jueves, febrero 22, 2024

22 de febrero del 2022


Estabas sentado frente a la computadora, en una especie de trance maligno, alienado por las luces que emitía la pantalla —que parecían flashazos radioactivos de una resaca insoportable, que parecían una señal del fin de los tiempos—, esperando a que la Comisión te diera acceso a la sesión de Zoom. Las últimas semanas habían sido horribles. Habías pasado noches sin dormir, imaginando los escenarios más apocalípticos de los siguientes meses. Habías pasado días enteros revisando gacetas de distintas universidades, cargando documentos en distintas plataformas institucionales, llenando y firmando solicitudes en distintas convocatorias. Enviando correos-e a medio mundo de desconocidos.

Durante alrededor de dos años habías tenido “el empleo de tus sueños”. Y no podías dejar de pensar en que, en una realidad justa, ese sería el empleo al que correspondería (más o menos) tu CV: Profesor Titular A. Sin embargo, aunque no tenías motivos para quejarte –desde que obtuviste ese empleo, ya sabías que era temporal–, tampoco podías dejar de preguntarte por qué siempre tenías que estar cazando trabajos temporales; no podías dejar de pensar cómo podrías encontrar un empleo lo más pronto posible; por qué, cada 2, o cada 3 o cada 4 años, se repetía la misma historia; por qué siempre tenías que competir con biólogos, con químicos, con médicos y con psiquiatras; por qué los biólogos, los químicos, los médicos y los psiquiatras competían, casi exclusivamente, con biólogos, con químicos, con médicos y con psiquiatras

Concursaste por una evaluación curricular. 

Una evaluación curricular es un concurso abierto a personas con cierto perfil: con una licenciatura en X área (o áreas), con un posgrado afín a X área (o áreas), con experiencia específica en X actividades docentes o de investigación o de divulgación (o las tres). La ganadora o el ganador tiene un contrato de tres meses para impartir clases a nivel licenciatura, con el nombramiento de Profesor Asociado D –básicamente, un peldaño por debajo del nombramiento que habías tenido con el empleo de tus sueños– y es un contrato que no te permite crecer. En el mejor de los casos, pueden renovarte el contrato durante otros tres meses, pero no puedes planear nada a largo plazo: no puedes echar a andar ningún proyecto de investigación, no tienes recursos para hacer investigación, no puedes involucrar a ningún estudiante en ningún proyecto de investigación. Tienes que limitarte a impartir clases, a coordinar ciertas etapas de algunos proyectos de investigación de otras personas, a realizar actividades de difusión, a cubrir las necesidades que ningún académico contratado por tiempo indeterminado puede cubrir. 

Además de todo, en tu caso, nunca ha habido evaluaciones curriculares con tu perfil en los últimos trimestres del 2022 y del 2023, así que cuando los estudiantes empiezan a ubicarte –y piensas en que algunos de ellos podrían convertirse en tus estudiantes de licenciatura o de posgrado–, tienes que dejar la universidad y esperar, otros tres meses, a que sea publicada una evaluación curricular con un perfil similar al tuyo (puede llegar un momento en el que ya no haya evaluaciones curriculares), y esperar a que la Comisión esté de acuerdo con que tu perfil cubre los requisitos de la convocatoria (una vez me inscribí a una convocatoria y sólo pudo participar la persona ganadora) y a que te evalúe favorablemente en la prueba –una miniclase de un tema que te asigna un par de días antes de la prueba– y te declare (en caso de que así sea) ganador. 
 
En fin, estabas en esa especie de trance maligno, sentado frente a la computadora. No podías dejar de pensar en la posibilidad de perder esa evaluación curricular. No podías dejar de pensar en que ésa sería una señal para abandonar tu carrera académica definitivamente. No habías cumplido ni diez años de haber hecho tu examen de grado del doctorado y ya tenías tres años de experiencia posdoctoral y varios años como miembro del SNI —ya hasta tenías papers publicados como autor corresponsal— y más de diez años de experiencia docente, pero el futuro no era nada prometedor.

La Comisión aún no te daba acceso a la sesión de Zoom. 

Mientras la espera te desquiciaba y no podías evitar todos estos pensamientos catastróficos, repasaste los días previos: apenas el martes anterior habías enviado tu solicitud para concursar en la evaluación curricular, apenas el viernes anterior, el representante de la Comisión te había enviado un correo-e con una liga de Zoom y te había pedido que prepararas una presentación de diez minutos sobre un tema en particular y que te conectaras a la sesión de Zoom diez minutos antes del mediodía del 22 de febrero del 2022. 

El reloj en la computadora decía que ya eran las 12: 20. Tenías media hora esperando a que te dejaran entrar a la sesión de Zoom. Era –¿martes?– 22 de febrero del 2022.
 
La espera estaba desquiciándote. Ya no estabas seguro de nada. Ya no sabías si te habías equivocado de fecha. Revisaste rápidamente tu correo-e y confirmaste que ese –¿martes?– 22 de febrero del 2022 era tu Día D, uno más de los Días D de tu existencia. 

No tenías otra opción más que esperar. El estrés estaba alcanzando niveles discapacitantes. Te pusiste a
 estudiar dos o tres cosas que pudieran enriquecer la presentación que habías preparado, pero nada se te quedaba en la cabeza. 

Lo único que daba vueltas en tu cabeza era la parte del correo-e que te había enviado el representante de la Comisión y que decía: 

«Debe preparar una miniclase de diez minutos sobre el tema X, y debe estar preparado para que la Comisión le haga preguntas durante otros diez minutos».

Adquirir más información en ese momento en el que el estrés estaba llegando a un punto de no retorno, era contraproducente. Te acordaste de otros eventos similares. Muchas veces habías estado así: dándote cuenta de que, conforme más sabías sobre un tema, menos sabías sobre ese tema. La sensación era inherente a la academia, era tan familiar.

Todos los escenarios posibles relacionados con tu desempeño durante la entrevista, cruzaban tu mente, llegaban como escopetazos a tu cabeza, como un uppercut, y te dejaban viendo estrellitas que en realidad eran las luces de la pantalla de la computadora que emitían flashazos radioactivos.
 
Dieron casi las 12: 30. La Comisión finalmente te dio acceso a la sesión de Zoom. 

La entrevista terminó 40 minutos después. Tuviste la impresión de que no dijiste todo lo que querías decir. Tuviste la impresión de que habías perdido el concurso. No quisiste pensar en el futuro –¿cómo obtendrías ingresos durante los siguientes meses?, ¿hasta cuándo tendrías que vivir de tus ahorros?, ¿por qué, siempre, tenías que estar ahorrando y preparándote para escenarios catastróficos? y te metiste a revisar twitter en tu teléfono. No buscabas nada en particular. Sólo querías distraerte. 

Apenas tenías unos cuantos segundos en la aplicación, cuando te topaste con un tweet.

Alguien, aparentemente muy cercano a Mark Lanegan, tuiteaba, desde la cuenta de Mark Lanegan, que Mark Lanegan acababa de morir. 

La noticia fue otro uppercut, otro escopetazo en la cabeza. 

Esto no puede estar pasando, te dijiste, con las manos temblorosas, como cuando acabó el terremoto del 2017 y saliste de aquel edificio que meses más tarde sería demolido por haber sufrido daño estructural. O como hacía unos minutos, cuando había acabado tu entrevista por Zoom con la Comisión. 

Se trata de un mal sueño, dentro de otro mal sueño, te dijiste. Cerraste los párpados y quisiste que el presente fuera un mal sueño. 

Tu mente ya estaba en otra parte. 

Recordaste aquellos días de interminables arcadas, cuando tenías que consumir un montón de antibióticos, cuando ningún tratamiento médico funcionaba y te resignabas a vivir miserablemente por el resto de tus días; cuando escuchaste The Winding Sheet y ese álbum te llevó a otros álbumes de Mark Lanegan, cuando las canciones de Mark Lanegan de pronto se convirtieron en un consuelo en los días más horrendos de tu vida; cuando, aquella noche de septiembre del 2018, en El Plaza Condesa, estabas a unos metros de Jeff Field, de Shelley Brian y de Mark Lanegan, escuchando “Wild Flowers” y sintiéndote nostálgico y eufórico al mismo tiempo, celebrando la vida, que ese día habían publicado tu primer paper como autor corresponsal y que tu salud mejoraba considerablemente. Te recordaste estrechando una mano de Mark Lanegan al final de ese concierto y diciéndole un lugar común: It was an awesome show!

Volviste a la realidad del presente. 
 
En unos minutos, todo mundo ya hablaba de Mark Lanegan en redes sociales. La situación te enfureció. Estabas confundido y triste. Podrías haber llorado o podrías haber gritado o podrías haber destrozado todo lo que estuviera a tu alcance. Pero no hiciste nada. Estabas tan molesto e indignado que olvidaste que acababas de concursar por un contrato de tres meses en la universidad y que habían concursado otras 13 personas y que probablemente algunas de ellas también tenían el nombramiento de Investigador Nacional I y que también tenían varios años de experiencia docente en universidades públicas y privadas. Que, seguramente, también estaban tan estresadas y tan frustradas como tú.
 
Durante más de cinco años habías estado escribiendo algunas cosas sobre Mark Lanegan en tus blogs, en cómo su música te ayudó a sobrellevar la miseria de una larga enfermedad que terminó en una cirugía, invitando a tus conocidos y a tus familiares a escuchar su música; diciéndoles que Mark Lanegan era un gran compositor, que también escribía poesía, que su trayectoria artística era muy amplia, que no sólo había sido mentor de Kurt Cobain, que no sólo había colaborado con un millón de artistas –PJ Harvey, Isobel Campbell, Duff McKagan, Kurt Cobain, Josh Homme, Dave Grohl, Alain Johannes–, que era un artista sin el reconocimiento que merecía.

En cierta forma, nos parecemos, murmuraste. 

Estabas exhausto. Los “filtros mentales” que normalmente impiden que externes todo lo que piensas habían bajado la guardia. Culpaste al estrés. Y al insomnio de las últimas semanas.

En unos cuantos minutos, gracias a las redes sociales, esas personas que siempre te habían ignorado cuando los invitabas a escuchar a Mark Lanegan, ya eran expertos en los Screaming Trees, en Mark Lanegan, en Devil In A Coma, en Sing Backwards And Weep.  

Hasta en ese sentido, se repetía la misma historia. Siempre te habías sentido identificado con artistas que morían prematuramente, cuando su música se estaba convirtiendo en una parte esencial de tu vida, antes de que el mundo los conociera porque la muerte no es negociable pero siempre es un negocio.

Ya pasaron dos años desde entonces, hoy es 22 de febrero del 2024, has concursado en otras dos evaluaciones curriculares (ya ganaste tres y ya le ganaste a más de 20 personas); a pesar de que has hecho todo lo que está a tu alcance para cambiar tu situación (como concursar por una Jefatura de Departamento), nada ha cambiado gran cosa: han pasado dos años desde la muerte de Mark Lanegan y el futuro sigue siendo incierto, quizá hasta todo esté peor. 

Ay, la muerte no es negociable pero siempre es negocio.

domingo, febrero 18, 2024

Waiting For The Deathblow


Ya no sé cuántas noches he dormido mal, ya no sé cuántas noches he estado dando vueltas en la cama, dándole vueltas a la misma idea, teniendo la sensación de que mis pensamientos son buitres y que mi mente es un animal en agonía.

Ya no sé cuántas veces he revisado el correo-e en los últimos días, ya no sé cuántas veces he tenido taquicardia cada vez que me llega una notificación al teléfono, cada vez que vibra o cada vez que suena el teléfono.

Ya no sé cuántas veces he repasado mentalmente cómo me sentí en la entrevista de hoy, cómo me sentí en la entrevista de hace un año y cómo me sentí en la entrevista de hace dos años. Sólo sé que me he preguntado, una y otra vez, por qué todo ha cambiado, y, sin embargo, está igual. O peor. 

Ya perdí la cuenta, ya no sé cuántas veces estos pensamientos me han asaltado a cualquier hora del día, mientras, por ejemplo, salí a correr y traté de ignorar que la aplicación en el teléfono es un asco y que puede fallar estrepitosamente y registrar que acabé mi primer kilómetro en 13 minutos, cuando, en la realidad, mi mejor tiempo en tres años ha sido 4 minutos y 20 segundos por kilómetro, y me siento como si fuera la primera vez que uso mis piernas para correr, y tengo ganas de mandar todo al carajo.

Hoy, mientras corría, quise enfocarme en mejorar mi tiempo, en correr y correr y correr, lo más rápido posible, tanto como me lo permitieran mis músculos, hasta quedar exhausto y no tener fuerzas, hasta no ser capaz de analizar nada, hasta no ser capaz de reflexionar sobre nada, hasta no ser capaz más que de repetirme mi mantra a mí mismo... 

«Ya ganaste dos veces, dos concursos similares a éste» 

... hasta no ser capaz de pensar en que ésta puede ser la primera vez que pierda un concurso, hasta no ser capaz de pensar en que siempre existe la posibilidad de perder cuando compites por algo, hasta no tener fuerzas para pensar en nada. 

No tengo ni corazón ni cabeza para buscar mañana mismo, o pasado mañana, o este mes, o cuando sea que reciba las malas noticias que he visualizado en el peor escenario hipotético posible, cualquier empleo.


Al volver de correr, vibró el teléfono y tuve taquicardia y revisé el teléfono por sexta o séptima ocasión en lo que iba del día, tal y como lo he hecho en las últimas dos o tres semanas, y la taquicardia que acompaña a esta actividad tan mecánica y tan espeluznante nada más fue un desperdicio de energía. 

La notificación resultó ser una falsa alarma...

«KAVAK: cotiza tu auto inmediatamente...»
«Elon Musk acaba de subir una foto a X...»
«Paty López acaba de publicar un video en TikTok...»

... pero me dio un poco de paz. 

Y sin embargo supe que esa paz no duraría mucho tiempo, que apenas me dejaría asimilar que las malas noticias que he visualizado en el peor escenario hipotético posible, no llegarían justamente en esos segundos en los que revisaba el teléfono.

Ya sabía que esa paz no duraría mucho tiempo, que sería muy breve, que duraría apenas uno o dos minutos, apenas veinte o treinta segundos. 




Así he estado desde los últimos días de enero –cuando publicaron la convocatoria en la que concursé–, y hoy. Y esto no es vida. Ningún cerebro está capacitado para mantenerse en estado de alerta las 24 horas del día. Ni siquiera las ratas pueden sobrevivir más de dos semanas bajo estrés continuo.

Pero esto no es lo más decadente. Lo más decadente es que esta incertidumbre es la historia de mi vida. Sé que en cuanto guarde el teléfono, por decirlo de alguna manera (cuando la incertidumbre termine), y ya no tenga que preguntarme ¿y si pierdo...?, tendré un poco de estabilidad –¿durante tres meses?, ¿durante seis meses?–, pero que, después, volveré a subirme a la montaña rusa de mis emociones y que tendré que cazar, una vez más, otro trabajo temporal.

Me tumbo en un sillón, en una pésima posición, siento cómo mi columna vertebral está arqueada pero nada me duele, todo el sufrimiento está concentrado en el dolor de mi mente, y enciendo el televisor y me da vértigo, tengo arcadas, como cuando paso varias horas en ayuno y me pongo ansioso y me falta aire y se me tapan los oídos y empiezo a hiperventilar y tengo la sensación de que vomitaré en cualquier momento. 

Me acomodo en el sillón, creo escuchar cómo se me quiebra la columna, y me concentro en la pantalla del televisor, y me doy cuenta de que sólo veo la televisión cuando no quiero pensar, cuando quiero huir de la realidad, cuando la realidad me abruma. 

Tengo la vista borrosa, me cuesta trabajo enfocar y desenfocar, mis cristalinos están tan viejos y tan enfermos, cierro los párpados fuertemente, hasta ver fosfenos detrás de la cortina de los párpados –¿alguna vez, realmente, cerramos los ojos...?, cuando cerramos los párpados, ¿en realidad vemos la oscuridad que hay dentro de nosotros mismos...?–, y la sensación me remonta a algún momento perdido entre mis recuerdos de la infancia, cuando acompañaba a mi papá a comprar el periódico. Quién sabe por qué me gustaba caminar con los párpados cerrados, y una que otra vez estuve a punto de estrellarme contra algún poste de luz. 

Al precipitarme en la oscuridad que hay dentro de mí, con los párpados cerrados, también recuerdo otras cosas más recientes, cuando tenía que lidiar con mi enemigo público #1 todos los días, cuando mi única estrategia para soportar cada semana era la expectativa de la Tierra Prometida de cada fin de semana, cuando acababa los viernes en las peores condiciones posibles, cuando me daba un atracón de alcohol y de otros agentes químicos cada viernes, cuando odiaba mi existencia, cuando me sentía esclavizado, cuando sabía que había recorrido un gran tramo del doctorado, que me faltaban sólo unos meses para el examen de grado, que no podía abandonar todo, que no podía escoger, que no podía darle prioridad a mi salud mental, cuando mi relación con mi enemigo público #1 era insoportable. 


En la pantalla del televisor, Jessica Jones está a punto de tener un ataque de pánico y repite su propio mantra...

«Birch Street, Higgins Drive, Cobalt Lane...»

... y cierro los párpados otra vez, pero los abro de inmediato, lo más decadente es que ésta es la historia de mi vida, no es algo excepcional.

No quiero ponerme a pensar en cuántas veces he sentido que el estrés le da martillazos a mi corazón y que luego golpea mi cerebro y que me hace tener la sensación de que no he dormido en varios días, que apenas puedo mantener los párpados abiertos, que mi vida es un fuego cruzado y que el mundo es una trinchera y que debo mantenerme alerta.

Tampoco quiero precipitarme en la espiral de los pensamientos negativos que forman parte de mis hábitos, y tampoco quiero pensar en cosas que ya pasaron y que debí enfrentar de otra manera. Pero no puedo evitarlo. 

A Krysten Ritter, o como sea que se llame en la realidad –¿es ella también la autora de esa novela de suspense?–, antes de ser la protagonista de la serie de Marvel, la conocí en otra serie de televisión, cuando, para variar, no vivía los mejores momentos de mi vida.

Entonces estaba terminando el doctorado y ya tenía varios papers publicados como primer autor, y ya tenía varios años de experiencia docente, y ya tenía planes para irme de posdoc a Los Ángeles... Cuando enfermé, cuando acabé en el quirófano, cuando todo se cayó. Cuando tenía que lidiar con personas tóxicas y egocéntricas y narcisistas. Cuando convivía con personas que podrían ser los protagonistas de los relatos de Jeff Lindsay o de Del James. Cuando convivía con personas que minimizaban mi trabajo para “motivarme”...

«Sólo sigues instrucciones...»
«Lo que deberías estar haciendo es preparar café...»

... o para saciar su necesidad de poder, para sentir que tenían control sobre todas las cosas. 

Entonces, cuando la conocí, Jessica Jones no era Jessica Jones, sino Jane Margolis –la novia de Jesse Pinkman–, y Mr. White ya estaba harto de ella y de Pinkman y de sus hábitos de drogadictos, y una vez los descubrió tumbados en una cama, ellos dos se habían inyectado heroína, y Jane, en su viaje, comenzó a ahogarse con su propio vómito y Mr. White decidió colocarla boca arriba en la cama y dejarla morir por broncoaspiración.

En la pantalla, en el presente, el mantra de Jessica Jones surte efecto –ha ahuyentado a Killgrave, lo ha sacado de su mente–, pero yo ya no puedo dejar de pensar en el pasado, ni en mi propio Killgrave. 

Me acuerdo de esos últimos meses en el doctorado, cuando conocí a Jane Margolis y todas las noches de los martes –¿del 2012?–, veía Breaking Bad, cuando tenía que lidiar con el estrés, cuando bebía en exceso los viernes, cuando consumía otras cosas para soportar el estrés, cuando estaba acostumbrado a recibir injustamente palabrotas en los correos-e...

«Hello! Hello!
¿Qué chingados tienes en la cabeza...?
¡Más de una puta vez te he dicho que no sólo soy PhD...!»

... y me desquiciaba no tener el control de mi propia vida, tener que soportar cosas así, descubrir que tenía mi propio Killgrave.

Al menos, eso quedó atrás. Jamás volveré a relacionarme con personas tóxicas, jamás volverán a ponerme las manos alrededor del cuello, jamás tendrán en sus manos la decisión de dejarme morir por broncoaspiración. Prefiero esta incertidumbre de las últimas semanas, aunque sea el precio que debo pagar para ser libre.