jueves, febrero 22, 2024

22 de febrero del 2022


Estabas sentado frente a la computadora, en una especie de trance maligno, alienado por las luces que emitía la pantalla —que parecían flashazos radioactivos de una resaca insoportable, que parecían una señal del fin de los tiempos—, esperando a que la Comisión te diera acceso a la sesión de Zoom. Las últimas semanas habían sido horribles. Habías pasado noches sin dormir, imaginando los escenarios más apocalípticos de los siguientes meses. Habías pasado días enteros revisando gacetas de distintas universidades, cargando documentos en distintas plataformas institucionales, llenando y firmando solicitudes en distintas convocatorias. Enviando correos-e a medio mundo de desconocidos.

Durante alrededor de dos años habías tenido “el empleo de tus sueños”. Y no podías dejar de pensar en que, en una realidad justa, ese sería el empleo al que correspondería (más o menos) tu CV: Profesor Titular A. Sin embargo, aunque no tenías motivos para quejarte –desde que obtuviste ese empleo, ya sabías que era temporal–, tampoco podías dejar de preguntarte por qué siempre tenías que estar cazando trabajos temporales; no podías dejar de pensar cómo podrías encontrar un empleo lo más pronto posible; por qué, cada 2, o cada 3 o cada 4 años, se repetía la misma historia; por qué siempre tenías que competir con biólogos, con químicos, con médicos y con psiquiatras; por qué los biólogos, los químicos, los médicos y los psiquiatras competían, casi exclusivamente, con biólogos, con químicos, con médicos y con psiquiatras

Concursaste por una evaluación curricular. 

Una evaluación curricular es un concurso abierto a personas con cierto perfil: con una licenciatura en X área (o áreas), con un posgrado afín a X área (o áreas), con experiencia específica en X actividades docentes o de investigación o de divulgación (o las tres). La ganadora o el ganador tiene un contrato de tres meses para impartir clases a nivel licenciatura, con el nombramiento de Profesor Asociado D –básicamente, un peldaño por debajo del nombramiento que habías tenido con el empleo de tus sueños– y es un contrato que no te permite crecer. En el mejor de los casos, pueden renovarte el contrato durante otros tres meses, pero no puedes planear nada a largo plazo: no puedes echar a andar ningún proyecto de investigación, no tienes recursos para hacer investigación, no puedes involucrar a ningún estudiante en ningún proyecto de investigación. Tienes que limitarte a impartir clases, a coordinar ciertas etapas de algunos proyectos de investigación de otras personas, a realizar actividades de difusión, a cubrir las necesidades que ningún académico contratado por tiempo indeterminado puede cubrir. 

Además de todo, en tu caso, nunca ha habido evaluaciones curriculares con tu perfil en los últimos trimestres del 2022 y del 2023, así que cuando los estudiantes empiezan a ubicarte –y piensas en que algunos de ellos podrían convertirse en tus estudiantes de licenciatura o de posgrado–, tienes que dejar la universidad y esperar, otros tres meses, a que sea publicada una evaluación curricular con un perfil similar al tuyo (puede llegar un momento en el que ya no haya evaluaciones curriculares), y esperar a que la Comisión esté de acuerdo con que tu perfil cubre los requisitos de la convocatoria (una vez me inscribí a una convocatoria y sólo pudo participar la persona ganadora) y a que te evalúe favorablemente en la prueba –una miniclase de un tema que te asigna un par de días antes de la prueba– y te declare (en caso de que así sea) ganador. 
 
En fin, estabas en esa especie de trance maligno, sentado frente a la computadora. No podías dejar de pensar en la posibilidad de perder esa evaluación curricular. No podías dejar de pensar en que ésa sería una señal para abandonar tu carrera académica definitivamente. No habías cumplido ni diez años de haber hecho tu examen de grado del doctorado y ya tenías tres años de experiencia posdoctoral y varios años como miembro del SNI —ya hasta tenías papers publicados como autor corresponsal— y más de diez años de experiencia docente, pero el futuro no era nada prometedor.

La Comisión aún no te daba acceso a la sesión de Zoom. 

Mientras la espera te desquiciaba y no podías evitar todos estos pensamientos catastróficos, repasaste los días previos: apenas el martes anterior habías enviado tu solicitud para concursar en la evaluación curricular, apenas el viernes anterior, el representante de la Comisión te había enviado un correo-e con una liga de Zoom y te había pedido que prepararas una presentación de diez minutos sobre un tema en particular y que te conectaras a la sesión de Zoom diez minutos antes del mediodía del 22 de febrero del 2022. 

El reloj en la computadora decía que ya eran las 12: 20. Tenías media hora esperando a que te dejaran entrar a la sesión de Zoom. Era –¿martes?– 22 de febrero del 2022.
 
La espera estaba desquiciándote. Ya no estabas seguro de nada. Ya no sabías si te habías equivocado de fecha. Revisaste rápidamente tu correo-e y confirmaste que ese –¿martes?– 22 de febrero del 2022 era tu Día D, uno más de los Días D de tu existencia. 

No tenías otra opción más que esperar. El estrés estaba alcanzando niveles discapacitantes. Te pusiste a
 estudiar dos o tres cosas que pudieran enriquecer la presentación que habías preparado, pero nada se te quedaba en la cabeza. 

Lo único que daba vueltas en tu cabeza era la parte del correo-e que te había enviado el representante de la Comisión y que decía: 

«Debe preparar una miniclase de diez minutos sobre el tema X, y debe estar preparado para que la Comisión le haga preguntas durante otros diez minutos».

Adquirir más información en ese momento en el que el estrés estaba llegando a un punto de no retorno, era contraproducente. Te acordaste de otros eventos similares. Muchas veces habías estado así: dándote cuenta de que, conforme más sabías sobre un tema, menos sabías sobre ese tema. La sensación era inherente a la academia, era tan familiar.

Todos los escenarios posibles relacionados con tu desempeño durante la entrevista, cruzaban tu mente, llegaban como escopetazos a tu cabeza, como un uppercut, y te dejaban viendo estrellitas que en realidad eran las luces de la pantalla de la computadora que emitían flashazos radioactivos.
 
Dieron casi las 12: 30. La Comisión finalmente te dio acceso a la sesión de Zoom. 

La entrevista terminó 40 minutos después. Tuviste la impresión de que no dijiste todo lo que querías decir. Tuviste la impresión de que habías perdido el concurso. No quisiste pensar en el futuro –¿cómo obtendrías ingresos durante los siguientes meses?, ¿hasta cuándo tendrías que vivir de tus ahorros?, ¿por qué, siempre, tenías que estar ahorrando y preparándote para escenarios catastróficos? y te metiste a revisar twitter en tu teléfono. No buscabas nada en particular. Sólo querías distraerte. 

Apenas tenías unos cuantos segundos en la aplicación, cuando te topaste con un tweet.

Alguien, aparentemente muy cercano a Mark Lanegan, tuiteaba, desde la cuenta de Mark Lanegan, que Mark Lanegan acababa de morir. 

La noticia fue otro uppercut, otro escopetazo en la cabeza. 

Esto no puede estar pasando, te dijiste, con las manos temblorosas, como cuando acabó el terremoto del 2017 y saliste de aquel edificio que meses más tarde sería demolido por haber sufrido daño estructural. O como hacía unos minutos, cuando había acabado tu entrevista por Zoom con la Comisión. 

Se trata de un mal sueño, dentro de otro mal sueño, te dijiste. Cerraste los párpados y quisiste que el presente fuera un mal sueño. 

Tu mente ya estaba en otra parte. 

Recordaste aquellos días de interminables arcadas, cuando tenías que consumir un montón de antibióticos, cuando ningún tratamiento médico funcionaba y te resignabas a vivir miserablemente por el resto de tus días; cuando escuchaste The Winding Sheet y ese álbum te llevó a otros álbumes de Mark Lanegan, cuando las canciones de Mark Lanegan de pronto se convirtieron en un consuelo en los días más horrendos de tu vida; cuando, aquella noche de septiembre del 2018, en El Plaza Condesa, estabas a unos metros de Jeff Field, de Shelley Brian y de Mark Lanegan, escuchando “Wild Flowers” y sintiéndote nostálgico y eufórico al mismo tiempo, celebrando la vida, que ese día habían publicado tu primer paper como autor corresponsal y que tu salud mejoraba considerablemente. Te recordaste estrechando una mano de Mark Lanegan al final de ese concierto y diciéndole un lugar común: It was an awesome show!

Volviste a la realidad del presente. 
 
En unos minutos, todo mundo ya hablaba de Mark Lanegan en redes sociales. La situación te enfureció. Estabas confundido y triste. Podrías haber llorado o podrías haber gritado o podrías haber destrozado todo lo que estuviera a tu alcance. Pero no hiciste nada. Estabas tan molesto e indignado que olvidaste que acababas de concursar por un contrato de tres meses en la universidad y que habían concursado otras 13 personas y que probablemente algunas de ellas también tenían el nombramiento de Investigador Nacional I y que también tenían varios años de experiencia docente en universidades públicas y privadas. Que, seguramente, también estaban tan estresadas y tan frustradas como tú.
 
Durante más de cinco años habías estado escribiendo algunas cosas sobre Mark Lanegan en tus blogs, en cómo su música te ayudó a sobrellevar la miseria de una larga enfermedad que terminó en una cirugía, invitando a tus conocidos y a tus familiares a escuchar su música; diciéndoles que Mark Lanegan era un gran compositor, que también escribía poesía, que su trayectoria artística era muy amplia, que no sólo había sido mentor de Kurt Cobain, que no sólo había colaborado con un millón de artistas –PJ Harvey, Isobel Campbell, Duff McKagan, Kurt Cobain, Josh Homme, Dave Grohl, Alain Johannes–, que era un artista sin el reconocimiento que merecía.

En cierta forma, nos parecemos, murmuraste. 

Estabas exhausto. Los “filtros mentales” que normalmente impiden que externes todo lo que piensas habían bajado la guardia. Culpaste al estrés. Y al insomnio de las últimas semanas.

En unos cuantos minutos, gracias a las redes sociales, esas personas que siempre te habían ignorado cuando los invitabas a escuchar a Mark Lanegan, ya eran expertos en los Screaming Trees, en Mark Lanegan, en Devil In A Coma, en Sing Backwards And Weep.  

Hasta en ese sentido, se repetía la misma historia. Siempre te habías sentido identificado con artistas que morían prematuramente, cuando su música se estaba convirtiendo en una parte esencial de tu vida, antes de que el mundo los conociera porque la muerte no es negociable pero siempre es un negocio.

Ya pasaron dos años desde entonces, hoy es 22 de febrero del 2024, has concursado en otras dos evaluaciones curriculares (ya ganaste tres y ya le ganaste a más de 20 personas); a pesar de que has hecho todo lo que está a tu alcance para cambiar tu situación (como concursar por una Jefatura de Departamento), nada ha cambiado gran cosa: han pasado dos años desde la muerte de Mark Lanegan y el futuro sigue siendo incierto, quizá hasta todo esté peor. 

Ay, la muerte no es negociable pero siempre es negocio.

domingo, febrero 18, 2024

Waiting For The Deathblow



BORRADOR

Ya perdí la cuenta, ya no sé cuántos días llevo así, sin dormir, revisando enfermizamente el correo-e, teniendo taquicardia cada vez que me llega una notificación al teléfono, repasando mentalmente, en segundos que parecen eones, cómo me sentí en la entrevista de hoy, cómo me sentí en la entrevista de hace un año y cómo me sentí en la entrevista de hace dos años.

Preguntándome por qué todo ha cambiado, y, sin embargo, está igual. O peor. Para mí.

Ya perdí la cuenta, ya no sé cuántas veces he salido a correr haciendo el máximo esfuerzo, enfocándome en correr y correr y correr, lo más rápido posible, tanto como me lo permitan mis músculos, hasta quedar exhausto y no tener fuerzas, hasta ya no ser capaz de analizar nada, hasta ser primario, hasta ser emocional o hasta ser racional, hasta no ser capaz de hacer otra cosa más que repetirme a mí mismo Ya ganaste dos veces, dos concursos similares a éste, y tampoco tener fuerzas para pensar en que ésta puede ser la primera vez que pierda, en que siempre existe la posibilidad de perder cuando compito por algo, en que no tengo ni corazón ni cabeza para buscar, mañana o pasado mañana, o este mes, o cuando sea que reciba malas noticias en el peor escenario hipotético que ha elaborado mi mente, un empleo en lo que sea.

En fin, reviso el teléfono por enésima ocasión en lo que va del día (y en lo que va de las últimas dos o tres semanas), pero la taquicardia nada más fue un desperdicio de energía, una activación sin sentido de mi amígdala y de mi sistema simpático, una liberación burda de adrenalina y de cortisol. 

La amenaza resultó ser una falsa alarma, una serie de notificaciones irrelevantes...

«KAVAK: cotiza tu auto inmediatamente...»
«Elon Musk acaba de subir una foto a X...»
«Paty López acaba de publicar un video en TikTok...»

... pero me da un poco de paz. 

La tormenta o angustia o tsunami o ansiedad, o como quiera que lo llames, después de estar fastidiándome casi cada segundo de las últimas semanas, me ha dado tregua. 

Temporalmente. 

Pero ya conozco la historia. Esto que acabo de hacer –revisar las notificaciones en mi teléfono–, sólo me ha dado un respiro, el tiempo suficiente para descansar, para asimilar que (por el momento) no he recibido malas noticias, que las malas noticias no llegarán justamente en estos segundos.

Ya conozco la historia. Este periodo será muy breve: apenas unos minutos, apenas veinte o treinta segundos. Así he estado desde los últimos días de enero, cuando fue publicada la convocatoria, y hoy. Esto no es vida. Ningún cerebro está capacitado para mantenerse en estado de alerta las 24 horas del día. Una rata no puede sobrevivir más de dos semanas bajo estrés continuo.

Ya conozco la historia. Sé que en cuanto guarde el teléfono, volveré a darle vuelta a la pregunta recurrente: ¿y si pierdo...?

Sé que intentaré consolarme con el mantra que me he repetido las últimas semanas:

«No deberías pasar por esta tortura cada año, ya tienes más de diez años en este negocio, nunca has hecho el mínimo esfuerzo, allí están las pruebas a la vista de todos...»

(Aunque sé que, no necesariamente, a alguien, a parte de mí, le interesará consultar las pruebas.) 

Me siento frente al televisor, y lo enciendo. 

Tengo vértigo. Me doy cuenta de que sólo veo la tele cuando no quiero pensar, cuando quiero huir de la realidad, cuando la realidad me abruma. (Al menos, a diferencia de cuando todo esto comenzó –cuando decidí involucrarme en este negocio–, ya no recurro a ningún agente químico que nuble mis pensamientos. Es una de las tantas cosas que he aprendido.)

En la pantalla, Jessica Jones está a punto de tener un ataque de pánico y repite su propio mantra...

«Birch Street, Higgins Drive, Cobalt Lane...»

... y cierro los párpados, pero los abro de inmediato, también ya conozco esta historia: no quiero ponerme paranoico ni angustiarme, ni sentirme ansioso; tampoco quiero tener taquicardias, tampoco quiero sentir cómo el cortisol anega todas mis arterias y le da martillazos a mi corazón y luego golpea mi cerebro y me hace tener la sensación de que no he dormido en varios días, pero que estoy en una especie de trinchera en un fuego cruzado y que debo mantenerme alerta.

Tampoco quiero tener más pensamientos negativos, y tampoco quiero pensar en cosas que ya pasaron, que, quiera o no, forman parte de mi vida, que, en retrospectiva debí enfrentar de otra manera. Pero no puedo evitarlo. 

A Krysten Ritter, o como sea que se llame en la realidad, antes de ser la protagonista de la serie de Marvel, la conocí en otra serie de televisión, cuando, para variar, tampoco estaba pasándola muy bien. 

Entonces estaba en los últimos meses del doctorado y ya tenía cuatro publicaciones como primer autor (no es un logro menor; lo común es tener sólo una publicación como primer autor, o estar en vías de tenerla), y ya tenía varios años de experiencia docente (en universidades públicas y privadas), y tenía planes para hacer el posdoc en Los Ángeles con un súper investigador que estudia la narcolepsia en modelos animales y en veteranos de guerra... Y, sin embargo, todo se cayó, y odiaba mi existencia, y me la pasaba muy mal. 

A diario convivía con personas tóxicas –egocéntricas, narcisistas–, que podrían convertirse en personajes de las novelas de Jeff Lindsay o de los relatos de Del James, y que minimizaban mi trabajo para “motivarme”...

«Sólo sigues instrucciones...»
«Lo que deberías estar haciendo es preparar café...»

... o para saciar su necesidad de poder, para sentir que tenían control sobre todas las cosas. 

Entonces, cuando la conocí, Jessica Jones no era Jessica Jones, sino Jane Margolis –la novia de Jesse Pinkman–, y Mr. White ya estaba harto de ella y de Pinkman y una vez los descubrió tumbados en una cama, ellos dos estaban bajo los efectos de la heroína, y ella comenzó a ahogarse con su propio vómito y Mr. White decidió colocarla boca arriba y dejarla morir por broncoaspiración.

En la pantalla, el mantra de Jessica Jones surte efecto, pero yo ya no puedo dejar de pensar en el pasado. 

Recuerdo, otra vez, esos últimos meses en el doctorado, cuando conocí a Jane Margolis y no me perdía un solo capítulo de Breaking Bad, cuando tenía que nublar mis pensamientos con alguna sustancia nociva para soportar el estrés, cuando siempre estaba a la espera de otras malas noticias en un correo-e...

«Hello! Hello!
¿Qué carajos tienes en la cabeza...?
¡Más de una puta vez te he dicho que no sólo soy PhD...!»

Y recuerdo cómo me sentí entonces, al leer ese correo-e relacionado con mi cuarto paper como primer autor –¡estaba en el doctorado!, ¿cuántos estudiantes de doctorado publican cuatro papers como primeros autores?–, y me odio a mí mismo por carecer de perspectiva entonces, y sé (aunque parezca una obviedad) que esa época ya quedó atrás, en que, pase lo que pase, por más horrible que sea mi presente, jamás volveré a dejar que se repita una situación similar. No sólo ya no huyo de la realidad con agentes químicos que nublen mis pensamientos y que me pongan una venda en los ojos. También he aprendido una que otra cosa de la vida.

Pero también reconozco que siempre he vivido al límite, que siempre he lidiado con periodos de estrés extremo, que siempre he tenido que tomar mis precauciones, que me he acostumbrado a la mala vida.

Y que, sin embargo, como dice esa horrenda canción de Héroes del Silencio que odio tanto y que no puedo sacar de mi cabeza justo en este momento...

«Siempre es la misma función, el mismo espectador
El mismo teatro en el que tantas veces actuó...»

... que no importa mucho lo que haga. Que esta tortura de cada año es mi mito de Sísifo, que no basta con ser bueno en lo que uno hace, que no basta con tener evidencia comprobable de que uno es bueno en lo que hace, que lo que en verdad importa es (casi siempre) tan subjetivo y tan egoísta y tan malévolo que resulta absurdo, frustrante y doloroso.
 
Hace tantas semanas que no he dormido bien, hace tantas semanas que he estado dándole vueltas a la pregunta recurrente, hace tantas semanas que he estado lamentando no tener más opciones, hace tantas semanas que he estado lamentándome por no tener el empleo de mis sueños (y por no tener resuelta mi vida económica), hace tantas semanas que no he dormido bien, hace tantas semanas que he estado quejándome porque... 

Quisiera cerrar los párpados y descubrirme en un mundo paralelo, en uno en el que todo este drama insoportable sea sólo ficción –una serie de televisión, la adaptación al cine de una novela... Pero no: esta es la realidad. Y seguirá siendo la realidad de cada año, si no busco un camino diferente (otra vez).

viernes, diciembre 08, 2023

People Are Strange


En la penumbra de la sala, mientras el personaje interpretado por Kiefer Sutherland se transformaba en vampiro –se le alargaban los colmillos, sus ojos adoptaban un aspecto salvaje y él sonreía de un modo macabro, exhibiendo sus colmillos– y se preparaba para que él y The Lost Boys saciaran su sed de sangre en Santa Clara, California, distinguí un póster que colgaba de una de las paredes de la cueva. 

En ese póster, posabas con el torso desnudo y con los brazos extendidos. Tu larga cabellera rizada caía por tu frente, cubriéndote las orejas, y casi te llegaba a los hombros. Tus ojos marrones miraban fijamente a la cámara y te hacían ver como un paria que desafiaba al mundo entero, a través de la lente que capturaría esa imagen para la posteridad. 

Tuve la sensación de que una corriente eléctrica se precipitaba desde el fondo de mis entrañas hasta mi columna vertebral y luego hasta el cerebro y hasta el cuero cabelludo. En unos milisegundos.

El primer pensamiento que tuve fue que eras un Jesucristo moderno en la cruz, y que estabas dispuesto a morir para salvarnos a todos los pecadores del mundo terrenal. Tenía alrededor de ocho años y no tenía ni voz ni voto, y en la casa me habían obligado a asistir al catecismo y todo ese rollo de Dios y de la compasión y del sufrimiento de Jesucristo, me aturdían.  

La escena del póster en la cueva apenas duró unos cuantos segundos, pero bastaron para que no pudiera apartarte de mi mente –¿quién eras?, ¿por qué había un póster en el que posabas con el torso desnudo, en esa cueva?, ¿cuál era tu relación con la rebeldía y con el salvajismo de The Lost Boys...?–, y para que, en un abrir y cerrar de ojos, colapsaras mi pequeño mundo, en el que todo giraba alrededor de algunos libros para niños, de algunos juguetes de moda y de algunas caricaturas de moda. Bastaron esos cuantos segundos para que el enigma de tu existencia comenzara a perseguirme. 

La película transcurrió, la trama se hizo un poco burda –no quedó exenta de los clichés del vampirismo y de los héroes de Hollywood–, pero, durante los créditos, mientras mi mente infantil digería esa fascinante posibilidad de la juventud eterna, una canción irrumpió en los créditos y completó la impresión que me había provocado la escena del póster. 

Comenzaba con una breve figura de la guitarra eléctrica y luego tu voz entraba en la canción. Y parecía la canción ideal para cerrar la película y para que tu identidad me intrigara aún más. La música, tu voz y la letra de la canción se combinaban de un modo bello y macabro a la vez, como el mensaje de la película. Cantabas, grave y melancólicamente, como si le hubieras dado mil vueltas al mundo y supieras todo sobre el mundo y sus habitantes, que la gente es extraña y que los rostros salen de la lluvia y que son feos cuando uno está solo.  

Semanas más tarde supe que te llamabas Jim Morrison, que habías sido el cantante de The Doors y que habías muerto en condiciones extrañas cuando tenías 27 años. 

Hoy habrías celebrado tu cumpleaños ochenta.

miércoles, noviembre 29, 2023

Subterranean Homesick Alien (Instrumental) | Molotov Cocktail Piano

Tengo los pies fríos, la cabeza me duele, es como si estuviera sumergido en una tina con hielo, y al mismo tiempo mis globos oculares son una pelota ardiente, y mi garganta es un túnel incendiándose, y tengo varios kilos de ropa encima, y apenas puedo moverme, y todo me duele; siento que mis extremidades inferiores y superiores son ligas estiradas al máximo, como me imagino que se siente pisar una bomba en un camino minado y volar en pedacitos de vísceras y de dolor, en los confines de un campo de exterminio..., y mis coyunturas son cables de alta tensión que en cualquier momento harán corto circuito, en la tempestad de mis pensamientos febriles. 

Tengo el cuerpo cortado, apenas puedo respirar, soy un animal que agoniza, soy una rata de laboratorio que va volviendo a la realidad, que nunca quedó totalmente inconsciente porque el pasante de licenciatura no sólo no le administró bien la dosis letal de pentobarbital, sino porque no la decapitó bien; soy esa pobre rata de laboratorio que jadea y que agoniza en la mesa de disección, con la mitad del cerebro cercenada, y que pide clemencia, que resuella, que lanza sus estertores y que le suplica al pasante de licenciatura que acabe ya con el sufrimiento; soy ese individuo al que un alcohólico con psicosis de Korsakoff le ha abierto la garganta de par en par, en un callejón oscuro; soy ese individuo que se desvanece poco a poco y que se despide de este mundo y que está ahogándose con su propia sangre. 

Apenas puedo moverme con tanta ropa encima, y toso y estornudo, y moqueo y escupo, y sorbo mis mocos y me trago mis flemas, y mis pulmones suenan a estertor, a resuello, a jadeo, a agonía..., y me duele mucho la cabeza, pero no tengo fiebre, lo que sí tengo son casi 140 h en abstinencia de nicotina y casi 6 días enfermo, y durante estos casi 6 días no sólo no he fumado, sino que me he tomado los medicamentos que me recetaron, pero cada día me siento peor. 

¿Es éste el fin? 

Puse “Subterranean Homesick Alien” cuando comencé a escribir estas líneas, después de darme dos o tres disparos de Afrin Lub, y primero sonó la versión original de OK Computer y ahora escucho una interpretación en piano de esa canción, una interpretación de una banda que no conozco, y creo que he escuchado cien veces, cien interpretaciones, de la misma canción, todas y ninguna suenan igual, y el ataque de tos es ya inminente, y la vorágine de flemas que ascienden desde mis pulmones hasta mi esófago son ya inminentes, y un breve episodio de ansiedad, provocado por un breve episodio de asfixia, es ya inminente..., y un calambre letal, que es un escalofrío como esos incontrolables latigazos que preceden al vómito, me recorre toda la piel: desde la punta de los dedos de mis pies fríos, hasta mi cabello más largo..., y sé que todo estará peor mañana, aunque me diga a mí mismo que no puedo ponerme peor. 

Ni siquiera me siento libre dentro de mi propio cuerpo, me siento físicamente esclavizado a los kilos de ropa que traigo encima –los kilos de ropa son cadenas que me atan a la cama, y la cama es la plancha de un quirófano o un lecho de muerte de piedra–, y tanta ropa (y tantas cadenas) me impiden moverme y acostarme y sentirme un poco cómodo (nada más durante unos cuantos segundos, ¡por favor!), y no quiero estallar, no quiero encabronarme, no quiero resistirme a toser y no quiero resistirme a levantarme de la cama para orinar, y no quiero reparar en el amargo sabor a medicamentos que tengo en el paladar, y no quiero ponerme nostálgico, pero ¡cuánto añoro la primavera y el verano!, ¡esos días en los que puedo andar ligero de ropa y quedarme dormido en cualquier lugar, y despertarme en cualquier momento de la madrugada, o cuando va amaneciendo!, y ¡cuánto extraño caminar descalzo hasta el baño y sentir que el calor de la vida se me mete por las plantas de los pies...! 

¡Cuánto añoro mi salud!

Cuando hace frío, hasta para dormir hay que ponerse ropa caliente –calcetas, pantalones, suéter, gorro, guantes– y hay que preparar ropa caliente en la cama y a veces hasta hay que encender un calefactor. Nada de esto es práctico. No quiero entrar en discusiones con la gente que ama el frío, pero, ¿por qué no tenemos tanto pelaje como los osos de la Antártida...? 

Cuando hace frío, incluso levantarse de la cama, nada más para ir al baño, es una odisea. Cuando hace frío, mi estado de ánimo se vuelve gris. 

Cada día que pasa me siento peor. 

El miércoles, hace casi una semana, me salí a la terraza a fumarme un Camel, y llovía y hacía mucho viento; casi de inmediato, sentí un escozor en la garganta, y repetí mi mantra –Siento un escozor en la garganta, espero no enfermarme, el que digo cada vez que presiento que puedo enfermarme, y el jueves por la mañana desperté con un ataque de tos pero fue pasajero, incluso salí a la calle, y en la calle hacía mucho frío y el escozor iba y venía, junto con las flemas, pero no era nada con lo que no pudiera lidiar. En la sala de espera, mientras Lizzie estaba en consulta y mientras me resguardaba del frío y de la soledad que imperaba en el hospital, releía un libro sobre Bowie que escribió Simon Critchley y el escozor ya parecía cosa del pasado. Después de la consulta, hasta desayunamos en un restaurante. Hacía mucho viento. Hacía mucho frío. Traía puesta una de esas chamarras estorbosas que sólo me pongo una o dos veces al año. El Nevado de Toluca, prácticamente, se veía desde cualquier parte de la ciudad. Al volver a la casa, me tomé un paracetamol y un ibuprofeno, y me tumbé en la cama. 

El viernes, comencé a tomar ambroxol y loratadina, y me sentí un poco mejor que el jueves –hasta creí que ya había pasado lo peor de la enfermedad–, pero, en la madrugada, tuve un ataque de tos que me levantó de la cama.

El sábado, durante la mañana y la tarde, me sentí mejor que todo el viernes –incluso se me antojó un Camel–, pero pasé una noche fatal: los ataques de tos me despertaron a la una, a las dos, a las tres, a las cuatro y a las cinco de la mañana... 

El domingo continué con el tratamiento y salí un rato a tomar el sol y me puse a leer a Knausgård en la terraza, y estuve allí alrededor de 40 minutos, y de pronto se ocultaba el sol y hacía un poco de viento, y luego, por la noche, ya me sentía peor: muy débil, muy cansado, con el cuerpo cortado..., y pasé una noche regular, sin tantos ataques de tos como los del sábado, pero el lunes, en cuanto puse un pie fuera de la cama, sentí la nariz tapada, un cúmulo de flemas precipitándose desde mis pulmones hasta mi garganta, los ojos hinchados, y todo el cuerpo cortado, como si alguien me hubiera hecho pedacitos con un afilado cuchillo de carnicero.

En fin, el lunes me sentí mucho peor que todos los días anteriores. 

Y, por la noche del lunes, dejé de tomar ambroxol y loratadina, y empecé a tomar celestamine, amoxicilina y dextrometorfano, y, en fin, hoy, martes, me siento peor que ayer y que todos los días anteriores: ya hasta tengo mocos y de pronto la moquera coincide con un ataque de tos, y entonces las flemas, que ascienden desde los pulmones, y los mocos, que descienden desde los cornetes nasales, convergen en mi garganta y ¡es un horror!, y no puedo respirar y me pongo ansioso... 

De la nada, mientras lamento mi suerte y me pudro en la enfermedad y me aborrezco y visualizo una noche más del carajo y que mañana voy a sentirme mucho peor que hoy, me llega a la mente el aroma del perfume que te ponías hace más de 20 años –¿de cuál marca era?–, cuando nos veíamos una que otra vez, cuando recorríamos las calles de la ciudad y nos metíamos a cines y a tiendas de discos y a cafeterías, mucho antes de que conociera a Lizzie y mucho antes de que te embarazaras de tu novio y de que te pareciera tan intolerable tu vida y decidieras esfumarte de este mundo.

(Qué insignificante soy. Qué insignificantes son mis preocupaciones y mis dolores.)

Esta sensación de asfixia, de sofocamiento, esta impresión de estar a punto de morir por falta de aire, de que mis pulmones son un par de globos que alguien ha pinchado, y, sin embargo, tener en la mente el aroma del perfume que te ponías hace más de 20 años, es muy extraño, es una anomalía, es mi forma de delirar, es mi estrategia para no sucumbir ante la enfermedad... 

Esta impresión de estar más cerca de la muerte que nunca antes, de hundirme en un drama existencial, y, sin embargo, tener en la mente el aroma de tu perfume, es como salir a la superficie por unos cuantos segundos, después de haber estado buceando incansablemente, llevando los pulmones al límite, con la piel tostada por el sol y llena de sales, y con el cuerpo deshidratado, a instantes de morir en un punto perdido del océano.

¿Es éste el fin?

domingo, noviembre 26, 2023

La última hoja que cae de un árbol

El escozor recorre mi garganta como una zarza ardiente, como un nombre que exige ser pronunciado, como una necesidad que no puede ser aplazada, como un grito que aparece de la nada en un oscuro callejón, como un secreto que ya no puede continuar siendo un secreto, como un reflejo que separa los límites entre la vida y la muerte. 

La sensación es similar a un tren en llamas que atraviesa a toda prisa mi garganta, que chamusca mi garganta, que asciende desde mis pulmones, que hace silbar a mis pulmones, que me convierte en un cuerpo que es un conjunto de vísceras y de arterias que se sofocan y que se colapsan, que es un cuerpo y un cerebro y una señal de alarma de una potencial muerte por broncoaspiración. 

He dado cien vueltas a la cama, he intentado comprender este poema de Celan que analiza Knausgård en el sexto y último tomo de Mein Kampf, y no puedo creer que este tomo haya sido publicado en el 2011 y que yo apenas me encuentre en la página 400 a la una de la mañana del domingo 26 de noviembre del 2023, y tampoco puedo creer que apenas he rebasado la mitad de este tomo (algunas novelas son tan largas que parece que uno nunca terminará de leerlas), y que, sin embargo, ya he leído alrededor de 3, 000 páginas escritas por él, y que comencé a leer La muerte del padre –el primer tomo de Mein Kampf, publicado en el 2009–, hasta noviembre del 2016 ó 2017, en las mismas condiciones en las que me encuentro ahora. 

Parece una analogía del ciclo de la vida: terminas de leer Mein Kampf en las mismas condiciones en las que comenzaste a leer Mein Kampf.

En el poema que cita Knausgård en la página 400 del sexto tomo de su novela colosal –el título que le puso no es un título cualquiera, sino uno provocativo, uno que él tomó (o que sus editores le sugirieron tomar), deliberadamente, del célebre libro de Hitler–, Celan hace un juego de palabras; a mí no me transmite nada, me parece un callejón sin salida, un conjunto de palabras que forman parte de una metáfora que está allí y que no está allí –para ser totalmente franco, me parece algo pretencioso y me hace pensar en otro escritor mexicano que alardea sobre los procesos metacognitivos de la poesía–, pero, según Knausgård –quien ha reconocido en las páginas previas ser un tipo que no comprende la poesía y que no comprender la poesía lo hace sentirse un idiota–, Celan plantea, a propósito, una situación en la que nunca se puede saber quién es “yo” ni quién es “tú” ni quiénes somos “nosotros”, ni qué está ocurriendo, y que eso es lo fascinante del poema: que puede significar cualquier cosa: todo o nada

Knausgård va más allá: dice que Celan está sugiriendo que las palabras existen independientemente de los humanos, pero que son un puente de comunicación entre los humanos, que el lenguaje es una creación humana, que lo social es inherente a lo humano, que las novelas de Proust, de Joyce y de Faulkner, por ejemplo, abordan lo social desde distintas perspectivas: que Proust hablaba de lo social, desde sus recuerdos, con lujo de detalle, describiendo minuciosamente a las personas que formaron parte de su círculo social, en el contexto de la aristocracia en la que vivió; que Faulkner, en El ruido y la furia, por ejemplo, hablaba de lo social pero sin entrar en detalles, sin mencionar quiénes son los personajes, obligando al lector a sentirse parte de una familia en la que todos se conocen y se reúnen a comer una tarde de domingo, una familia en la que, por lo tanto, no es necesario decir “ciertas cosas”, porque están de más, porque “todo mundo” conoce esas cosas, o porque son temas tabú; que Joyce hablaba de lo social, pero también de los griegos –quienes habitaban el mismo espacio físico que los Dioses–, y que, por eso, los nombres, comenzando por el nombre de su novela más célebre, no son un accidente en su obra, que no aparecen de la nada, pero que insinúan que es absurdo que un animal social se considere único en su especie e intelectualmente superior a William Shakespeare y que se obsesione por nombrar y ponerle etiquetas a todo aquello que va descubriendo... O algo así. 

Para ser totalmente franco, estoy en una especie de delirio, y no sé si todo lo anterior Knausgård lo escribió exactamente así, o si yo lo he modificado, si yo entendí algo totalmente distinto a lo que él quería dar a entender, y salgo de una ensoñación y de pronto me encuentro leyendo la página 404, y aquí Knausgård continúa analizando el poema de Celan, y ha escrito que el árbol representa lo efímero de la vida y que la piedra representa lo imperecedero de la naturaleza, que nosotros –los humanos– pasamos brevemente por la naturaleza y que sin embargo somos auténticos y que tenemos características que nos hacen diferentes a unos de otros, pero que las piedras siempre han estado, que ya formaban parte de la naturaleza antes de que nuestra especie apareciera, que todas las piedras son iguales, que son genéricas, que forman parte de la escenografía de la naturaleza, que nosotros las usamos para lanzarlas al fondo de un lago e impresionar a los niños. 

Knausgård también está delirando, y va más allá: insinúa que las palabras no tienen que ser mencionadas para existir, que las palabras son obvias, que son como el nombre de Dios –que todo mundo conoce y que no tiene por qué pronunciar–, y toma de ejemplo un pasaje de la Biblia en el que Job pelea con un humano durante muchas horas, casi todo un día, y luego su rival, totalmente exhausto, le pide a Job que pare la pelea y Job le dice a su rival que no parará la pelea sino hasta que el rival lo ame en lo más profundo de su corazón, o algo así, y el rival acepta amar a Job y le pregunta cómo puede llamarlo y Job le responde que el nombre de Dios no se debe pronunciar porque existe más allá de las palabras, o algo por el estilo, y entonces el rival decide llamarlo “Israel”. 

De pronto, cuando, por enésima ocasión, intento comprender el poema de Celan y ya he releído cuatro o cinco veces el mismo párrafo, avanzo al párrafo que sigue y Knausgård ya está analizando un pasaje de Heráclito, el más conocido, ese que dice que ningún ser vivo se baña dos veces en el mismo río, pero luego cita otro pasaje menos conocido, uno que mi estado mental y físico me impide memorizar, pero que, más o menos, dice que el río siempre es el mismo y que los seres vivos, aun en nuestra condición efímera, somos inconstantes y que, aunque nos bañemos dos veces, o más, en el mismo río, ya no somos la misma persona; luego, el escritor noruego salta a otro pasaje de Heráclito en el que Heráclito dice que cuando estamos despiertos vemos la muerte y que cuando estamos dormidos vemos el sueño, pero que la muerte es un sueño en vida. 

Son las dos, son las tres, son las cuatro, son las cinco... y todo sigue igual: no comprendo a Celan, divago sobre otros tomos de Mein Kampf... me duermo un rato, me despierto y permanezco despierto varios minutos. Más o menos recuerdo que soñé algo que estaba relacionado con lo que leí –intentaba convencer a alguien sobre la fuerza de las palabras, que existen aun cuando nadie las pronuncie–, pero los ataques de esta enfermedad me despertaron, parecieron durar toda una vida, y cada vez son más agresivos, y entonces me sofoco y me tumbo en la cama y me acomodo cien veces más en la cama, y vuelvo a recordar que conocí a  Knausgård en noviembre del 2016 ó 2017, en las mismas condiciones en las que me encuentro ahora que su novela colosal está agonizando en mis ojos, en mis manos y en mi mente; que, cuando lo conocí, había permanecido casi dos meses consecutivos en cama, sufriendo estos ataques y acomodándome cien veces más en la cama. 

La repetición me lleva a pensar de nuevo en la analogía del ciclo de la vida: que termino de leer Mein Kampf en las mismas condiciones en las que comencé a leer Mein Kampf. También, para refrasear a Heráclito, pienso en que soy el mismo y no soy el mismo que comenzó a leer a Knausgård, y que parece que fue ayer cuando leí La muerte del padre y me sentí abatido –por decirlo de alguna manera, así conecté con el escritor noruego–, después de leer una frase que se me quedó en la cabeza, una frase que decía algo así: la muerte es la última hoja que cae de un árbol.