociones que experimenté también me hicieron recordar algunos testimonios de los asistentes al Unplugged In New York de Nirvana y envidiar a aquellos que se sintieron cautivados por la fuerza emocional transmitida por Kurt Cobain y por su Martin D18-E durante la interpretación de “Pennyroyal Tea” en ese concierto en los Sony Studios de Nueva York. 

Después de este momento hipnótico e innegablemente visceral, la banda volvió a subir al escenario y durante otros quince o veinte minutos continuaron tocando la mayoría de las canciones de B'lieve I'm Goin' Down y de otros álbumes de Kurt Vile. La penúltima canción fue “Downdbound Train” – un cover de Bruce Springsteen– y el concierto terminó con “Baby's Arms.

Después de poco más de una hora, entre el feedback de las guitarras y la ovación del público, Kurt Vile y el resto de los músicos se retiraron del escenario. Las luces de El Plaza se encendieron y la gente comenzó a abandonar el recinto. Al cabo de unos minutos
, el técnico de guitarra salió nuevamente al escenario y tomó del suelo una hoja de papel –la lista de las canciones de ese concierto– y se la entregó en las manos a una persona del público, y pensé que, de haberlo ayudado a comunicarse con el vendedor de las gorras y de las playeras antes del concierto, yo pude haber sido esa persona. 

                                                           


*Otra entrada. Los Libros de PrósperoEl Talentoso Sr. Ripley y Cinco Sentidos.