domingo, diciembre 25, 2022

Llegar a la otra orilla

La alergia estacional está aquí. No puedes dejar de estornudar y no puedes dejar de moquear y no puedes dejar de sentir que vas enfermarte mortalmente de un momento a otro. Los ojos no dejan de escocerte. No entiendes por qué hace unos minutos estabas relativamente normal y por qué ahora estás tan jodido. Te miras en el espejo y el rostro que ves se parece al de otra persona: al de una persona que ama las fiestas, que se desvela, que no cuida su salud, que no se alimenta sanamente, que está toda hinchada tras décadas de consumo excesivo de alcohol; que aún está borracha; que tiene la nariz roja y que tiene los ojos rojos.

El solsticio de invierno llegó. El frío es como un taser que te electrifica. Todo lo que haces se convierte en un ritual: para ir al baño, tienes que ponerte calcetines, pantuflas y veinte kilos de ropa encima; en el baño, tienes que quitarte al menos diez kilos de la ropa que traes encima para moverte con cierto margen de comodidad; cuando te vas a bañar, debes ir bien abrigado, arrastrando calcetines, pantuflas y veinte kilos de ropa, y luego debes quitártelo todo; cuando sales de bañarte, debes abrigarte muy bien una vez más para evitar los cambios bruscos de temperatura, y debes estar diez minutos poniéndote pantalones térmicos y playera térmica y calcetas y tenis y veinte kilos de ropa; cuando lavas los trastes, para evitar que se te mojen las mangas, debes arremangarte la chamarra y el suéter, y, si no puedes, si la chamarra y el suéter son obstinadas, debes quitártelas y lidiar con el frío de la estancia y con el agua que parece estar bajo cero mientras lavas los veinte mil trastes que ensuciaron Katz y tú en la cena. 

En el frío, hasta lo más trivial dura una eternidad.

Estás desvelado. Son las ocho de la mañana, pero para ti ya son las dos de la tarde. Aunque no lo quieras, en esta temporada, te acuestas más tarde, todo mundo se acuesta más tarde, y una que otra noche acabas siendo humano y te sientas frente a un televisor y convives y ves alguna película navideña en la que todos los protagonistas son felices al final –Jingle all the way–, y vas acostándote a la una o a las dos de la mañana; y cuando las ganas de orinar y la moquera de la alergia estacional, y cuando los ojos que te escuecen y que te lagrimean por la alergia estacional, te levantan al otro día, el frío, que se parece a un taser que te inmoviliza, y la mañana de Navidad y la resaca de afecto y la pesadez de la cena de Noche Buena, te ponen en un mood cozy –esas palabras anglosajonas que definen lo que quieres decir pero que la neblina que el frío te ha puesto en la mente te impide traducir correctamente– y ya ni siquiera te dan ganas de salir a correr: aunque el día esté soleado, ese sujeto que todo el año sale a correr al menos tres veces a la semana parece un gemelo loco de una vida paralela, y esa expectativa gratificante que saca de la cama a ese sujeto y que lo lleva a dar el primer paso para correr, también parece la expectativa gratificante de un gemelo loco de una vida paralela. 

Cuando hace frío es más difícil que des el primer paso, que salgas a correr, que te mueva esa expectativa que te inunda de pies a cabeza durante unos segundos, cuando la aplicación de Nike te dice que ya has corrido cinco o seis kilómetros y que tardaste alrededor de cuatro minutos y cuarenta segundos por kilómetro, y que te hace sentir satisfecho y que te permite reflexionar sin ser prejuicioso contigo mismo, cuando todas esas moléculas gratificantes que produce tu cerebro –endocannabinoides, endorfinas, dopamina, etc.– y que le han ayudado a nuestra especie a que aprenda a sobrevivir, y que le han permitido perpetuarse, se esparcen por tu sistema nervioso como una corriente dichosa que te da claridad y que te hace sentir que estás cerca del nirvana.

Cuando hace frío es más difícil dar el primer paso, salir a correr, vislumbrar el poder del más allá, de esos segundos gratificantes que llegan cuando has corrido cinco o seis kilómetros; es más difícil dar el primer paso y vislumbrar que correr es como meterse a nadar –que es un punto de no retorno, que no hay vuelta atrás–, y que nadar una y otra vez hasta llegar a la otra orilla, es una metáfora de tu vida; que es vivir y que es respirar y que es transpirar y que es sufrir y que es disfrutar y que es ir en contra de la corriente y que es dejarse llevar; que llegar a la otra orilla no sólo es acercarse al nirvana, sino también una metáfora de la incertidumbre, de tu existencia gris, de tener que empezar siempre de cero con todo mundo; de tener que mostrarle a la gente que juzga sólo lo que ve, que todos los días eres sorprendente; de tener que mostrarte a ti mismo todos los días que eres sorprendente: que no sólo lees cuarenta libros al año, que no sólo tocas la guitarra desde hace mil años, que no sólo escribes desde que aprendiste a escribir; que no sólo hablas varios idiomas, que no sólo piensas en varios idiomas; que no sólo eres quisquilloso contigo mismo; que no sólo te obsesionan cosas que a nadie le importan; que no eres un cliché; que lo más simple que haces en tu día a día es complicado, o que resultaría imposible, para muchas personas; que no sabes hasta cuándo tendrás fuerzas para llegar a la otra orilla.

Moqueas otra vez, los ojos te escuecen otra vez, y el frío se parece a un taser que te inmoviliza otra vez, y no entiendes por qué a algunas personas les gusta tanto el frío –los llamas “los amantes del frío”–, y recuerdas a otras personas que viven en lugares muy fríos y que, cuando te quejas de este frío infantil, te dicen que te invitarán a donde viven, a donde sí hace frío de verdad, para que sepas qué es el frío de verdad, que ya no seas un llorón, pero ya no escuchan cuando les dices que no pones en duda que en otros lugares del mundo haga mucho más frío que aquí, que tú no soportas el frío que conoces y que no soportarías el frío extremo, que te deprimirías y que probablemente te quedarías tumbado en la cama todo el día y que nunca escribirías y que nunca leerías y que nunca tocarías la guitarra y que nunca saldrías a correr. 

Cuando hace calor, los amantes del frío te preguntan por qué no traes veinte kilos de ropa encima, si tanto te gusta el calor, pero ellos, cuando hace frío, no andan semidesnudos por las calles porque no es adaptativo, porque nuestros cuerpos no están hechos para el frío, porque el frío, como el alcohol, es un gusto adquirido, una preferencia que han moldeado tus experiencias, una preferencia que has aprendido a querer; sospechas que a ellos no les gusta el frío, que les gusta sentirse calientitos, que les gusta sentirse apapachados por la sociedad, porque la sociedad adora la libertad de echar desmadre y de reunirse y de emborracharse en las cenas de fin de año, en las posadas, en la Navidad y en el Año Nuevo.

Te has hartado de explicarles a los amantes del frío que los humanos no nacimos para el frío, que el frío no es adaptativo; que el frío no es práctico; que todas esas ciudades en las que la temperatura promedio oscila alrededor de -29º C requieren toda una costosa infraestructura de calefacción en la que no les gustaría pensar; que en esas ciudades bajo cero las tuberías se quiebran por el frío y que es imposible habitar una casa que no tenga al menos un calefactor barato; que no nacimos para el frío y que esa es la razón por la que no tenemos pelaje como los osos polares; piensas que los amantes del frío sólo dicen que les gusta el frío para llevarte la contraria, o que tal vez no conocen el frío, o que tal vez, más que el frío en sí, les gustan las cosas melosas que la gente suele hacer en épocas de frío; o que tal vez son de esas personas que tienen un montón de preocupaciones, que tienen el agua hasta el cuello de deudas (porque los comerciales que ven y que escuchan por todas partes –televisión, radio, internet, las calles– los han obligado a comprar cosas que no necesitan), o porque tienen a algún familiar gravemente enfermo en el hospital y no tienen cabeza para estas nimiedades, o porque, simplemente, tienen una vida tan ajetreada y llena de responsabilidades que no reparan en tonterías como este frío que no es mortal. 

Pero está bien. Tú solo quieres llegar a la otra orilla, aunque no hayas salido a correr.

viernes, diciembre 23, 2022

Eddie Vedder cumple 58 años

Son casi las diez de la noche del viernes 23 de diciembre del 2022. Escucho By the fire, un álbum de Thurston Moore que fue publicado en septiembre del 2020, cuando estábamos en la pandemia, cuando me la pasaba trabajando frente a la computadora entre diez y doce horas al día, convirtiéndome en un terrible sedentario; cuando, creo, impartía un curso en línea de neurofarmacología y adicción, y cuando impartía, creo, otros dos o tres cursos más en línea –es sorprendente cómo se me olvidan estas cosas que ocuparon tantas horas de mis días durante todo un trimestre–; cuando apenas tenía un espacio los fines de semana para escribir y para leer novelas, cuando apenas Katz y yo salíamos a la calle para lo indispensable. 

Son casi las diez de la noche del viernes 23 de diciembre, y no tengo ningún recuerdo asociado con By the fire; a diferencia de otros álbumes de Thurston Moore o de sus proyectos alternos a Sonic Youth –Chelsea Light Moving, por ejemplo–, apenas he escuchado este álbum un par de veces desde que me lo encontré en Internet –por entonces no tenía ni Spotify ni Amazon Music y debí descargarlo de algún blog–, y esto es tan cierto que ninguna de sus canciones está en ninguna de las seis o siete playlists que tengo en Spotify y en Amazon Music y que utilizo para hacer diversas cosas: desde correr cinco o seis kilómetros algunos días, hasta lavar trastes en los días en los que el agua te hiela las manos, o escribir cualquier tontería –como ésta– en algún blog, o escribir minutas o aburridos y horripilantes documentos burocráticos. 

Son casi las diez de la noche del viernes 23 de diciembre del 2022, y casi nunca tomo café pero me tomé uno hace rato y aún tengo en el paladar su sabor y el sabor me remonta a otros días que no tienen nada que ver con las fiestas decembrinas ni con las posadas que hacía mi mamá en su casa hace mucho tiempo con el pretexto de celebrar mi cumpleaños, cuando toda la familia se reunía a regañadientes en la casa, cuando mi mamá invitaba a personas que raras veces veíamos y que apenas sabían algunas cosas vagas de mí, sino, más bien, el sabor del café me remonta a mi primer semestre en la universidad, cuando tenía clases desde las siete de la mañana y aprovechaba las horas muertas entre clases –un profesor de Introducción a la psicología científica nunca llegaba a las siete de la mañana– y me iba a la cafetería de la facultad de filosofía y letras a comprarme un café de olla o un capuccino y luego volvía al aula a la facultad de psicología y me lo tomaba allí mientras me fumaba un cigarrillo –entonces no estaba prohibido fumar en espacios cerrados– y platicaba sobre música o sobre literatura con algún compañero de clase. 

Son casi las diez de la noche del viernes 23 de diciembre del 2022, y, justo ahora, cuando llego a este párrafo, suena “Venus”, y la encuentro como una de las clásicas composiciones de Thurston Moore con Sonic Youth –feedback atmosférico–, y estoy totalmente seguro de que no había reparado en esta canción, y me gusta, y, sin pensarlo demasiado, la agrego a una playlist que tiene por nombre “Caos”, que es una playlist en la que tengo algunas canciones similares –con feedback atmosférico–, entre las que destacan “Infinite rain” y “Light years out”, de Jim Jarmusch y de Lee Ranaldo, respectivamente, pero no quiero desviarme del tema: cuando estaba en el primer semestre de la licenciatura en psicología, todo mundo tomaba café y todo mundo fumaba en las aulas, y yo, ocasionalmente, me tomaba un café, pero siempre estaba fumando; y tengo muchas anécdotas de esas horas muertas en las que todos consumíamos café y tabaco, y me acuerdo de una en particular. 

Son casi las diez de la noche del viernes 23 de diciembre del 2022, y la protagonista de la anécdota a la que me remonta el sabor del café en mi paladar es esa chica de ojos verdes a la que le gustaba Pearl Jam –estaba enamorada de Eddie Vedder, quien cumple 58 años hoy, y estaba fascinada con una versión de “Light my fire”, que había encontrado en un cassette en El Chopo, en la que tocaban Manzarek, Densmore y Krieger, mientras Vedder cantaba–, y que estaba en mi grupo –creo que ella había estudiado en el CCH Sur y que vivía en Tlatelolco– y que se ponía muy ansiosa cuando tenía que exponer frente a la clase; una vez platicamos en esas horas muertas entre clases, y me dijo que ella y algunas de sus amigas un día se habían ido de pinta a tomar café a un Vips cerca de la facultad; que ella no estaba acostumbrada a tomar café pero que ese día había tomado mucho café –¡casi un litro ella sola!– y fumó mucho también –repito: entonces no estaba prohibido fumar en espacios cerrados–, y se cruzó y se puso muy mal, y acabó con náuseas y con vértigo, y por siempre repudió el café, pero siguió fumando. 

Son casi las diez de la noche del viernes 23 de diciembre del 2022, y ahora suena “Cantaloupe”; un par de riffs se parecen a los riffs de “I want you (she's so heavy)” de The Beatles, y no se me ocurre otra cosa excepto que todas las canciones tienen influencia de otras canciones, que, a estas alturas de la humanidad, todas las bandas suenan a otras bandas, que unas influencias son más conocidas que otras, y que nadie va a descubrir el hilo negro; y lo que en verdad quería hacer al comenzar esta entrada era escribir sobre la Navidad, escribir sobre alguno de mis recuerdos de Navidad, cuando era un niño y las vacaciones de diciembre me parecían oscuras, frías y larguísimas, y sólo quería que terminaran pronto para que llegara el día de los reyes magos y despertarme ese día y sorprenderme con los juguetes que había pedido en una carta desde principios de noviembre; que en diciembre nos la pasábamos en la calle, que mi papá algunos días llegaba relativamente temprano de su trabajo y que nos llevaba al Zócalo o a cenar a algún restaurante; que íbamos a algunas posadas en la colonia en la que vivían mis abuelos, que allí casi nunca nos tocaba ni a mi hermano ni a mí pasar a romper la piñata, que me sentía un intruso en esas posadas; que, el 24 de diciembre, pasábamos la mitad de la noche en casa de mis abuelos paternos y la otra mitad en casa de mis abuelos maternos; que los adultos veían mucha televisión y que el frío me parecía mortal, y que las cenas no eran totalmente de mi agrado, que mi abuela materna preparaba romeritos con mucho condimento y que mi abuela materna era más práctica y que preparaba pierna, y que los adultos tomaban bebidas alcohólicas y que nunca se emborrachaban, y que a mí me daban ponche caliente, con mucha caña, y que, luego, cuando pasaba la cena de Año Nuevo y llegaba el seis de enero, me ponía nostálgico, y no quería volver a la escuela, y lamentaba mucho no haber disfrutado mis vacaciones por estar contando las horas para que llegara el día de los reyes magos.

Son casi las diez de la noche del viernes 23 de diciembre del 2022, Eddie Vedder cumple 58 años, todos estamos viejos, nunca he sido rey mago de nadie y soy un anciano rey mago al mismo tiempo, y tengo mucha sed –quisiera tomarme un té de frambuesa o un whiskey con agua mineral–, pero me sorprendo pensando todavía en la chica de ojos verdes que estaba enamorada de Eddie Vedder, y me pregunto qué será de ella –¿terminaría la licenciatura?, ¿es terapeuta?, ¿estudió un posgrado?, ¿aún fuma?, ¿toma café?, ¿seguirá escuchando a Pearl Jam?, ¿habrá escuchado Into the wild?–; le perdí la pista en segundo o en tercer semestre.

jueves, noviembre 24, 2022

Leías y comentabas este blog


Eran otros tiempos. Podía acostarme a las tres de la mañana y dormir seis horas seguidas y no tener somnolencia en todo el día. No tenía que levantarme de la cama cuando la vejiga estuviera a punto de estallarme –fastidiándome, humillándome y diciéndome “¿Aún tienes sueño? Jajaja. ¡Pues yo tengo otros planes para ti!”–, sino cuando ya no tenía sueño. 

Eran otros tiempos. Después de estar orinando tres minutos que parecen una eternidad, no tenía que pincharme un dedo, ni verter una gota de sangre en una tira reactiva, ni usar un glucómetro ni anotar mi glucosa en ayuno, por el resto de mis días. Jamás me pasaba por la cabeza que es horrible que mi abuelo me haya heredado esto. No tenía que tomar dapagliflozina o metformina antes de cada desayuno, todos los días, por el resto de mi vida, mientras tratara de hacerme el tonto y evitar ponerme a pensar en que los medicamentos van jodiendo mis riñones y en que ya no hay vuelta atrás: en que cada día estarán peor que el día anterior, y en que, en algún momento, tendré que convertirme en un monje que ni siquiera pueda “perder la cabeza” y tomarse una triste copa de rompope una vez al mes. 

Eran otros tiempos, Vitalogy acababa de salir a la venta. Pearl Jam todavía no se enfrentaba a Ticketmaster, ni renunciaba a una súper gira multimillonaria por todo el mundo, cuando ya habían superado Ten y Nevermind y el éxito de Nirvana y el impacto de la muerte de Kurt Cobain. Todavía un sector de la juventud escuchaba música subversiva y estaba en contra del sistema y de las superficialidades del capitalismo, y Eddie Vedder y Pearl Jam representaban todo ello e incitaban a ese sector de la población a estar en contra del sistema; todavía ese sector de la juventud no quería formar parte de los convencionalismos, no quería entrar en el gusto de la gente de bien, no aspiraba a salir en la tele ni a convertirse en algo similar a un influencer que “documentara” todas sus tonterías alrededor del mundo y que facturara un montón de dinero en redes sociales. 

Eran otros tiempos. Después de ir al baño y de medirme la glucosa, no tenía que buscar tres platos por toda la casa, ni bajar a la cocina a servir porciones de comida blanda de Royal Canin en tres platos, ni cambiar el agua del plato del agua de tres gatos, ni llenarles sus otros tres platos con croquetas de Royal Canin, ni limpiar el arenero de tres gatos y barrer y sacar la bolsa con arena sucia al bote de la basura. Tampoco lavaba trastes todos los días, ni tenía sueño a todas horas, ni salía a correr cinco o seis kilómetros, dos o tres veces a la semana. Tampoco me lastimaba eventualmente un tobillo o una pierna, por correr cinco o seis kilómetros a la semana. Tampoco tenía los grados académicos ni la experiencia docente y en investigación básica que tengo; no tenía una sola publicación científica en inglés en ninguna revista evaluada por pares, ni tampoco tenía que pensar en abandonar mi carrera académica –renunciar a todo lo que he hecho y he conseguido en casi quince años–, ni tenía pesadillas en las que no me queda otra opción más que conducir un camión de pasajeros, o en las que me convierto en el ridículo guardaespaldas del dueño de un restaurante de comida china. 

Eran otros tiempos. No tenía esta clase de pesadillas, ni me despertaba a las tres de la mañana pensando en el mito de Sísifo. 

Eran otros tiempos. Aún no llegaba esa mañana de abril del 2007 en la que conocí a Katz en una estación del metro, cuando iba a impartir una clase a mi grupo “conejillo de indias” en la universidad, ni algunos de los estudiantes de ese grupo esperaban a que Tim Leary personalmente les impartiera una práctica sobre los efectos terapéuticos de los enteógenos, ni otros estudiantes de ese grupo terminaban la licenciatura y se convertían en estudiantes de posgrado, ni yo, en mi posición de posdoc en otra universidad, los había invitado a dar un seminario y ellos me pedían que les pagara todos los viáticos; todavía algunos de esos estudiantes de mi grupo “conejillo de indias” no eran los pachamamas que son hoy, ni creían saber más que todos los sabios del mundo.

Aún no llamaba por teléfono a Katz por primera vez, ni salía a ningún lado con Katz por primera vez, ni me enamoraba de Katz; aún no pensaba en que era posible que ella me quisiera y en que ella quisiera compartir su vida conmigo; aún no conocía las dimensiones de su amor, ni tenía la oportunidad de mostrarme su apoyo en los momentos más terribles, cuando me encontraba en el limbo, en los últimos trámites del doctorado y en los primeros trámites del posdoc, cuando no teníamos dinero, cuando estaba enfermo y me adherí a dos tratamientos médicos y acabé en el quirófano, cuando ella absorbía todos los gastos de la casa; todavía Katz no se mudaba a vivir conmigo, ni los dos nos mudábamos a vivir a tres lugares distintos, en ciudades distintas, ni la hacía enojar por mi horrible modo de ser.

Eran otros tiempos. Los felinos no formaban parte de mi vida. Aún no llegaba a casa de mis papás ese majestuoso gato al que llamaríamos Sócrates y aún Sócrates no era mi gran compañero, ni adquiría la costumbre de acompañarme en mi recámara y tumbarse en la cama mientras me ponía a leer o a escribir o mientras tomaba una siesta y procrastinaba y huía de todas mis responsabilidades y me escondía en mi zona de confort porque no quería saber nada de nadie, porque me sentía del carajo, porque tenía rotos casi todos los huesos del alma, porque apenas podía dar uno o dos pasos en mi recámara sin tropezar, porque no procesaba todavía que algunas relaciones están destinadas al fracaso, que se convierten más en una costumbre que en una dicha, y que pueden durar una eternidad porque uno las fuerza y las calza como un zapato que le queda chico. 

Eran otros tiempos. Aún Sócrates no se iba de la casa, ni me quebraba los pocos huesos del alma que me quedaban intactos, ni me hacía sentir esa tristeza espantosa que nunca había sentido, ni siquiera cuando alguien me había rechazado, ni siquiera cuando alguien me había dicho que no sabía qué hacía conmigo, si yo no era ni guapo ni gracioso ni millonario; ni siquiera cuando alguien (contra todo pronóstico) había “perdido la cabeza por mí” y me había dicho, después de meses y meses de conversaciones telefónicas, que prefería volver con su ex porque yo le daba demasiadas vueltas al asunto. Esa tristeza espantosa provocada por la ausencia de Sócrates era totalmente distinta; esas personas que me habían roto otros huesos del alma, en otras temporadas del infierno de mi vida, seguían viviendo sus vidas y podían valerse por sí mismas y yo podía saber que ellas estaban bien, pero con Sócrates todo era incierto: no sabía si seguía vivo o si estaba en una mejor casa, o si le había pasado algo malo; y todos los días era lo mismo: despertar pensando en que ese día sí volvería Sócrates a la casa, y que llegara la noche y que él no apareciera y que yo tuviera que morderme el corazón y resignarme y aceptar la realidad: que, cada día que pasara sería una confirmación de que él no volvería jamás, y que me iría habituando a su ausencia, aunque, todos los días, durante casi un año, me sentiría del carajo porque Sócrates no volvía a la casa y porque no sabía si él estaba bien o si seguía vivo. 

Eran otros tiempos. Apenas había tomado un taller de creación literaria, en una casa de cultura en San Pedro de Los Pinos, durante la huelga de 1999 en la UNAM, y había conocido a algunos bohemios y nos habíamos reunido en algunas fiestas y habíamos bebido y habíamos hablado sobre literatura y habíamos leído nuestros propios textos; y estaba por tratarte en persona, en mi segundo taller de creación literaria, en otra casa de cultura en Azcapotzalco. Faltaban varios años para que saliéramos a tomar a un bar por Ciudad Universitaria en compañía de una de tus amigas que, quién sabe por qué, quería andar conmigo; todavía no nos emborrachábamos en una cantina de mala muerte detrás de las ruinas de El Templo Mayor, leyendo a Alejandra Pizarnik; todavía no llegábamos a ninguna cantina de la calle de Bolívar, a las ocho de la noche, atestada de sexagenarios que jugaban dominó, ni bebíamos XX Lagger calientes con otros sujetos que tú conocías de otros talleres de creación literaria; todavía no acabábamos esa larga noche en un bar de la calle de Regina, escuchando a una banda de rock en vivo mientras un puñado de borrachos cantaba una canción de Héroes del Silencio. 

Todavía no existía Facebook y todavía no nos enviábamos solicitud de amistad, ni me compartías un artículo de Roberto Bolaño en Facebook, ni me decías que él era el Kurt Cobain de las letras, ni te invitaba a la pequeña celebración de mi boda civil con Katz –nos casamos para darle gusto a la familia, pero podíamos haber vivido en unión libre–, ni descubría en Facebook que realmente no sabía nada de ti, que sólo sabía que habías sido novia de otro conocido y que te gustaba la literatura, y que podías ser una persona radical y poco tolerante; todavía no existía Facebook, ni me abrías los ojos en Facebook, ni me llamabas ególatra en Facebook, ni me desconocías en Facebook, ni me preguntabas dónde podías leerme, aunque, tiempo atrás, antes de que hubiera redes sociales, antes de que compartiéramos esa larga noche de juerga en las calles de El Centro Histórico, cuando te conocí en el taller de creación literaria, leía algunos de mis textos y tú los escuchabas y me dabas tu retroalimentación, o, cuando ese taller terminó y nos comunicábamos por correo electrónico, cuando comencé a escribir en este blog, hace más de quince años, visitabas este blog, y lo leías y lo comentabas.

Ahora te he bloqueado de mi vida, como en ese capítulo de Black Mirror, y no quiero saber nada de ti, y jamás volveré a escribir nada sobre ti, y te he bloqueado de mi vida después de que me eliminaste de tus amigos en Facebook porque te respondí algo que no te gustó, y me abriste los ojos, y ahora veo que siempre tengo que dar el primer paso y que no siempre vale la pena ser condescendiente con todos mis conocidos, ni estar pensando en que mis conocidos no necesariamente me dicen de vez en cuando cosas hostiles porque estén pasando un mal momento, sino porque son intolerantes y están acostumbrados a recibir “palmaditas en la espalda” y deben quedar bien con sus grupos de apoyo en redes sociales.  

Ahora te he bloqueado de mi vida porque no necesito que me desconozcan, que me llamen ególatra por responder concretamente a preguntas que me hacen, que me den respuestas hostiles y que me exijan explicaciones por messenger, especificando qué me están preguntando (porque soy muy tonto para darme cuenta), porque mi vida ya tiene suficientes cosas que están del carajo (aunque no se las cuente a nadie en Facebook), como para intoxicarme en redes sociales con otras cosas que también están del carajo. 

Eran otros tiempos: cuando leías y comentabas este blog.

martes, noviembre 22, 2022

Hoy juega la selección

Martinoli, García y Campos están en la tv. La selección mexicana está a unos minutos de debutar en el mundial de Qatar. Le echo un vistazo al vaso de agua, espero a que se diluya la vitamina C y me dispongo a bebérmelo. Katz está enferma desde hace una semana, tiene tos y ya está mejor, pero estoy tomando mis precauciones. No quiero enfermarme. 

Hoy no salí a correr. Estoy desvelado, me acosté a las dos de la mañana y me levanté a las siete. Me pasé toda la tarde y toda la noche de ayer grabando un video para mi canal de YouTube. También vi una serie de tv sobre el mundial, en Amazon Prime. 

El video que grabé es un experimento: no escribí guión, ni nada similar; apenas tomé unas notas sobre algunos datos relevantes. Todo lo que hay ahí, se me ocurrió en el momento. El video tampoco tiene una súper producción y está destinado al fracaso. A la gente le laten los videos con muñequitos y con música bonita. Mi propósito con este video es saber qué tan bueno o malo soy para hablar de futbol y para hacer los pronósticos de los partidos de la selección nacional. No sé si grabaré un video antes de cada partido de la selección en este mundial. A lo mejor me aburro y éste es el único video que grabo. 

Tengo este canal de YouTube desde hace más de diez años y mis videos con más vistas (1.4 K) son cortos, irrelevantes y bobos: dos minutos del Edificio S de la UAM Iztapalapa en los días posteriores al terremoto del 19 de septiembre del 2017 y dieciséis segundos en los que estoy tocando “Breed” con mi guitarra Jazzmaster zurda. También tengo un par de videos de divulgación de la ciencia y solía compartir algunas de mis clases de Psicología Biomédica al público en general, pero un grupo de estudiantes decidió usarlos como evidencia de “lo nefasto” que soy (falso: soy un estupendo docente que nunca está satisfecho y al que le apasiona la docencia y que, trimestre a trimestre, busca cómo mejorar) y entonces me encabroné y cambié todos esos videos a modo “privado” y entonces dejé de crear contenido de neurociencias. 

Es bien complicado caer en el gusto de la gente: a un fulano que se la pasa tres horas “debatiendo” en un podcast a qué hora le gusta ir al baño, “lo carga en hombros”; a un fulano que no sabe nada pero que habla con mucha seguridad como si supiera de todo, también “lo carga en hombros”; si subo un video en el que toco la guitarra porque me gusta tocar la guitarra y el video, por alguna extraña razón, se hace viral, la gente siente la obligación de comentar “tu guitarra está desafinada” (¿me van a enviar gratis un pedal PolyTune, o sólo tienen la necesidad de llamar la atención?), que así no se toca la canción (¿me van a enseñar a tocar con arpegios, o sólo tienen que llamar la atención?), que no le gusta mi video (no es obligatorio que lo vean ni que me lo digan; ni los conozco, ni pienso conocerlos), o que ellos sí que conocían el Edificio S, que, prácticamente, antes de que lo demolieran porque sufrió daños estructurales en ese terremoto, ellos vivían allí. (Por cierto: yo padecí ese terremoto en el tercer piso de ese edificio).

Ahora que planeo crear contenido sobre el mundial de Qatar (si no desisto), no me sorprendería que los comentarios, si los hubiera, fueran en el sentido de “yo no veo futbol; soy muy listo”; “¡qué terrible!, ¿a quién se le ocurrió hacer un mundial en Qatar?”; “déjame corregirte: se escribe “Catar”. Jaja, La gente es súper predecible, pero se cree súper especial. 

Faltan quince minutos para las nueve de la mañana. Ya me bañé, ya me vestí, ya desayuné, ya lavé los trastes, ya barrí y trapeé, ya les di comida blanda a los gatos y ya les cambié el agua y la arena. Estoy quedándome dormido. Tomo el vaso con agua, lo muevo hacia un lado y hacia otro, revolviendo su contenido para apresurar la disolución de la vitamina, y le doy un sorbo. 

Siento cómo la vitamina efervescente atraviesa mi garganta y desciende por mi esófago. Carraspeo. Me siento raro. Estoy nervioso.

Desde hace casi diez años, no veo futbol regularmente. Ya estoy hasta la madre del futbol mexicano, que está bajo las órdenes de un puñado de empresarios codiciosos a los que les vale madre la competencia, que sólo quieren hincharse los bolsillos con millones de dólares, que hacen cosas en contra del espectáculo, que tienen a casi diez extranjeros por equipo en la liga mexicana, que llevan a jugar cien veces al año a la selección mexicana contra equipos de poca importancia a Estados Unidos, que meten a la selección a jugadores que venden muchos Powerade, que les pagan millones de dólares a los jugadores y que esperan que los equipos extranjeros les paguen muchos millones de dólares por los jugadores mexicanos que les interesan... y, sin embargo, aquí estoy: sentado frente a la tv, escuchando a Martinoli, a García y a Campos, preparándome para ver otro partido de la selección nacional en un mundial de futbol. 

La selección nacional es uno de mis gustos culposos, y no puedo evitar sentirme viejo y miserable y acostumbrado a las decepciones, que comenzaron con aquel mundial de Estados Unidos 1994, cuando, un domingo de junio, la selección de Mejía Barón salió al Estadio John F. Kennedy, en Washington DC, y perdió contra los noruegos, pero luego, unos días más tarde –en martes y en viernes, en Orlando y en New Jersey, respectivamente–, le ganó a los irlandeses y empató con los italianos y calificó a octavos de final, contra todo pronóstico, como primera del Grupo E –“el grupo de la muerte”–, pero que fue eliminada trágicamente en penalties contra los búlgaros que lideraba Hristo Stoichkov, en New Jersey. 

Desde entonces he visto de todo por tv: a la selección de Manuel Lapuente, ganarle, un sábado por la mañana, a la selección de Corea del Sur; a la selección de Javier Aguirre, ganarle, un domingo por la madrugada, a la selección de Croacia; a la selección de Ricardo La Volpe, ganarle, un sábado por la mañana, a la selección de Irán; a la selección de Javier Aguirre, empatar, un viernes por la mañana, con la selección de Sudáfrica; a la selección de Miguel Herrera, ganarle, un viernes por la mañana, a la selección de Camerún; a la selección de Juan Osorio, ganarle, un domingo por la mañana, a la selección de Alemania... Desde hace 32 años las he visto perder en octavos de final, y no sé por qué insisto. 

Tengo clarísimo que el futbol mexicano es malo, que nunca a ningún directivo le interesará tener a una gran selección que esté entre las mejores selecciones del mundo; que los directivos, a pesar de lo que digan los medios (vendidos), tienen una mentalidad tercermundista: que sólo les importa el dinero; que la pasión (o ignorancia) de los aficionados es tan grande que nunca van a castigar a los federativos. 

Desde uno de los palcos de prensa del Estadio 974, ese fabuloso estadio construido con 974 contenedores de metal y que será desmantelado después del mundial, los tres comentaristas hablan sobre la sorpresiva derrota de la selección argentina contra los saudí árabes, que jugaron hoy, más temprano. Todos daban como favorita a la selección argentina para ganar ese juego contra los asiáticos (también la dan como favorita para ganar su tercera Copa del Mundo en tierras catarís y darle el único título que le falta a Lionel Messi), y empezaron ganando el partido pero luego les anularon 3 goles por fueras de lugar y acabaron desesperándose y los saudí árabes les anotaron dos goles en un lapso de diez minutos. 

Vi entre sueños ese partido. Lo transmitieron por tv a las cuatro de la mañana, pero encendí la tv a las cinco y no aguanté. Recuerdo algunas jugadas entre sueños. Recuerdo a Messi, a Di María, a De Paul y a Lautaro Martínez lamentándose por cada uno de los fueras de lugar, y también recuerdo a los aficionados argentinos incapaces de dar crédito a lo que acababan de presenciar en el Estadio de Lusail: Arabia Saudita –esa selección desconocida de ese país de Medio Oriente cuya frontera colinda con Qatar– derrotó a los campeones de La Copa América 2021 y de La Finalíssima 2022; a esa selección que ostentaba un récord de 36 partidos sin conocer la derrota. 

Mientras estoy en estos pensamientos, Campos toma el micrófono y les dice a Martinoli y a García que este juego de la selección mexicana, en el Estadio 974, es el “quinto partido” que está buscando la selección mexicana en este mundial. 

Parece que nadie le entiende, pero tiene mucho sentido lo que dice: si la selección de Gerardo Martino, contra todo pronóstico, ganara este juego, en su siguiente partido, que se disputará el próximo sábado 26 de noviembre en el Estadio de Lusail, estaría más cerca de la clasificación a octavos de final, y, además, podría “hacer historia” y eliminar del mundial a los argentinos. Los argentinos, después de la derrota inesperada de hoy, tienen que ganar el siguiente juego para seguir “con vida” en el mundial. Ahora, ellos tendrán la presión en su contra. Siempre se había hablado de que ese juego entre mexicanos y argentinos sería un partido “de trámite” para los sudamericanos.

Las palabras de Campos se quedan en el aire, me pongo a pensar en si ese sería “el pequeño salto” que le hace falta dar al futbol mexicano desde hace 32 años –tener la motivación de eliminar, en fase de grupos, a una selección favorita para ganar el mundial–, pero la transmisión se corta y aparece una cascada de comerciales que me devuelven a la realidad.  

Hoy es martes 22 de noviembre del 2022. Faltan quince minutos para que comience el partido entre las selecciones de Polonia y de México. Los comerciales no paran y no puedo dejar de pensar en que no me he perdido ningún partido de debut mundialista de la selección, en 32 años. Tampoco puedo dejar de pensar en que soy un iluso: en que, cada 4 años, desde 1994, he estado sentado frente a algún televisor, sintiéndome raro y nervioso, esperando a que comience un partido de futbol. 

miércoles, noviembre 09, 2022

Scar Tissue

Tratas de escribir, pero es imposible. 

Estás despierto desde las 5 am. Te levantaste de la cama a las 6. Luchaste contra (tus demonios) el frío. Te pusiste varios gramos de ropa encima. Te calzaste unas pantuflas. Aborreciste un poco estar en la época del año en la que ya no puedes tener la oportunidad de zambullirte semidesnudo en el día si te da la gana, cuando no es invierno y puedes andar descalzo y dormir en bóxers; cuando no necesitas ponerte varios gramos de ropa encima y calzarte unas pantuflas para ir al baño. 

Te metiste al baño a lavarte los dientes. Te miraste en el espejo. Ensayaste una sonrisa. Eres de esas personas a las que les sale natural verse encabronadas todo el tiempo. Te lavaste las manos. Bostezaste y te sentiste como un león en el reino de tu casa que es una selva. Los gatos que te ven como el rey de la selva te esperaban afuera del baño. Tú y tu manada caminaron al estudio. Te sentaste frente al escritorio. 

El frío era debilitante, una venda en los ojos, una quemadura de hielo en la piel, un banco de niebla en el paisaje. Tuviste que quitarte las pantuflas y ponerte unos calcetines y luego otra vez las pantuflas. Sacaste el glucómetro y la lanceta. Te mediste la glucosa. Anotaste el día, la hora y “137 mg/dl” en la libreta en la que llevas tus registros diarios desde julio del 2021. Aborreciste un poco tu existencia. Siempre tener que estar al pendiente de tus pasos.  

Hiciste memoria para recordar qué comiste ayer. Últimamente has comido mal (mucha carne roja) y has bebido alcohol en exceso (Seltzers, cervezas, ron, whiskey) y has tenido 110 mg/dl de glucosa en sangre, en ayuno. A veces, cuando comes cosas saludables (frutas, verduras y legumbres) y tomas té (sin azúcar), tienes 140 mg/dl. No entiendes nada. No puedes dejar de pensar que hubieras preferido heredar un fondo fiduciario, o cualquier tontería semejante, en lugar de una enfermedad neurodegenerativa.

Te disponías a escribir qué hiciste desde el miércoles pasado en esa especie de diario que tienes (y que se parece un tanto al diario que Emmanuel Carrère cita en Yoga pero que, en tu defensa, comenzaste a escribir hace más de dos años, mucho antes de conocer a Emmanuel Carrère), pero tu manada empezó a impacientarse y uno de los gatos se subió al escritorio y se talló incesantemente contra la pluma que usabas para escribir. Tuviste que dejar a un lado lo que te disponías a hacer. 

Tratas de escribir, pero es imposible.

Bajaste a la cocina. Buscaste los tres platos de tu manada. Sacaste la comida blanda del refrigerador. Les serviste comida blanda. Les cambiaste el agua. Trapeaste el agua que tiraron junto a su plato de agua. El gato mayor tiene la costumbre de arrastrar el plato con agua y dejar un regadero en el suelo, y los demás le siguen el juego. Les recogiste la arena a los gatos. Sacaste la arena de los gatos. Metiste la bolsa de arena en el bote de basura en el traspatio de la casa. Cambiaste la arena. Te lavaste las manos. Te preparaste mentalmente para lavar los trastes. 

Quitaste todos los trastes secos del escurridor. Aborreciste un poco el escándalo de los platos de peltre. Abriste y cerraste cajones en la alacena. Colocaste los trastes secos en su lugar. Vertiste Salvo en el recipiente donde va la esponja para lavar trastes. Vertiste agua en el recipiente. Viste la espuma que hacía la combinación de agua y de jabón líquido. Lavaste dos platos, tres tazas, dos vasos, cuatro cucharas, seis tenedores, una sartén, un popote de metal. Y enjuagaste todo lo anterior. Y pusiste en el escurridor todo lo anterior. 

Mientras hacías todas estas cosas, medio recordabas tu sueño (que ya se te va olvidando): estabas en una recámara que se parecía a la recámara que tenías en casa de tus papás, una de las paredes estaba muy dañada, tenía una fisura y por la fisura salía una especie de forro calefactor y también por la fisura se veía un fondo de cartón; tocabas el fondo de cartón y te sentías tentado a hacerle un hoyo y a averiguar si podías ver la casa contigua a través de ese hoyo; estabas sentado frente a un escritorio y encendías una computadora y ponías un concierto de los Red Hot Chili Peppers, y conectabas la computadora a un proyector; la pantalla del proyector estaba en una pared dañada y la imagen no era muy nítida; el video del concierto tampoco era muy nítido; uno de tus hermanos aparecía en la recámara y se sentaba en el suelo a ver el concierto; la imagen en la pantalla era tan poco nítida que lastimaba los ojos. Quién sabe por qué soñaste todo esto. Si quisieras podrías analizar de dónde salieron todos estos símbolos y encontrarles un significado, pero no eres místico ni pseudocientífico. 

Tienes alergia estacional. Otra cosa que el invierno trae a tu vida. No dejas de sorber los mocos. Aún tienes sueño. Pero cuando te levantas de la cama, ya no hay vuelta atrás. Siempre ha sido así. Desde que recuerdas. 

Tienes los ojos llorosos. ¿Estás enfermándote...?

Cuando te levantaste de la cama, te sentías impetuoso y tenías muchas ideas y querías escribir. Son las 8: 15 y la rutina de todos los días ha ido matando esas ideas y ese ímpetu. Están barriendo y trapeando y sacudiendo y caminando de un lado a otro, y los pasos resuenan en los túneles de tu cerebro, son obuses que te aniquilan y que te hacen preguntarte por qué nunca tienes ganas de barrer y de trapear y de sacudir, por qué eres tan flojo para realizar labores domésticas, por qué siempre estás quejándote por lavar los trastes y por el ruido que hacen la lavadora y los trastes de peltre, y escuchas a tu manada correr de un lado a otro en la selva que es tu casa, y luego escuchas que los están regañando porque se les ocurre pasar precisamente por dónde están barriendo, trapeando y sacudiendo, porque no se están quietos, porque tienen ganas de cazar y deben sustituir sus instintos tallándose por aquí y por allá; y todos los sonidos son un dolor de cabeza, como cuando estás rendido y estás dispuesto a tumbarte en la cama y vas quedándote dormido y precisamente a un mosquito se le ocurre merodear tu cama y taladrar tus oídos con su zumbido, y te pone en alerta y temes que se te meta en los canales auditivos y que joda tu sistema vestibular y que tengas que ir urgentemente al otorrinolaringólogo... y ya no puedes dormir aunque estés exhausto. 

Tratas de escribir, pero es imposible. La vida se va mientras lavas los trastes y recuerdas lo que soñaste.

Te abandonó el impulso de escribir, entraste en la vida de un adulto que no tiene servidumbre y que es un ciudadano similar a esos músicos independientes de los noventa que hacían todo por ellos mismos, que empezaron a tocar la guitarra en la casa de alguno de sus amigos porque todo el día llovía y estaba nublado en su pueblo y porque no querían trabajar talando árboles y porque no querían emborracharse y desear suicidarse como todos sus familiares. 

Se te olvidó la oración mágica que estaba en tu cabeza y que bastaría escribir en un blog para que, a partir de ella, fluyeran varios párrafos durante varias horas y te desconectaras del frío y de la realidad y de las labores domésticas. 

Para aprovechar el tiempo, te metiste a la página del departamento de anatomía de la facultad de medicina de la UNAM. Consultaste una convocatoria de la que te hablaron. Es para una plaza (determinada) de profesor de carrera C de tiempo completo. La convocatoria dice que no es un concurso de oposición. Piensas que es pan con lo mismo, que existir en este momento y leer en este momento esta convocatoria es estar en un quirófano helado, contándole al anestesiólogo qué haces mientras la anestesia surte efecto y esperas llegar a un paraíso inconsciente.

Te preguntas si podrás poner en orden tus ideas más adelante, si dejarás de sorber los mocos, si los ojos dejarán de llorarte, si los gatos te darán tregua, si un desconocido te llamará para ofrecerte el empleo de tus sueños, si comprarás un billete de lotería y ganarás la lotería y mandarás al carajo a toda la gente superficial que sólo hace cosas para obtener dinero, si te quedarás dormido otra vez, si despertarás otra vez, si tu manada seguirá acompañándote todas las mañanas a medirte la glucosa, si en algún punto dejarás de tararear mentalmente “Scar Tissue” y si dejarás de recordar cuando no tenías ni veinte años y John Frusciante salía en MTV conduciendo un viejo automóvil y tocando una guitarra rota. 

sábado, octubre 22, 2022

dale vuelta a la página de tu existencia

despertar de un sueño confuso que ya barrió el oleaje de la conciencia, medio recordar qué soñaste, que ibas a celebrar tu cumpleaños y que tus papás te prestarían su casa y que no estabas tan seguro de invitar a nadie pero que al final te decidías y te parecía una oportunidad genial para tocar con tu banda de punk y para invitar a la gente con quien aún tienes contacto en Facebook; tener que levantarte de la cama porque las ganas de orinar aumentan, sacar los pies de las sábanas y sentir el contacto de las sábanas y brevemente aspirar la fragancia de las sábanas recién lavadas mientras te las vas quitando de encima y recordar muchas cosas felices y luego sentir el madrazo del frío, y encabronarte y aborrecer el frío y la idea de tener que ponerte varios kilos de ropa encima para hacer cualquier cosa, para desplazarte por el día, de la cama al baño, del baño a la recámara, de la recámara a la cocina, y para evitar enfermarte y terminar tumbado indefinidamente en la cama, apenas lanzando estertores, con la garganta a punto de estallar como un globo y con los ojos borrosos de lágrimas; acabar de orinar, mirarte en el espejo, reconocer de soslayo todos los defectos que aborreces en ti mismo, bostezar, sentir una opresión en el pecho, ser incapaz de pensar claramente, ser incapaz de ser un zen y ser incapaz de no odiar a toda la gente que te ha puesto un pie para que tropieces o que te ha usado como pañuelo desechable, y que ha dado vuelta a la página de tu existencia rápidamente; tener mil ideas y querer ahondar en cada una de ellas y escribir sobre cada una de ellas –te transportan a distintos lugares catárticos y te alivian, te quitan un peso de encima, y te hacen sentir menos miserable–, pero continuar orinando y sintiendo cómo se esfuma el tiempo y cómo deteriora tus huesos y cómo mata a tus células; entrar en la recámara, avanzar en contra de las ráfagas de frío que cercenan tu movimiento, sacar el glucómetro, sacar la tira reactiva, sacar la lanceta, sacar la pluma, sacar el cuaderno, y pincharte un dedo elegido al azar, aunque casi siempre es el mismo, y hacer el sacrificio de una gota de sangre, y sentir que la yema de ese dedo que casi siempre es el mismo es como la gruesa piel de un elefante que ya no siente nada, y recordar las primeras veces que te medías la glucosa y cómo sentías intensamente ese pinchazo y cómo te predisponías a sentir ese pinchazo y cómo creías que sentías que ese pinchazo liberaba endorfinas en tu torrente sanguíneo y cómo pensabas que pincharte cada día con la lanceta para hacer un sacrificio de sangre y medirte la glucosa, y que habituarte a ese pinchazo, te abriría las puertas para experimentar con otras drogas administradas por vía intravenosa, y lidiar con el espantoso frío y calcular, entre las brumas de la conciencia que, repentinamente, tiene un bajón que te permite recordar algunos detalles de lo que estabas soñando, cuántas veces te has pinchado en el último año, cuántas tiras reactivas has usado, cuántas pilas de litio has comprado, cuántas gotas de sangre has vertido en el lector del glucómetro y cuántas ideas has olvidado mientras te mides la glucosa; acabar de anotar los mg/dl de glucosa en sangre, sentirte un fracasado, un tipo incapaz de resistirse a la tentación de la comida sabrosa –una hamburguesa, unas papas a la francesa– y a los efectos alienantes del alcohol, y disponerte a anotar cuáles fueron tus alimentos del día anterior, y tener un sobresalto porque el gato noruego llega de pronto a la recámara y empieza a llamar tu atención, a maullar, a subirse al escritorio, a mover la computadora, a pasarte una de sus patas por el cabello, y saber que todo ya se fue al carajo: que bajarás a la cocina, que le darás su comida blanda, que recogerás su arena, que te lavarás las manos, que le servirás agua limpia en su plato de agua limpia, que volverás al baño, que irá saliendo el sol, que la luz del sol te despojará del estado mental que requieres para escribir, que harás algunos estiramientos para evaluar si ya no te duele la ingle izquierda y si entonces puedes salir a correr cinco o seis kilómetros –al igual que la escritura de pendejadas introspectivas, correr resulta catártico, y también es una estrategia para huir de la realidad–, que lavarás los trastes, que te resignarás, que le preguntarás a Alexa por el pronóstico del tiempo, que repararás en el madrazo del frío una vez más, que ya habrá salido el sol y que todo el vecindario ya habrá despertado, y que, tú mismo, ya le habrás dado vuelta a la página de tu existencia.  

jueves, octubre 20, 2022

Soy un mal escritor


Soñar es estar a la deriva, despertar es llegar a tierra firme, escribir es abrirte las venas y desangrarte, leer es cerrar los párpados y fingir una sonrisa o una mueca triste, escribir es salpicar una página con los esputos de todas tus frustraciones en la deshidratación de una borrachera, leer es modular tu voz para que parezca que captas el mensaje, que sufres lo que estás leyendo, fingir que las letras son marcas de hierro incandescente que chamuscan tu alma, esperar a que alguien te lea es pretender que sólo necesitas soñar para que tus sueños se hagan realidad, es como creer que el sol puede ocultarse detrás de uno de tus dedos y acabar con la luz de todo el mundo, la realidad es que no vales nada excepto si “las personas indicadas” le dicen a las personas sin criterio que eres el mejor, aunque seas pésimo en lo que haces, como cuando Joseph Goebbels decía mentiras a los alemanes y luego decía que las mentiras que se decían millones de veces acababan convirtiéndose en la verdad imperante, la realidad es que es más probable tener éxito si nunca esperas nada de la gente que conoces, esperar a que algún contacto o conocido te dé crédito simplemente porque es tu contacto o tu conocido es ingenuo, paradójicamente en el anonimato le caes mejor a la gente que te conoce, o, al menos, así la gente que te conoce no tiene razones para envidiarte o no tiene prejuicios acerca de ti, meterte a una red social es enfermizo, para qué quieres encontrar callejones sin salida y sectas intolerantes y creyentes sin autoestima, para qué quieres encabronarte con opiniones que no te van a gustar, que la tierra es plana, que la educación es irrelevante, que todos deberíamos aspirar a ser empresarios multimillonarios y lucrar con frivolidades, que lo único que debería importarnos es tener un auto del año y salir de vacaciones a lugares exóticos lo más seguido posible, meterte a una red social es enfermizo, usar las redes sociales como un cuchillo para clavárselo en la espalda a la gente que conoces, hablar mal de la gente que conoces, señalarla, humillarla, ignorarla, pretender darle una lección de moral, asumir que conoces todos sus motivos y todos sus defectos, es enfermizo, estar despierto es estar atado a las apariencias que duelen como un arañazo de gato feral en la cara, es tener que interrumpir lo que más te gusta hacer, eso que harías por el resto de tu vida aunque no te pagaran, porque tienes que comer o ir al baño prácticamente cada que llegas al clímax de algo, estar dormido es estar libre, es no tener hambre ni sed, es no padecer ni angustias ni preocupaciones, es no tener que saber mil y un contraseñas para entrar a mil y un aplicaciones que te facilitan la vida o que te fabrican necesidades o que te vuelven dependiente a ellas, no caer en una provocación en redes sociales es no tener nada qué decir, caer en una provocación en redes sociales es la oportunidad ideal para demostrar tu punto, cualquiera que sea, quedarte callado es no tener nada qué decir, decir lo que sientes es tener la razón, compartir lo que escribes, mostrar tus heridas y tus miserias, sublimar tu estrés postraumático en busca de catarsis, o en busca de retroalimentación, es estúpido, quizá encuentres la catarsis pero esperar retroalimentación es absurdo, es ingenuo, nadie lee nada que no tenga que ver consigo mismo, la gente sólo lee las cosas que refuerzan la idea (el concepto, la identidad) que tienen de sí mismas, si te metes en un muro en el que no te llaman no debes esperar una respuesta, incluso si alguien se mete en tu muro sin que lo llames, y aun cuando te pregunte algo y tú te tomes el tiempo para responder, no esperes a que te dé retroalimentación, todo está mal, todo es enfermizo, todo es contagioso, todo es automatismo, como en ese álbum de REM que supuestamente sonaba junto al cadáver de la estrella de rock que se metió a la boca el cañón de una Remington y que habla sobre cómo los humanos somos emocionales y necesitamos aceptar nuestros defectos pero siempre estamos avergonzándonos de lo que somos, aparentando que todo está bien, que no podríamos estar mejor, que amamos lo que hacemos, que no hacemos lo que hacemos porque no tenemos otra opción, y si respondes a algo que te preguntan concretamente en tu muro, en una red social, y a la gente no le gusta tu respuesta, porque, a lo mejor, inconscientemente, te tiene en un concepto muy bajo y cree que dices que escribes porque un día le escribiste un poema a tu abuelita y tu abuelita lo leyó y le gustó (o fingió que le gustaba para no herir tus sentimientos) y te dijo que escribes bonito y le creíste ciegamente, o simplemente respondes y no está de humor o no le gusta tu respuesta porque tu respuesta no está en la frecuencia de lo que le gusta, o en la frecuencia de su humor, y aunque tu respuesta sea una respuesta que responde concretamente a lo que te preguntan, te sueltan el rollo de que eres ególatra (¿qué debías contestar?, ¿ahora te paso el poema que le escribí a mi abuelita?), y, en fin, si lo eres, pues lo eres, ya no tienes quince años para que estos adjetivos te pongan al borde de un colapso emocional, tampoco es que lo máximo que hayas hecho en la vida sea escribir en un blog, aunque ser ególatra es lo menos importante, lo importante debería ser que, en otros tiempos, esas personas que ahora te llaman ególatra leían este blog, este anodino blog en el que escribes (más bien, lo que haces es aporrear el teclado de una computadora con conectividad a Internet y luego las palabras van quedándose grabadas en un gadget) desde hace casi veinte años, y que esas personas te conocieron hace casi quince años en un taller de creación literaria y que salieron contigo a emborracharse varias veces, pero, en fin, eran otros tiempos, y ahora estoy en un mal momento, no soy muy tolerante en este momento, está clarísimo que mis capacidades no me aseguran nada, que la gente del presente tiene que ponerme candados para evitar que concurse y que gane una plaza de trabajo (y, aunque no lo parezca, incluso encontrándome en un mal momento, sé perfectamente qué cosas escribo), está clarísimo que a veces hago preguntas retóricas en los muros de las redes sociales de personas que no me invitan a preguntar nada en sus muros, porque sistemáticamente no comentan nada, porque estoy ocioso, harto de leer textos científicos en inglés sobre temas que no me apasionan, porque estoy harto de escribir minutas como si estuviera obligado a ser un secretario que debe ser estoico y que debe vivir de sus ahorros, y que debe resignarse a que las cosas sean así, a que la excelencia académica sea solo un eslogan, o porque, simplemente, quiero evadirme de mi realidad, y, en fin, a veces no vemos nada, ni siquiera cuando nos pasa, ni siquiera cuando somos la prueba de viviente de nuestros propios errores y fracasos, y estamos tan ensimismados en la corriente de las redes sociales y somos tan susceptibles a los reforzadores de las redes sociales –los likes, los me encanta–, que no nos damos cuenta de que también somos ególatras cuando estamos a la defensiva, cuando asumimos que alguien nos comenta cualquier tontería para poner en duda las cosas en las que creemos ciegamente, cuando alguien, tontamente, se acerca a nosotros en la virtualidad de las redes sociales, por curioso, o en busca de una opinión, sin ánimo de ofender, o nos lanza un comentario retórico, imaginando que no recibirá respuesta, como ha ocurrido otras tantas veces, incluso cuando le preguntas algo directamente (también es ególatra hacer una pregunta y pasar de largo, ignorar la respuesta a la pregunta que tú mismo hiciste, porque, simplemente, esa respuesta te vale madre, o no se ajusta con tus intereses), pero, en fin, caemos de vez en cuando en la tentación de los autómatas, y nos enfrentamos al otro lado de la moneda, descubrimos qué ocurre cuando no pasamos de largo, y no desestimamos “el debate” en redes sociales, cuando nos quedamos a ver cómo la gente alienada suelta un rollo que la haga sentirse superior a los interlocutores –les da un periodicazo en el hocico–, y así vamos todos, aportando nuestro granito de arena, remando en la corriente de las redes sociales, intoxicándonos en la inercia de las redes sociales, nunca tenemos tiempo para salir del círculo vicioso de las redes sociales, y nos alejamos del mundo real, y nos distanciamos de la gente real, y le decimos, al mundo real y a la gente real, que están enfermos porque no ven nuestro punto, porque no nos comprenden.

viernes, septiembre 23, 2022

Wah, wah, wah

A las 11 de la mañana, tal y como nos había informado, esa misma mañana, la Comisión de Seguridad, sonó la alerta sísmica, con su horrible onomatopeya –wah, wah, wah– y entonces me levanté de mi asiento y salí del cubículo y seguí el protocolo del macrosimulacro. (No era para tanto: sólo tenía que caminar poco más de diez metros desde el cubículo hasta la zona de seguridad que me correspondía –entre las escaleras y los baños del tercer piso del edificio S– e interrumpir mis actividades –capturar los últimos detalles burocráticos de una solicitud para concursar por financiamiento para investigación básica del CONACyT– durante diez o quince minutos.)

En la zona de seguridad nos reunimos alrededor de diez personas. La mayoría eran administrativos, pero también había unos cuantos estudiantes. Yo era el único posdoc allí y me sentía fuera de sitio, no sólo por ser el único posdoc, sino porque ser un posdoc es estar en el limbo de la academia. 

Si para algunos investigadores (que se supone que, mejor que nadie, saben cuál es la trayectoria académica que hay que recorrer para llegar al posdoctorado), un posdoc es un estudiante más, ¿qué puede uno esperar de los administrativos y de los estudiantes? (Y no tiene nada de malo ser un estudiante más, aun cuando un posdoc ya haya pasado por la licenciatura y por el doctorado, ni porque ya haya publicado al menos un artículo de investigación, ni porque ya haya impartido clases en licenciatura y en posgrado al menos como profesor invitado –yo entonces tenía ya cuatro publicaciones como primer autor y tres publicaciones como coautor y ya había sido profesor de asignatura en la Ibero, un trimestre, y en la UNAM, cuatro años–, sino porque a veces los administrativos te tratan como un estudiante que sólo ha tomado clases y porque los estudiantes te tratan como un estudiante cuya función es facilitarles las cosas). 

También me sentía fuera de sitio porque había pasado una mala noche. 

Estaba despierto desde las cuatro de la mañana, y se me había ocurrido ponerme a leer algunas noticias en Internet sobre el terremoto del jueves 19 de septiembre de 1985 –no había hecho algo similar en 32 años–, y esas noticias me habían afectado en un mal sentido, y tenía pensamientos catastróficos y no podía dejar de recordar detalles de mi propia experiencia durante ese terremoto. 

Durante el macrosimulacro, me acerqué a un par de estudiantes para platicar con ellas sobre cualquier cosa y distraerme y dejar de pensar en el terremoto de 1985, pero lo que les dije les importó un carajo –ni siquiera intentaron disimularlo– y reforzaron mi impresión de que ser un posdoc es estar en el limbo de la academia. Fue obvio para mí que ellas me veían como un estudiante más que no tenía gran cosa que contarles. Me encabronó la situación. También es obvio que algunos estudiantes no te toman en serio, si no les marcas tus límites y si no eres un poco mamón con ellos, y si no te la pasas presumiéndoles cuántas publicaciones tienes ni cuántas cosas sabes hacer... A veces, aunque se los digas, no funciona. Algunos estudiantes sólo escuchan lo que quieren escuchar y sólo te hablan cuando no les queda otra opción –normalmente, ni siquiera te saludan–, o cuando creen que tu obligación es facilitarles cualquier cosa que necesiten para correr sus experimentos. En fin, es difícil darles gusto. A algunos.

Después de esa interacción social desastrosa, me maldije por intentar ser alguien que no soy –no me desvivo por socializar– y por haberme puesto a leer esas noticias en Internet. No quería sentirme encerrado en mi propio mundo, ni continuar pensando en todas las cosas que me daban vueltas en la cabeza, pero acabé sintiéndome como si hubiera una barrera entre el resto de la gente agrupada en la zona de seguridad y yo. 

De las cinco personas que regularmente compartíamos el cubículo y con quienes conversaba regularmente, en ese momento, sólo estaba yo: A, como integrante de la Comisión de Seguridad, coordinaba el macrosimulacro y andaba de un lado para otro; G impartía alguna clase en otro edificio de la universidad; P, que siempre estaba en el cubículo a esa hora, justo en ese momento atendía algunos trámites en la Rectoría de la Unidad; y Q tenía alguna reunión académica en Ciudad Universitaria. 

Acabó el macrosimulacro y volví a trabajar al cubículo. Al cabo de unos minutos, G y P volvieron y se pusieron a platicar sobre algunas anécdotas de René Drucker, que había muerto el domingo anterior. Me hubiera gustado unirme a la plática –Drucker es co-autor en uno de mis artículos como primer autor, fue “mi abuelo académico” y fue presidente del Comité de mi examen de candidatura, pero mientras fui estudiante de doctorado, siempre estuvo muy ocupado, era Director General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM, lo traté muy poco; ni siquiera pude verlo en persona cuando necesité alguna firma suya, y toda la comunicación que tuve con él fue a través de su secretaria–, pero, digamos que, después de mi experiencia social durante el macrosimulacro, ya no tenía muchas ganas de socializar. Me concentré en completar mi solicitud para la convocatoria de Ciencia Básica del CONACyT. La fecha límite de recepción de solicitudes era el viernes 22 de septiembre. 

Ya estaba harto. La solicitud parecía no tener fin. Tenía varias semanas trabajando en ella. Además de que habían actualizado la plataforma del CONACyT y de que había tenido que volver a cargar otra vez toda la información académica que había cargado desde el 2008, los trámites administrativos de la solicitud eran muy latosos: entre otras cosas, tenía que redactar varias Cartas Compromiso y recabar las firmas del Jefe de Departamento, del Jefe de Áreadel Secretario de Unidad y del Rector de Unidad. 

G y P continuaban hablando sobre Drucker, cuando me aburrí de la burocracia del CONACyT y me puse a leer un artículo que tenía en esa carpeta de la computadora en la que pongo todos los artículos que creo que debo leer pero que casi nunca leo. Se trataba de un artículo de restricción de sueño y de memoria a corto plazo en la Aplysia. Los autores empleaban un protocolo de discriminación de estímulos que no conocía. Cuando intentaba entender el protocolo –la Aplysia debía aprender a discriminar entre un alimento estándar “accesible” y otro alimento apetitoso “inaccesible”–, comenzó a temblar. Se sintió como si un enorme gusano atravesara los cimientos del edificio S. 

Salí del cubículo lo más rápido que pude, quería llegar a la zona de seguridad que no quedaba a más de diez metros, pero la sacudida del edificio era tan fuerte que no pude dar más de dos o tres pasos. Todas las cosas que tenía presentes desde las cuatro de la mañana, por haber estado leyendo noticias sobre el terremoto de 1985, me pasaron por la cabeza. Parecía absurdo, parecía irreal, parecía una pesadilla. ¿Quién habría imaginado que temblaría justamente ese día, cuando se cumplían 32 años del terremoto de 1985, justamente unos minutos después del macrosimulacro que había servido para concientizar a la gente sobre ese terremoto...?

El movimiento se intensificó y entonces, como si un experto en condicionamiento clásico hubiera querido usarnos como sus conejillos de indias para demostrar cómo se fortalece la asociación entre un EI y un EC, si el EC ocurre mientras transcurre el EI, comenzó a sonar la alerta sísmica –wah, wah, wah–, y, casi de inmediato, se escucharon gritos y estructuras metálicas retorciéndose. A unos metros de la puerta del cubículo, a mi izquierda, había un grupo de personas que se sujetaban a una de las columnas de concreto del pasillo. 

A mi derecha también había un grupo de gente abrazándose a otra de las columnas del pasillo, y traté de caminar hacia el grupo que estaba más cerca de mí, a la izquierda, pero el terremoto era tan fuerte que ni siquiera podía mantener el equilibrio. En ese grupo de la izquierda estaba una investigadora que conocía desde hacía 10 años y que de pronto había dejado de hablarme. Más o menos sabía que ella se había quejado de mí en una junta de departamento, que había dicho que yo había saboteado los experimentos de sus estudiantes. No era cierto. Más bien, sus estudiantes casi no corrían experimentos y, cuando lo hacían, ocupaban todo el bioterio sin avisar y durante cuatro o cinco horas consecutivas, estropeando los experimentos de todos los que teníamos animales en el bioterio. En fin, me daba igual que ella y que sus estudiantes me hubieran dejado de hablar, pero era incómodo cuando sus amigos investigadores (con quienes yo nunca había tenido problemas) me negaban el saludo porque se habían solidarizado con ella

Bueno, esta investigadora estaba allí, en la columna de la izquierda, y se veía muy asustada. Nuestras miradas se cruzaron unos segundos y me pareció insignificante tener un problema con ella; ni siquiera lo pensé: simplemente supe que nunca entendería por qué la gente es así; porque, pudiendo quejarse directamente contigo –o aclarar alguna situación contigo–, prefiere acusarte; por qué, aun cuando uno se concentra en su trabajo y evita los conflictos y los chismes de pasillo, siempre habrá alguien que encuentre la oportunidad de poner palabras en tu boca, de echarte la culpa de algo, de justificarse, y sacar provecho de ello.

A unos metros del grupo de la derecha, estaba G. Él también se veía muy asustado. Era una persona muy optimista y siempre sonreía, pero, en ese momento, se veía muy mal. Pensé en que no le preocupaba tanto su situación, sino que estaba preocupado por A y por sus hijas. A –su pareja–, en ese momento daba una clase en otro edificio de la universidad y sus hijas estaban en sus escuelas, en Coapa, a kilómetros de distancia de la universidad. 

Me puse a pensar en Katz y en los gatos, y de pronto me di cuenta de que yo mismo ya me encontraba en la columna de la izquierda, sujetando por la cintura a una chica que había visto varias veces en la universidad. La ubicaba de vista, varias veces nos habíamos topado en los pasillos de ese edificio, pero nunca habíamos cruzado palabra alguna. Me pareció escalofriante que los dos pudiéramos acabar sepultados entre los escombros del edificio S sin saber siquiera nuestros nombres, o que los supiéramos, precisamente, en esas condiciones tan horrendas. Deseé que ella se transformara en Katz y que al menos Katz y yo estuviéramos juntos en ese momento tan horrendo, y tuve la certeza de que todos los que estábamos allí –G, la investigadora que no me hablaba, la chica que había visto tantas veces en los pasillos de la universidad–, mientras el edificio S continuaba sacudiéndose terriblemente, de una u otra manera, habíamos pensado en cosas similares: que el edificio no resistiría el terremoto, que se caería en cualquier momento y que ya nos habíamos preguntado si nuestros seres queridos se encontraban a salvo. 

Los gritos continuaban, por ahí alguien rezaba en voz baja, el sonido de la alerta sísmica continuaba, y todos estos sonidos eran aterradores, pero no tan aterradores como el sonido que hacían las tuberías y las varillas del edificio. Hubo 
una sacudida más violenta que las anteriores, y entonces se derrumbó una pared muy cerca de nosotros y luego se rompieron unos cristales. Creí que ese era el principio del fin, que el edificio S caería pronto, que esas eran las señales del principio del fin, como en los documentales sobre terremotos en los que te muestran cómo se desploman los edificios en cuestión de segundos y cómo todo comienza con un pequeño derrumbe y cómo después todo el edificio se desploma, como en efecto dominó. 

Volví a pensar en Katz y en los gatos. Se suponía que ella iría a verme a la universidad, a la hora de la comida, y que después de comer iríamos a ver a uno de sus primos a La Roma. Vivíamos en el quinto piso de un edificio de departamentos, a veinte minutos de la universidad. 

Paulatinamente todo se fue deteniendo, como cuando estás ebrio y poco a poco recuperas tu sobriedad. Volví al cubículo por mis cosas y salí del edificio sin ninguna precaución y bajé a la explanada de la universidad y traté de llamar a Katz por teléfono. Había decenas de personas intentando comunicarse por teléfono con otras personas. Aún nadie sabía cuáles habían sido las dimensiones del terremoto, pero todos sabíamos que no se había tratado de un terremoto cualquiera.  

Mi teléfono no tenía línea. 

Miré alrededor. El mural de Arnold Belkin, el que está en la entrada principal del edificio S, el mismo mural que vi cuando visité por primera vez ese edificio de la UAM Iztapalapa, por allá del 2009, cuando apenas iba a ingresar al doctorado en la UNAM y necesitaba una firma del Dr. Javier Velázquez, que formaría parte de mi comité tutoral. El mural de Belkin tenía dos fisuras enormes. Estaba dividido en tres partes.  

Intenté llamar de nuevo a Katz, pero el teléfono seguía sin señal. 

Salí de la universidad. En la calle había mucho tráfico y mucho ruido y mucha gente. Los camiones de transporte público y los taxis y las patrullas y las ambulancias y los coches de bomberos pasaban a toda velocidad. Algunos automóviles particulares hacían paradas y subían a algunos peatones. No habían transcurrido ni 10 minutos desde el principio del terremoto y, al menos esa parte de la ciudad, ya estaba de cabeza. Traté de hacerle la parada a un taxi o de subirme a un camión de pasajeros, pero fue inútil. Había pocos taxis en circulación y los pocos que pasaban ya estaban ocupados. Con los camiones pasaba lo mismo.

Caminé como una hora hasta Rojo Gómez y luego hasta Parque Tezontle. Estaba exhausto. Una y otra vez intenté llamar por teléfono a Katz, pero el teléfono seguía sin línea. Sólo quería llegar al departamento y saber que ella y que los gatos estaban bien.

En algún punto me detuve afuera de una tienda de abarrotes en la que se escuchaba la radio. El dueño de la tienda salió y quién sabe qué semblante me vio, pero me preguntó si quería agua, y me dijo que era gratis. Le dije que no. Mientras me concentraba en las noticias, él me dijo que en la radio habían dicho que el terremoto había estado peor que el de 1985. Estábamos así, cuando la locutora de la radio dijo que se habían caído varios edificios en La Colonia Roma. Intenté otra vez llamar a Katz por teléfono. Nada. El teléfono seguía sin línea.

Tardé casi dos horas en llegar al departamento, y ocurrieron miles de cosas más, pero esta entrada ya es muy larga, así que sólo diré que Katz y que los gatos tampoco la pasaron bien durante el terremoto –el edificio se movió de un lado a otro, los niños de la primaria junto al edificio lloraron y gritaron, los gatos se asustaron y se escondieron en la parte más alta de los clósets de las recámaras, Katz se metió a un clóset y también creyó que el edificio se caería–, pero que todos, afortunadamente, estaban sanos y salvos.

Han pasado cinco años desde ese terremoto (Katz, los gatos y yo ya ni siquiera vivimos en la CDMX), el edificio S de la UAM Iztapalapa ya no existe (sufrió daños estructurales en ese terremoto del 2017 y ya lo demolieron), este lunes 19 de septiembre del 2022 volvió a temblar a la una de la tarde, después de un simulacro, y yo estaba también en una universidad (como hace cinco años), ahora en el segundo piso de un edificio nuevo y a punto de impartir una clase, y en otro limbo académico (ya no como posdoc), pero esa es otra historia.

viernes, septiembre 02, 2022

Nunca puedo escribir cuando leo a Philip K. Dick


Llega esta hora en la que quiero escribir, en la que estoy convencido de que voy a escribir, esta hora que he esperado toda la semana, esta hora para la que me he preparado mentalmente toda la semana, esta hora que me ha permitido soportar las cosas horribles de toda la semana. 

Apagué el teléfono y me encerré en el estudio. Abrí una botella de vino y puse música para entrar en la zona. Encendí la computadora. Abrí el archivo Word. Sin embargo, mientras le doy el primer trago a la botella, se me ocurre leer a Philip K. Dick –apenas unas cuantas páginas, de un libro que voy leyendo en mis ratos libres, antes de dormir, después de correr, un libro sobre la distopía, un libro en el que los nazis ganaron la Segunda Guerra Mundial–, y todo vale madre.

Nunca he compaginado con él. No sé por qué. Todas las veces que he leído alguna de sus obras, me cuesta mucho trabajo seguirlas. Es como si leyera, sin leer. Es como si corriera sin rumbo fijo. Me gusta su narrativa, me gustan sus ideas futuristas, me gustan sus escenarios... pero todas las veces que lo he leído me ha costado mucho trabajo escribir. 

Y así estoy hoy. Con metas, con planes, con expectativas... pero no puedo pasar de un párrafo. Y estoy pensando en tonterías. ¿Por qué comento en las redes sociales de amigos que nunca contestan? No necesito comentarles nada. No me importa lo que piensen. ¿Por qué comento algo, si no me importa? ¿Evado mis propias angustias en las redes sociales? ¿Por qué pienso en estas personas que se solidarizan con la medianía? ¿Por qué?

sábado, agosto 13, 2022

Cortada


Apenas siento una ligera punzada en el dedo, sé que me he cortado. La sangre cae a borbotones en el fregadero y todo se tiñe de un rojo diluido con agua y con cloro y con jabón para lavar trastes. El dolor es tan intenso que imagino una cortada profunda, del tamaño de un cráter. 


Me siento tan estúpido. Sabía que esto podía pasar. Mientras lavaba las treinta cucharas, los veinte tenedores y los diez cuchillos, los cuatro toppers, los dos vasos, las dos tazas, los dos platos largos y los dos platos cortos que nada más usamos Katz y yo en la comida y en la cena –y no podía creer que hubiéramos usado tantos trastes sólo dos personas, en dos comidas– y me preparaba (mentalmente) para lavar, con otra esponja, las latas de comida blanda de los gatos –separamos la basura y no nos gusta dejar residuos de comida en las latas–, me decía a mí mismo que debía ser muy cuidadoso para evitar cortarme con alguna rebaba de las latas de Royal Canin. 


Quería terminar de lavar los trastes cuanto antes –mentiría si dijera que lavar los trastes se encuentra en el top 5 de las cosas que más me gusta hacer– y continuar ensayando esa canción de Stone Temple Pilots que empecé a tocar hace dos días en la guitarra eléctrica, y tan sólo me descuidé un par de segundos, y aquí estoy, con una cortada en el índice izquierdo que parece tan profunda como un cráter, sintiéndome estúpido, y sintiendo un dolor muy intenso y terminando de lavar la lata y mi dedo al mismo tiempo, luchando por detener la copiosa cantidad de sangre que no deja de teñir de rojo el fregadero y el resto de los trastes. 


Más o menos consigo que el dedo deje de sangrar y ahora no puedo evitar enfocarme en el dolor. Es como si, al detener la pequeña hemorragia, me hubiera quitado de encima una venda de los ojos y entonces le hubiera facilitado al dolor su llegada hasta mi conciencia. 


La herida me escuece y me arde como si me hubiera mordido un feroz animal con colmillos punzocortantes –como la mordida de aquella Wistar que un descuidado compañero de laboratorio, hace muchos años, me pidió que alimentara mientras él estaba en un congreso en el extranjero, sin decirme que la rata tenía varios días sin comer–, y la sensación me hace pensar en algunas cosas que están ocurriendo para que yo tenga esta conciencia del dolor: pienso en mis receptores sensoriales de la piel y pienso en los axones que llevan la información desde los receptores hasta la médula espinal, y pienso en los axones que llevan la información desde la médula espinal hasta la corteza somatosensorial. 


Simultáneamente, veo por primera vez las dimensiones de la herida: es una línea de apenas medio centímetro que corre perpendicularmente a la unión entre la falange distal y la falange media del índice izquierdo. Ahora, más que en el dolor, me enfoco en un pensamiento catastrófico: quizá la herida me impedirá tocar la guitarra por algún tiempo. Mentalmente, repaso, de la misma forma en que hacía cuando estaba en el doctorado y ensayaba cómo tomar las pinzas Kelly con la navaja y con el hilo para suturar a las ratas después de una cirugía estereotáxica –me tomó varias semanas aprender a hacerlo, porque todas las personas que me enseñaban a hacerlo eran diestras–, cómo uso mi mano izquierda, y cómo uso cada uno de los dedos de mi mano izquierda, para tocar la guitarra eléctrica. 


Me bastan unos segundos para darme cuenta de que he exagerado: como soy zurdo, sólo debo tomar la púa con el pulgar y con el índice izquierdos –nunca he aprendido a tocar arpegios– y quizá eso me provoque cierta incomodidad, pero nada que no pueda solucionarse con una bandita que cubra la herida; si fuera diestro, la situación sería totalmente distinta. Por fin: una ventaja de ser zurdo.