sábado, junio 24, 2023

no azotes la puerta


El Uber está muy cerca. No hemos tenido que esperarlo ni cinco minutos. 

Si fuera supersticioso, creería que se trata de una señal: que no debo hacerle caso a todas esas ideas que han estado dándome vueltas por la cabeza, a partir de mi mala experiencia de esta semana con un conductor de Uber; que debo seguir como estoy; que no debo aprender a manejar, ni tampoco comprarme un auto.

No es para tanto, ni soy supersticioso. Me digo a mí mismo «Todo mundo conduce. No es una virtud. Algún día tendrás que entrar a ese círculo vicioso.» 

Según la aplicación del teléfono, el Hyundai que nos llevará de vuelta a la casa está a cuatro minutos de distancia. Salimos de Gong Cha y de pronto ya estoy pensando en cuánto dinero me he gastado en Uber, desde hace más o menos dos años, cuando estábamos en la pandemia y un día tuve que tomar un Uber a la universidad y sacar un equipo de investigación y esperar a que una persona llegara en una camioneta, desde un punto X de la República, para que luego se llevara el equipo a ese punto X de la República. 

Independientemente de que ésa tampoco fue una buena experiencia con Uber –hacía calor, luego llovió y no había nadie a cuarenta metros a la redonda; dos o tres conductores, cuando ya estaban cerca del punto de partida, me cancelaron el viaje y tuve que esperar casi cuarenta minutos afuera de la universidad, en tiempos de pandemia, antes de que hubiera vacunas–, los cálculos no me favorecen. 

Pude invertir todo lo que me he gastado, en clases de manejo y tal vez hasta en algunas mensualidades de un auto. 

El Uber está a dos minutos. 

También pienso en el sujeto que conocimos en un viaje en Uber hace más de un año y que luego nos ofreció viajes “por fuera de Uber” y que nos llevaba a donde quisiéramos ir. Él tenía una numerosa familia: seis o siete personas –incluido un niño con una enfermedad extrañísima– vivían en la misma casa, y, de todos ellos, su hermana, un ex novio de su hermana y él eran casi los únicos que tenían un ingreso más o menos fijo. Varias veces tuvimos que esperarlo treinta minutos o más. Cuando me llevaba a la universidad, a veces me desconcertaban sus comentarios –“¿a poco das clases...?”, “¿tus estudiantes no se te suben a las barbas...?”, “no pareces académico; te ves muy joven...”, “la ciencia es peligrosa...”, “yo, la verdad, sí creo que esas vacunas de Moderna nos van a controlar el cerebro...”–, o, luego, cuando ya estaba cansado y hambriento y quería volver pronto a la casa, él llegaba por mí a la universidad con su esposa, con su suegra y con su hijo, y me preguntaba si podíamos pasar a la farmacia o a la panadería, antes de llevarme a la casa. Hasta parecía que no me cobraba los viajes.

El Hyundai llega al muelle de Town Square. 

Le abro la puerta a Katz y avanzo hacia la otra puerta y me aseguro de que no pasen otros autos a toda velocidad por el muelle.

Apenas meto la cabeza en el auto, me recibe una canción de Jon Secada que me remonta a mil años atrás, cuando no sólo no había imaginado que algún día viviría en esta ciudad, sino cuando tenía la vaga impresión de que terminaría convirtiéndome en la copia de la copia de la copia: con un trabajo poco estimulante, con un auto en la puerta de mi casa, con una esposa que se hartaría muy pronto de mí y con un par de adolescentes que me odiarían. 

Nada de esto pasó. Tengo un trabajo muy estimulante que me encanta y también tengo una fabulosa esposa que me ama. Tengo mucho tiempo para escribir, para leer, para tocar la guitarra y para pensar. Claro, también tengo que pagar el precio de esta clase de vida, andar en la cuerda floja, ése es mi mito de Sísifo.

Jon Secada también me recuerda a mi musa hip de la secundaria, a esa chica enorme que tenía brackets y una cabellera como la de Ricky Martin cuando cantaba en los Muñecos de Papel. Ella tenía novio –el susodicho ya estaba en segundo de prepa–, y le dije que me gustaba pero nunca la invité a salir a ninguna parte; sólo platicamos cuatro o cinco veces, en los recreos. Me pregunto qué será de su vida. ¿Se acordará de mí...?

Jon Secada continúa cantándole a un amor mal correspondido y me acomodo en el asiento.

El conductor del Hyundai se llama como yo, tiene mi primer nombre, ése que no me gusta y por el que sólo me llaman Katz y la familia, a pesar de que les he dicho varias veces que no me llamen así. 

Mauricio confirma el destino del viaje y nos pregunta si tenemos una ruta o si sigue la ruta que le marca la aplicación. Le digo que siga la ruta que marca la aplicación. Es un tipo muy amable. Nada qué ver con el conductor con quien tuve una mala experiencia en la semana, que era un sujeto hostil y que, además, parecía estar bajo los efectos de la coca o de las tachas. Le pedí un servicio para volver de la universidad a la casa y, en cuanto me subí al Dodge Neon y cruzamos dos o tres palabras, tuve que exigirle que cancelara el viaje.

Apenas cerré la puerta –tal y como lo he hecho 2 veces al día, 4 ó 5 veces por semana, desde febrero del 2021–, y me acomodé en el asiento, el conductor refunfuñó, me echó una mirada hostil por el retrovisor, y dijo algo ininteligible.

«Perdón, ¿cómo dijiste?», le pregunté. 

Él me miró de nuevo por el espejo retrovisor. Tenía las pupilas muy dilatadas. También tenía una especie de bruxismo, y movía mucho la quijada. Frunció el ceño, y me dijo: «¡No es una camioneta; no azotes la puerta!», y entonces visualicé los diez o quince minutos de recorrido de vuelta a la casa en el Dodge Neon, en condiciones incómodas, y le pregunté «¿Cancelamos el viaje?» y él me contestó «Como quieras», y le dije «Cancélalo tú» y me bajé del auto y cerré la puerta, con la misma fuerza con la que cierro la puerta siempre que me subo y siempre que me bajo de cualquier auto, y volví a escuchar que él decía que no azotara la puerta. 

Tuve que meterme otra vez a la universidad. Me senté en una banca al aire libre, a unos metros de algunos ex estudiantes que hablaban sobre Thomas Hobbes –el filósofo británico del Siglo XIX– y sobre la violencia: “¿es innata o es adquirida...?”, “¿necesitamos a un monarca que domestique nuestra violencia...?” 

Volví a pedir otro viaje en Uber, estaba muy encabronado, y me puse a pensar en lo peligroso que sería para Katz o para mi mamá o para mi suegra o para alguna de mis cuñadas, o tías o primas, o para cualquier estudiante de la universidad, o para cualquier persona en general, tener que lidiar con un conductor como el del Dodge Neon.  

Al cabo de cinco minutos, otro conductor tomó el viaje, y reporté al conductor hostil en la aplicación de Uber. 

domingo, junio 18, 2023

naproxeno sódico, paracetamol y loratadina

Hoy cumplo casi 7 días sin fumar. Después de mi estrepitosa recaída que acabó con una abstinencia de casi 8 años, es todo un logro. Más o menos desde abril, ya estaba fumándome 3 ó 4 cigarrillos al día. 

Hoy no cumplo casi 7 días sin fumar porque me haya mentalizado a no hacerlo, o porque me haya resultado fácil dejar de fumar, sino porque no me quedó otra opción. 

El viernes 9 de junio desperté con escozor en la garganta, con flemas y con moco. Impartí mi clase de las nueve de la mañana, hablé sobre Phineas Gage y sobre la frenología,  y también hablé sobre Pierre Paul Broca y su paciente Tan, y sobre los asombrosos experimentos de ablación de Pierre Flourens, y sobre la afasia de Wernicke y sobre la Revolución Francesa y las decapitaciones en la guillotina que inspiraron los experimentos que realizaron Robert Whytt, François Magendie y Charles Bell –en ranas, en perros y en conejos, respectivamente.

También quise dejar como mensaje que las conclusiones de los experimentos de Magendie eran más precisas que las conclusiones de los experimentos de Bell –las raíces dorsales de la médula espinal controlan las sensaciones y las raíces ventrales de la médula espinal controlan el movimiento–, y que, a pesar de lo anterior, la disputa de la titularidad de los resultados de esos experimentos, se inclinó a favor de Bell y que por eso llamamos así a la ley Bell-Magendie, y que esta disputa es tan citada que ha servido de argumento para que organizaciones como PETA y grupos antiviviseccionistas ataquen la investigación en modelos animales y llamen la atención de la gente sobre los derechos de los animales de experimentación.

Me pasé unos quince o veinte minutos hablando sobre el propósito de la investigación preclínica. Que, quizá, la gente de PETA y los antiviviseccionistas creen que este tipo de investigación se lleva a cabo para probar shampoos y maquillajes y otras cosas vanas, cuando el propósito no es ése, sino entender cómo funciona el cerebro y cuál es el origen de las enfermedades que aquejan a la humanidad, para, así, diseñar herramientas o fármacos que puedan prevenirlas o tratarlas. Que, quizá, esas personas creen que los investigadores no tienen que someter a comités de ética los protocolos de sus proyectos de investigación, y que, quizá, creen que los animales de experimentación son tratados cruelmente, que viven en las peores condiciones –sin agua ni comida, encadenados en una azotea, como hacen muchos ciudadanos con sus mascotas, en el día a día, fuera de los laboratorios–, y que, sin embargo, sus actos de protesta tienen mucho eco en la sociedad.

Les conté a los estudiantes de aquel congreso de la SfN al que asistí –¿en San Diego?, ¿en Washington, D. C.?–, en el que había una multitud de antiviviseccionistas apostados en la entrada del recinto en el que se llevó a cabo ese congreso. Había también camionetas de CBS y de NBC. A lo mejor hasta salí en la tele. Parecía una escena de una película de Hollywood.

Luego me fui al cubículo y estuve trabajando en varias cosas –un paper que está en la congeladora desde diciembre del 2021, una tesis de licenciatura, un servicio social, una clase sobre el costo oculto de la recompensa, una clase sobre disonancia cognitiva– y pedí un Uber. 

Cuando volví a la casa, entre 5: 00 y 5: 30 de la tarde, no quise pensar en el escozor en la garganta ni en las flemas ni en el moco que no habían cesado, y me salí a la terraza y me fumé 2 Camel.

Katz había salido a nadar.

Mientras fumaba, tampoco quise pensar en esas toneladas de correos-e y de archivos en excel y en word que había tenido que revisar en el cubículo después de dar mi clase. No quise pensar en todo el trabajo que me esperaba para el fin de semana: revisar una tonelada de documentos y redactar (parcialmente) un informe técnico de un proyecto de investigación del que me hice cargo hace dos años. 

Tampoco quise pensar en que no había más de la mitad de estudiantes en mi clase de la mañana, ni en que, en las últimas semanas de fin de trimestre, algunos alumnos habían decidido salirse a tomar el sol o asistir a un concierto de rock, en lugar de tomar mis clases; ni tampoco quise pensar en que, esa mañana, en la clase, me llamó la atención el comportamiento de una estudiante que parecía estar en otro lugar y que descubrí que ese otro lugar era Facebook en su teléfono celular.

Me acabé el segundo Camel y el escozor y el moco y las flemas aumentaron, y llegó Katz a la casa y le dije que me sentía mal, que estaba enfermándome, y también le dije lo que había pasado en la clase de la mañana, y que sólo ella, a lo mejor, sabe cuánto me esmero por preparar mis clases y por encontrar la manera de llamar la atención de los estudiantes, y que para mí es suficiente si tres o cuatro estudiantes al final de la clase me dicen que les gustó la clase.

Y tosí, y ya no pude dejar de pensar en que, desde la mañana, me enfermé, y que me enfermé porque el día anterior fui a recoger a Katz al Centro Acuático y comenzó a llover y le di mi chamarra y me enfrié.

Hoy me siento mejor... y tengo ganas de volver a fumar.