viernes, agosto 27, 2021

Love Is Strong



El sonido me golpeó en el cerebro como una droga administrada por vía intravenosa. Fue como si repentinamente estuviera experimentando la liberación de endorfinas al torrente sanguíneo para mitigar el dolor de una vieja herida de guerra. 

Se trataba esencialmente de tu ritmo, de los latidos de tu corazón, de tu alma gritando “¡Soy un Rolling Stone!” Era tu marca. Era como una ola de sonido abriéndose camino entre las murallas líquidas de las cócleas de mi memoria. Era tu estilo. Eran los cimientos de las canciones de una banda británica de rock n' roll que parecía indestructible. 

Cuando recibí el golpe, no sabía que habías discutido una vez con Jagger. De acuerdo con la prensa, estaban en una gira y él entró furioso a una habitación del hotel en el que se hospedaban, preguntando “¿Dónde está mi baterista?” y más tarde apareciste abruptamente en el lobby de ese hotel y le diste un puñetazo en la cara y le dijiste “¡No soy tu baterista: tú eres mi cantante!” Tampoco sabía que habías escrito un libro con poemas y con dibujos, en honor a Charlie Parker. 

En ese momento, sólo sabía que eras Charlie Watts, el sujeto de bajo perfil de “Sus Satánicas Majestades”. Vagamente recordaba haber escuchado Get Yer Ya Ya's Out! en los primeros años de mi vida, cuando vivíamos en un pequeño departamento y mi papá leía el periódico en la sala cada domingo. Vagamente te recordaba saltando, vestido todo de blanco y sosteniendo un par de guitarras eléctricas, en la portada de ese álbum. Un burro estaba detrás de ti. Cargaba algunas piezas de la batería y otra guitarra eléctrica. Los dos estaban en una especie de carretera abandonada. La fotografía me intrigaba y me hacía pensar en los extraños caminos a través de los cuales podía llevarme el rock n' roll.  

Mi papá encendía una tornamesa Stromberg Carlson y escuchaba ese álbum más o menos cada domingo y yo solía jugar más o menos cada domingo en la sala de ese pequeño departamento, de tal modo que asocié esa comodidad y esa felicidad –libre de cuestionamientos y de prejuicios–, con las canciones de Los Stones. Ahora, mientras escribo estas líneas, soy consciente de que los beats de tus canciones me acompañaron en varios rituales de la infancia. 

Mientras experimentaba esta especie de shot intravenoso de opiáceos, me encontraba en otra sala y tenía trece años de edad. Después de haber vivido varios años en el quinto piso de un departamento, nos acabábamos de mudar a nuestra casa propia. Varias cosas habían cambiado. Mi papá, por ejemplo, ya no escuchaba Get Yer Ya Ya's Out! cada domingo. Entonces tenía una extraña fiebre por Miami Sound Machine, por Santana y por Charly García (o así lo recuerdo), y usaba un reproductor de discos compactos. Yo tenía un par de semanas en la preparatoria.  

Sin embargo, la sensación provocada por la música fue tan poderosa que, en cuanto el inconfundible redoble de tus tarolas abrió la canción, algunas imágenes de mi infancia se precipitaron en mi cabeza. Llegaron intempestivamente, en forma de avalancha. De nueva cuenta, Los Stones emergían de un dispositivo electrónico –en este caso, de un viejo televisor– y como parte de un ritual altamente emocional, remontándome, instantáneamente, a la comodidad y a la felicidad de otros tiempos. 

Mick, Keith, Roonie y tú eran unos gigantes en blanco y negro, con matices en sepia y en gris, en la pantalla. Una armónica acompañaba a tus tarolas, y también lo hacían los riffs de la Telecaster y las líneas del bajo de Richards y de Wood. Jagger cantaba “Your love is strong”, mientras tus colegas recorrían la Ciudad de Nueva York haciendo alarde de las habilidades que los catapultaron a la fama a finales de la década de los sesenta. Tú estabas, como siempre, sentado detrás de la batería, en esta ocasión junto a unos gigantescos tanques de agua que formaban parte de la escenografía, sosteniendo las baquetas con ese peculiar estilo de baterista de jazz que te caracterizaba, sonriendo y actuando de un modo parsimonioso, casi meditabundo y relajado, como si quisieras dar el mensaje de que ser quien llevaba el ritmo en Los Rolling Stones era el trabajo más fácil del mundo. 

Algunas mujeres saltaban por las calles y aparecían tomando el sol en las azoteas, o fumando y esquivando el tráfico del epicentro del capitalismo, hasta que todos los integrantes de la banda, ya sin sus instrumentos, se reunían en Central Park.

Fue como si la música, la letra y el video de la canción, se alinearan con todos los asteroides de la galaxia en un momento preciso. Resultó asombroso que la sala de una casa y que un adolescente sentado frente al televisor en la sala de una casa, en una tarde cualquiera, formaran parte de esa coincidencia. En retrospectiva, creo que estos tres elementos –música, letra y video– me enviaban un mensaje similar al que me había enviado la portada de Get Yer Ya Ya's Out! en la infancia, y nos encontrábamos otra vez, pero más viejos, en uno de los extraños destinos a los que nos había llevado uno de los extraños caminos del rock n' roll.  

Todo esto ocurrió a mediados de los noventa –hace muchos, muchos años–, varios meses antes de que todos ustedes vinieran por única ocasión a dar algunos conciertos a México, y, sin embargo, lo recuerdo como si hubiera ocurrido esta misma mañana porque es la forma en la que mi mente está tratando de decirme que no he logrado asimilar que Los Rolling Stones son historia, Charlie.

domingo, agosto 15, 2021

Las tierras arrasadas de Emiliano Monge



Alrededor de una tensa historia de amor entre una mujer sorda y un hombre infeliz que quieren huir de las hostilidades de su pasado, Emiliano Monge desarrolla esta novela que se mete en las vidas de los migrantes que intentan cruzar la frontera sur de México en busca del sueño americano, pero que, en el trayecto, quedan atrapados en una red de trata de esclavos y son sometidos a la crueldad de personajes despiadados y codiciosos que lidian con la muerte cotidianamente y que forman parte de un negocio del que no hay escapatoria. 

La narrativa es poco convencional y de largo aliento, y oscila entre la prosa poética y el lenguaje coloquial que transmite la desesperanza y la resignación de los efímeros habitantes de las tierras arrasadas. 

viernes, agosto 06, 2021

Completando viaje



Por segunda vez en la semana he venido a la universidad. En los últimos dos meses he venido más veces que todas las veces que vine en los primeros 3 ó 4 meses de la pandemia. Hace una semana, por ejemplo, vine a recoger un vale y a firmar unos papeles, y apenas este miércoles vine a firmar otros papeles y a recoger el comprobante de un equipo de importación. El miércoles estuve más tiempo en la entrada, intentando convencer a los vigilantes de que había solicitado mi acceso –uno tiene que llenar un formulario en Internet y esperar a que el responsable del área confirme el acceso por correo electrónico y yo tenía el comprobante del correo de mi solicitud, pero no la había enviado al área correspondiente–, que en la universidad. Casi siempre es igual: me tardo más en entrar que en salir. 

Hoy vine a sacar un equipo de importación que llegó a principios de mayo y que se llevarán a Querétaro dentro de unos días. Después de registrarme en la entrada, pasé a una oficina en la que verificaron mi solicitud; luego, me abrieron la puerta del laboratorio donde estaba el equipo y allí subí la caja en la que estaba guardado –es del tamaño de un minibar y pesa alrededor de 20 kilos– al diablito que traje desde la casa, e hice malabares para que la caja quedara bien sujeta a una cuerda en el diablito, y luego trasladé todo con cuidado de regreso a la entrada –tuve que bajar unos escalones y esquivar unos charcos de lodo– y allí los vigilantes cotejaron los datos del vale de salida y firmé los documentos correspondientes. Me tardé menos de diez minutos en hacer todo esto.
 
Cuando estoy afuera de la universidad, hace mucho sol –el tiempo cambia abruptamente en Lerma– y apoyo el diablito contra un poste de luz y me quito la chamarra que traigo puesta y luego pido un Uber desde el teléfono. El miércoles pedí otro Uber y llegó a recogerme a la universidad en menos de cinco minutos, así que no creo que deba preocuparme. Sin embargo, en esta ocasión, a los pocos segundos de haber solicitado el servicio, aparece en la aplicación que el conductor que ha decidido darme el servicio está completando un viaje y que se encuentra a 25 minutos de distancia. Esto no me gusta para nada. La experiencia que tengo con esta aplicación es que a veces los conductores no sólo te tienen esperando varios minutos porque toman tu viaje cuando están completando otro viaje, sino que algunos de ellos te cancelan el viaje después de haberte tenido esperándolos un buen rato. Me parece mal que tomen un viaje mientras están completando otro y me parece peor que se comprometan a hacerlo ¡cuando están a casi 30 minutos de distancia!, para que, al final, sólo dispongan de tu tiempo y te cancelen, pero ni siquiera sé conducir y tengo que aguantarme. 

El conductor de Uber me envía un mensaje preguntándome si pagaré con efectivo o con tarjeta de débito. Le contesto que pagaré con tarjeta, y en ese preciso momento me llegan al teléfono varias notificaciones de correos electrónicos y de mensajes por Whatsapp que debo contestar. 

Cuando termino de contestar todo lo que debo contestar, ya han transcurrido cinco minutos desde que pedí el viaje. Reviso el estatus en mi teléfono. El conductor no contestó mi mensaje y el mapa de la aplicación de Uber muestra que el vehículo continúa en el mismo sitio en el que se encontraba hace cinco minutos: el conductor no se ha movido un solo centímetro. Le marco por teléfono para preguntarle qué pasa. No responde. Insisto un par de veces más, y él sigue sin contestar. Le pido que cancele el viaje, sabiendo que continuará ignorándome.

Maldigo mi suerte y maldigo al conductor. Quisiera ser más positivo, pero he tenido más experiencias negativas que positivas con los conductores de Uber y de taxis. Por si fuera poco, repentinamente se ha nublado y parece que lloverá en cualquier momento. Podría caer una tormenta y poner en riesgo el estado del equipo. A esta racha de eventos desafortunados se suma un repentino calambre en el estómago. También reparo en que me siento terriblemente cansado y en que tengo hambre. Me desperté a las 3 de la mañana a ver un juego de futbol por televisión –la selección de futbol varonil ganó la medalla de bronce de los Juegos Olímpicos– y cuando acabó el partido traté de dormirme otro rato pero estuve alrededor de una hora y media sin poderme dormir (pensando, entre otras cosas, en lo fácil que sería trasladar el equipo desde la universidad hasta cualquier parte, si supiera conducir y si tuviera un automóvil) y luego dieron las seis y media de la mañana y me levanté a correr cuarenta minutos y luego me bañé y me vestí y tuve una reunión por Zoom a las ocho y media de la mañana y apenas me dio tiempo para desayunar antes de salir de la casa. 

Cancelo el viaje y solicito otro servicio. Me da lo mismo la advertencia de Uber diciéndome que me cobrará una comisión. Es inaudito, pero ya tendré tiempo para levantar una queja. 

A los pocos minutos, cuando el viento sopla muy fuerte y la lluvia parece inminente y he tenido que volverme a poner la chamarra, otro conductor toma el viaje y la aplicación dice que él se encuentra a cuatro minutos de distancia. Casi al mismo tiempo en el que veo la luz al final del túnel, el calambre que sentía en el estómago regresa con una feroz intensidad. Tengo algunas semanas tomando medicamentos que ocasionalmente me hacen sentir más mal que de costumbre, y no podía ser más oportuna esta molestia, pero hago acopio de paciencia y escarbo en mi cabeza en busca de pensamientos positivos: quiero creer que este conductor sí llegará a tiempo.