viernes, diciembre 08, 2023

People Are Strange


En la penumbra de la sala, mientras el personaje interpretado por Kiefer Sutherland se transformaba en vampiro –se le alargaban los colmillos, sus ojos adoptaban un aspecto salvaje y él sonreía de un modo macabro, exhibiendo sus colmillos– y se preparaba para que él y The Lost Boys saciaran su sed de sangre en Santa Clara, California, distinguí un póster que colgaba de una de las paredes de la cueva. 

En ese póster, posabas con el torso desnudo y con los brazos extendidos. Tu larga cabellera rizada caía por tu frente, cubriéndote las orejas, y casi te llegaba a los hombros. Tus ojos marrones miraban fijamente a la cámara y te hacían ver como un paria que desafiaba al mundo entero, a través de la lente que capturaría esa imagen para la posteridad. 

Tuve la sensación de que una corriente eléctrica se precipitaba desde el fondo de mis entrañas hasta mi columna vertebral y luego hasta el cerebro y hasta el cuero cabelludo. En unos milisegundos.

El primer pensamiento que tuve fue que eras un Jesucristo moderno en la cruz, y que estabas dispuesto a morir para salvarnos a todos los pecadores del mundo terrenal. Tenía alrededor de ocho años y no tenía ni voz ni voto, y en la casa me habían obligado a asistir al catecismo y todo ese rollo de Dios y de la compasión y del sufrimiento de Jesucristo, me aturdían.  

La escena del póster en la cueva apenas duró unos cuantos segundos, pero bastaron para que no pudiera apartarte de mi mente –¿quién eras?, ¿por qué había un póster en el que posabas con el torso desnudo, en esa cueva?, ¿cuál era tu relación con la rebeldía y con el salvajismo de The Lost Boys...?–, y para que, en un abrir y cerrar de ojos, colapsaras mi pequeño mundo, en el que todo giraba alrededor de algunos libros para niños, de algunos juguetes de moda y de algunas caricaturas de moda. Bastaron esos cuantos segundos para que el enigma de tu existencia comenzara a perseguirme. 

La película transcurrió, la trama se hizo un poco burda –no quedó exenta de los clichés del vampirismo y de los héroes de Hollywood–, pero, durante los créditos, mientras mi mente infantil digería esa fascinante posibilidad de la juventud eterna, una canción irrumpió en los créditos y completó la impresión que me había provocado la escena del póster. 

Comenzaba con una breve figura de la guitarra eléctrica y luego tu voz entraba en la canción. Y parecía la canción ideal para cerrar la película y para que tu identidad me intrigara aún más. La música, tu voz y la letra de la canción se combinaban de un modo bello y macabro a la vez, como el mensaje de la película. Cantabas, grave y melancólicamente, como si le hubieras dado mil vueltas al mundo y supieras todo sobre el mundo y sus habitantes, que la gente es extraña y que los rostros salen de la lluvia y que son feos cuando uno está solo.  

Semanas más tarde supe que te llamabas Jim Morrison, que habías sido el cantante de The Doors y que habías muerto en condiciones extrañas cuando tenías 27 años. 

Hoy habrías celebrado tu cumpleaños ochenta.

miércoles, noviembre 29, 2023

Subterranean Homesick Alien (Instrumental) | Molotov Cocktail Piano

Tengo los pies fríos, la cabeza me duele, es como si estuviera sumergido en una tina con hielo, y al mismo tiempo mis globos oculares son una pelota ardiente, y mi garganta es un túnel incendiándose, y tengo varios kilos de ropa encima, y apenas puedo moverme, y todo me duele; siento que mis extremidades inferiores y superiores son ligas estiradas al máximo, como me imagino que se siente pisar una bomba en un camino minado y volar en pedacitos de vísceras y de dolor, en los confines de un campo de exterminio..., y mis coyunturas son cables de alta tensión que en cualquier momento harán corto circuito, en la tempestad de mis pensamientos febriles. 

Tengo el cuerpo cortado, apenas puedo respirar, soy un animal que agoniza, soy una rata de laboratorio que va volviendo a la realidad, que nunca quedó totalmente inconsciente porque el pasante de licenciatura no sólo no le administró bien la dosis letal de pentobarbital, sino porque no la decapitó bien; soy esa pobre rata de laboratorio que jadea y que agoniza en la mesa de disección, con la mitad del cerebro cercenada, y que pide clemencia, que resuella, que lanza sus estertores y que le suplica al pasante de licenciatura que acabe ya con el sufrimiento; soy ese individuo al que un alcohólico con psicosis de Korsakoff le ha abierto la garganta de par en par, en un callejón oscuro; soy ese individuo que se desvanece poco a poco y que se despide de este mundo y que está ahogándose con su propia sangre. 

Apenas puedo moverme con tanta ropa encima, y toso y estornudo, y moqueo y escupo, y sorbo mis mocos y me trago mis flemas, y mis pulmones suenan a estertor, a resuello, a jadeo, a agonía..., y me duele mucho la cabeza, pero no tengo fiebre, lo que sí tengo son casi 140 h en abstinencia de nicotina y casi 6 días enfermo, y durante estos casi 6 días no sólo no he fumado, sino que me he tomado los medicamentos que me recetaron, pero cada día me siento peor. 

¿Es éste el fin? 

Puse “Subterranean Homesick Alien” cuando comencé a escribir estas líneas, después de darme dos o tres disparos de Afrin Lub, y primero sonó la versión original de OK Computer y ahora escucho una interpretación en piano de esa canción, una interpretación de una banda que no conozco, y creo que he escuchado cien veces, cien interpretaciones, de la misma canción, todas y ninguna suenan igual, y el ataque de tos es ya inminente, y la vorágine de flemas que ascienden desde mis pulmones hasta mi esófago son ya inminentes, y un breve episodio de ansiedad, provocado por un breve episodio de asfixia, es ya inminente..., y un calambre letal, que es un escalofrío como esos incontrolables latigazos que preceden al vómito, me recorre toda la piel: desde la punta de los dedos de mis pies fríos, hasta mi cabello más largo..., y sé que todo estará peor mañana, aunque me diga a mí mismo que no puedo ponerme peor. 

Ni siquiera me siento libre dentro de mi propio cuerpo, me siento físicamente esclavizado a los kilos de ropa que traigo encima –los kilos de ropa son cadenas que me atan a la cama, y la cama es la plancha de un quirófano o un lecho de muerte de piedra–, y tanta ropa (y tantas cadenas) me impiden moverme y acostarme y sentirme un poco cómodo (nada más durante unos cuantos segundos, ¡por favor!), y no quiero estallar, no quiero encabronarme, no quiero resistirme a toser y no quiero resistirme a levantarme de la cama para orinar, y no quiero reparar en el amargo sabor a medicamentos que tengo en el paladar, y no quiero ponerme nostálgico, pero ¡cuánto añoro la primavera y el verano!, ¡esos días en los que puedo andar ligero de ropa y quedarme dormido en cualquier lugar, y despertarme en cualquier momento de la madrugada, o cuando va amaneciendo!, y ¡cuánto extraño caminar descalzo hasta el baño y sentir que el calor de la vida se me mete por las plantas de los pies...! 

¡Cuánto añoro mi salud!

Cuando hace frío, hasta para dormir hay que ponerse ropa caliente –calcetas, pantalones, suéter, gorro, guantes– y hay que preparar ropa caliente en la cama y a veces hasta hay que encender un calefactor. Nada de esto es práctico. No quiero entrar en discusiones con la gente que ama el frío, pero, ¿por qué no tenemos tanto pelaje como los osos de la Antártida...? 

Cuando hace frío, incluso levantarse de la cama, nada más para ir al baño, es una odisea. Cuando hace frío, mi estado de ánimo se vuelve gris. 

Cada día que pasa me siento peor. 

El miércoles, hace casi una semana, me salí a la terraza a fumarme un Camel, y llovía y hacía mucho viento; casi de inmediato, sentí un escozor en la garganta, y repetí mi mantra –Siento un escozor en la garganta, espero no enfermarme, el que digo cada vez que presiento que puedo enfermarme, y el jueves por la mañana desperté con un ataque de tos pero fue pasajero, incluso salí a la calle, y en la calle hacía mucho frío y el escozor iba y venía, junto con las flemas, pero no era nada con lo que no pudiera lidiar. En la sala de espera, mientras Lizzie estaba en consulta y mientras me resguardaba del frío y de la soledad que imperaba en el hospital, releía un libro sobre Bowie que escribió Simon Critchley y el escozor ya parecía cosa del pasado. Después de la consulta, hasta desayunamos en un restaurante. Hacía mucho viento. Hacía mucho frío. Traía puesta una de esas chamarras estorbosas que sólo me pongo una o dos veces al año. El Nevado de Toluca, prácticamente, se veía desde cualquier parte de la ciudad. Al volver a la casa, me tomé un paracetamol y un ibuprofeno, y me tumbé en la cama. 

El viernes, comencé a tomar ambroxol y loratadina, y me sentí un poco mejor que el jueves –hasta creí que ya había pasado lo peor de la enfermedad–, pero, en la madrugada, tuve un ataque de tos que me levantó de la cama.

El sábado, durante la mañana y la tarde, me sentí mejor que todo el viernes –incluso se me antojó un Camel–, pero pasé una noche fatal: los ataques de tos me despertaron a la una, a las dos, a las tres, a las cuatro y a las cinco de la mañana... 

El domingo continué con el tratamiento y salí un rato a tomar el sol y me puse a leer a Knausgård en la terraza, y estuve allí alrededor de 40 minutos, y de pronto se ocultaba el sol y hacía un poco de viento, y luego, por la noche, ya me sentía peor: muy débil, muy cansado, con el cuerpo cortado..., y pasé una noche regular, sin tantos ataques de tos como los del sábado, pero el lunes, en cuanto puse un pie fuera de la cama, sentí la nariz tapada, un cúmulo de flemas precipitándose desde mis pulmones hasta mi garganta, los ojos hinchados, y todo el cuerpo cortado, como si alguien me hubiera hecho pedacitos con un afilado cuchillo de carnicero.

En fin, el lunes me sentí mucho peor que todos los días anteriores. 

Y, por la noche del lunes, dejé de tomar ambroxol y loratadina, y empecé a tomar celestamine, amoxicilina y dextrometorfano, y, en fin, hoy, martes, me siento peor que ayer y que todos los días anteriores: ya hasta tengo mocos y de pronto la moquera coincide con un ataque de tos, y entonces las flemas, que ascienden desde los pulmones, y los mocos, que descienden desde los cornetes nasales, convergen en mi garganta y ¡es un horror!, y no puedo respirar y me pongo ansioso... 

De la nada, mientras lamento mi suerte y me pudro en la enfermedad y me aborrezco y visualizo una noche más del carajo y que mañana voy a sentirme mucho peor que hoy, me llega a la mente el aroma del perfume que te ponías hace más de 20 años –¿de cuál marca era?–, cuando nos veíamos una que otra vez, cuando recorríamos las calles de la ciudad y nos metíamos a cines y a tiendas de discos y a cafeterías, mucho antes de que conociera a Lizzie y mucho antes de que te embarazaras de tu novio y de que te pareciera tan intolerable tu vida y decidieras esfumarte de este mundo.

(Qué insignificante soy. Qué insignificantes son mis preocupaciones y mis dolores.)

Esta sensación de asfixia, de sofocamiento, esta impresión de estar a punto de morir por falta de aire, de que mis pulmones son un par de globos que alguien ha pinchado, y, sin embargo, tener en la mente el aroma del perfume que te ponías hace más de 20 años, es muy extraño, es una anomalía, es mi forma de delirar, es mi estrategia para no sucumbir ante la enfermedad... 

Esta impresión de estar más cerca de la muerte que nunca antes, de hundirme en un drama existencial, y, sin embargo, tener en la mente el aroma de tu perfume, es como salir a la superficie por unos cuantos segundos, después de haber estado buceando incansablemente, llevando los pulmones al límite, con la piel tostada por el sol y llena de sales, y con el cuerpo deshidratado, a instantes de morir en un punto perdido del océano.

¿Es éste el fin?

domingo, noviembre 26, 2023

La última hoja que cae de un árbol

El escozor recorre mi garganta como una zarza ardiente, como un nombre que exige ser pronunciado, como una necesidad que no puede ser aplazada, como un grito que aparece de la nada en un oscuro callejón, como un secreto que ya no puede continuar siendo un secreto, como un reflejo que separa los límites entre la vida y la muerte. 

La sensación es similar a un tren en llamas que atraviesa a toda prisa mi garganta, que chamusca mi garganta, que asciende desde mis pulmones, que hace silbar a mis pulmones, que me convierte en un cuerpo que es un conjunto de vísceras y de arterias que se sofocan y que se colapsan, que es un cuerpo y un cerebro y una señal de alarma de una potencial muerte por broncoaspiración. 

He dado cien vueltas a la cama, he intentado comprender este poema de Celan que analiza Knausgård en el sexto y último tomo de Mein Kampf, y no puedo creer que este tomo haya sido publicado en el 2011 y que yo apenas me encuentre en la página 400 a la una de la mañana del domingo 26 de noviembre del 2023, y tampoco puedo creer que apenas he rebasado la mitad de este tomo (algunas novelas son tan largas que parece que uno nunca terminará de leerlas), y que, sin embargo, ya he leído alrededor de 3, 000 páginas escritas por él, y que comencé a leer La muerte del padre –el primer tomo de Mein Kampf, publicado en el 2009–, hasta noviembre del 2016 ó 2017, en las mismas condiciones en las que me encuentro ahora. 

Parece una analogía del ciclo de la vida: terminas de leer Mein Kampf en las mismas condiciones en las que comenzaste a leer Mein Kampf.

En el poema que cita Knausgård en la página 400 del sexto tomo de su novela colosal –el título que le puso no es un título cualquiera, sino uno provocativo, uno que él tomó (o que sus editores le sugirieron tomar), deliberadamente, del célebre libro de Hitler–, Celan hace un juego de palabras; a mí no me transmite nada, me parece un callejón sin salida, un conjunto de palabras que forman parte de una metáfora que está allí y que no está allí –para ser totalmente franco, me parece algo pretencioso y me hace pensar en otro escritor mexicano que alardea sobre los procesos metacognitivos de la poesía–, pero, según Knausgård –quien ha reconocido en las páginas previas ser un tipo que no comprende la poesía y que no comprender la poesía lo hace sentirse un idiota–, Celan plantea, a propósito, una situación en la que nunca se puede saber quién es “yo” ni quién es “tú” ni quiénes somos “nosotros”, ni qué está ocurriendo, y que eso es lo fascinante del poema: que puede significar cualquier cosa: todo o nada

Knausgård va más allá: dice que Celan está sugiriendo que las palabras existen independientemente de los humanos, pero que son un puente de comunicación entre los humanos, que el lenguaje es una creación humana, que lo social es inherente a lo humano, que las novelas de Proust, de Joyce y de Faulkner, por ejemplo, abordan lo social desde distintas perspectivas: que Proust hablaba de lo social, desde sus recuerdos, con lujo de detalle, describiendo minuciosamente a las personas que formaron parte de su círculo social, en el contexto de la aristocracia en la que vivió; que Faulkner, en El ruido y la furia, por ejemplo, hablaba de lo social pero sin entrar en detalles, sin mencionar quiénes son los personajes, obligando al lector a sentirse parte de una familia en la que todos se conocen y se reúnen a comer una tarde de domingo, una familia en la que, por lo tanto, no es necesario decir “ciertas cosas”, porque están de más, porque “todo mundo” conoce esas cosas, o porque son temas tabú; que Joyce hablaba de lo social, pero también de los griegos –quienes habitaban el mismo espacio físico que los Dioses–, y que, por eso, los nombres, comenzando por el nombre de su novela más célebre, no son un accidente en su obra, que no aparecen de la nada, pero que insinúan que es absurdo que un animal social se considere único en su especie e intelectualmente superior a William Shakespeare y que se obsesione por nombrar y ponerle etiquetas a todo aquello que va descubriendo... O algo así. 

Para ser totalmente franco, estoy en una especie de delirio, y no sé si todo lo anterior Knausgård lo escribió exactamente así, o si yo lo he modificado, si yo entendí algo totalmente distinto a lo que él quería dar a entender, y salgo de una ensoñación y de pronto me encuentro leyendo la página 404, y aquí Knausgård continúa analizando el poema de Celan, y ha escrito que el árbol representa lo efímero de la vida y que la piedra representa lo imperecedero de la naturaleza, que nosotros –los humanos– pasamos brevemente por la naturaleza y que sin embargo somos auténticos y que tenemos características que nos hacen diferentes a unos de otros, pero que las piedras siempre han estado, que ya formaban parte de la naturaleza antes de que nuestra especie apareciera, que todas las piedras son iguales, que son genéricas, que forman parte de la escenografía de la naturaleza, que nosotros las usamos para lanzarlas al fondo de un lago e impresionar a los niños. 

Knausgård también está delirando, y va más allá: insinúa que las palabras no tienen que ser mencionadas para existir, que las palabras son obvias, que son como el nombre de Dios –que todo mundo conoce y que no tiene por qué pronunciar–, y toma de ejemplo un pasaje de la Biblia en el que Job pelea con un humano durante muchas horas, casi todo un día, y luego su rival, totalmente exhausto, le pide a Job que pare la pelea y Job le dice a su rival que no parará la pelea sino hasta que el rival lo ame en lo más profundo de su corazón, o algo así, y el rival acepta amar a Job y le pregunta cómo puede llamarlo y Job le responde que el nombre de Dios no se debe pronunciar porque existe más allá de las palabras, o algo por el estilo, y entonces el rival decide llamarlo “Israel”. 

De pronto, cuando, por enésima ocasión, intento comprender el poema de Celan y ya he releído cuatro o cinco veces el mismo párrafo, avanzo al párrafo que sigue y Knausgård ya está analizando un pasaje de Heráclito, el más conocido, ese que dice que ningún ser vivo se baña dos veces en el mismo río, pero luego cita otro pasaje menos conocido, uno que mi estado mental y físico me impide memorizar, pero que, más o menos, dice que el río siempre es el mismo y que los seres vivos, aun en nuestra condición efímera, somos inconstantes y que, aunque nos bañemos dos veces, o más, en el mismo río, ya no somos la misma persona; luego, el escritor noruego salta a otro pasaje de Heráclito en el que Heráclito dice que cuando estamos despiertos vemos la muerte y que cuando estamos dormidos vemos el sueño, pero que la muerte es un sueño en vida. 

Son las dos, son las tres, son las cuatro, son las cinco... y todo sigue igual: no comprendo a Celan, divago sobre otros tomos de Mein Kampf... me duermo un rato, me despierto y permanezco despierto varios minutos. Más o menos recuerdo que soñé algo que estaba relacionado con lo que leí –intentaba convencer a alguien sobre la fuerza de las palabras, que existen aun cuando nadie las pronuncie–, pero los ataques de esta enfermedad me despertaron, parecieron durar toda una vida, y cada vez son más agresivos, y entonces me sofoco y me tumbo en la cama y me acomodo cien veces más en la cama, y vuelvo a recordar que conocí a  Knausgård en noviembre del 2016 ó 2017, en las mismas condiciones en las que me encuentro ahora que su novela colosal está agonizando en mis ojos, en mis manos y en mi mente; que, cuando lo conocí, había permanecido casi dos meses consecutivos en cama, sufriendo estos ataques y acomodándome cien veces más en la cama. 

La repetición me lleva a pensar de nuevo en la analogía del ciclo de la vida: que termino de leer Mein Kampf en las mismas condiciones en las que comencé a leer Mein Kampf. También, para refrasear a Heráclito, pienso en que soy el mismo y no soy el mismo que comenzó a leer a Knausgård, y que parece que fue ayer cuando leí La muerte del padre y me sentí abatido –por decirlo de alguna manera, así conecté con el escritor noruego–, después de leer una frase que se me quedó en la cabeza, una frase que decía algo así: la muerte es la última hoja que cae de un árbol.

martes, septiembre 05, 2023

Tengo fotofobia, déjame en paz

Es 14 de agosto. Es lunes. Y pasé una muy mala noche. 

Ya no recuerdo si anoche o si otra noche fue cuando tuve 'una discusión' con un fulano en Facebook, un tipo que tiene una edad mental de preescolar, un tipo que es famoso en redes sociales –¡Tengo varios miles de seguidores!, me escribió y dio por zanjada 'la discusión', como si, eso, tener miles de seguidores en redes sociales, fuera mi máxima meta en la vida– porque sube fotografías de Kurt Cobain y plagia todo lo que lee sobre el líder de Nirvana en libros y en entrevistas, y lo comparte en sus redes sociales como si él fuera el autor intelectual de esos temas. Si le preguntas por sus fuentes, se encabrona, trata de ridiculizarte, te dice 'para que te eduques' o 'tú puedes buscar la fuente', y es algo que, simplemente, no tolero. Tal vez se debe a mi profesión, o tal vez no, pero, para mí, el conocimiento no debe ser un secreto, debes facilitarle a la gente el acceso al conocimiento, ya sea sobre temas especializados en neurociencias o ya sea sobre cultura pop.

Ya no recuerdo si anoche o si otra noche tuve esta discusión, o si, como me ocurre dos de cada tres noches, en lugar de estar pensando en que ese tipo es exactamente la clase de fan que Cobain corría de sus conciertos, cuando Nirvana era la banda más famosa del mundo, estuve pensando en la incertidumbre de mi futuro, y si, por eso, no pude conciliar el sueño. 

Estoy aturdido. Siento que un boxeador me tiró un uppercut

Miro el reloj en la mesita de noche. Ya van a dar las seis de la mañana, y tengo la impresión de que no he pegado los párpados en toda la noche. Ya siento que mi día será difícil, que estaré menos ágil mentalmente que de costumbre, que me dolerá la cabeza, que andaré como zombie por la universidad, que me dolerán las extremidades como si hubiera corrido toda la noche sin descanso. Tengo seminario a las diez de la mañana, creo que la expositora de hoy nos hablará sobre un proyecto que parece un proyecto de Jacobo Grinberg, y debo levantarme ya. 

Apenas pongo un pie en el suelo, me siento extrañamente angustiado. No sé por qué. Estoy paranoico.

Enciendo mi teléfono celular. 

Al cabo de unos instantes, recibo decenas de notificaciones de WhatsApp. Parece que alguien ha estado buscándome con insistencia. Me pregunto qué pasa, quién, o quiénes, ha(n) querido comunicarse conmigo a esta hora, insistentemente. Estoy un poco paranoico. Casi nadie me manda mensajes por Whats, nunca nadie satura mi Whats con mensajes, excepto si se tratan de malas noticias. 

Tengo un vago recuerdo de las malas noticias que he recibido en el año por WhatsApp –la muerte del último de mis abuelos, el accidente que sufrieron mi cuñada y mi suegro, el conductor impertinente que se estrelló contra un poste de luz, el concurso de oposición que ya no fue publicado, la gatita de mis papás que enfermó repentinamente y que murió...–, y es imposible no pensar en que, en esta ocasión, no será distinto.

Comienzo a pensar en todas las posibilidades que hay. Me pregunto si, de algún modo, la mala noche que pasé y la forma en que me siento, son un presagio de lo que voy a descubrir en cuanto revise mi teléfono.

Tomo el teléfono. 

Tengo alrededor de treinta mensajes de WhatsApp. 

Alguien, a quien no conozco, me ha agregado a un chat. La fotografía del perfil del chat es de un colega que hace mucho tiempo que no veo pero que conocí hace como quince años, cuando estaba en el doctorado y asistíamos, cada año, a los congresos, a los diplomados y a los coloquios de la Sociedad Mexicana de Medicina del Sueño. A ese colega, luego, cuando estaba en el posdoc, lo traté más cercanamente. Entonces, él era profesor visitante en el Departamento al que yo estaba adscrito. Al final del posdoc, cuando él tenía una plaza de Profesor Asociado, fuimos juntos a comer algunas veces, otras veces él me invitó a dar algunas pláticas sobre marihuanas endógenas y mecanismos cerebrales del sueño a sus grupos.

También recuerdo una vez que llegué a la universidad con lentes de sol –como siempre lo hago; las gafas de sol y yo tenemos una relación simbiótica– y que me lo encontré en un pasillo y que él me preguntó ¿Dónde perdiste la playa?, y él sólo intentaba ser cordial, no lo dijo para fastidiarme, simplemente, él era de otra generación diferente a la mía, una generación en la que, quizá, sólo los Beatles o los Stones usaban gafas de sol, pero me cayó muy mal, y le sonreí pero le dije Tengo fotofobia, déjame en paz, aunque eso no era cierto, aunque, simplemente, me gusta usar gafas de sol, pero, entonces, estaba recuperándome de una cirugía, no había cumplido ni un mes de haber pasado por el quirófano, y todo me daba náuseas, tenía ataques de ansiedad constantemente, no podía comer más que dos o tres cosas, y era más intolerante que de costumbre. 

Estoy más paranoico que al principio del día, más paranoico que cualquier otro lunes, no sé de qué se tratan esos mensajes de WhatsApp, no sé de qué se trata ese chat, pero estoy seguro de que son MALAS NOTICIAS, y odio este lunes, no me gusta sentirme así, pero la verdad es que, quién sabe por qué, desde hace varios años, me siento así todos los lunes, no encuentro mi lugar en el mundo, quisiera ser libre y vivir libre y decentemente haciendo lo que me gusta hacer, sin estar cazando trabajos temporales, sin tener que empezar de cero, una y otra vez, nunca más. 

Sólo leo dos o tres mensajes del chat en WhatsApp, y me entero que mi colega murió por la noche, tal vez cuando yo daba vueltas en la cama, repasando en mi mente ese conflicto sin sentido con el tipo 'que vive su sueño en redes sociales' –el emisario de las fotografías de Kurt Cobain–, o cuando, tal vez, estaba torturándome, pensando en que, como me ocurre cada dos de tres noches, debo darle un giro de 180º a mi vida, en que nunca voy a tener el trabajo de mis sueños en la academia, en que debo dejar la carrera, en que debo bajarme del barco.

En el último de los dos o tres mensajes que leo, me entero de que mi colega tenía varios meses pasando por quimioterapias, y me pregunto cuándo lo vi por última vez –¿en el 2019...?, ¿en el funeral de ese otro colega que él y yo teníamos en común...?–, y ya no quiero pensar en nada más. 

Trato de tomar perspectiva de mis problemas: no tengo ningún problema, todo es una invención de mi mente. Pero no dejo de pensar en aquella vez en la que él me preguntó ¿Dónde perdiste la playa?, y en que debí quedarme callado y no decirle Tengo fotofobia, déjame en paz.

viernes, agosto 04, 2023

la gente que lee, tampoco lee

Es el último viernes de vacaciones. Todas las vacaciones estuve trabajando, corrigiendo un paper que propuse escribir yo solo y que tiene más de dos años en “la congeladora” y que, el grupo de investigación al que se lo propuse, a casi última hora, después de más de 18 meses de una mala comunicación por correos-e, decidió enviar a corrección de idioma y de estilo –la correctora se tomó muy en serio su trabajo y cambió de sentido un montón de oraciones y, entre otras cosas, también cambió doce “employ” por doce “use”, y cambió un “use” por un “utilize”; después de todo, ella no sabe que tengo más de doce papers publicados y tampoco tiene por qué saber que la escritura es sagrada para mí, que escribo desde que aprendí a escribir, que he tomado un montón de talleres de creación literaria, que tengo dos novelas sin publicar y cientos de relatos, y que, aparte de éste, tengo un blog en inglés en el que no escribo nada académico; y tampoco tiene por qué saber que, en la mayoría de esos papers, soy autor corresponsal o primer autor, y que, básicamente, yo solo (con retroalimentación de mis colegas) los escribí en inglés; tampoco tiene por qué saber que, a más de la mitad de esos papers publicados, no los he enviado ni a revisión de idioma ni de estilo.

En estas vacaciones también estuve leyendo diversos papers sobre neurobiología de las adicciones y trastornos del sueño para un seminario que impartí el lunes pasado, y también corrí más de 100 km (seguramente, entre la gente que conozco, habrá alguien que se atreva a decir que nada más uso mis piernas cuando no me queda otra opción), y fui una vez al hospital –un evento muy trágico–, y vi algunos documentales en HBO –Moonage Daydream– y en Netflix –Pepsi, ¿dónde está mi avión?– y algunas películas, y también aprendí, o re-aprendí, a tocar algunas canciones en la guitarra.

En estas vacaciones, me bebí algunas cervezas y whiskys y algunas veces desperté con resaca y deshidratado, y tuve pesadillas y fiebre, y también escribí algunos capítulos de la última novela en la que estoy trabajando (algunos extractos y borradores de esa novela están en este blog), y estuve pensando seriamente en lo frustrante que es competir contra escritores que viven “su cuento de hadas” y que tienen amigos editores y amigos escritores y un montón de publicistas y promotores a su servicio –por no mencionar que, también, en su “éxito”, contribuye “el lector hormiga”, ese lector pasivo, como decía Cortázar, que no lee más que cuando le dicen (en Facebook, por ejemplo), que no lee, o que sólo ojea algunas páginas de las novelas que las vacas sagradas le recomiendan por todos los medios posibles– y, para ponerlo más claro, por escritores que viven “su cuento de hadas”, me refiero a quienes, por ejemplo, viajan a Seattle –y lo anuncian por sus redes sociales–, para escribir una novela sobre “un asesino serial que vive en Seattle”. 

También leí, o releí, a Del James –el libro que incluye el relato en el que está basado el fastuoso video de “November Rain” de Guns N' Roses–, a Karl Ove Knausgård –el último tomo de Mi Lucha–, a José Agustín –un libro de cuentos y un libro sobre periodismo de rock–, a Kim Gordon, a Simon Critchley –un libro sobre el fascinante mundo artístico de David Bowie–, y también releí American Junkie, la novela negra y autobiográfica de Tom Hansen en la que habla sobre su dependencia a opiáceos –comienza escribiendo la novela en un hospital en el que estuvo internado más de medio año–, sobre el mundo de las estrellas de rock adictas a opiáceos –él no sólo consumía opiáceos, sino que era dealer de Kurt Cobain, de Mark Lanegan y de Nick Cave–, en la primera mitad de la década de los noventa.

Son más de las diez de la noche. Acaba de llover, y acabo de ver Seven –la película de 1995, dirigida por David Fincher, con Morgan Freeman, Brad Pitt, Gwyneth Paltrow y Kevin Spacey, y con música de Trent Reznor y de David Bowie–, pero estoy pensando en ese concierto de los Flaming Lips al que fuimos Katz y yo, en el 2008, en el Festival Motorkr. Allí también tocaron Stone Temple Pilots y NIN. Scott Weiland estuvo fatal, tambaleándose en el escenario y olvidando las letras de las canciones. Wayne Coyne se metió en una gigantesca pelota de playa y surfeó entre el público. Trent Reznor y su banda estuvieron geniales. 

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martes, julio 11, 2023

Can You Hear Me, Major Tom?

Son las 10 y algo por la mañana, y ya platiqué con Katz sobre un pasaje de la novela de Knausgård que estoy leyendo –la literatura es más que describir los hechos; implica ahondar en la individualidad de la gente... en las emociones que un individuo, incluso por su forma de andar, le transmite a quien escribe, y que, de algún modo, quien escribe, le transmite a quien lee–, y ya le dije que también leí una nota en la que Marcelo Ebrard hablaba sobre unos algoritmos de inteligencia artificial que usarán en la CDMX para detectar a delincuentes, “por su modo de andar”...; y ya le platiqué que me parece paradójico; que, mientras Knausgård le confiere algo “sublime” al andar, la inteligencia artificial lo ve como algo genérico. 

También, como cada día, desde hace muchos meses, ya me medí la glucosa, ya lavé los trastes, ya le di de comer a los gatos y ya les cambié la arena y el agua.

Me preparo para correr. 

Me froto un ungüento en las piernas y en los tobillos, y también hago algunos estiramientos, para evitar cualquier tipo de lesión. Hace un año me lastimé un tobillo y tuve que dejar de correr durante casi un mes. 

Tomo un vaso de agua, me pongo los audífonos y el protector solar y las gafas de sol; conecto el cable de los audífonos al Huawei, abro la aplicación de Amazon Music y selecciono la playlist que he creado para correr. Sería imposible salir a correr en silencio, o en compañía de otro corredor, o escuchando las tonterías “académicas” (que, en la mayoría de los casos, no son más que un compendio de información taquillera sacada de contexto, consultada al vapor en Google y llevada a un terreno pseudocientífico y pretencioso, y que, por alguna triste razón, le parece interesante a la audiencia), o las tonterías “hilarantes” (esos rollos triviales que hacen reír a la gente, y que están llenos de anglicismos innecesarios y de las mismas palabrotas que usaban los comediantes mexicanos de los ochenta), de un podcaster famoso.  

En los últimos días ha llovido mucho y casi no ha salido el sol, pero hoy es un día soleado. Espero que el sol no me agote demasiado rápido. 

Estoy por completar mis primeros dos kilómetros de carrera. Ya me topé con mi cuñada, que sacó a pasear a su perro, y ya me topé con el vecino tatuado, que también sacó a pasear a su perro. Ya me topé con otros vecinos que entran y que salen del fraccionamiento en sus autos. Ya me topé con la vecina que siempre sale en pijama a pasear a su perro. Ya me topé con los vigilantes. Ya me topé con unos veterinarios que llegaron en una camioneta, a atender a algún perro o gato. Ya me topé con la vecina adolescente que siempre se pasa el cabello por detrás de la oreja, cuando me ve.

Estos dos kilómetros me han costado. He estado a punto de tener un ataque de ansiedad porque he sentido que no puedo respirar y que mis pulmones nunca llegan a su máxima capacidad. Me he preguntado por qué demonios puedo correr –¿a quién le gusta correr solo?– y, sin embargo, por qué demonios soy incapaz de dejar de fumar, otra vez. Me he sentido dramático e idiota por las decisiones que he tomado. 

Entonces suena “Space Oddity” –la canción de David Bowie que fue estrenada el 11 de julio de 1969, a días de que Neil Armstrong y su equipo se convirtieran en los primeros humanos en llegar a la luna– y la escucho como si se tratara de una señal del más allá que me dice que me falta perspectiva y que nada más soy un ser vivo minúsculo, con sus minúsculas preocupaciones, en el majestuoso universo.

Mientras me adentro en el tercer kilómetro, me enfoco en la letra de la canción.

¿Major Tom decidió perderse en el espacio, o la nave espacial dejó de funcionar y lo abandonó a su suerte...?, ¿Major Tom decidió perder todo contacto con la torre de control, o la nave espacial dejó de funcionar y entonces a Major Tom le resultó imposible mantener la comunicación con la torre de control...?, ¿David Bowie escribió la canción porque estaba impresionado por el primer alunizaje humano, o porque lo había impresionado la película de Stanley Kubrick...?

La canción llega a esa parte en la que la torre de control y Major Tom ya se comunicaron, cuando suenan los cuatro acordes disonantes de la guitarra, que se repiten dos veces y que son seguidos de aplausos, y también recuerdo que agregué esta canción de 1969 a la playlist que escucho mientras corro, porque hace unos días Katz y yo vimos Moonage Daydream –el documental sobre David Bowie que dirigió Brett Morgen y que está en HBO– y reconozco que, desde entonces, “Space Oddity” ha tomado otra dimensión para mí. Y esto no tiene nada que ver con el hecho de que hoy cumple 54 años de haber sido lanzada al público. Ni siquiera estaba enterado. Lo supe apenas unos minutos antes de ponerme a escribir estas cosas.

La he estado escuchando muchas veces, y he estado aprendiendo a tocarla en la guitarra. Los acordes no son muy difíciles, pero la letra sí me ha resultado muy difícil de aprender –es como si David Bowie, en lugar de escribir una canción estándar, verso, coro, verso, hubiera escrito un breve relato que colinda con la realidad y la ciencia ficción–, y le he dado vueltas a cada oración de la canción –a diferencia de la mayoría de las canciones que escucho, casi ningún verso y casi ningún coro se repiten–, y me he estado haciendo preguntas sobre la clase de historia que cuenta. 

Corro mi cuarto y mi quinto kilómetros. Ya no siento que mis pulmones se quedan sin aire. Me acuerdo cuando corría regularmente cinco kilómetros y cuando compartía mi registro en Facebook. Un día sólo corrí cuatro kilómetros –tenía un esguince, y me costaba mucho trabajo correr– y uno de mis contactos, que pasaba casi siempre de largo por mi muro, me preguntó “¿no corrías ya cinco kilómetros?”, o algo así. Si es complicado entender a la gente cuando te habla de frente, es mucho más difícil comprenderla por lo que comenta en un post en redes sociales. Nunca estás seguro de cuál es el énfasis de un comentario. 

Corro mi sexto y séptimo kilómetros. Desde hace más o menos un mes, después de estar corriendo seis kilómetros durante casi medio año, subí a siete kilómetros. Estoy cansado, pero necesito más

Divago un poco y pienso en que estoy comprobando el error de predicción de la recompensa; o sea: cuando la dopamina que liberas ante la expectativa de algo placentero llega a un punto en el que eso que adoptaba el carácter de placentero, ya no es suficiente; cuando tienes que pasar a otro nivel, encontrar una estimulación mayor que sea capaz de liberar suficiente dopamina y que ésta te haga sentirte bien.

Pienso en que ahora debo esforzarme como nunca antes, desde que empecé a correr, hace casi dos años; que debo propiciar que mi cerebro libere más dopamina otra vez; que debo realizar un esfuerzo extra, llegar a un punto al que nunca he llegado: nueve kilómetros. En este mes, dos veces, ya corrí ocho kilómetros.

El noveno kilómetro me cuesta un poco más, pero cuando la aplicación en el teléfono me dice que acabo de completarlo, me siento muy bien, casi en éxtasis, y entonces me detengo unos segundos para descansar y miro hacia el cielo y veo que el sol se ha ocultado detrás de unas nubes y siento una brisa que refresca y que renueva cada poro de mi piel. 

Decido hacer algo que nunca antes he hecho: correr diez kilómetros. Es ahora o nunca.

Termino rendido, pero satisfecho. Miro mi reloj. Son ya casi las doce del día. Por primera vez, desde que comencé a correr, hace casi dos años, corrí diez kilómetros y no puedo creerlo. “Space Oddity” quedó atrás hace muchos kilómetros –ya escuché a Mudhoney, a PJ Harvey, a Tracy Bonham, a Pixies, a Pink Floyd, a Nirvana, a Alice In Chains, a Blind Melon, a Terry Lee Hale...–, y esto es lo que realmente me interesa escribir: que hoy corrí diez kilómetros.

sábado, junio 24, 2023

no azotes la puerta


El Uber está muy cerca. No hemos tenido que esperarlo ni cinco minutos. 

Si fuera supersticioso, creería que se trata de una señal: que no debo hacerle caso a todas esas ideas que han estado dándome vueltas por la cabeza, a partir de mi mala experiencia de esta semana con un conductor de Uber; que debo seguir como estoy; que no debo aprender a manejar, ni tampoco comprarme un auto.

No es para tanto, ni soy supersticioso. Me digo a mí mismo «Todo mundo conduce. No es una virtud. Algún día tendrás que entrar a ese círculo vicioso.» 

Según la aplicación del teléfono, el Hyundai que nos llevará de vuelta a la casa está a cuatro minutos de distancia. Salimos de Gong Cha y de pronto ya estoy pensando en cuánto dinero me he gastado en Uber, desde hace más o menos dos años, cuando estábamos en la pandemia y un día tuve que tomar un Uber a la universidad y sacar un equipo de investigación y esperar a que una persona llegara en una camioneta, desde un punto X de la República, para que luego se llevara el equipo a ese punto X de la República. 

Independientemente de que ésa tampoco fue una buena experiencia con Uber –hacía calor, luego llovió y no había nadie a cuarenta metros a la redonda; dos o tres conductores, cuando ya estaban cerca del punto de partida, me cancelaron el viaje y tuve que esperar casi cuarenta minutos afuera de la universidad, en tiempos de pandemia, antes de que hubiera vacunas–, los cálculos no me favorecen. 

Pude invertir todo lo que me he gastado, en clases de manejo y tal vez hasta en algunas mensualidades de un auto. 

El Uber está a dos minutos. 

También pienso en el sujeto que conocimos en un viaje en Uber hace más de un año y que luego nos ofreció viajes “por fuera de Uber” y que nos llevaba a donde quisiéramos ir. Él tenía una numerosa familia: seis o siete personas –incluido un niño con una enfermedad extrañísima– vivían en la misma casa, y, de todos ellos, su hermana, un ex novio de su hermana y él eran casi los únicos que tenían un ingreso más o menos fijo. Varias veces tuvimos que esperarlo treinta minutos o más. Cuando me llevaba a la universidad, a veces me desconcertaban sus comentarios –“¿a poco das clases...?”, “¿tus estudiantes no se te suben a las barbas...?”, “no pareces académico; te ves muy joven...”, “la ciencia es peligrosa...”, “yo, la verdad, sí creo que esas vacunas de Moderna nos van a controlar el cerebro...”–, o, luego, cuando ya estaba cansado y hambriento y quería volver pronto a la casa, él llegaba por mí a la universidad con su esposa, con su suegra y con su hijo, y me preguntaba si podíamos pasar a la farmacia o a la panadería, antes de llevarme a la casa. Hasta parecía que no me cobraba los viajes.

El Hyundai llega al muelle de Town Square. 

Le abro la puerta a Katz y avanzo hacia la otra puerta y me aseguro de que no pasen otros autos a toda velocidad por el muelle.

Apenas meto la cabeza en el auto, me recibe una canción de Jon Secada que me remonta a mil años atrás, cuando no sólo no había imaginado que algún día viviría en esta ciudad, sino cuando tenía la vaga impresión de que terminaría convirtiéndome en la copia de la copia de la copia: con un trabajo poco estimulante, con un auto en la puerta de mi casa, con una esposa que se hartaría muy pronto de mí y con un par de adolescentes que me odiarían. 

Nada de esto pasó. Tengo un trabajo muy estimulante que me encanta y también tengo una fabulosa esposa que me ama. Tengo mucho tiempo para escribir, para leer, para tocar la guitarra y para pensar. Claro, también tengo que pagar el precio de esta clase de vida, andar en la cuerda floja, ése es mi mito de Sísifo.

Jon Secada también me recuerda a mi musa hip de la secundaria, a esa chica enorme que tenía brackets y una cabellera como la de Ricky Martin cuando cantaba en los Muñecos de Papel. Ella tenía novio –el susodicho ya estaba en segundo de prepa–, y le dije que me gustaba pero nunca la invité a salir a ninguna parte; sólo platicamos cuatro o cinco veces, en los recreos. Me pregunto qué será de su vida. ¿Se acordará de mí...?

Jon Secada continúa cantándole a un amor mal correspondido y me acomodo en el asiento.

El conductor del Hyundai se llama como yo, tiene mi primer nombre, ése que no me gusta y por el que sólo me llaman Katz y la familia, a pesar de que les he dicho varias veces que no me llamen así. 

Mauricio confirma el destino del viaje y nos pregunta si tenemos una ruta o si sigue la ruta que le marca la aplicación. Le digo que siga la ruta que marca la aplicación. Es un tipo muy amable. Nada qué ver con el conductor con quien tuve una mala experiencia en la semana, que era un sujeto hostil y que, además, parecía estar bajo los efectos de la coca o de las tachas. Le pedí un servicio para volver de la universidad a la casa y, en cuanto me subí al Dodge Neon y cruzamos dos o tres palabras, tuve que exigirle que cancelara el viaje.

Apenas cerré la puerta –tal y como lo he hecho 2 veces al día, 4 ó 5 veces por semana, desde febrero del 2021–, y me acomodé en el asiento, el conductor refunfuñó, me echó una mirada hostil por el retrovisor, y dijo algo ininteligible.

«Perdón, ¿cómo dijiste?», le pregunté. 

Él me miró de nuevo por el espejo retrovisor. Tenía las pupilas muy dilatadas. También tenía una especie de bruxismo, y movía mucho la quijada. Frunció el ceño, y me dijo: «¡No es una camioneta; no azotes la puerta!», y entonces visualicé los diez o quince minutos de recorrido de vuelta a la casa en el Dodge Neon, en condiciones incómodas, y le pregunté «¿Cancelamos el viaje?» y él me contestó «Como quieras», y le dije «Cancélalo tú» y me bajé del auto y cerré la puerta, con la misma fuerza con la que cierro la puerta siempre que me subo y siempre que me bajo de cualquier auto, y volví a escuchar que él decía que no azotara la puerta. 

Tuve que meterme otra vez a la universidad. Me senté en una banca al aire libre, a unos metros de algunos ex estudiantes que hablaban sobre Thomas Hobbes –el filósofo británico del Siglo XIX– y sobre la violencia: “¿es innata o es adquirida...?”, “¿necesitamos a un monarca que domestique nuestra violencia...?” 

Volví a pedir otro viaje en Uber, estaba muy encabronado, y me puse a pensar en lo peligroso que sería para Katz o para mi mamá o para mi suegra o para alguna de mis cuñadas, o tías o primas, o para cualquier estudiante de la universidad, o para cualquier persona en general, tener que lidiar con un conductor como el del Dodge Neon.  

Al cabo de cinco minutos, otro conductor tomó el viaje, y reporté al conductor hostil en la aplicación de Uber. 

domingo, junio 18, 2023

naproxeno sódico, paracetamol y loratadina

Hoy cumplo casi 7 días sin fumar. Después de mi estrepitosa recaída que acabó con una abstinencia de casi 8 años, es todo un logro. Más o menos desde abril, ya estaba fumándome 3 ó 4 cigarrillos al día. 

Hoy no cumplo casi 7 días sin fumar porque me haya mentalizado a no hacerlo, o porque me haya resultado fácil dejar de fumar, sino porque no me quedó otra opción. 

El viernes 9 de junio desperté con escozor en la garganta, con flemas y con moco. Impartí mi clase de las nueve de la mañana, hablé sobre Phineas Gage y sobre la frenología,  y también hablé sobre Pierre Paul Broca y su paciente Tan, y sobre los asombrosos experimentos de ablación de Pierre Flourens, y sobre la afasia de Wernicke y sobre la Revolución Francesa y las decapitaciones en la guillotina que inspiraron los experimentos que realizaron Robert Whytt, François Magendie y Charles Bell –en ranas, en perros y en conejos, respectivamente.

También quise dejar como mensaje que las conclusiones de los experimentos de Magendie eran más precisas que las conclusiones de los experimentos de Bell –las raíces dorsales de la médula espinal controlan las sensaciones y las raíces ventrales de la médula espinal controlan el movimiento–, y que, a pesar de lo anterior, la disputa de la titularidad de los resultados de esos experimentos, se inclinó a favor de Bell y que por eso llamamos así a la ley Bell-Magendie, y que esta disputa es tan citada que ha servido de argumento para que organizaciones como PETA y grupos antiviviseccionistas ataquen la investigación en modelos animales y llamen la atención de la gente sobre los derechos de los animales de experimentación.

Me pasé unos quince o veinte minutos hablando sobre el propósito de la investigación preclínica. Que, quizá, la gente de PETA y los antiviviseccionistas creen que este tipo de investigación se lleva a cabo para probar shampoos y maquillajes y otras cosas vanas, cuando el propósito no es ése, sino entender cómo funciona el cerebro y cuál es el origen de las enfermedades que aquejan a la humanidad, para, así, diseñar herramientas o fármacos que puedan prevenirlas o tratarlas. Que, quizá, esas personas creen que los investigadores no tienen que someter a comités de ética los protocolos de sus proyectos de investigación, y que, quizá, creen que los animales de experimentación son tratados cruelmente, que viven en las peores condiciones –sin agua ni comida, encadenados en una azotea, como hacen muchos ciudadanos con sus mascotas, en el día a día, fuera de los laboratorios–, y que, sin embargo, sus actos de protesta tienen mucho eco en la sociedad.

Les conté a los estudiantes de aquel congreso de la SfN al que asistí –¿en San Diego?, ¿en Washington, D. C.?–, en el que había una multitud de antiviviseccionistas apostados en la entrada del recinto en el que se llevó a cabo ese congreso. Había también camionetas de CBS y de NBC. A lo mejor hasta salí en la tele. Parecía una escena de una película de Hollywood.

Luego me fui al cubículo y estuve trabajando en varias cosas –un paper que está en la congeladora desde diciembre del 2021, una tesis de licenciatura, un servicio social, una clase sobre el costo oculto de la recompensa, una clase sobre disonancia cognitiva– y pedí un Uber. 

Cuando volví a la casa, entre 5: 00 y 5: 30 de la tarde, no quise pensar en el escozor en la garganta ni en las flemas ni en el moco que no habían cesado, y me salí a la terraza y me fumé 2 Camel.

Katz había salido a nadar.

Mientras fumaba, tampoco quise pensar en esas toneladas de correos-e y de archivos en excel y en word que había tenido que revisar en el cubículo después de dar mi clase. No quise pensar en todo el trabajo que me esperaba para el fin de semana: revisar una tonelada de documentos y redactar (parcialmente) un informe técnico de un proyecto de investigación del que me hice cargo hace dos años. 

Tampoco quise pensar en que no había más de la mitad de estudiantes en mi clase de la mañana, ni en que, en las últimas semanas de fin de trimestre, algunos alumnos habían decidido salirse a tomar el sol o asistir a un concierto de rock, en lugar de tomar mis clases; ni tampoco quise pensar en que, esa mañana, en la clase, me llamó la atención el comportamiento de una estudiante que parecía estar en otro lugar y que descubrí que ese otro lugar era Facebook en su teléfono celular.

Me acabé el segundo Camel y el escozor y el moco y las flemas aumentaron, y llegó Katz a la casa y le dije que me sentía mal, que estaba enfermándome, y también le dije lo que había pasado en la clase de la mañana, y que sólo ella, a lo mejor, sabe cuánto me esmero por preparar mis clases y por encontrar la manera de llamar la atención de los estudiantes, y que para mí es suficiente si tres o cuatro estudiantes al final de la clase me dicen que les gustó la clase.

Y tosí, y ya no pude dejar de pensar en que, desde la mañana, me enfermé, y que me enfermé porque el día anterior fui a recoger a Katz al Centro Acuático y comenzó a llover y le di mi chamarra y me enfrié.

Hoy me siento mejor... y tengo ganas de volver a fumar. 

sábado, mayo 13, 2023

Escribe sin parar


Ya te mediste la glucosa, ya escribiste un rato, ya leíste, ya les diste comida blanda a los gatos, ya recogiste la arena de los gatos, ya barriste (un poco), ya lavaste (unos cuantos) trastes, ya calentaste y vas a salir a correr. Apenas faltan cinco minutos para las ocho de la mañana. 
Te pones el bloqueador solar –en donde vives, los rayos del sol son tan salvajes y sales a correr desde hace tanto tiempo que tu verdadero color de piel nada más sobrevive debajo del reloj en tu muñeca–, te amarras el cabello con una dona, te pones los audífonos para correr, pasas el cable de los audífonos por el agujero de la bolsa canguro en la que guardas tu teléfono, conectas el cable de los audífonos al teléfono, abres la aplicación de Amazon Music y seleccionas la playlist para correr y le das play en modo aleatorio; abres la aplicación de Nike que usas para registrar los kilómetros que corres y en cuánto tiempo corres cada kilómetro –esperas que la aplicación no se pasme y que no deje de responder y que no te haga perder entre quince y veinte minutos, como te ha pasado ya un par de veces–, haces unos últimos estiramientos para evitar cualquier problema muscular, te pones las gafas de sol, abres la puerta de la casa, te sales, cierras la puerta y le das click al botón de “comenzar” en la aplicación.
Conforme vas corriendo el primer minuto de tu carrera sabatina de seis kilómetros, te preguntas si la aplicación se detendrá apropiadamente cuando hagas una pausa –después de estar a punto de cumplir casi dos años corriendo al menos tres veces por semana, has decidido que prefieres aumentar tu velocidad y dejar en segundo término tu resistencia–, y no puedes dejar de reparar en ese amargo sabor que merodea en tu boca y que no se larga a pesar de que te cepillaste los dientes antes de acostarte y a pesar de que te cepillaste los dientes al despertarte, y que se parece a ese amargo sabor de antaño que también se esparcía por tus dedos y que le daba un color amarillento a las puntas de tus dedos.
No tienes que pensarlo demasiado: ese amargo sabor que tienes en la boca es el resabio del Lucky Strike que te fumaste ayer, cuando llovía y tuviste que lidiar con el viento, cuando hacías una pausa en tu trabajo y acababas de tomarte un whisky y reparabas en que estabas fumando compulsivamente; que el Lucky Strike ya estaba en la colilla al cabo de unos cuantos segundos –en tiempo récord–, y entonces te preguntaste si otra vez ya habías perdido el control y si ya estabas fumando como un autómata, y te sorprendió darte cuenta de que hace poco más de un mes te fumaste lentamente otro Lucky Strike completo pero que te pareció tan fuerte que te lo terminaste en cuatro o cinco minutos y que acabaste sintiendo unas terribles náuseas y vértigo, y que te habías tomado cuatro o cinco whiskys y que ya estabas un poco ebrio y que a eso atribuiste tu falta de control.
A diferencia de esa otra ocasión, ayer, mientras llovía y llegabas hasta los cimientos del Lucky Strike en tiempo récord, no tuviste ni náuseas ni vértigo, y te sentiste culpable: no estabas ni un poco ebrio y no pudiste atribuir tu falta de control al alcohol.
El remordimiento y la culpa que sientes ahora, conforme vas acercándote a tu primer minuto, son como buitres rondando tu cabeza, y tu cabeza es un cadáver en descomposición de abstinencia de casi ocho años de nicotina, y ahora no sólo no puedes ignorar el amargo sabor en tu boca, sino tampoco todos los recuerdos asociados a ese sabor –el mal olor de la nicotina y del alquitrán quemados, los dedos de nicotina, el dolor de cabeza recurrente, la fatiga recurrente, las dificultades para respirar al subir escaleras, la tos de fumador, el carraspeo–, y lo que sientes mientras te acercas al primer kilómetro de tu carrera sabatina de seis kilómetros, no significa que ahora estés fumando compulsivamente otra vez, como hacías ocho años atrás, cuando fumabas entre tres y cuatro cajetillas en fines de semana y dos o tres cajetillas de lunes a viernes, pero sí significa que has recaído, que es verdad eso que dicen las estadísticas de las adicciones a sustancias de abuso: que todos los adictos, si logran superar la abstinencia del primer año (en el que hay una probabilidad del 60% de recaída), viven con una abstinencia prolongada que puede terminarse en cualquier momento. 
Estás por cumplir tu primer minuto y ni siquiera has prestado atención a la música que vas escuchando o a los vigilantes del fraccionamiento o a los vecinos: simplemente no puedes creer que te has acostumbrado otra vez a fumar; que tus pulmones ya soportan un Lucky Strike completo, que hace poco más de un mes te resultaba espantosamente nauseabundo. Tampoco puedes dejar de hacer algunos cálculos: en las últimas semanas de abril, pasaste de fumar, cada dos o tres días, un Camel –en dos o tres partes, al día–, o dos Marlboros mentolados –cada dos o tres días–, a fumar, en esta semana, casi dos Lucky Strikes completos al día, casi todos los días. 
No puedes evitarlo: ya estás pensando en cada una de las veces que has salido a fumar al patio trasero de la casa; no puedes dejar de preguntarte por qué no puedes resistirte, si ya pasaste por todo esto del tabaquismo, y si ya sabes que fumar no tiene ningún sentido: no expande tus sistemas sensoriales, no modifica tu percepción, no te desinhibe, no aumenta tu capacidad de aprendizaje, no se siente bien... 
También estás pensando en que simplemente no puedes analizar nada, en que no puedes ver fríamente la situación y decirte a ti mismo que meterte un cigarrillo a la boca y encenderlo y darle una chupada, jode tu salud. Lo que sí ves es que, cada vez que has salido a fumar en las últimas semanas, antes de hacerlo, el deseo de fumar ha estado dándote vueltas en la cabeza un rato, que imaginaste decenas de veces el sonido del click del encendedor y que tu cerebro creó varias imágenes de tabaco y alquitrán chamuscándose en el cigarrillo, y que tu cerebro también creó una expectativa edénica para prepararte a introducir sus vapores en tus pulmones. 
Acabas de correr tu primer kilómetro, y no sientes que tus pulmones se hayan quedado sin aire, y entonces te engañas y tratas de pensar que la decisión de fumar depende de ti, que es como cuando acabas de correr seis kilómetros y te preguntas si corres un kilómetro más y te comprometes a correr siete kilómetros al menos tres veces a la semana, pero, en realidad, no es tu decisión: fumar depende de cientos de asociaciones viejísimas con un montón de cosas abstractas y con un montón de cosas tangibles; estas asociaciones son mucho más fuertes que todos tus pensamientos actuales. 
Cargas un mundo de asociaciones en los hombros.

domingo, abril 30, 2023

Hoy no estoy hasta la madre de todo


Hace cuatro años, en otro día del niño, me peleé con un standupero. Lo seguía en twitter porque me gustaba su comedia, pero, básicamente, desde el 1 de diciembre del 2018, el tono de sus tweets fue cambiando y terminó siendo casi exclusivamente “político”. (Jaja.) Sus “críticas” y sus burlas hacia la presidencia eran cada vez más absurdas. Ese 30 de abril del 2019, por ejemplo, tuiteó, desde una sala de espera del aeropuerto O'Hare, algo como “¿Que hoy, en sus redes sociales, no ponen fotos de cuando eran niños, porque hasta este punto los ha amargado el gobierno?” (¡Ni siquiera se había cumplido medio año desde que el gobierno había entrado en funciones! ¡Cuánta impaciencia!) Luego se quejó porque, según él, su vuelo hacia la Ciudad de México tenía cuatro horas de retraso, y, obviamente, según su punto de vista, el gobierno de México tenía la culpa. (¿Por qué no le dan “luz verde” al proyecto del nuevo aeropuerto que despojará, por las malas, de sus tierras, a decenas de personas?) 

Normalmente pasaba de largo cuando él tuiteaba esta clase de cosas, pero ese día en particular, estaba hasta la madre de todo y le contesté.

La universidad iba a cumplir tres meses en huelga. Nos habíamos mudado desde la Ciudad de México a finales de diciembre, habíamos tenido un pésimo 2018, pero parecía que la situación mejoraría en mi nuevo trabajo. El trimestre había comenzado en las últimas semanas de enero, ya había viajado al INB a atender unos asuntos administrativos que formaban parte de mis responsabilidades y sólo había tenido un par de semanas de clases frente a grupo –apenas había cobrado mi primera quincena–, cuando estalló la huelga. 

Después de varias mesas de diálogo entre las autoridades y el sindicato de trabajadores, la huelga no parecía tener un fin cercano. Estaba hasta la madre de todo –frustrado, desesperado, encabronado–, y no podía hacer nada, así que me encontré el tweet del standupero en un mal momento, y le contesté. Le dije que el gobierno no tenía nada que ver con lo que él decía en su tweet: que ese 30 de abril no poníamos fotos de cuando éramos niños en nuestras redes sociales porque standuperos, como él, “nos habían abierto los ojos.” Obviamente, como la persona intolerante y egocéntrica que era en twitter, él se enojó mucho, me tuiteó varias cosas ofensivas y hostiles, y yo, como la persona que estaba hasta la madre de todo en ese momento, le respondí, y él me dijo que “estaba bien dañado” y me mandó al psiquiatra. (Al menos, yo no escribía chistes sobre mis frustraciones, ni les cobraba a las personas a las que les contaba mis chistes). Total, que se desahogó, me cansé de responderle (era como hablar con una pared) y me bloqueó. También lo bloqueé, y no sólo de esa red social, sino de todas las redes sociales que uso. 

Hoy acabo de correr y me tomo un suero, y me recupero –no tuve un buen día: corrí 6 kilómetros en poco menos de 28 minutos–, y se me ocurre meterme a Facebook y veo algunas fotografías de cuando algunos de mis contactos eran niños y me acuerdo de la pelea de hace cuatro años en twitter. Casi sin reparar en ello, me meto a twitter y me encuentro, por accidente, otro tweet similar al de hace cuatro años. 

En este caso el tweet pertenece a un personaje que sigo por curiosidad; él viaja mucho (acaba de volver de un concierto en Las Vegas y del Festival de Coachella) y escribe en Play-Boy y en otros medios parecidos (tiene publicados un par de libros de relatos y tiene una columna en un diario de circulación nacional), y ¡de vez en cuando también hace stand up!, y, generalmente, tuitea o retuitea críticas en contra del gobierno. También son igual de absurdas que las del comediante de hace cuatro años. Sigo a este escritor-comediante-politólogo-epidemiólogo porque, de vez en cuando, escribe alguna cosa que me gusta. Según él, le late la música subversiva, pero “sus ideas políticas” son más afines a las de Alex Lora, que a las de Roger Waters (que –¿quién puede negarlo?–, es un extraordinario músico, un personaje público “anti-sistema”, identificado con los gobiernos de izquierda, aunque sus regalías y sus conciertos no quedan exentos de los horrores del capitalismo que tanto execra).

Me acabo el suero –es de sabor mandarina-naranja–, y le doy vuelta a la página (dejo atrás twitter y mi teléfono). Tengo cosas más importantes que hacer.

Ahora, aunque, como hace cuatro años, las actividades en la universidad están detenidas, me encuentro más estable mental y emocionalmente que entonces, y no voy a enfrascarme en una pelea en twitter. Hoy no tengo ganas de que ningún personaje intolerante que vive en una pequeña esfera social, me diga que estoy dañado y que me mande al psiquiatra. Hoy no tengo que pelearme con nadie, ni decirle a nadie que no soporto la frivolidad.


sábado, abril 08, 2023

cuenta hasta diez

Juego con el cigarrillo (apagado) en los dedos de una mano. Hago malabares. Prolongo la abstinencia al máximo (¡en mayo, cumpliré ocho años sin fumar!) y me recuerdo a mí mismo lo que ya sé: que esta adicción es tonta, que no recaí (sólo me fumé varios cigarrillos, un día, en diciembre del 2022, y otro día, en marzo del 2023, me fumé 3 cigarrillos); que todo está mal, que soy débil (sólo me fumé varios cigarrillos un día, en diciembre del 2022, y otro día, en marzo del 2023), que estoy enfermo; que nunca dejas de fumar; que sólo prolongas tu abstinencia al máximo; que el tabaquismo es una espiral que lleva a otros vicios, que el tabaquismo es un vicio que no mejora nada, que empeora mi condición física, que me roba el aire (como cuando pongo a prueba a mis pulmones y me sumerjo en la alberca una vez a la semana y salgo a la superficie tras apenas diez segundos debajo del agua y acepto que aprendí a nadar como un salvaje debajo del agua), que jode mis pulmones, que me sofoca, que puede provocarme cáncer, que me hace carraspear, que me aletarga, que me impedirá correr 6 kilómetros en menos de 25' (tres veces a la semana) y que no me generará ningún placer excepto el de terminar con los malestares (el mal humor, la sudoración, la ansiedad) de la abstinencia. 

Ya no sé ni qué escribo: estoy viendo a futuro, y pensando en el espantoso color de mis dedos de nicotina y en el espantoso aroma a llanta quemada, impregnado en mis dedos de nicotina; y en las múltiples enfermedades respiratorias que contraería cada año, y en mi incapacidad para subir las escaleras de todos los edificios del mundo sin asfixiarme, en la eterna fatiga que me perseguiría a todas partes; y también estoy pensando en el teclado de la vieja laptop Sony que usaba cuando padecía tabaquismo, cuando no tenía una Mac, cuando fumaba casi tres cajetillas de lunes a viernes y casi cuatro cajetillas en fin de semana –¡en ayuno, caminando, subiendo escaleras, al final de algún experimento, después de impartir una clase, después de cada comida, en una conversación sobre cualquier cosa, bañándome, viendo una película, escribiendo, escuchando música...!–, y en cómo el teclado de esa vieja laptop quedó marcado con quemaduras de cigarrillo para recordarme el infierno del tabaquismo, y también para recordarme cuántos cigarrillos me fumaba entonces, en automático, mientras, tal y como lo hago ahora, escribía en este blog (por ejemplo) y no reparaba en cuántos cigarrillos me fumaba, ni tampoco me daba cuenta del espantoso aroma del tabaco que quedaba impregnado en el departamento en el que vivía.

Juegas con el cigarrillo (apagado) en los dedos de una mano, haciendo malabares y prolongando la abstinencia al máximo y pensando en todas estas cosas, mientras tu apraxia te ataca: ese automatismo de escribir mal una palabra, de saltarte una letra, de poner una vocal, o una consonante, en lugar de otra vocal, o de otra consonante; esa compulsividad de saber que escribiste mal una palabra y de regresar a corregir esa palabra, y de sentirte frustrado porque no puedes dejar de cometer errores (si aprendes a usar el teclado de una Sony VAIO, no puedes re aprender a escribir en el teclado de una Mac), y porque no puedes dejar de aporrear las teclas hasta que las palabras estén escritas correctamente; esa compulsividad de regresar, una y otra vez, a la misma palabra mal escrita para corregirla; esa compulsividad de sentir que cada palabra mal escrita es una piedrita en el zapato que no te deja avanzar y que te saca ámpulas y que te revienta los pies; esa compulsividad de sentirte frustrado porque cada palabra mal escrita es también como tu infernal mito de Sísifo privado: que la rutina de regresar a corregir las palabras, conforme intentas vaciar una idea en la hoja en blanco –la idea que se esfuma lentamente, como el día–, así como vacías tu estómago cuando has comido un alimento podrido, te mantiene dándole vueltas al mismo tema, sin llegar a ningún lado y sin concluir un párrafo: como si estuvieras lavando trastes y el fregadero nunca se vaciara. 

Pasan todas estas cosas, mientras el sol va ocultándose y el sofocante calor de abril se va debilitando, y mientras Alexa reproduce los gritos iracundos (y la angustia y las frustraciones) de Kurt Cobain, que escupe sus vísceras desde el más allá... 

(he was born scentless and senseless/ 

he was born a scentless apprentice/ 

go away...!go away...!/, go away...!

... y haces una pausa, y reflexionas, y dejas de aporrear el teclado y contemplas el cigarrillo en una de tus manos, y crees que una vocecita interior te murmura al oído «¿No puedes superarlo?», y que esa vocecita recalca «¡Ya pasaron casi treinta años desde su muerte! ¡Hay millones de músicos nuevos a quienes podrías escuchar!», pero la ignoras (después de todo, esa vocecita eres tú mismo, o un fragmento de ti mismo, perdido en las profundidades, o en la superficie, de ti mismo), y, entonces, una cosa lleva a otra cosa y recuerdas ese artículo que leíste en Internet hace unas semanas, cuando no tenías esta abstinencia y este antojo de cigarrillo; ese artículo que trataba sobre por qué, conforme envejecemos, nos rehusamos a escuchar música nueva. 

Sigues haciendo malabares con el cigarrillo apagado y tratas de pensar por qué no escuchas música nueva. Intentaste con Cloud Nothings y con Kurt Vile, pero no fue lo mismo. Estás convencido de que, tomando como referencia las explicaciones de ese artículo (la maduración psicosocial, más precisamente), tú no escuchas música nueva, porque: a) no quieres romper los vínculos emocionales que tienes con la música que escuchaste en la adolescencia, y b) ya tienes una personalidad definida (o sea que no escucharías música nueva, como lo hace un adolescente, para pertenecer a un grupo de amigos, ni para que ese grupo moldee/refuerce tu personalidad); y sales de estas cavilaciones (así como sales, una vez a la semana, a tomar aire, cuando te sumerges en la alberca y nadas debajo del agua y tus pulmones se quedan sin aire) y te preguntas qué pensaría Kurt Cobain de la música actual, qué pensaría él de todos estos artistas plásticos que todo mundo escucha en el 2023 y que ni siquiera saben cantar, y cuyos principales objetivos parecen consistir en verse bienen moverse bien en el escenario, en vender dos o tres hits al año y en ganar millones de dólares.

Te preguntas qué pensaría el difunto líder de Nirvana, de la música de estos artistas plásticos que no proponen nada, más allá de vivir en la superficie de las cosas. Te preguntas qué pensaría de los seguidores de estos artistas plásticos que no quieren quebrarse la cabeza y que sólo quieren pasar un buen rato; que sólo escuchan tracks, que nunca escuchan álbumes completos, y que parecen aspirar a lo mismo que los artistas plásticos a los que veneran: fama y fortuna (¿dónde has escuchado esto?)  

Te preguntas si Kurt Cobain usaría sus redes sociales; si él tendría twitter o facebook o mastodon o telegram o un canal de youtube, y qué opinaría de la mayoría de los influencers y de los podcasters que adora todo mundo en el 2023 y que venden cualquier cosa que sus patrocinadores les pidan que vendan, y que, a pesar de ser unos vendidos (o, precisamente, por eso), hacen declaraciones osadas, que dicen cosas como «La especie más evolucionada, pasó, de escuchar a Eddie Vedder, a escuchar a Bad Bunny», o «Soy súper humilde: tengo veinte playeras Calvin Klein del mismo color, diez Levi's 501 y tres pares de los sneakers Michael Jordan de edición limitada». 

Vuelves a aporrear el teclado y a luchar con tu apraxia y con tu abstinencia. 

Continúas haciendo malabares con el cigarrillo apagado (es un Lucky Strike pesadísimo), y admites que ya casi no escuchas a Nirvana, que hoy pusiste In Utero porque se trata de una fecha especial, porque, hace casi 30 años, un electricista, que iba a instalar una alerta de seguridad en la casa del matrimonio Cobain-Love (en Lake Washington), descubrió el cadáver de una de las principales estrellas de rock de la década de los noventa, en el invernadero de esa casa; porque, un día como hoy, hace 29 años, ese electricista, que, al principio, creería que no se trataba de un cuerpo humano, sino de un maniquí que estaba tumbado en el suelo del invernadero, después confirmaría que se trataba de un cadáver humano y llamaría a una estación de radio, o a la policía, para dar la noticia; porque has leído decenas de veces, en distintas fuentes, cómo se supone que fueron los últimos días de Cobain, y cómo la policía llegó al invernadero ese domingo 8 de abril de 1994 y confirmó lo que había visto el electricista: que se trataba de un cadáver humano, en particular del cadáver de Cobain; y que Cobain tenía una Remington en el pecho y un disparo en la cabeza; y que también reportó que en el suelo había parafernalia de junkie –cucharas, encendedores, jeringas– en una caja de puros y una nota escrita a mano (clavada, con una pluma, en una maceta), a unos metros del cadáver; y que, en tiempo récord, cerró el caso y concluyó que Cobain se había suicidado.

La canción está a punto de terminar. 

Repasas cómo crees que fueron los últimos días de Cobain: cómo, el 31 de marzo o el 1 de abril, se fumaba un cigarrillo en Exodus, mientras Gibby Haynes –el cantante de los Butthole Surfers– le contaba sobre el paciente que había escapado de ese lugar, saltándose la barda («nadie está aquí en contra de su voluntad: basta con decirle al personal de Exodus que ya no quieres estar aquí, para que te dejen salir por la puerta principal») y Cobain pensaba que esa sería la forma ideal de escapar de la rehabilitación; cómo llevaba a cabo su plan, sin siquiera haber transcurrido 24 horas internado, y se saltaba la barda de Exodus; cómo el 1 ó 2 abril se encontró a Duff McKagan en el aeropuerto de Los Ángeles; cómo llegó a Seattle y descendió del avión y tomó un taxi y llegó a su casa en Lake Washington; cómo se tumbó a dormir un par de horas en cualquier recámara de su casa; cómo despertó y después encontró al niñero de Frances Bean y a la novia del niñero, acostados en otra habitación; cómo el 2 o el 3 de abril intentó comunicarse por teléfono con Courtney Love; cómo salió a buscar heroína y alquiló una habitación en el hotel Aurora; cómo su esposa lo declaró desaparecido y contrató a un detective y canceló todas sus tarjetas de crédito; cómo el 1 o el 2 de abril llamó por teléfono a Mark Lanegan y cómo Mark Lanegan nunca le contestó; cómo estuvo desaparecido varios días; cómo, supuestamente, el 4 de abril, comió en un restaurante de comida mexicana, en una plaza de Seattle, y volvió a su casa; cómo, el 5 de abril, tomó una escopeta que tenía escondida en un armario, y que había comprado previamente con su amigo Dylan Carlson, y cómo tomó una caja de municiones que también tenía escondidas; cómo se metió, con la escopeta y con las municiones, al invernadero de su casa; cómo se fumó cuatro o cinco cigarrillos y escribió una carta para su esposa y para su hija; cómo cargó la Remington, puso Automatic For The People en un reproductor de cds y preparó una dosis letal de heroína; cómo se sentó en el suelo del invernadero y se puso la Remington en el pecho; cómo se inyectó la heroína y, antes de que los efectos de esa dosis de heroína (que, de cualquier modo, lo habría matado), estallaran en su sistema nervioso, se puso el cañón de la escopeta en la boca y jaló el gatillo; cómo el electricista encontraría su cadáver hasta el 8 de abril, y confundiría su cadáver con un maniquí, y luego llamaría a la estación de radio o a la policía...

También pienso en todas las teorías de la conspiración que circulan sobre la muerte de Cobain –¿lo asesinaron?, ¿estaba a punto de desenmascarar a una red de poderosos pedófilos?, ¿planeaba divorciarse de Courtney Love?, ¿su esposa presentía el final de su matrimonio y el final de Nirvana y el final de la mina de oro que era Cobain?, ¿él cambió su testamento antes de morir?, ¿había disuelto a Nirvana?–, pero la canción llegó a su fin y el cigarrillo captura toda mi atención y me quema las manos. 

Ya no resisto más. Y no quiero recaer. Me repito «¡en mayo, cumplirás siete años sin fumar!», y me siento frustrado y aborrezco la abstinencia y también aborrezco a todos esos académicos que publican artículos sobre neurobiología de las adicciones y que nunca han sufrido el infierno de la abstinencia (ni siquiera para una droga socialmente aceptada, como la nicotina), y que nos señalan a los adictos como si no tuviéramos fuerza de voluntad y como si fuéramos unos débiles, unos seres inferiores que sólo seguimos instrucciones, y que somos incapaces de hilar un conjunto de ideas en un texto, o de tomar una decisión, después de evaluar los pros y los contras; y, a veces, también quisiera gritar furiosamente como Kurt Cobain lo hacía y destrozar una Stratocaster zurda como él lo hacía al final de sus conciertos y conectar emocionalmente con miles de personas como él lo hacía, pero, sólo puedo hacer malabares con un cigarrillo, lidiar con mi abstinencia de casi siete años, resistirme y prolongar mi abstinencia al máximo, escribir tonterías (que nadie leerá, excepto si abandono este plano terrenal) sobre todas estas cosas... y contar hasta diez.

domingo, abril 02, 2023

God Is In The Radio


WORK IN PROGRESS

Los pájaros trinan por ahí. Su música se cuela en tus canales auditivos y genera potenciales de acción en los cilios de tus oídos internos (los mueve de un lado a otro: de derecha a izquierda, o viceversa, y ¡forma realidades alternas!), y estas señales eléctricas –fabulosamente transducidas en un lenguaje electroquímico que entienden las neuronas, a partir de las crestas y de los valles de las vibraciones de aire–, llegan a la corteza cerebral; otros potenciales de acción que, quién sabe por qué y cómo, tu neocorteza ha convertido en recuerdos nostálgicos, son un insight y un estímulo que Proust, con su madalena y con su tacita de té, del Siglo XIX –hay que leer, al menos un par de tomos de En Busca del Tiempo Perdido, para entender la referencia, y que los libros de psicología que hablan sobre el fenómeno Proust, envidiarían, y que podrían adoptar una forma concreta –en un párrafo, o en una oración– y abarcar doscientas páginas, sin respiro, casi como cuando te tiras en la alberca y te das un chapuzón en el océano de las letras y sales a la superficie, cuando estás a punto de morir por falta de oxigenación al cerebro, saltan de alguna sinapis a otra o de los músculos de tu memoria, en el hipocampo, y de ahí a la pantalla de la computadora.

Estás poseído, estás vehemente, estás un poco ebrio y tu corteza prefrontal está enferma: tu mente escribe más rápido que tus dedos, pero estas ideas, que pasan por tus dedos índices –por tus torpes dedos índices: quién sabe cómo aprendieron a suturar y a hacer cirugías estereotáxicas y a fabricar diminutos electrodos que implantaste en el cráneo de doscientos millones de ratas, hace miles de años–, chocan contra la tecla incorrecta –la apraxia del habla que te persigue, junto con su enfermedad neurodegenerativa, hace de las suyas–, y que te hacen regresar a la palabra mal escrita, a un párrafo o a una oración mal escrita, que es un obstáculo que te va alejando del insight o de la idea que salta de tu cerebro a la pantalla.

Unos perros famélicos ladran a los lejos, unos niños gritan en el fraccionamiento que colinda con el patio de tu casa y tienen voces de niños pero dicen groserías como standuperos que llegan a millones de personas, y el motor de un automóvil zumba a lo lejos como una abeja que busca saciar su sed de polen en el pequeño jardín que tu esposa ha cultivado y en donde sueles salir a tomar al el sol y a leer o a estudiar, o a escribir o a tomarte un Jack Daniel's con Coca-Cola.  

Acabas de leer una novela de Bukowski y piensas que la mayoría de la gente no ha leído su obra, y que él era un misógino y que, sin embargo, también adoraba a las mujeres, y que tuvo una vida difícil y que tuvo trabajos difíciles, y que escribía cosas contundentes que ningún escritor de escuela jamás podrá escribir en su vida; y te sientes inspirado a escribir, y caes en la cuenta de que, al igual que Bukowski, adoras a las mujeres, que nunca podrías escribir nada si no estuviera relacionado con alguna mujer: tu esposa, en primera instancia; tu esposa, antes de que fuera tu esposa; algún amor platónico de la juventud; alguna cantante pop de tu infancia; alguna actriz de tu adolescencia...

Y también piensas en que, al igual que Bukowski, necesitas escribir, y que tienes que escribir sobre lo que está dándote vueltas en la cabeza, como una jaqueca, como un tumor, como una punzada, como una canción; sobre lo que está capturando tu atención: un dolor de estómago, un picor en la nariz o en la garganta; una piedrita en los zapatos... Que no puedes escribir, a destajo: que no puedes escribir por compromiso, que no puedes escribir para satisfacer a nadie; que ni siquiera puedes escribir para satisfacerte a ti mismo: que tienes que escribir, de principio a fin: que no puedes comenzar a escribir algo y luego abandonarlo: que nunca podrás retomar y sentirte satisfecho cuando retomes algo que comenzaste a escribir y que, por una u otra razón –el cansancio, otras responsabilidades, la vergüenza de haber escrito algo que no comunica lo que quieres comunicar, y que no lo comunica como quieres comunicarlo...    

Te fumas un cigarrillo, inhalas y exhalas profundamente y adivinas que mañana te costará más trabajo correr 5 ó 6 kilómetros debajo de los 5 minutos por kilómetro, o que pasado mañana te costará más trabajo permanecer debajo del agua, nadando y conteniendo la respiración, y el futuro te decepciona y entonces, para distraer tu foco de atención, mientras continúas fumándote un cigarrillo, pones en la computadora una canción de los Queens Of The Stone Age a todo volumen –para acallar tus pensamientos y el trinar de los pájaros y los gritos standuperos de los niños del fraccionamiento contiguo– y te sientes un perdedor, te acuerdas cuando fumabas varias cajetillas de cigarrillos al día, cuando fumabas en ayuno, cuando te costaba trabajo subir tres pisos en escaleras, cuando tenías resaca de tabaco: en mayo ibas a cumplir 5 años si fumar, pero te fumaste algunos cigarrillos en diciembre, antes de que Messi ganara su primera Copa del Mundo, y te has fumado algunos cigarrillos en marzo y has reconocido que el tabaquismo –y cualquier adicción– nunca te abandona: más bien, puedes estar en abstinencia, cierto tiempo... incluso años... y te parece ridículo cuando los expertos en adicciones, en el mundo académico, hablan sobre el tema sin haber lidiado, personalmente, si quiera, con adicción a la Coca-Cola. 

Y te suenas la nariz, como un heroinómano, pero eres virgen ese tema.