miércoles, abril 20, 2011

El kharma de las ratas me perseguirá toda la vida



El edificio en el que vivíamos tenía un estacionamiento en el que cabían seis automóviles.

El estacionamiento estaba vacío desde temprano y se iba llenando cuando los inquilinos comenzaban a volver de sus trabajos -a las 6 ó 7 de la tarde-, y mi hermano y yo aprovechábamos para jugar futbol allí. 

Nunca nos había llamado la atención el futbol, pero ese verano la profesora de Educación Física había organizado un torneo de futbol en la primaria -había fiebre por el futbol debido a La Copa del Mundo de Italia '90- y empezamos a practicarlo

Teníamos unos guantes de portero, y nos turnábamos para tirar o detener los tiros. 

En el estacionamiento, cerca de la portería, había una coladera.

La coladera era rectangular -casi del tamaño de un portafolios- y tenía una tapa con rejas horizontales, y las rejas estaban tan separadas que cabían nuestras manos. 

Cuando oscurecía, algunas ratas se asomaban por allí. 


Un día, después de la escuela, pasaban por televisión el partido de semifinales entre las selecciones de Italia y de Argentina. La selección italiana era favorita para ganar el mundial y los argentinos confiaban en alguna genialidad de Maradona para llegar a la final. 

El partido se disputaba en el estadio San Paolo, en Nápoles

Los tifossi del Nápoles adoraban a Maradona porque él jugaba para ese equipo y lo había llevado a ganar dos Scudettos, una Copa Italiana, una Supercopa y una Copa UEFA, pero apoyaron a la selección italiana y abuchearon el himno argentino y a Maradona cada vez que tocó el balón. 

Los argentinos derrotaron en penalties a los anfitriones.

Cuando acabó el partido, mi hermano y yo bajamos a jugar futbol al estacionamiento. 

Casi llegando al estacionamiento, los guantes de portero se cayeron en la coladera.

Cuando quisimos sacarlos de allí, apareció una rata. 


El animal se apoyó en sus patas traseras y sacó la cabeza a la superficie. 
Su cuerpo apenas podía distinguirse en la penumbra y su larga cola se perdía en la oscuridad, pero sus ojos brillaban horriblemente.

La rata se llevó las patas delanteras a la nariz, y las olfateó. 

Nos miró con sus horribles ojos rojos. 
Chilló y huyó. 

Nos quedamos paralizados, y dejamos los guantes en la coladera.

Subimos corriendo al departamento.  

Durante varias noches no pude sacarme de la cabeza la imagen de la rata, erguida en sus patas traseras y olfateándose las patas delanteras, mientras chillaba. 

Por esa época, mi papá compró un terreno para construir una casa. 

El terreno prácticamente era un basurero y estaba infestado de ratas. 


Nunca vi a ninguna rata, pero mi papá nos contó que había ratas gigantescas -casi del tamaño de un conejo-, difíciles de atrapar y de matar.

Alguna vez nos mostró un enorme esqueleto de rata que había encontrado un albañil en el terreno.



Teníamos casi un año viviendo en esa casa, cuando vimos morir a una rata. 

Había una plaga en el vecindario. 

Mis papás tenían trampas para ratas y colocaban veneno por los rincones de la casa. 
Teníamos prohibido dejar las puertas o las ventanas abiertas durante la noche, o cuando salíamos de la casa.

Una mañana de sábado, mi hermano y yo veíamos televisión, sentados en la sala, mientras 
mis papás estaban fuera. 

Tal vez veíamos los Caballeros del Zodiaco

A él le gustaban, pero a mí me aburrían terriblemente. 

De repente escuchamos un chillido.

Nos quedamos paralizados. 

Jamás había temido a una rata por las enfermedades que pudiera transmitir, sino más bien por su aspecto, pero en ese momento pensé muchas cosas. 

Tal vez la rata se encontraba a unos centímetros de nosotros y se arrastraría hasta dónde estábamos y comenzaría a subirse por nuestras piernas.

Tal vez nos mordería y nos transmitiría alguna enfermedad incurable.


Hice un enorme esfuerzo para levantarme de mi asiento, y caminé en busca del animal.

Avancé sigilosamente por la sala, acercándome al sitio del que provenía el chillido.

Llegué a la cocina. 


Presentí a la rata con el rabillo del ojo, tomé una escoba -más para defenderme que para atacarla- y me acerqué a ella. 

El chillido que emitía era espeluznante. 

El animal estaba erguido en sus patas traseras y se tallaba la nariz con sus patas delanteras, pero estaba agonizando.

A veces dejaba de tallarse la nariz y me miraba.
Se veía que la estaba pasando muy mal. 

No me atreví a matarla de un escobazo. 


Llamé por teléfono a mi abuelo para pedirle ayuda, y él llegó a la casa a los pocos minutos y la mató a escobazos. 



A diferencia de entonces, ahora sólo juego futbol los sábados, pero he visto todas las Copas del Mundo desde Italia '90.

Todavía me duele recordar cómo los argentinos derrotaron fácilmente a la selección mexicana de futbol en Johannesburgo, en un partido de octavos de final del mundial de Sudáfrica, hace casi un año.

Tengo muchos años trabajando con roedores y jamás he tenido problemas para manipularlos, pero sigo teniéndole miedo a las ratas callejeras. 

Anoche tuve que sacrificar a algunas ratas en el laboratorio. 
Es la única parte que no me gusta de mi trabajo. 

Mientras lo hacía, pensaba por qué no he dejado de tenerle pavor a las ratas callejeras. 
Me basta ver a un roedor correr por la calle, para que se me crispen los nervios. 


Sólo una vez me ha mordido una rata de laboratorio. 

Un compañero estaba de congreso en Estados Unidos y me encargó pesar a sus animales experimentales, pero no se le ocurrió advertirme que tenían dos semanas sin comer. 

La mordida fue sorpresiva y muy dolorosa. 


Sangré profusamente, pero, a pesar de eso, no me causó ningún conflicto seguir trabajando con ratas de laboratorio. 

Si ahora mismo viera cruzar la estancia a una rata de la calle, saltaría de mi asiento.