viernes, mayo 20, 2022

La radio toca mi canción favorita


Quiero escribir algo, pero me despiertan las terribles ganas de orinar que van materializándose lentamente en una forma humana que se abre camino hacia la vejiga. 
Presiento que la vejiga es como un globo a punto estallar y tengo que levantarme urgentemente de la cama, trastabillando y adentrándome en la realidad, como si mis deseos prohibidos me hubieran noqueado después de haber batallado contra mi conciencia durante doce rounds. 

Me tallo los ojos con el dorso de las manos y bostezo y asimilo el exilio del fantástico sueño que soñaba. Era una especie de Kyle MacLachlan mexicano en una película de David Lynch, y en el sueño nada tenía sentido excepto mis debilidades corporales y mis últimos pensamientos oscuros del día.

Me despabilo y me concentro en la penumbra de la habitación. Miro hacia un lado y hacia otro. El camino de partículas de aire que flotan aleatoriamente en la habitación cuando los primeros rayos del sol atraviesan las ventanas y las cortinas, apenas va anunciándose, como un embrión que apenas tiene un rasgo primitivo y cuya placa neural poco a poco irá invaginándose y convirtiéndose en ectodermo, en mesodermo y en endodermo. Luego pienso en cómo el resplandor de los primeros rayos del sol que emerge del horizonte todos los días al despuntar el alba, siempre parece quemar la silueta de las montañas. Estoy más dormido que despierto.

Tropiezo con los tres gatos que son dueños de mi cama y de mi existencia. Me han dado tantos momentos de felicidad y me han llevado a reflexionar tantas veces cuando estoy sucumbiendo ante las superficialidades de la vida, que no me importa si todas las noches me dejan un pequeño espacio en la cama.
 
Gatusso, el mayor de ellos, apenas se da cuenta de que ya regresé al mundo de los vivos, me hace saber que ya puedo darle su comida blanda de todas la mañanas y maúlla trágicamente, como siempre hace: como si no hubiera comido en varias vidas. Siempre tiene hambre. 

Como todos los días, Gatusso me persigue al baño y yo intento escabullirme de él y concentrarme en orinar y en abrir los ojos totalmente y en adentrarme en la realidad, pero él siempre va un paso adelante de mí y de algún modo parece siempre estar en el baño antes que yo, aun cuando yo sea quien abra la puerta.
 
Me mira y ronronea y se talla contra mis piernas, y me hace recordar aquellos años cuando los dos éramos más jóvenes y vivíamos primero en un departamento en Xola y luego en otro departamento en Pantitlán y todos los viernes yo volvía temprano del laboratorio y deseaba apagar mi conciencia por completo y olvidarme de las absurdidades de ciertas personas psicópatas con las que convivía a diario y emborracharme enloquecidamente, y entonces, apenas llegaba al departamento en turno, dejaba mis cosas allí y salía frenéticamente al Oxxo o a la tienda más cercana y compraba una cajetilla de Camel y varios litros de alcohol y volvía al departamento y ponía a Soundgarden o a Sonic Youth o a Radiohead o a Nirvana o a Dinosaur Jr. a todo volumen en el estéreo o iPod o grabadora en turno –Katz volvía tarde al departamento, y Gatusso era nuestro único gato– y medio leía algunas páginas de alguno de los libros de mis autores preferidos –desde Trakl y Heym, hasta Bukowski y Kerouac– mientras bebía y fumaba frenéticamente y cargaba la pipa y la encendía y la fumaba frenéticamente y tosía y acababa frenéticamente intoxicado.

Al cabo de un par de horas me sentía fatal, y Gatusso me acompañaba en los malos viajes, cuando la neblina del alcohol me hacía ver doble y moverme torpemente y cuando el estupor provocado por las otras sustancias estaba matándome y me ponía paranoico; cuando la ansiedad me estrangulaba lentamente y cuando mi cuerpo pedía a gritos que desechara todas los compuestos tóxicos que había consumido; cuando, invariablemente, acababa de horcajadas junto al excusado, hiperventilando, prometiéndome no caer en los excesos jamás y buscar otra forma de lidiar con el estrés, y tratando de devolver el estómago. 

Era un sujeto tan idiota que, luego, cuando me reponía, volvía a fumar y a emborracharme, o entraba en un estado casi comatoso y me tumbaba totalmente aniquilado en la cama, pero Gatusso siempre estaba allí, cuidándome.

Él siempre hallaba la forma de acostarse junto a mí y apoyaba su cabeza contra mi pecho y ponía su nariz felina a unos centímetros de la mía y me miraba como el Thundercat majestuoso de pelaje abundante que es –con sus ojos y con sus inmensas pupilas verticales y con sus iris amarillos que son como unas enormes ventanas de luz de otros mundos y que me hacen pensar en un poema de Baudelaire que leí en la adolescencia, cuando el amor era una estupidez salvaje, violenta e impura–, y ronroneaba y me confortaba y me hacía sentir seguro: me hacía saber que la pesadilla de los excesos –ese primitivo escape de la enfermiza relación que tenía con ciertas personas psicópatas con quienes convivía diariamente–, no era el fin del mundo y que, tarde o temprano, volvería a estar sobrio. 

Así que alimentarlo cada mañana cuando me pide insistentemente su comida blanda mientras me despabilo y me tallo los ojos y trato de conectarme con el mundo y orino, no representa nada, comparado con lo que él hizo por mí. Sin embargo, soy tan idiota que casi siempre me desesperan su insistencia y su apetito voraz.

Son otros tiempos. Gatusso y yo estamos más viejos y hemos vivido muchas cosas juntos, en distintos lugares. Ahora, corro 5 kilómetros al menos dos veces a la semana y bebo una o dos cervezas, o una o dos copas de vino, muy de vez en cuando, y, en estos días, cumplo seis años sin fumar. También me he librado de los psicópatas. 

Total, que, después de orinar, bajo a la cocina y enciendo el estéreo y pongo a un volumen moderado –Katz aún duerme– y en modo aleatorio una de mis playlists de Spotify y entonces suena “I of the mourning”, y me precipito hacia el refrigerador y lo abro y saco la lata de comida blanda para los tres gatos y busco sus tres platos esparcidos en los rincones de la cocina. 

Cuando los encuentro, les sirvo a cada uno de los gatos su porción de comida blanda y luego me siento en un sillón a escuchar tranquilamente esta canción de Smashing Pumpkins que suena en el estéreo y que me remonta a otros recuerdos sobre los cuales ya no podré escribir –esa es otra historia–, mientras ellos tres pastan felizmente como cabras y lamen con sus rasposas lenguas cada uno de sus platos, y entonces caigo en la cuenta de que no sólo hace siete años que no fumo, sino que hace ocho años fue mi examen de grado del doctorado. 

martes, mayo 17, 2022

Bajar es lo peor | Mariana Enríquez (1995)



Cuando entro en una librería y me siento como un niño en una juguetería o como un señor debe de sentirse en una agencia de automóviles, me enloquece el aroma de los libros y husmeo por aquí y por allá, entre los estantes de novedades, de novelas clásicas, de novelas contemporáneas y de poesía, y tomo un libro de algún autor que en ese momento se me antoje leer, o busco un libro de algún autor que haya estado dándome vueltas en la cabeza antes de ir a la librería, y después de leer la sinopsis y ver el precio, lo compro o no. 

Si lo compro, sé que voy a terminar de leerlo, aunque me baste leer diez páginas para encontrarme en un callejón sin salida o terriblemente decepcionado y aburrido, pensando en que la sinopsis mintió descaradamente, o en que no puedo negar que soy un mamón que aborrece los extremos: la literatura pretenciosa y la literatura fácil. Raras veces compro un libro porque alguna “voz autorizada” ha dicho que es espectacularmente conmovedor, o cosas similares. Casi siempre compro un libro porque accidentalmente he leído algo sobre él –la sinopsis de la novela, en la misma librería, o alguna referencia a la novela, en otra novela o en alguna reseña o crónica, por ejemplo– que me ha llamado la atención. 

En el caso de Bajar es lo peor, ya había leído otro libro de la autora y ya había buscado información sobre ella en Internet y encontré que Mariana Enríquez publicó su primera novela en 1995, cuando la autora tenía 19 años de edad, trabajaba en un diario argentino y, supuestamente, vestía (y vivía) como punk

Desde el 2016 ó 2017 busqué el libro en varias librerías y sólo lo encontré en Amazon: había un ejemplar, de segunda mano, de la primera edición de Bajar es lo peor, pero costaba alrededor de $3, 000 MXN. Según Amazon, no se sabía si la editorial volvería a editarlo. Aunque me había gustado Las cosas que perdimos en el fuego –un libro de relatos de suspenso y de terror que se parecen un poco a los relatos de Stephen King–, no creí que la primera edición de un libro, cuya autora apenas conocía por un libro, valiera tanto dinero. 

Hace cosa de un mes fui a Gandhi y encontré la segunda edición de Bajar es lo peor. Anagrama acababa de lanzarla a la venta. Le eché un ojo a la sinopsis –más o menos ya sabía de qué trataba la novela– y me la compré, aunque el precio me pareció un poco descabellado –casi $400 MXN–, pero es lo que pasa cuando los críticos dicen que una obra es “una novela de culto”. 

La acabé de leer en estos días. En resumen: no la disfruté mucho. 

La trama cuenta la relación bisexual amor-odio de tres adolescentes que viven en Buenos Aires, entre drogas, sexo y rock n' roll, y tiene pasajes muy bien logrados (los diálogos a veces son un tanto fáciles, como los de los escritores jóvenes, pero son dinámicos), pero es una novela juvenil, de otros tiempos: cuando la autora tenía 19 años y leía mucha “literatura de vampiros” y había visto decenas de veces Entrevista con el vampiro y estaba obsesionada con la inmortalidad, con la belleza eterna y con Brad Pitt (en el prólogo de la segunda edición, ella misma, más o menos, lo reconoce), y cuando, aparentemente (esto lo supongo yo), también estaba obsesionada con el consumo de heroína que le había costado la vida a algunas estrellas de rock de los noventa. 

Tal vez vuelva a leer esta novela en otro momento –al mismo tiempo leía a Carrère y a Klosterman, y quería acabar de leerla rápidamente– y entonces la disfrute más.