jueves, noviembre 24, 2022

Leías y comentabas este blog


Eran otros tiempos. Podía acostarme a las tres de la mañana y dormir seis horas seguidas y no tener somnolencia en todo el día. No tenía que levantarme de la cama cuando la vejiga estuviera a punto de estallarme –fastidiándome, humillándome y diciéndome “¿Aún tienes sueño? Jajaja. ¡Pues yo tengo otros planes para ti!”–, sino cuando ya no tenía sueño. 

Eran otros tiempos. Después de estar orinando tres minutos que parecen una eternidad, no tenía que pincharme un dedo, ni verter una gota de sangre en una tira reactiva, ni usar un glucómetro ni anotar mi glucosa en ayuno, por el resto de mis días. Jamás me pasaba por la cabeza que es horrible que mi abuelo me haya heredado esto. No tenía que tomar dapagliflozina o metformina antes de cada desayuno, todos los días, por el resto de mi vida, mientras tratara de hacerme el tonto y evitar ponerme a pensar en que los medicamentos van jodiendo mis riñones y en que ya no hay vuelta atrás: en que cada día estarán peor que el día anterior, y en que, en algún momento, tendré que convertirme en un monje que ni siquiera pueda “perder la cabeza” y tomarse una triste copa de rompope una vez al mes. 

Eran otros tiempos, Vitalogy acababa de salir a la venta. Pearl Jam todavía no se enfrentaba a Ticketmaster, ni renunciaba a una súper gira multimillonaria por todo el mundo, cuando ya habían superado Ten y Nevermind y el éxito de Nirvana y el impacto de la muerte de Kurt Cobain. Todavía un sector de la juventud escuchaba música subversiva y estaba en contra del sistema y de las superficialidades del capitalismo, y Eddie Vedder y Pearl Jam representaban todo ello e incitaban a ese sector de la población a estar en contra del sistema; todavía ese sector de la juventud no quería formar parte de los convencionalismos, no quería entrar en el gusto de la gente de bien, no aspiraba a salir en la tele ni a convertirse en algo similar a un influencer que “documentara” todas sus tonterías alrededor del mundo y que facturara un montón de dinero en redes sociales. 

Eran otros tiempos. Después de ir al baño y de medirme la glucosa, no tenía que buscar tres platos por toda la casa, ni bajar a la cocina a servir porciones de comida blanda de Royal Canin en tres platos, ni cambiar el agua del plato del agua de tres gatos, ni llenarles sus otros tres platos con croquetas de Royal Canin, ni limpiar el arenero de tres gatos y barrer y sacar la bolsa con arena sucia al bote de la basura. Tampoco lavaba trastes todos los días, ni tenía sueño a todas horas, ni salía a correr cinco o seis kilómetros, dos o tres veces a la semana. Tampoco me lastimaba eventualmente un tobillo o una pierna, por correr cinco o seis kilómetros a la semana. Tampoco tenía los grados académicos ni la experiencia docente y en investigación básica que tengo; no tenía una sola publicación científica en inglés en ninguna revista evaluada por pares, ni tampoco tenía que pensar en abandonar mi carrera académica –renunciar a todo lo que he hecho y he conseguido en casi quince años–, ni tenía pesadillas en las que no me queda otra opción más que conducir un camión de pasajeros, o en las que me convierto en el ridículo guardaespaldas del dueño de un restaurante de comida china. 

Eran otros tiempos. No tenía esta clase de pesadillas, ni me despertaba a las tres de la mañana pensando en el mito de Sísifo. 

Eran otros tiempos. Aún no llegaba esa mañana de abril del 2007 en la que conocí a Katz en una estación del metro, cuando iba a impartir una clase a mi grupo “conejillo de indias” en la universidad, ni algunos de los estudiantes de ese grupo esperaban a que Tim Leary personalmente les impartiera una práctica sobre los efectos terapéuticos de los enteógenos, ni otros estudiantes de ese grupo terminaban la licenciatura y se convertían en estudiantes de posgrado, ni yo, en mi posición de posdoc en otra universidad, los había invitado a dar un seminario y ellos me pedían que les pagara todos los viáticos; todavía algunos de esos estudiantes de mi grupo “conejillo de indias” no eran los pachamamas que son hoy, ni creían saber más que todos los sabios del mundo.

Aún no llamaba por teléfono a Katz por primera vez, ni salía a ningún lado con Katz por primera vez, ni me enamoraba de Katz; aún no pensaba en que era posible que ella me quisiera y en que ella quisiera compartir su vida conmigo; aún no conocía las dimensiones de su amor, ni tenía la oportunidad de mostrarme su apoyo en los momentos más terribles, cuando me encontraba en el limbo, en los últimos trámites del doctorado y en los primeros trámites del posdoc, cuando no teníamos dinero, cuando estaba enfermo y me adherí a dos tratamientos médicos y acabé en el quirófano, cuando ella absorbía todos los gastos de la casa; todavía Katz no se mudaba a vivir conmigo, ni los dos nos mudábamos a vivir a tres lugares distintos, en ciudades distintas, ni la hacía enojar por mi horrible modo de ser.

Eran otros tiempos. Los felinos no formaban parte de mi vida. Aún no llegaba a casa de mis papás ese majestuoso gato al que llamaríamos Sócrates y aún Sócrates no era mi gran compañero, ni adquiría la costumbre de acompañarme en mi recámara y tumbarse en la cama mientras me ponía a leer o a escribir o mientras tomaba una siesta y procrastinaba y huía de todas mis responsabilidades y me escondía en mi zona de confort porque no quería saber nada de nadie, porque me sentía del carajo, porque tenía rotos casi todos los huesos del alma, porque apenas podía dar uno o dos pasos en mi recámara sin tropezar, porque no procesaba todavía que algunas relaciones están destinadas al fracaso, que se convierten más en una costumbre que en una dicha, y que pueden durar una eternidad porque uno las fuerza y las calza como un zapato que le queda chico. 

Eran otros tiempos. Aún Sócrates no se iba de la casa, ni me quebraba los pocos huesos del alma que me quedaban intactos, ni me hacía sentir esa tristeza espantosa que nunca había sentido, ni siquiera cuando alguien me había rechazado, ni siquiera cuando alguien me había dicho que no sabía qué hacía conmigo, si yo no era ni guapo ni gracioso ni millonario; ni siquiera cuando alguien (contra todo pronóstico) había “perdido la cabeza por mí” y me había dicho, después de meses y meses de conversaciones telefónicas, que prefería volver con su ex porque yo le daba demasiadas vueltas al asunto. Esa tristeza espantosa provocada por la ausencia de Sócrates era totalmente distinta; esas personas que me habían roto otros huesos del alma, en otras temporadas del infierno de mi vida, seguían viviendo sus vidas y podían valerse por sí mismas y yo podía saber que ellas estaban bien, pero con Sócrates todo era incierto: no sabía si seguía vivo o si estaba en una mejor casa, o si le había pasado algo malo; y todos los días era lo mismo: despertar pensando en que ese día sí volvería Sócrates a la casa, y que llegara la noche y que él no apareciera y que yo tuviera que morderme el corazón y resignarme y aceptar la realidad: que, cada día que pasara sería una confirmación de que él no volvería jamás, y que me iría habituando a su ausencia, aunque, todos los días, durante casi un año, me sentiría del carajo porque Sócrates no volvía a la casa y porque no sabía si él estaba bien o si seguía vivo. 

Eran otros tiempos. Apenas había tomado un taller de creación literaria, en una casa de cultura en San Pedro de Los Pinos, durante la huelga de 1999 en la UNAM, y había conocido a algunos bohemios y nos habíamos reunido en algunas fiestas y habíamos bebido y habíamos hablado sobre literatura y habíamos leído nuestros propios textos; y estaba por tratarte en persona, en mi segundo taller de creación literaria, en otra casa de cultura en Azcapotzalco. Faltaban varios años para que saliéramos a tomar a un bar por Ciudad Universitaria en compañía de una de tus amigas que, quién sabe por qué, quería andar conmigo; todavía no nos emborrachábamos en una cantina de mala muerte detrás de las ruinas de El Templo Mayor, leyendo a Alejandra Pizarnik; todavía no llegábamos a ninguna cantina de la calle de Bolívar, a las ocho de la noche, atestada de sexagenarios que jugaban dominó, ni bebíamos XX Lagger calientes con otros sujetos que tú conocías de otros talleres de creación literaria; todavía no acabábamos esa larga noche en un bar de la calle de Regina, escuchando a una banda de rock en vivo mientras un puñado de borrachos cantaba una canción de Héroes del Silencio. 

Todavía no existía Facebook y todavía no nos enviábamos solicitud de amistad, ni me compartías un artículo de Roberto Bolaño en Facebook, ni me decías que él era el Kurt Cobain de las letras, ni te invitaba a la pequeña celebración de mi boda civil con Katz –nos casamos para darle gusto a la familia, pero podíamos haber vivido en unión libre–, ni descubría en Facebook que realmente no sabía nada de ti, que sólo sabía que habías sido novia de otro conocido y que te gustaba la literatura, y que podías ser una persona radical y poco tolerante; todavía no existía Facebook, ni me abrías los ojos en Facebook, ni me llamabas ególatra en Facebook, ni me desconocías en Facebook, ni me preguntabas dónde podías leerme, aunque, tiempo atrás, antes de que hubiera redes sociales, antes de que compartiéramos esa larga noche de juerga en las calles de El Centro Histórico, cuando te conocí en el taller de creación literaria, leía algunos de mis textos y tú los escuchabas y me dabas tu retroalimentación, o, cuando ese taller terminó y nos comunicábamos por correo electrónico, cuando comencé a escribir en este blog, hace más de quince años, visitabas este blog, y lo leías y lo comentabas.

Ahora te he bloqueado de mi vida, como en ese capítulo de Black Mirror, y no quiero saber nada de ti, y jamás volveré a escribir nada sobre ti, y te he bloqueado de mi vida después de que me eliminaste de tus amigos en Facebook porque te respondí algo que no te gustó, y me abriste los ojos, y ahora veo que siempre tengo que dar el primer paso y que no siempre vale la pena ser condescendiente con todos mis conocidos, ni estar pensando en que mis conocidos no necesariamente me dicen de vez en cuando cosas hostiles porque estén pasando un mal momento, sino porque son intolerantes y están acostumbrados a recibir “palmaditas en la espalda” y deben quedar bien con sus grupos de apoyo en redes sociales.  

Ahora te he bloqueado de mi vida porque no necesito que me desconozcan, que me llamen ególatra por responder concretamente a preguntas que me hacen, que me den respuestas hostiles y que me exijan explicaciones por messenger, especificando qué me están preguntando (porque soy muy tonto para darme cuenta), porque mi vida ya tiene suficientes cosas que están del carajo (aunque no se las cuente a nadie en Facebook), como para intoxicarme en redes sociales con otras cosas que también están del carajo. 

Eran otros tiempos: cuando leías y comentabas este blog.

martes, noviembre 22, 2022

Hoy juega la selección

Martinoli, García y Campos están en la tv. La selección mexicana está a unos minutos de debutar en el mundial de Qatar. Le echo un vistazo al vaso de agua, espero a que se diluya la vitamina C y me dispongo a bebérmelo. Katz está enferma desde hace una semana, tiene tos y ya está mejor, pero estoy tomando mis precauciones. No quiero enfermarme. 

Hoy no salí a correr. Estoy desvelado, me acosté a las dos de la mañana y me levanté a las siete. Me pasé toda la tarde y toda la noche de ayer grabando un video para mi canal de YouTube. También vi una serie de tv sobre el mundial, en Amazon Prime. 

El video que grabé es un experimento: no escribí guión, ni nada similar; apenas tomé unas notas sobre algunos datos relevantes. Todo lo que hay ahí, se me ocurrió en el momento. El video tampoco tiene una súper producción y está destinado al fracaso. A la gente le laten los videos con muñequitos y con música bonita. Mi propósito con este video es saber qué tan bueno o malo soy para hablar de futbol y para hacer los pronósticos de los partidos de la selección nacional. No sé si grabaré un video antes de cada partido de la selección en este mundial. A lo mejor me aburro y éste es el único video que grabo. 

Tengo este canal de YouTube desde hace más de diez años y mis videos con más vistas (1.4 K) son cortos, irrelevantes y bobos: dos minutos del Edificio S de la UAM Iztapalapa en los días posteriores al terremoto del 19 de septiembre del 2017 y dieciséis segundos en los que estoy tocando “Breed” con mi guitarra Jazzmaster zurda. También tengo un par de videos de divulgación de la ciencia y solía compartir algunas de mis clases de Psicología Biomédica al público en general, pero un grupo de estudiantes decidió usarlos como evidencia de “lo nefasto” que soy (falso: soy un estupendo docente que nunca está satisfecho y al que le apasiona la docencia y que, trimestre a trimestre, busca cómo mejorar) y entonces me encabroné y cambié todos esos videos a modo “privado” y entonces dejé de crear contenido de neurociencias. 

Es bien complicado caer en el gusto de la gente: a un fulano que se la pasa tres horas “debatiendo” en un podcast a qué hora le gusta ir al baño, “lo carga en hombros”; a un fulano que no sabe nada pero que habla con mucha seguridad como si supiera de todo, también “lo carga en hombros”; si subo un video en el que toco la guitarra porque me gusta tocar la guitarra y el video, por alguna extraña razón, se hace viral, la gente siente la obligación de comentar “tu guitarra está desafinada” (¿me van a enviar gratis un pedal PolyTune, o sólo tienen la necesidad de llamar la atención?), que así no se toca la canción (¿me van a enseñar a tocar con arpegios, o sólo tienen que llamar la atención?), que no le gusta mi video (no es obligatorio que lo vean ni que me lo digan; ni los conozco, ni pienso conocerlos), o que ellos sí que conocían el Edificio S, que, prácticamente, antes de que lo demolieran porque sufrió daños estructurales en ese terremoto, ellos vivían allí. (Por cierto: yo padecí ese terremoto en el tercer piso de ese edificio).

Ahora que planeo crear contenido sobre el mundial de Qatar (si no desisto), no me sorprendería que los comentarios, si los hubiera, fueran en el sentido de “yo no veo futbol; soy muy listo”; “¡qué terrible!, ¿a quién se le ocurrió hacer un mundial en Qatar?”; “déjame corregirte: se escribe “Catar”. Jaja, La gente es súper predecible, pero se cree súper especial. 

Faltan quince minutos para las nueve de la mañana. Ya me bañé, ya me vestí, ya desayuné, ya lavé los trastes, ya barrí y trapeé, ya les di comida blanda a los gatos y ya les cambié el agua y la arena. Estoy quedándome dormido. Tomo el vaso con agua, lo muevo hacia un lado y hacia otro, revolviendo su contenido para apresurar la disolución de la vitamina, y le doy un sorbo. 

Siento cómo la vitamina efervescente atraviesa mi garganta y desciende por mi esófago. Carraspeo. Me siento raro. Estoy nervioso.

Desde hace casi diez años, no veo futbol regularmente. Ya estoy hasta la madre del futbol mexicano, que está bajo las órdenes de un puñado de empresarios codiciosos a los que les vale madre la competencia, que sólo quieren hincharse los bolsillos con millones de dólares, que hacen cosas en contra del espectáculo, que tienen a casi diez extranjeros por equipo en la liga mexicana, que llevan a jugar cien veces al año a la selección mexicana contra equipos de poca importancia a Estados Unidos, que meten a la selección a jugadores que venden muchos Powerade, que les pagan millones de dólares a los jugadores y que esperan que los equipos extranjeros les paguen muchos millones de dólares por los jugadores mexicanos que les interesan... y, sin embargo, aquí estoy: sentado frente a la tv, escuchando a Martinoli, a García y a Campos, preparándome para ver otro partido de la selección nacional en un mundial de futbol. 

La selección nacional es uno de mis gustos culposos, y no puedo evitar sentirme viejo y miserable y acostumbrado a las decepciones, que comenzaron con aquel mundial de Estados Unidos 1994, cuando, un domingo de junio, la selección de Mejía Barón salió al Estadio John F. Kennedy, en Washington DC, y perdió contra los noruegos, pero luego, unos días más tarde –en martes y en viernes, en Orlando y en New Jersey, respectivamente–, le ganó a los irlandeses y empató con los italianos y calificó a octavos de final, contra todo pronóstico, como primera del Grupo E –“el grupo de la muerte”–, pero que fue eliminada trágicamente en penalties contra los búlgaros que lideraba Hristo Stoichkov, en New Jersey. 

Desde entonces he visto de todo por tv: a la selección de Manuel Lapuente, ganarle, un sábado por la mañana, a la selección de Corea del Sur; a la selección de Javier Aguirre, ganarle, un domingo por la madrugada, a la selección de Croacia; a la selección de Ricardo La Volpe, ganarle, un sábado por la mañana, a la selección de Irán; a la selección de Javier Aguirre, empatar, un viernes por la mañana, con la selección de Sudáfrica; a la selección de Miguel Herrera, ganarle, un viernes por la mañana, a la selección de Camerún; a la selección de Juan Osorio, ganarle, un domingo por la mañana, a la selección de Alemania... Desde hace 32 años las he visto perder en octavos de final, y no sé por qué insisto. 

Tengo clarísimo que el futbol mexicano es malo, que nunca a ningún directivo le interesará tener a una gran selección que esté entre las mejores selecciones del mundo; que los directivos, a pesar de lo que digan los medios (vendidos), tienen una mentalidad tercermundista: que sólo les importa el dinero; que la pasión (o ignorancia) de los aficionados es tan grande que nunca van a castigar a los federativos. 

Desde uno de los palcos de prensa del Estadio 974, ese fabuloso estadio construido con 974 contenedores de metal y que será desmantelado después del mundial, los tres comentaristas hablan sobre la sorpresiva derrota de la selección argentina contra los saudí árabes, que jugaron hoy, más temprano. Todos daban como favorita a la selección argentina para ganar ese juego contra los asiáticos (también la dan como favorita para ganar su tercera Copa del Mundo en tierras catarís y darle el único título que le falta a Lionel Messi), y empezaron ganando el partido pero luego les anularon 3 goles por fueras de lugar y acabaron desesperándose y los saudí árabes les anotaron dos goles en un lapso de diez minutos. 

Vi entre sueños ese partido. Lo transmitieron por tv a las cuatro de la mañana, pero encendí la tv a las cinco y no aguanté. Recuerdo algunas jugadas entre sueños. Recuerdo a Messi, a Di María, a De Paul y a Lautaro Martínez lamentándose por cada uno de los fueras de lugar, y también recuerdo a los aficionados argentinos incapaces de dar crédito a lo que acababan de presenciar en el Estadio de Lusail: Arabia Saudita –esa selección desconocida de ese país de Medio Oriente cuya frontera colinda con Qatar– derrotó a los campeones de La Copa América 2021 y de La Finalíssima 2022; a esa selección que ostentaba un récord de 36 partidos sin conocer la derrota. 

Mientras estoy en estos pensamientos, Campos toma el micrófono y les dice a Martinoli y a García que este juego de la selección mexicana, en el Estadio 974, es el “quinto partido” que está buscando la selección mexicana en este mundial. 

Parece que nadie le entiende, pero tiene mucho sentido lo que dice: si la selección de Gerardo Martino, contra todo pronóstico, ganara este juego, en su siguiente partido, que se disputará el próximo sábado 26 de noviembre en el Estadio de Lusail, estaría más cerca de la clasificación a octavos de final, y, además, podría “hacer historia” y eliminar del mundial a los argentinos. Los argentinos, después de la derrota inesperada de hoy, tienen que ganar el siguiente juego para seguir “con vida” en el mundial. Ahora, ellos tendrán la presión en su contra. Siempre se había hablado de que ese juego entre mexicanos y argentinos sería un partido “de trámite” para los sudamericanos.

Las palabras de Campos se quedan en el aire, me pongo a pensar en si ese sería “el pequeño salto” que le hace falta dar al futbol mexicano desde hace 32 años –tener la motivación de eliminar, en fase de grupos, a una selección favorita para ganar el mundial–, pero la transmisión se corta y aparece una cascada de comerciales que me devuelven a la realidad.  

Hoy es martes 22 de noviembre del 2022. Faltan quince minutos para que comience el partido entre las selecciones de Polonia y de México. Los comerciales no paran y no puedo dejar de pensar en que no me he perdido ningún partido de debut mundialista de la selección, en 32 años. Tampoco puedo dejar de pensar en que soy un iluso: en que, cada 4 años, desde 1994, he estado sentado frente a algún televisor, sintiéndome raro y nervioso, esperando a que comience un partido de futbol. 

miércoles, noviembre 09, 2022

Scar Tissue

Tratas de escribir, pero es imposible. 

Estás despierto desde las 5 am. Te levantaste de la cama a las 6. Luchaste contra (tus demonios) el frío. Te pusiste varios gramos de ropa encima. Te calzaste unas pantuflas. Aborreciste un poco estar en la época del año en la que ya no puedes tener la oportunidad de zambullirte semidesnudo en el día si te da la gana, cuando no es invierno y puedes andar descalzo y dormir en bóxers; cuando no necesitas ponerte varios gramos de ropa encima y calzarte unas pantuflas para ir al baño. 

Te metiste al baño a lavarte los dientes. Te miraste en el espejo. Ensayaste una sonrisa. Eres de esas personas a las que les sale natural verse encabronadas todo el tiempo. Te lavaste las manos. Bostezaste y te sentiste como un león en el reino de tu casa que es una selva. Los gatos que te ven como el rey de la selva te esperaban afuera del baño. Tú y tu manada caminaron al estudio. Te sentaste frente al escritorio. 

El frío era debilitante, una venda en los ojos, una quemadura de hielo en la piel, un banco de niebla en el paisaje. Tuviste que quitarte las pantuflas y ponerte unos calcetines y luego otra vez las pantuflas. Sacaste el glucómetro y la lanceta. Te mediste la glucosa. Anotaste el día, la hora y “137 mg/dl” en la libreta en la que llevas tus registros diarios desde julio del 2021. Aborreciste un poco tu existencia. Siempre tener que estar al pendiente de tus pasos.  

Hiciste memoria para recordar qué comiste ayer. Últimamente has comido mal (mucha carne roja) y has bebido alcohol en exceso (Seltzers, cervezas, ron, whiskey) y has tenido 110 mg/dl de glucosa en sangre, en ayuno. A veces, cuando comes cosas saludables (frutas, verduras y legumbres) y tomas té (sin azúcar), tienes 140 mg/dl. No entiendes nada. No puedes dejar de pensar que hubieras preferido heredar un fondo fiduciario, o cualquier tontería semejante, en lugar de una enfermedad neurodegenerativa.

Te disponías a escribir qué hiciste desde el miércoles pasado en esa especie de diario que tienes (y que se parece un tanto al diario que Emmanuel Carrère cita en Yoga pero que, en tu defensa, comenzaste a escribir hace más de dos años, mucho antes de conocer a Emmanuel Carrère), pero tu manada empezó a impacientarse y uno de los gatos se subió al escritorio y se talló incesantemente contra la pluma que usabas para escribir. Tuviste que dejar a un lado lo que te disponías a hacer. 

Tratas de escribir, pero es imposible.

Bajaste a la cocina. Buscaste los tres platos de tu manada. Sacaste la comida blanda del refrigerador. Les serviste comida blanda. Les cambiaste el agua. Trapeaste el agua que tiraron junto a su plato de agua. El gato mayor tiene la costumbre de arrastrar el plato con agua y dejar un regadero en el suelo, y los demás le siguen el juego. Les recogiste la arena a los gatos. Sacaste la arena de los gatos. Metiste la bolsa de arena en el bote de basura en el traspatio de la casa. Cambiaste la arena. Te lavaste las manos. Te preparaste mentalmente para lavar los trastes. 

Quitaste todos los trastes secos del escurridor. Aborreciste un poco el escándalo de los platos de peltre. Abriste y cerraste cajones en la alacena. Colocaste los trastes secos en su lugar. Vertiste Salvo en el recipiente donde va la esponja para lavar trastes. Vertiste agua en el recipiente. Viste la espuma que hacía la combinación de agua y de jabón líquido. Lavaste dos platos, tres tazas, dos vasos, cuatro cucharas, seis tenedores, una sartén, un popote de metal. Y enjuagaste todo lo anterior. Y pusiste en el escurridor todo lo anterior. 

Mientras hacías todas estas cosas, medio recordabas tu sueño (que ya se te va olvidando): estabas en una recámara que se parecía a la recámara que tenías en casa de tus papás, una de las paredes estaba muy dañada, tenía una fisura y por la fisura salía una especie de forro calefactor y también por la fisura se veía un fondo de cartón; tocabas el fondo de cartón y te sentías tentado a hacerle un hoyo y a averiguar si podías ver la casa contigua a través de ese hoyo; estabas sentado frente a un escritorio y encendías una computadora y ponías un concierto de los Red Hot Chili Peppers, y conectabas la computadora a un proyector; la pantalla del proyector estaba en una pared dañada y la imagen no era muy nítida; el video del concierto tampoco era muy nítido; uno de tus hermanos aparecía en la recámara y se sentaba en el suelo a ver el concierto; la imagen en la pantalla era tan poco nítida que lastimaba los ojos. Quién sabe por qué soñaste todo esto. Si quisieras podrías analizar de dónde salieron todos estos símbolos y encontrarles un significado, pero no eres místico ni pseudocientífico. 

Tienes alergia estacional. Otra cosa que el invierno trae a tu vida. No dejas de sorber los mocos. Aún tienes sueño. Pero cuando te levantas de la cama, ya no hay vuelta atrás. Siempre ha sido así. Desde que recuerdas. 

Tienes los ojos llorosos. ¿Estás enfermándote...?

Cuando te levantaste de la cama, te sentías impetuoso y tenías muchas ideas y querías escribir. Son las 8: 15 y la rutina de todos los días ha ido matando esas ideas y ese ímpetu. Están barriendo y trapeando y sacudiendo y caminando de un lado a otro, y los pasos resuenan en los túneles de tu cerebro, son obuses que te aniquilan y que te hacen preguntarte por qué nunca tienes ganas de barrer y de trapear y de sacudir, por qué eres tan flojo para realizar labores domésticas, por qué siempre estás quejándote por lavar los trastes y por el ruido que hacen la lavadora y los trastes de peltre, y escuchas a tu manada correr de un lado a otro en la selva que es tu casa, y luego escuchas que los están regañando porque se les ocurre pasar precisamente por dónde están barriendo, trapeando y sacudiendo, porque no se están quietos, porque tienen ganas de cazar y deben sustituir sus instintos tallándose por aquí y por allá; y todos los sonidos son un dolor de cabeza, como cuando estás rendido y estás dispuesto a tumbarte en la cama y vas quedándote dormido y precisamente a un mosquito se le ocurre merodear tu cama y taladrar tus oídos con su zumbido, y te pone en alerta y temes que se te meta en los canales auditivos y que joda tu sistema vestibular y que tengas que ir urgentemente al otorrinolaringólogo... y ya no puedes dormir aunque estés exhausto. 

Tratas de escribir, pero es imposible. La vida se va mientras lavas los trastes y recuerdas lo que soñaste.

Te abandonó el impulso de escribir, entraste en la vida de un adulto que no tiene servidumbre y que es un ciudadano similar a esos músicos independientes de los noventa que hacían todo por ellos mismos, que empezaron a tocar la guitarra en la casa de alguno de sus amigos porque todo el día llovía y estaba nublado en su pueblo y porque no querían trabajar talando árboles y porque no querían emborracharse y desear suicidarse como todos sus familiares. 

Se te olvidó la oración mágica que estaba en tu cabeza y que bastaría escribir en un blog para que, a partir de ella, fluyeran varios párrafos durante varias horas y te desconectaras del frío y de la realidad y de las labores domésticas. 

Para aprovechar el tiempo, te metiste a la página del departamento de anatomía de la facultad de medicina de la UNAM. Consultaste una convocatoria de la que te hablaron. Es para una plaza (determinada) de profesor de carrera C de tiempo completo. La convocatoria dice que no es un concurso de oposición. Piensas que es pan con lo mismo, que existir en este momento y leer en este momento esta convocatoria es estar en un quirófano helado, contándole al anestesiólogo qué haces mientras la anestesia surte efecto y esperas llegar a un paraíso inconsciente.

Te preguntas si podrás poner en orden tus ideas más adelante, si dejarás de sorber los mocos, si los ojos dejarán de llorarte, si los gatos te darán tregua, si un desconocido te llamará para ofrecerte el empleo de tus sueños, si comprarás un billete de lotería y ganarás la lotería y mandarás al carajo a toda la gente superficial que sólo hace cosas para obtener dinero, si te quedarás dormido otra vez, si despertarás otra vez, si tu manada seguirá acompañándote todas las mañanas a medirte la glucosa, si en algún punto dejarás de tararear mentalmente “Scar Tissue” y si dejarás de recordar cuando no tenías ni veinte años y John Frusciante salía en MTV conduciendo un viejo automóvil y tocando una guitarra rota.