jueves, noviembre 24, 2022

Leías y comentabas este blog


Eran otros tiempos. Podía acostarme a las tres de la mañana y dormir seis horas seguidas y no tener somnolencia en todo el día. No tenía que levantarme de la cama cuando la vejiga estuviera a punto de estallarme –fastidiándome, humillándome y diciéndome “¿Aún tienes sueño? Jajaja. ¡Pues yo tengo otros planes para ti!”–, sino cuando ya no tenía sueño. 

Eran otros tiempos. Después de estar orinando tres minutos que parecen una eternidad, no tenía que pincharme un dedo, ni verter una gota de sangre en una tira reactiva, ni usar un glucómetro ni anotar mi glucosa en ayuno, por el resto de mis días. Jamás me pasaba por la cabeza que es horrible que mi abuelo me haya heredado esto. No tenía que tomar dapagliflozina o metformina antes de cada desayuno, todos los días, por el resto de mi vida, mientras tratara de hacerme el tonto y evitar ponerme a pensar en que los medicamentos van jodiendo mis riñones y en que ya no hay vuelta atrás: en que cada día estarán peor que el día anterior, y en que, en algún momento, tendré que convertirme en un monje que ni siquiera pueda “perder la cabeza” y tomarse una triste copa de rompope una vez al mes. 

Eran otros tiempos, Vitalogy acababa de salir a la venta. Pearl Jam todavía no se enfrentaba a Ticketmaster, ni renunciaba a una súper gira multimillonaria por todo el mundo, cuando ya habían superado Ten y Nevermind y el éxito de Nirvana y el impacto de la muerte de Kurt Cobain. Todavía un sector de la juventud escuchaba música subversiva y estaba en contra del sistema y de las superficialidades del capitalismo, y Eddie Vedder y Pearl Jam representaban todo ello e incitaban a ese sector de la población a estar en contra del sistema; todavía ese sector de la juventud no quería formar parte de los convencionalismos, no quería entrar en el gusto de la gente de bien, no aspiraba a salir en la tele ni a convertirse en algo similar a un influencer que “documentara” todas sus tonterías alrededor del mundo y que facturara un montón de dinero en redes sociales. 

Eran otros tiempos. Después de ir al baño y de medirme la glucosa, no tenía que buscar tres platos por toda la casa, ni bajar a la cocina a servir porciones de comida blanda de Royal Canin en tres platos, ni cambiar el agua del plato del agua de tres gatos, ni llenarles sus otros tres platos con croquetas de Royal Canin, ni limpiar el arenero de tres gatos y barrer y sacar la bolsa con arena sucia al bote de la basura. Tampoco lavaba trastes todos los días, ni tenía sueño a todas horas, ni salía a correr cinco o seis kilómetros, dos o tres veces a la semana. Tampoco me lastimaba eventualmente un tobillo o una pierna, por correr cinco o seis kilómetros a la semana. Tampoco tenía los grados académicos ni la experiencia docente y en investigación básica que tengo; no tenía una sola publicación científica en inglés en ninguna revista evaluada por pares, ni tampoco tenía que pensar en abandonar mi carrera académica –renunciar a todo lo que he hecho y he conseguido en casi quince años–, ni tenía pesadillas en las que no me queda otra opción más que conducir un camión de pasajeros, o en las que me convierto en el ridículo guardaespaldas del dueño de un restaurante de comida china. 

Eran otros tiempos. No tenía esta clase de pesadillas, ni me despertaba a las tres de la mañana pensando en el mito de Sísifo. 

Eran otros tiempos. Aún no llegaba esa mañana de abril del 2007 en la que conocí a Katz en una estación del metro, cuando iba a impartir una clase a mi grupo “conejillo de indias” en la universidad, ni algunos de los estudiantes de ese grupo esperaban a que Tim Leary personalmente les impartiera una práctica sobre los efectos terapéuticos de los enteógenos, ni otros estudiantes de ese grupo terminaban la licenciatura y se convertían en estudiantes de posgrado, ni yo, en mi posición de posdoc en otra universidad, los había invitado a dar un seminario y ellos me pedían que les pagara todos los viáticos; todavía algunos de esos estudiantes de mi grupo “conejillo de indias” no eran los pachamamas que son hoy, ni creían saber más que todos los sabios del mundo.

Aún no llamaba por teléfono a Katz por primera vez, ni salía a ningún lado con Katz por primera vez, ni me enamoraba de Katz; aún no pensaba en que era posible que ella me quisiera y en que ella quisiera compartir su vida conmigo; aún no conocía las dimensiones de su amor, ni tenía la oportunidad de mostrarme su apoyo en los momentos más terribles, cuando me encontraba en el limbo, en los últimos trámites del doctorado y en los primeros trámites del posdoc, cuando no teníamos dinero, cuando estaba enfermo y me adherí a dos tratamientos médicos y acabé en el quirófano, cuando ella absorbía todos los gastos de la casa; todavía Katz no se mudaba a vivir conmigo, ni los dos nos mudábamos a vivir a tres lugares distintos, en ciudades distintas, ni la hacía enojar por mi horrible modo de ser.

Eran otros tiempos. Los felinos no formaban parte de mi vida. Aún no llegaba a casa de mis papás ese majestuoso gato al que llamaríamos Sócrates y aún Sócrates no era mi gran compañero, ni adquiría la costumbre de acompañarme en mi recámara y tumbarse en la cama mientras me ponía a leer o a escribir o mientras tomaba una siesta y procrastinaba y huía de todas mis responsabilidades y me escondía en mi zona de confort porque no quería saber nada de nadie, porque me sentía del carajo, porque tenía rotos casi todos los huesos del alma, porque apenas podía dar uno o dos pasos en mi recámara sin tropezar, porque no procesaba todavía que algunas relaciones están destinadas al fracaso, que se convierten más en una costumbre que en una dicha, y que pueden durar una eternidad porque uno las fuerza y las calza como un zapato que le queda chico. 

Eran otros tiempos. Aún Sócrates no se iba de la casa, ni me quebraba los pocos huesos del alma que me quedaban intactos, ni me hacía sentir esa tristeza espantosa que nunca había sentido, ni siquiera cuando alguien me había rechazado, ni siquiera cuando alguien me había dicho que no sabía qué hacía conmigo, si yo no era ni guapo ni gracioso ni millonario; ni siquiera cuando alguien (contra todo pronóstico) había “perdido la cabeza por mí” y me había dicho, después de meses y meses de conversaciones telefónicas, que prefería volver con su ex porque yo le daba demasiadas vueltas al asunto. Esa tristeza espantosa provocada por la ausencia de Sócrates era totalmente distinta; esas personas que me habían roto otros huesos del alma, en otras temporadas del infierno de mi vida, seguían viviendo sus vidas y podían valerse por sí mismas y yo podía saber que ellas estaban bien, pero con Sócrates todo era incierto: no sabía si seguía vivo o si estaba en una mejor casa, o si le había pasado algo malo; y todos los días era lo mismo: despertar pensando en que ese día sí volvería Sócrates a la casa, y que llegara la noche y que él no apareciera y que yo tuviera que morderme el corazón y resignarme y aceptar la realidad: que, cada día que pasara sería una confirmación de que él no volvería jamás, y que me iría habituando a su ausencia, aunque, todos los días, durante casi un año, me sentiría del carajo porque Sócrates no volvía a la casa y porque no sabía si él estaba bien o si seguía vivo. 

Eran otros tiempos. Apenas había tomado un taller de creación literaria, en una casa de cultura en San Pedro de Los Pinos, durante la huelga de 1999 en la UNAM, y había conocido a algunos bohemios y nos habíamos reunido en algunas fiestas y habíamos bebido y habíamos hablado sobre literatura y habíamos leído nuestros propios textos; y estaba por tratarte en persona, en mi segundo taller de creación literaria, en otra casa de cultura en Azcapotzalco. Faltaban varios años para que saliéramos a tomar a un bar por Ciudad Universitaria en compañía de una de tus amigas que, quién sabe por qué, quería andar conmigo; todavía no nos emborrachábamos en una cantina de mala muerte detrás de las ruinas de El Templo Mayor, leyendo a Alejandra Pizarnik; todavía no llegábamos a ninguna cantina de la calle de Bolívar, a las ocho de la noche, atestada de sexagenarios que jugaban dominó, ni bebíamos XX Lagger calientes con otros sujetos que tú conocías de otros talleres de creación literaria; todavía no acabábamos esa larga noche en un bar de la calle de Regina, escuchando a una banda de rock en vivo mientras un puñado de borrachos cantaba una canción de Héroes del Silencio. 

Todavía no existía Facebook y todavía no nos enviábamos solicitud de amistad, ni me compartías un artículo de Roberto Bolaño en Facebook, ni me decías que él era el Kurt Cobain de las letras, ni te invitaba a la pequeña celebración de mi boda civil con Katz –nos casamos para darle gusto a la familia, pero podíamos haber vivido en unión libre–, ni descubría en Facebook que realmente no sabía nada de ti, que sólo sabía que habías sido novia de otro conocido y que te gustaba la literatura, y que podías ser una persona radical y poco tolerante; todavía no existía Facebook, ni me abrías los ojos en Facebook, ni me llamabas ególatra en Facebook, ni me desconocías en Facebook, ni me preguntabas dónde podías leerme, aunque, tiempo atrás, antes de que hubiera redes sociales, antes de que compartiéramos esa larga noche de juerga en las calles de El Centro Histórico, cuando te conocí en el taller de creación literaria, leía algunos de mis textos y tú los escuchabas y me dabas tu retroalimentación, o, cuando ese taller terminó y nos comunicábamos por correo electrónico, cuando comencé a escribir en este blog, hace más de quince años, visitabas este blog, y lo leías y lo comentabas.

Ahora te he bloqueado de mi vida, como en ese capítulo de Black Mirror, y no quiero saber nada de ti, y jamás volveré a escribir nada sobre ti, y te he bloqueado de mi vida después de que me eliminaste de tus amigos en Facebook porque te respondí algo que no te gustó, y me abriste los ojos, y ahora veo que siempre tengo que dar el primer paso y que no siempre vale la pena ser condescendiente con todos mis conocidos, ni estar pensando en que mis conocidos no necesariamente me dicen de vez en cuando cosas hostiles porque estén pasando un mal momento, sino porque son intolerantes y están acostumbrados a recibir “palmaditas en la espalda” y deben quedar bien con sus grupos de apoyo en redes sociales.  

Ahora te he bloqueado de mi vida porque no necesito que me desconozcan, que me llamen ególatra por responder concretamente a preguntas que me hacen, que me den respuestas hostiles y que me exijan explicaciones por messenger, especificando qué me están preguntando (porque soy muy tonto para darme cuenta), porque mi vida ya tiene suficientes cosas que están del carajo (aunque no se las cuente a nadie en Facebook), como para intoxicarme en redes sociales con otras cosas que también están del carajo. 

Eran otros tiempos: cuando leías y comentabas este blog.

No hay comentarios.: