domingo, julio 31, 2022

Un trabajo de verdad


Sonó el teléfono. 

El ringtone me asustó y me sacó del letargo –de la morosidad–, de estar sentado frente al televisor durante aproximadamente cuarenta minutos, en una posición que sin duda dañaría mi columna vertebral a largo plazo, medio viendo por enésima ocasión un capítulo de Your honor y pensando en mil y un cosas al mismo tiempo, mientras me negaba a admitir que los análisis de sangre de los días previos habían mostrado que tenía los niveles de glucosa altísimos, como los niveles de glucosa (en ayuno) de un diabético. 

Al ver los análisis y pedirle su opinión a mi cuñada (es médica), después de pasar por la negación de esa posibilidad, había pensado en mi abuelo diabético, en su prematura muerte antes de los sesenta años de edad, y había considerado que era su herencia maldita y en que él no quiso disciplinarse ni renunciar a su actitud hedonista (otra potencial herencia maldita de mi abuelo); y me había preguntado por qué él no me había heredado mejor una pequeña fortuna o una empresa o una casa o un departamento, en lugar de una enfermedad neurodegenerativa, pero también había considerado que más de medio año de clases en línea, que más de medio año de trabajo en línea, que más de medio año pegado a la computadora durante más de diez horas diarias, que más de medio año de sedentarismo, que más de medio año de comida chatarra, que más de medio año de azúcares líquidos indiscriminados, que más de medio año encerrado en mi mundo –Katz y los gatos; prácticamente, nula socialización–, provocados por la pandemia, finalmente me habían cobrado factura. 

Me busqué el teléfono en el bolsillo derecho de mis pantalones (soy zurdo, pero quién sabe por qué siempre lo guardo allí y por qué coloco mi cartera en el bolsillo izquierdo), intentando adivinar quién quería hablar conmigo en ese momento: las seis de la tarde de un jueves de julio del 2021. Quienes me conocen y quienes me tratan día a día, no me llaman por teléfono nada más porque sí. Todos son sumamente atentos y respetuosos (a lo mejor creen que soy un neurótico que puede estallar a la menor provocación y que deben tomarse sus precauciones conmigo, pero juro que no siempre estoy enojado), y antes me mandan un Whats preguntándome si tengo algunos minutos para atender una llamada. (No tienen por qué saber que no me gusta hablar por teléfono, excepto si es muy urgente; repito: son extremadamente atentos y respetuosos). Sólo Katz (a ella le permito todo) y mi papá y mis hermanos me llaman por teléfono en cualquier momento (e incluso ellos respetan mi privacidad y mi trabajo, y nunca llaman cuando estoy en clase o en alguna junta).

Continuaba tratando de sacar el teléfono de las profundidades del bolsillo derecho de mis pantalones, imaginando que debía de ser una llamada muy urgente, pensando en la escoliosis de Kurt Cobain, que le agravó el peso de sus guitarras, concierto tras concierto, desde la gira de Bleach, en la costa Oeste de Estados Unidos y en Europa, hasta la explosión de Nevermind en el mainstream de los primeros años de la década de los noventa, y de sus entrevistas, como adicto confeso a la heroína, para MTV en la gira de In Utero, cuando finalmente lo conseguí: tomé el control remoto de la tv, le puse “muting” al televisor y revisé el teléfono. 

Era el dentista. Lo había contactado apenas tres semanas antes para que me revisara. Alguien, que lo había localizado en un momento “de vida o muerte”, me lo había recomendado. Tenía algunas semanas con las encías inflamadas y sangrantes, y quería saber la opinión de un experto. 

En la primera consulta, más o menos dos semanas antes de la llamada, el dentista me había dicho que tenía que extraerme una muela del juicio y me había mandado a hacer algunos análisis. Una semana antes de la llamada, en su consultorio, con los análisis en la mano, me había diagnosticado periodontitis y me había dicho que esa enfermedad podía estar asociada con los altos niveles de glucosa que habían mostrado los análisis de sangre. Unos días antes de la llamada, me había extraído una muela del juicio.

Aprovechando mi segunda visita a su consultorio, antes de la extracción de la muela, me realizó una limpieza con esos infernales taladros que van tallando las piezas dentales, que duelen como una marca de hierro y que despiden un peculiar aroma a quemado y a metal (y que me remontaron a mi infancia), y también me vendió un dentífrico y un enjuague bucal, presumiéndome un diplomado en el que había hablado recientemente (me dio flojera decirle –no encontré razones para contarle– que, desde el 2012, he sido invitado a hablar en diplomados y que tengo más de quince años impartiendo clases a nivel licenciatura). 

El día de la extracción de la muela del juicio, llegó 30 ó 40 minutos tarde a su propio consultorio, y se excusó. “Se le había hecho tarde porque había mucho tráfico y porque alguien se había estacionado en la entrada del estacionamiento del consultorio”. Por todo su trabajo –de 30 ó 40 minutos, sin descontar su impuntualidad–, me cobró alrededor de $3, 000 MXN. En total, por esas tres consultas, en dos semanas, ya le había pagado casi $10, 000 MXN. 

Al regresar a revisión después de la extracción, me dijo, tras una minuciosa inspección en las cavidades de mi boca, que necesitaba extraerme una muela inservible, urgentemente. También me dijo que me convenía que me extrajera esa muela inservible y que me convenía agendar una cita con una endodoncista amiga suya para que me restaurara esa muela inservible. Me advirtió que esa muela me daría problemas más adelante. Me hizo una cotización: alrededor de $20, 000 MXN por todo el trabajo, por seis o siete –máximo diez– horas de su trabajo. Al decírmelo, me miró de arriba abajo y me dijo, de un modo que sonó falso y conciliador, que podía pagarle en plazos. No lo culpo. Todos tenemos sesgos cognitivos. Después de más de un año de pandemia y con más de ocho meses sin cortarme “profesionalmente” el cabello, yo traía el cabello largo y descuidado; como siempre, traía mis dos aretes en el lóbulo izquierdo (esos que algunos colegas no dejan de mirarme, inconsciente e insistentemente, cuando platicamos en los pasillos de la universidad); como casi siempre que no estoy dando clase o en la universidad, traía una camisa “grunge” un poco vieja –de esas que H&M o American Eagle anuncian como “camisas de leñador”–, y, debajo de esa camisa, traía una vieja playera estampada con el rostro de Syd Barrett, y también traía unos pantalones de mezclilla raídos y unos tenis. Él, a diferencia de mí, era lo que podría decir tu abuelo que consume mucha tv: “una persona de bien”: cabello corto estándar, ropa formal estándar, zapatos formales estándar y lentes de aumento, de persona que “se quema las pestañas, estudiando”. 

Tomé la llamada. El dentista me dijo que me mandaría un video al Whats en el que me explicaría cómo cepillarme los dientes (obviamente no tenía que llamarme para eso), y también me recordó que me sugería agendar otra cita con él cuanto antes para que me extrajera la otra muela inservible y para que su amiga endodoncista procediera a repararme esa pieza dental, con residuos de mi propia muela inservible (realmente, el leitmotiv de la llamada), o algo así. Obviamente, no preguntó si estaba ocupado, o si tenía tiempo, ni si podía contestarle la llamada en ese momento. Nada. Y no me sorprendió. Cierto: podía interesarle mi salud, pero yo también sospechaba que, más bien, él quería cambiarle las llantas a su Sentra orange metallic –el que no pudo estacionar porque alguien se había estacionado en la entrada, cuando llegó 30 ó 40 minutos tarde a su propio consultorio, cuando me extrajo la muela–, o algo así. Me cayó mal.

De por sí, en la primera consulta, cuando me había hecho la plática, ya me había caído mal. Para empezar, yo había tenido que ajustarme a su horario de trabajo. Nunca me preguntó a qué hora podía asistir a su consultorio; simplemente dijo: “puedo tal día, a tal hora; te espero tal día y a tal hora”. Estaba tan preocupado cuando lo contacté, que no analicé sus imposiciones. Esto fue extraño para mí, pero lo dejé pasar. Toda la gente con la que trabajo –a pesar de que casi todos tenemos los mismos grados académicos– es atenta y respetuosa del tiempo de los demás: siempre que agendan una junta, lo hacen con anticipación y siempre preguntan por tu disponibilidad de tiempo. Este cretino asumió que me urgían sus servicios y que debía ajustarme a sus tiempos. Sin más. 

En su consultorio, mientras le transfería el monto de sus servicios en la aplicación del teléfono, de 30 ó 40 minutos de su tiempo, me preguntó a qué me dedico, e insinuó que, su trabajo, a diferencia del mío, “sí era un trabajo de verdad”. Y ahí estaba la muestra, en ese jueves por la tarde: yo, el dentista, te llamo cuando quiera, porque sé que no tienes nada realmente importante que hacer.

Insistió en la llamada, con ese tono falso y conciliador que conocía y que él había usado para asumir que yo no tenía dinero para pagarle (¿por qué debería haberle hecho saber que sí tengo dinero, que he decidido tener siete guitarras eléctricas que cuestan lo mismo que su Sentra orange metallic, y un montón de libros de autores que, probablemente, no mencionan sus amigos dentistas a los que ve en los conciertos de piano a los que asiste su hija, cada semana, y que me resisto a caer en la inercia de disfrazarme de “una persona de bien” y que me vale madre que mis vecinos crean que soy, o no, “una persona de bien”?), y volví a decirle que lo pensaría mejor. Tuve que inventarle que estaba en una junta importantísima y que no podía hablar más tiempo. 

Al día siguiente, me mandó otra cotización al correo-e y le contesté que tenía que pensarlo otra vez. (Prefería comprarme otra guitarra eléctrica de gama media, que llenarle los bolsillos). Tres días después me mandó otro Whats. Ahora me invitaba a leer un artículo en el que se mostraba la necesidad de la extracción de muelas inservibles. Le contesté el Whats y le dije que agradecía su información. Ya pasó más de un año de ese Whats. Cambié mis hábitos –dejé de comer comida chatarra y corro 5 ó 6 kilómetros al menos tres días a la semana– y ya no he tenido problemas dentales. El dentista nunca contestó ese último Whats –es más: ni lo leyó; sigue allí, en espera de ser leído por él–, pero te apuesto a que si le mando un Whats ahora mismo y le digo que quiero agendar otra cita con él para que me extraiga esa muela inservible, me va a llamar por teléfono de inmediato, hoy, domingo 31 de julio del 2022, a las ocho y media de la noche. 

miércoles, julio 27, 2022

Superficie de madera y de formica, repisa de metal y lámpara


Hoy es lunes 25 de julio del 2022, y es el último día que pasamos juntos. 

Llegaste a mi vida una tarde de sábado o de domingo de 1995, cuando estaba en la prepa. Mi papá te compró en un Wal Mart, o algo así. Tu instructivo no era de fácil lectura; parecía un código secreto para construir una bomba casera, o algo similar, pero te armé por intuición, casi de inmediato. 

Aún recuerdo una de las primeras veces en las que conectamos. Puse un libro encima de ti, de tu superficie de madera y de formica, y encendí esa lámpara que venía contigo y fingí estudiar para un examen de Química. Era domingo, como a las once de la noche, y el examen era al día siguiente, a las diez de la mañana, y yo no entendía nada. 

Otras veces también conectamos, cuando me ponía a hacer alguna tarea por las tardes. En particular recuerdo una tarea de Derecho. El libro de texto era tan aburrido que terminé poniéndome los audífonos y dándole play a un cassette en el walkman, y soñando despierto con el último concierto de Nirvana en Milán –grabado con sonido de consola apenas en febrero de 1994, distribuido ilegalmente por una compañía rusa y adquirido por un conocido en El Chopo–, imaginando cómo habría sido mi vida en ese preciso momento (y cuál habría sido el curso de la música en ese momento), si Kurt Cobain no hubiera decidido volarse los sesos. 

Generalmente te usaba para escribir canciones tontas para las chicas listas que me gustaban y que nunca me correspondían, o que inventaban ser madres solteras y no estar buscando una relación con alguien tan poca cosa como yo, o que tenían novio y que me llamaban por teléfono a escondidas y que salían conmigo a escondidas, o que me besaban enloquecidamente en la penumbra del auditorio de la escuela mientras sus novios interpretaban a Poseidón en una obra de teatro, o que me hacían sentir tan bien que me asustaban y que me hacían huir de inmediato, o que simplemente eran parte de una relación que transcurría con tanta facilidad que me aburría, tal y como me aburría ese libro de texto de Derecho.

¿Cuántas horas de mi vida pasé escribiendo a mano en tu superficie de madera y de formica? 

Luego te abandoné durante algunos años en la universidad, pero, poco antes de conocer a Katz, lo que hacía principalmente era escribir y colocaba una libreta en tu superficie de madera y de formica, y escribir. Volvía de la escuela a la casa de mis papás y me encerraba en la recámara y trataba de encontrar cierto orden en el caos. 

Daban las tres de la mañana y ya tenía la mano acalambrada y manchada de tinta, y entonces me salía a fumar un Camel y luego me tumbaba a dormir en la cama, intentando recordar las palabras precisas que había usado.

También te usaba para poner encima de ti los libros de todos esos autores y materiales que leí en mi adolescencia: Gunter Grass, Dante, Patricia Highsmith, Goethe, Baudelaire, Shakespeare, Virginia Wolf... las letras del booklet de Mellon Collie & The Infinite Sadness...   

Tu superficie de madera y de formica era de color blanco, pero una vez te pinté con pintura de aceite. En un arrebato, un día que me sentía frustrado y que quería desaparecer, un día en el que la frustración hacía añicos mi mente, te rayé como si fueras la pared de una prisión en una cárcel, y me arrepentí y quise borrar mi delito. Te pinté de color negro. 

domingo, julio 17, 2022

Las nubes son un algodón deshilachado

El domingo se dispersa. El viento sopla fuertemente. Las nubes rompen filas. La forma que han adoptado en el cielo parece un diente de león al que alguien le ha soplado, después de haberlo arrancado de la tierra para pasar el rato o para demostrarle su amor a un amor mal correspondido. 

El domingo se quebranta con los bramidos del motor del automóvil que pasa a lo lejos, por donde está el cementerio o por donde está el campo de futbol 7 o por donde está la iglesia o por donde está la tienda de abarrotes o por donde está la coladera con un enorme agujero que da al desagüe, mientras hago una pausa para llevarme otra vez el tarro de cerveza a la boca. 

Son las dos de la tarde. Hace sol. El sol carbura mi piel. Mi alma es el motor de un 747 que vuela a Honolulú. Estoy en la terraza de esta (enorme) casa que rentamos desde diciembre. 

Salí a correr otra vez, después de tener inflamado el tobillo, después de haber estado dos semanas en reposo, después de haber esquivado a un Pug en el jardín de perros del fraccionamiento en el que vivo, después de haberme vendado el pie y de haberme puesto gel de diclofenaco y después de haber soportado estoicamente el dolor. Siempre he sido así, y eso me ha costado que la gente crea que todo me parece bien y que todo me da igual y que nunca me duele nada; ni siquiera haber terminado en el quirófano (a lo mejor por eso preferí la cirugía con “la herida de guerra”, en lugar de la cirugía con laparoscopía).

Al correr, como cada domingo, volví a toparme con mi vecino amable. Como ocurre siempre que nos encontramos, nos saludamos. Hay otras personas que nunca saludan. Como casi cada domingo, él lavaba su auto y la camioneta de su esposa, con una manguera y con una aspiradora. 

También me topé con los vigilantes y los saludé, y me concentré en la música que escuchaba a través de los audífonos cuando llegué a los dos kilómetros recorridos, y en ese momento me topé con otros vecinos que salían del fraccionamiento en su automóvil y también los saludé, y cuando llegué a los tres kilómetros me detuve y me topé con otros vecinos que también salían del fraccionamiento en su automóvil, pero no los saludé porque son el tipo de vecinos que nunca devuelven el saludo.

Bajo los rayos del sol y con algunos mililitros del alcohol en la sangre, tostándome y perdiendo el juicio, he leído a Hunter S. Thompson, he leído a Mark Lanegan y he leído a Carlos Velázquez. (Siempre leo a varios autores al mismo tiempo; es un consejo que leí de Roberto Bolaño hace muchos años, cuando leí Los detectives salvajes, cuando una amiga que conocí en un taller de creación literaria, me dijo que él era como el Kurt Cobain de la literatura y despertó mi curiosidad.) He pasado de un avión con rumbo a Hawai, con un pasajero con un brazo azul, a un hombre atormentado por su pasado e infectado por el Covid-19 en un hospital lleno de ancianos, y he acabado en un restaurante de la Ciudad de México y en la Arena Monterrey, con un fanático de Roger Waters.

Me he bebido casi dos litros de Victoria. No es mi cerveza favorita, sino la que hay disponible. Disfruto la sensación de aturdimiento que me provoca el alcohol. Detecto sus efectos: cómo va haciendo pedazos a mi cerebro, cómo va quitándome los prejuicios y la necesidad de analizar excesivamente todo lo que quiero escribir, y cómo pone a trabajar a mi enzima alcohol deshidrogenasa. 

Miro otra vez hacia el cielo. Aunque traigo lentes de sol y aunque me he puesto bloqueador, veo cómo las nubes rompen filas otra vez (y cómo parecen un diente de león en el aire), y siento cómo los rayos del sol chamuscan mi piel y mi mente alterada por el alcohol.  

Las nubes rompen filas. Mis ojos enceguecidos por los rayos del sol reproducen fosfenos en mi corteza occipital. Los fosfenos saltan como argamasa multicolor en mis retinas. Cierro los párpados, y una luz rojiza inunda mi campo visual reducido. No sé por qué, pero recuerdo a Superman y su vista de rayos X. No sé por qué, pero me recuerdo leyendo un cómic de Superman en mi recámara, un domingo cualquiera de 1980 y tantos, mientras mi papá lee el periódico en la sala del pequeño departamento en el que vivimos y mientras mi mamá le da de comer al pequeño pez Betta Splendens que tenemos en una pecera encima del refrigerador. 

No sé por qué, pero me recuerdo en el asiento trasero del VW de mi papá, en la época en la que era de color plateado, escuchando “Material Girl”, mientras circulamos por Fray Servando y Teresa de Mier y vamos a un Burger Boy, y mientras miro fijamente el sol durante algunos segundos y luego cierro los párpados y veo fosfenos, exactamente como ahora.

Pergeño estas palabras, y el domingo se dispersa. Escucho el tiroteo de los cohetes de las fiestas de San Mateo Atenco. El sol se esconde detrás de mi niebla mental etílica. Los motores de los automóviles refunfuñan. Escucho el aleteo de las palomas que huyen de las azoteas mientras un sujeto vino a cargar gas a alguna casa. Una mosca flota en mi campo visual, como si danzara al ritmo del repiqueteo de las campanas de las iglesias. La atmósfera tiene el olor de una droga invisible que altera los sentidos.

El domingo está muriendo.