jueves, julio 19, 2012

Los lunes siempre han sido decadentes


Aborrezco los lunes, porque siempre han sido decadentes. 

Cuando estaba en la primaria, odiaba los lunes porque me daba pánico relacionarme con otros niños -normalmente tenían más confianza en sí mismos que la que yo tenía- y porque además mi maestra me inspiraba miedo. Ella tenía una formación militar -o eso decían algunas mamás-, siempre nos estaba regañando por tonterías y no nos dejaba ir al baño. 

Cuando estaba en la secundaria, odiaba los lunes porque yo sólo era un niñito que llegaba de una escuela privada y no sabía defenderme de los bravucones, pero, sobre todo, odiaba los lunes porque tenía que cantar el himno de las escuelas secundarias técnicas a todo pulmón, en la ceremonia de honores a la bandera. 

Odiaba los lunes porque anunciaban el comienzo de rutinas horrendas. 


Durante la preparatoria no aborrecí tanto los lunes, pero siguieron siendo decadentes. 

Entraba a clases a las 9 de la mañana. La maestra nunca llegaba a dar clase y entonces me iba a jugar futbol soccer con mis compañeros. 

Jugábamos todo el día. Nos saltábamos la mayoría de las clases, y a veces me sentía culpable. Jugábamos tantas horas que dejaba de ser divertido. 

Jugábamos tantas horas que incluso buscábamos lugares abandonados o estacionamientos llenos de automóviles para hacerlo menos rutinario. 

Aún ahora sueño de vez en cuando que estoy con mis compañeros de la preparatoria jugando futbol en lugares insólitos.  


Cuando entré a la Universidad, aborrecía los lunes porque tenía clase a las 7 de la mañana y tenía que levantarme de la cama casi 3 horas antes para llegar a tiempo. 

Mi profesor era una vaca sagrada y él sólo llegaba a dormitar y a contarnos anécdotas; o nos ponía a leer uno de los aburridos libros que él mismo había escrito.  

Ahora que estoy por terminar el doctorado, aborrezco los lunes más que nunca. Todos los lunes -incluso los días de asueto y de vacaciones- tenemos un seminario de avances maratónico. Empieza a la hora de la comida y termina alrededor de las 8 de la noche. 

Al principio, me gustaba el seminario. Siempre había algo que aprender y era una oportunidad para desarrollar experimentos y comprender los proyectos de mis compañeros.

Sin embargo, la mayoría de esos compañeros acabaron su ciclo en el laboratorio y quedaron otros compañeros que faltan constantemente o que llegan al mediodía a trabajar y que casi nunca tienen datos nuevos de sus proyectos. 

Mi tutor enfurece cada vez que hay seminario y el resto de la semana nos trata a todos por igual. No puedo evitar compararlo con mi maestra de la primaria ni con los bravucones de la secundaria.

Odio los lunes, odio los lunes, odio los lunes.

Cosas que se aprenden



Alfonso bebía, sentado cómodamente en la acera. "Está un poco caliente", murmuró, y me pasó la botella. Entonces le di un trago y me percaté no sólo de que la cerveza estaba caliente sino de que sabía muy amarga. Elías notó mi reacción. "¿Esperabas que supiera dulcecita?", se burló. Él era más grande que nosotros. Supuestamente sólo tenía 21 años, pero se veía mucho mayor para alguien que estudiaba la preparatoria.

"¡Dame eso!", exclamó, y me arrebató la botella. Le dio un largo sorbo y, al terminar, eructó placenteramente. "Eres todo un experto", le dijo Alfonso. 

Mientras algunas personas pasaban a nuestro alrededor, yo buscaba a Tania, la profesora de Geografía que nos había llevado al Tepozteco. Estábamos en una excursión que Tania hacía una vez al año con todos los grupos de sexto a los que impartía clases. Yo estaba un poco asustado ante la idea de que ella nos descubriera y nos acusara con nuestros padres.



"Si quieren sentir pronto los efectos, será mejor que beban deprisa", nos aconsejó Elías. Entonces Alfonso tomó la botella y le dio una largo sorbo. Después yo hice lo mismo, y me sorprendió el hecho de que la cerveza no me supiera tan mal como la primera vez. 

"¿Verdad que está rica?", me preguntó Elías. Alcé los hombros, y le pasé la botella.
Así estuvimos durante casi 10 minutos, pasándonos la botella y bebiendo, hasta que nos acabamos casi dos litros de cerveza entre los tres.

El viento soplaba agradablemente. Hacía calor. Alfonso quiso ponerse de pie y no pudo. Después, comenzó a hablar. Arrastraba las palabras, de manera muy cómica. Me causó mucha risa y quise burlarme de él, pero guardé silencio en cuanto quise articular una oración y noté que yo también arrastraba las palabras. Elías se carcajeó. "Ya se les subió, muchachos... ¿Nos echamos otra, o qué?", preguntó. Él se veía impecable.


Me sentía tan mareado que dije que no, y Elías contestó que estaba bien. Alfonso sí quiso continuar bebiendo. Entonces los dos volvieron a meterse a la tiendita, y me quedé sentado en la acera. Comencé a sentirme un poco ansioso, temiendo que Tania apareciera de repente. Tuve el presentimiento de que ella notaría pronto que no estábamos en el grupo. 
Alfonso y Elías tardaban demasiado. "Esto va a acabar mal", pensaba en mi ebriedad y comencé a asociar ideas que no tenían relación entre sí. Entonces me acordé de un cuento que había leído hacía no mucho tiempo. El cuento se trataba de tres adolescentes que pretendían hacerse pasar por rebeldes, al estilo de James Dean. Se titulaba Greasy Lake y el autor era T. Coraghessan Boyle.

Poco tiempo después, Alfonso y Elías regresaron con otra cerveza y se sentaron a mi lado. Bebieron rápidamente, y volvieron a ofrecerme cerveza. Acepté y le di dos tragos a la botella. Después, con los ojos vidriosos y arrastrando las palabras, Elías tuvo una ocurrencia. ¿Por qué no nos vamos sin pagar? 


Me pareció muy mala su idea, pero eso hicimos. Nadie nos descubrió, y yo sigo bebiendo gratis cada vez que puedo.