jueves, octubre 22, 2020

La tristeza infinita


Recorríamos la Avenida Fray Servando y Teresa de Mier en el Jetta en el que mi papá me había intentado enseñar a manejar en tercero de secundaria. El tráfico era lento. Teníamos varios minutos detenidos en El Mercado Sonora. Resignado a que en algún momento acabaría el trayecto, conforme James Iha y D'arcy Wretsky cantaban la canción de amor superlativo que cierra Dawn To Dusk, me acomodé en el asiento junto a la ventana y me puse a mirar la calle. Hubiera preferido quedarme en la casa, en lugar de salir al Zócalo a ver las luces de Navidad. 

Cuando la canción terminó, saqué el cassette del walkman, le di la vuelta para reproducir el lado en el que había grabado Twilight To Starlight, volví a meterlo en el compartimento del cassette, le di play y le subí al volumen. 

Estaba en el último año de prepa y era un adolescente como cualquier otro adolescente que sólo escuchaba música y que no quería pensar en su futuro, ni salir a pasear con su familia. 

En ese momento, sólo quería concentrarme en la música para dejar de pensar en que faltaba poco tiempo para que entrara a la universidad. No quería pensar en que estudiaría una carrera que tal vez me aburriría pronto. Realmente nunca me había visualizado como psicólogo; más bien, la psicología había sido un punto intermedio entre mis intereses y las expectativas que mis papás tenían de mí. 

Ellos esperaban que yo estudiara Medicina (quizá yo los alenté cuando de niño les decía que sería cirujano). Yo quería ser escritor. 

(Puesto que en mi numerosa familia –conformada por decenas de personas que habían tenido que trabajar toda su vida para sobrevivir en distintos estados del país o que se habían condenado a vivir una vida que tal vez no deseaban porque se habían reproducido casi en cuanto sus órganos sexuales se los habían permitido–, sólo mi papá y uno de mis tíos tenían licenciatura, había sido complicado convencer a mis papás de que quería estudiar una carrera que parecía mucho menos redituable que Psicología; después de tantas discusiones con ellos, ni yo mismo estaba tan seguro de que mis intereses no fueran un capricho que desaparecería con la edad.) 

Cerré los párpados, como si de esa manera pudiera teletransportarme a cualquier otra parte, y me quedé medio dormido mientras la voz de Billy Corgan me decía a través de los audífonos del Aiwa que el amor era un suicidio. Sus palabras me provocaron escalofríos y me hicieron pensar en lo único que realmente me obsesionaba: tener una novia. 

Era 1996. Mellon Collie & The Infinite Sadness tenía poco más de un año de haber salido a la venta y yo tenía casi el mismo tiempo escuchándolo todos los días. También había descubierto a los Smashing Pumpkins hacía más o menos un año, en un concierto que había visto en MTV.

De ese concierto, lo primero que atrajo mi atención fue el tipo calvo que vestía pantalones metálicos que parecían de astronauta y una playera negra con la llamativa leyenda “Zero” en el pecho. Ocupaba el centro del escenario y cantaba peculiarmente y tocaba una Stratocaster. Luego me fijé en la mujer blanca de cabello corto que estaba a su derecha y que daba la impresión de estar en trance, ajena a la reacción del público y concentrada en escuchar las notas que emitía su bajo Fender. Después me fijé en el hombre de rasgos asiáticos que parecía algo introvertido y que tocaba una Gibson, a la izquierda del cantante. Detrás de todos, un impresionante baterista acompañaba con percusiones las tranquilas notas que emitían los tres instrumentos, mientras las luces del escenario parpadeaban entre tonalidades azules y una pantalla al fondo del escenario reproducía imágenes de la naturaleza que le daban a la canción una atmósfera oceánica. 

La canción transmitía quietud. Era como si fuera una droga hipnótica que surtía efecto lentamente y que erradicaba el insomnio con el que habías batallado toda tu vida. 

Poco a poco, la quietud de la canción se convirtió en una explosión en la que todos los instrumentos estallaron, al mismo tiempo que las luces del escenario, que las imágenes en la pantalla y que la furiosa voz del cantante que gritaba algo indescifrable.

Tuvieron que pasar algunas semanas o meses, después de haber visto el concierto por televisión, para que mi hermano y yo encontráramos el tercer álbum de los Smashing Pumpkins en un centro comercial y lo compráramos y yo supiera que el nombre de esa larga canción que iba de la quietud a la furia era “Porcelina of the vast oceans”.  

Además del último concierto que Nirvana tocó en Roma y del Outcesticide que tenía todos su lados B, la oportunista interpretación de “Smells like teen spirit” de Tori Amos y el decadente mensaje que Courtney Love había grabado para los admiradores de Kurt Cobain tras su muerte, Mellon Collie & The Infinite Sadness había sido casi lo único que había escuchado durante todo el último año de prepa, diariamente.

Lo escuchaba tanto que no sólo me sabía el orden de las canciones y los títulos de las canciones, sino que mi cerebro incluso ya había formado fuertes asociaciones entre ellas. Cuando transcurría el breve silencio entre una y otra, ya anticipaba los acordes de la siguiente canción. 

También me sabía de memoria las letras de las canciones. Creía que Billy Corgan me conocía mejor de lo que yo mismo me conocía y que todas esas canciones que él había escrito y que hablaban del rechazo, de la esperanza, de la pérdida, de la confusión y de la furia, eran una especie de radiografía de mi vida. 

Mientras el Jetta finalmente circulaba por la calle José María Izazaga y las luces multicolores de la Navidad anegaban intermitentemente el interior del automóvil y yo iba saliendo de mi sopor, en los audífonos sonaba “In the arms of the sleep”. 

La letra de la canción me provocó vértigo, y me hizo reparar en mi situación sentimental con esa chica que me gustaba y que también se sentía atraída hacia mí, pero que tenía novio. Era frustrante y ridículo. Ni ella quería dejarlo, ni yo quería mantener nuestra relación en secreto. 

Casi en cuanto llegamos a Bolívar y mi papá empezó a buscar un estacionamiento, Billy Corgan me susurró al oído que “el sueño no llegaría a mi cansado cuerpo esa noche...” y entonces imaginé que, al volver a la casa, esa idea no me dejaría en paz y que pasaría toda esa noche en vela, escribiendo algún bobo poema para ella, imitando el estilo de escritura de Corgan o pensando en cuáles serían las posibilidades de cambiar la situación a mi favor. 

Mientras escribo esto, apenas recuerdo su rostro y su voz y sin embargo siento una extraña frustración, como si se hubiera abierto una vieja herida de muchos años, y me pregunto qué sería de su vida y si en algún momento se ha preguntado qué es de mi vida. También me pregunto dónde quedaría ese walkman color negro que mis papás debieron de regalarme en algún cumpleaños y que llevaba conmigo casi a todas partes. Me gustaría saber si aún funciona con dos pilas AA. 

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El tercer álbum doble de los Smashing Pumpkins que desafió los estándares de los álbumes de sus contemporáneos –¡contiene 28 canciones!– y que continúa provocándome sensaciones eufóricas y deprimentes, y remontándome a tantos recuerdos de la adolescencia, hoy cumple 25 años. 

martes, octubre 20, 2020

Vuélvete a dormir

El dolor del ayuno atraviesa todas las fronteras liposolubles de tu cuerpo 
como si fuera una píldora cuyo propósito es mantenerte despierto y asustado
Es un tráiler escandaloso que hace rugir su motor y que circula a toda velocidad 
a medianoche en la autopista desierta que te lleva al despeñadero
Es un hierro incandescente que marca un número maldito en tu piel 
y que chamusca todas tus vísceras en la febrilidad del insomnio
Es una ráfaga de aire putrefacto que anega tus pulmones de cloaca 
henchidos de esporas precisamente cuando estás paranoico 
y a punto de vomitar todas las drogas ilícitas 
que consumiste para disfrazar tu inestabilidad emocional
Es una corriente de jugos gástricos que sofoca la garganta 
de la misma forma en que lo haría un nudo 
imposible de desatar en el corazón de tu existencia

Trata de ignorar a los gatos que pelean 
y que cazan bichos imaginarios en la penumbra del amanecer 
Trata de ignorar las campanas que tañen violentamente 
en la catedral de tus entrañas hambrientas 
Trata de ignorar el bullicio del tren subterráneo 
que avanza entre los túneles de tus necesidades fisiológicas 
Trata de ignorar el calambre que recorre tu vejiga 
como una arcada eléctrica que te exige levantarte de la cama 
y orinar tres días consecutivos
Trata de ignorar las voces esquizofrénicas 
que sacuden sus alas de buitre dentro de tu cabeza 
y que te dicen todo lo que podrías hacer en el día 
si supieras cómo ser más práctico 

Trata de ignorar esta sensación lacerante 
que es un ejército de hormigas invisibles y venenosas 
que recorren tus entrañas a toda prisa 
Trata de ignorar estos efluvios de melancolía 
que se abren camino en tu tracto gastrointestinal
como un sufrimiento tecnicolor indecible
Trata de ignorar estos resabios de angustia
que se adentran en las fenestras de tus capilares hidrofílicos
como si fueran una horda de gladiadores violentos 
que conquistaron al pueblo ávido de sangre y muerte en El Coliseo Romano 
y que después violaron y destruyeron todo lo que apreciaban
quienes los esclavizaron

Trata de ignorar estas vibraciones rapaces que asolan tus oídos como mosquitos
y que saquean y que incineran todo lo que ven a su paso 
y que ultrajan todos los secretos que guardas en el ático de tu cerebro
Trata de ahogar en paraformaldehído todos estos pensamientos pesimistas 
que surcan tu mente chamuscada por el dolor del ayuno
Trata de enfocarte en el canto de los gallos que amanecen a lo lejos 
y que son indiferentes a tu nula capacidad para reposar y para mantenerte dormido
Trata de enfocarte en la suave respiración de la reina de los panales 
de abejas que descansa junto a ti
Trata de vislumbrar el vaivén y la brisa del mar en su respiración 
Trata de escuchar la música de su existencia relajada y entregada al sueño

Trata de pensar que su respiración es el rumor del océano 
que mitigará el incendio de tu insomnio

Trata de volver a dormir

domingo, octubre 18, 2020

El dolor del ayuno

El vacío en las entrañas corta la respiración y salgo expulsado del útero de la vida secreta de mis sueños. Todos mis sentidos despiertan abruptamente y tengo la impresión de que debo actuar con cautela, como si tuviera que fingir que soy ese tipo idiota, predecible y transparente que estás convencida de que soy, cuando deseas tener todo lo que yo tengo y cuando estás convencida de que me conoces mejor de lo que yo mismo me conozco, aunque nunca hayamos hablado en verdad más de cinco minutos. 

En el borde de la realidad que es mi cama que es una embarcación a la deriva que es un abismo y una fractura quebrándose en la vigilia, abro los párpados que son dos pesadas cortinas de niebla que poco a poco van cediendo como un puente levadizo atacado por un grupo de vándalos de la Edad Media y paulatinamente voy percibiéndome en la cama como un espectro que no puede abandonar su forma humana y que no puede ignorar el vacío en sus entrañas, ni el sabor de la melancolía de una vida secreta en su paladar. 

El vacío en las entrañas es aparatoso como la hinchazón en la boca provocada por una extracción de muelas y absorbe y bombea la sangre que restalla en cada uno de los latidos de mi corazón como la fuerza del recuerdo de una vieja herida de guerra que sufrí en otra vida que no puedo recordar. El vacío ilumina mi abdomen como un sol enfermizo y arde en mis corpúsculos de Pacini como si mi piel estuviera siendo chamuscada en un incendio y sufriendo quemaduras de tercer grado. El vacío naufraga en mis vísceras como la cámara de video de una endoscopía y atraviesa todas mis membranas e inunda todos los capilares de todos mis órganos más irrigados. El vacío palpita en mis arterias lánguidas como una cicatriz que es un pez que nada contra la corriente y que quiere salir a la superficie cuando hace mucho frío. El vacío late más o menos en el abdomen y su intensidad es tal que subyuga mi fatiga acumulada de toda la cuarentena y que me obliga a pensar automáticamente en el apetito que debe de sentir un ser inmortal aburrido de su inmortalidad que no se ha alimentado desde que alguno de nuestros antepasados descubrió el fuego.

Logro desasirme temporalmente del encantamiento del vacío en mis entrañas y vislumbro con el rabillo del ojo qué hora dice que es ese reloj digital de mil novecientos noventa y tantos que me ha acompañado por casi todas las habitaciones en las que he dormido casi toda mi vida. El reloj escupe una luz rojiza que es como un sol agonizante que lastima los ojos y que provoca que mis cristalinos tarden algunos segundos en enfocar los números y que mi cerebro tarde algunos segundos en interpretar esos números y en decirle a mi voz interior que son las tres de la mañana y que debo intentar volverme a dormir porque si no lo hago estaré somnoliento todo el día y entonces no podré cumplir con ninguna de las responsabilidades que debo cumplir. 

Mis sentidos se concentran en mis globos oculares que parecen un par de vesículas inflamadas a punto de estallar y me pongo a pensar cuántas horas he pasado trabajando frente a la computadora desde que comenzó la cuarentena y calculo vagamente que deben de ser aproximadamente once horas al día y entonces recuerdo que durante algunas semanas incluso tuve problemas de vista cansada y que tuve ciertas dificultades para enfocar la vista en ciertos objetos que se movían con relativa velocidad y que por primera vez reparé en la importancia del sentido de la vista.

El movimiento de mis globos oculares explorando la penumbra de la habitación es interrumpido por el inconfundible sonido de las hormonas que surcan las desastrosas autopistas de mi sistema entérico y la monotonía y la predictibilidad del ritmo de los sonidos que emiten son las campanas que tañen en la catedral de mis necesidades más primitivas y me indican que es hora de levantarme de la cama y que tendré que ir al baño a orinar largamente y que después tendré que alimentar a los gatos y que todas estas ideas que han estado revoloteando en mi cabeza como buitres se irán desvaneciendo como tus huellas en la playa de mi memoria, y que entonces sólo podré darme cuenta de la monotonía de cada despertar abrupto y de la nostalgia de otros amaneceres helados en los que podía ayunar varias horas y beber alcohol a cualquier hora y fumar cualquier cosa a cualquier hora sin sentirme paranoico o nauseabundo o mortalmente ansioso o terriblemente poseído por la asfixia de los jugos gástricos cerrándose en la intersección de mi esófago y de mi garganta como una especie de choque catastrófico que culminará en una crisis de hiperventilación incontrolable.

Finalmente abandono la calidez del cobertor y me dispongo a caminar para saciar mis necesidades animales y luego coloco ambos pies en el confortable tapete que tengo junto a la cama y sin embargo su confortabilidad es vencida por el majestuoso frío de la madrugada que penetra mis huesos como una cubetada de agua fría en una fracción de segundo, y lo intempestivo de la sensación desnuda me hace retirar mis pies de inmediato y reflexionar vagamente en la velocidad de los impulsos nerviosos que tuvieron que viajar desde las plantas de mis pies hasta mi cerebro, involucrando neuronas sensoriales, motoneuronas e interneuronas, para que yo pudiera hacer todo esto a pesar de estar todavía un poco dormido, y la reflexión me hace pensar en la esclerosis múltiple y en la importancia de los oligodendrocitos que proveen de mielina a los axones para que éstos puedan comunicar a varias neuronas que ensamblan un circuito cuyo propósito es encender y mitigar todas estas sensaciones que me despiertan a las tres de la mañana. 

Así se siente el dolor del ayuno. 

sábado, octubre 03, 2020

Aparecieron todas estas palabras


Miraste el rostro estampado en mi playera y me preguntaste si se trataba del rostro del autor de Tarzán y te dije que no. Te aclaré que se trataba de uno de los escritores beatnik más famosos y que una de sus obras más célebres era Naked Lunch. Te iba a decir que William Burroughs es uno de mis autores favoritos y que de hecho había comprado esa playera en la que estaba estampado su rostro, afuera de la Cineteca Nacional, una tarde en la que Katz y yo habíamos ido a ver Birdman, pero esto ya no tenía sentido y no quería parecer pretencioso, y el momento pasó.

Llegamos a la fonda en la que comíamos casi todos los días. No había cumplido ni un par de meses trabajando en la universidad, pero ya teníamos más o menos esa costumbre. Poco a poco, en el lapso de otro par de meses, mi salud iría deteriorándose y tendría que verme forzado a comer exclusivamente dos o tres alimentos sin grasas y sin irritantes, y también tendría que rechazar tu invitación a comer en esa fonda, en múltiples ocasiones.

Mi salud empeoraría a tal punto en el que bastarían un poco de azúcar o un poco de grasa en cualquier alimento para hacerme vivir un infierno, para sofocarme entre las náuseas del reflujo gastroesofágico, mientras la ansiedad llegaba en oleadas y desaparecía paulatinamente.

Pronto acudiría con un gastroenterólogo y me realizarían algunas endoscopías y me adheriría a dos largos tratamientos de antibióticos, de sucralfato y de cinitaprida, durante casi diez meses –¡más de lo que dura un embarazo!–, ninguno de los tratamientos funcionaría, me iría sintiendo cada día más y más miserable, y, al cabo de un año y medio, terminaría en el quirófano, en una habitación sombría y helada como una cárcel, contándole al anestesiólogo a qué me dedicaba, conforme la anestesia surtía efecto y yo perdía la conciencia y vagamente recordaba un poema de Bernardo Ortiz de Montellano que escribió después de haber sido anestesiado y sometido a una cirugía y que leí en algún momento perdido en mi memoria, y, de ese modo, mientras la anestesia me doblegaba, los gastroenterólogos me abrían en canal y suturaban una parte de mi estómago con una parte de mi esófago.  

La muchacha que nos atendía en la fonda, y que parecía conocerte muy bien a ti y también a tu esposa –¿de cuántos años de comidas alrededor de las tres de la tarde, los conocía?–, se acercó a nuestra mesa y la limpió con destreza mientras le preguntabas cómo estaban ella y su hija y cuál era el menú de esa tarde. Ella te sonrió, te respondió y te dio el menú. Escuchaste atentamente y preferiste un huarache con bistec y una Coca-Cola. Generalmente elegías el menú, pero ese día que recuerdo, cuando traía a William Burroughs en el pecho, debió de ser viernes y los viernes cambiabas el menú por la carta. 

Mientras todo esto ocurría, tu esposa hablaba con otro investigador sobre algún congreso en Noruega al que asistirían dentro de unos meses. Como hasta la fecha suele pasar cuando estoy rodeado de personas, me sentía fuera de lugar. Al igual que había pasado con la conversación del autor de Tarzán, tenía muchas cosas que decir, pero le daba vueltas al asunto –no encontraba las palabras apropiadas–, y no quería decir algo muy bobo o muy pretencioso. 

También me sentía fuera de lugar porque estaba descubriendo cómo es la vida de un posdoc. Te imaginas que todo mundo te verá como un investigador novato, recién egresado del posgrado, con mucho entusiasmo para correr experimentos y poner sus ideas en un paper, y que, además, debe de tener algunas publicaciones y que debe de saber cómo es el arduo proceso de correr experimentos, analizar datos, escribir un manuscrito en inglés y enviarlo a revisión a una revista evaluada por pares, pero no es así: más bien, en general, los estudiantes y el personal administrativo, te ven como uno más, como si estuvieras decidiendo cuál licenciatura vas a estudiar. A veces hasta los mismos investigadores, que se supone que saben cuál es el arduo recorrido que uno debe recorrer para llegar al posdoc, te ven como un estudiante más.

Ese día que probablemente fue viernes, quizá estaba en estos pensamientos pesimistas sobre la vida de los posdocs, cuando hablaste con el entusiasmo que te caracterizaba. Tal vez hablaste sobre alguna marcha del 2 de octubre a la que asististe, o tal vez me contaste sobre tu experiencia en el terremoto de 1985, o tal vez me dijiste que le habías enviado a mi ex jefe algún correo electrónico que nunca te respondió, o tal vez me preguntaste qué clase de autor era William Burroughs y me dijiste que una de tus hijas había comenzado a leer cuando tu leías un libro de Jorge Volpi y que por esa razón ese libro era especial para ti... 

O, tal vez, todos estos recuerdos son implantados o transcurrieron en diferentes momentos que me parece que ocurrieron el mismo día, pero es seguro que nadie imaginaba cómo acabaría todo. 

No puedo creer que ya hayan transcurrido doce meses desde tu muerte. Aun no me he atrevido a pensar en los recuerdos que tengo de ti. Las últimas ocasiones en las que te vi –en una marcha en el Zócalo y en el examen tutoral final de una de tus alumnas de maestría–, hablamos poco. 

No quiero pensar en los detalles de aquel ensayo de mi examen de candidatura en el 2010, cuando te conocí. Tampoco quiero recordar cómo fueron las horas de los días en los que compartimos un espacio de trabajo durante cuatro años. Tampoco quiero pensar cómo fueron esos dos minutos que compartimos en el terremoto del 2017, en el tercer piso de un edificio que comenzaron a demoler hace unos meses.

Tampoco quiero recordar cuántos seminarios de cada miércoles por la mañana compartimos, ni en cuántas cenas de fin de año platicamos sobre diversos temas, ni con cuánto entusiasmo me platicabas sobre los intereses musicales de tus hijos y dabas por sentado que yo sabía leer partituras. 

Tampoco quiero recordar aquella plática que tuvimos sobre “el espejo de Venus” y “la flecha de Marte”, esa tarde en la que me enseñaste a identificar el sexo de ratas recién nacidas. Tampoco quiero recordar cómo me enseñaste a realizar condicionamiento de preferencia de lugar, ni cómo fue que me prestaste, para unos experimentos, un frasco de morfina de Sigma que guardabas por ahí. 

Ahora recuerdo el baby shower de tu hija más pequeña y las ocasiones en las que todas tus hijas nos visitaban en el cubículo cuando no tenían clases... o aquella ocasión en la que nos llevaste en tu camioneta de vuelta al departamento en el que vivíamos Liz y yo, después de haber estado toda la mañana –junto con todo el grupo de investigación– sacando las mesas, los escritorios y el equipo de ese laboratorio al que ya no podríamos volver, debido al terremoto.
 
Recuerdo que en algún momento del trayecto, tu esposa te llamó por teléfono y que hablaste con ella por el altavoz y que le dijiste que nos llevarías a nuestra casa y que luego irías de regreso a tu casa. Recuerdo la transparencia y el respeto con el que se hablaron los dos, y recuerdo que siempre recibí ese trato cada vez que hablé contigo o con ella. 

No quisiera ponerme a pensar en todas esas mañanas en las que nos saludábamos al llegar a la oficina en la que estuvimos asilados después del terremoto, ni en aquellas ocasiones en las que me contabas a dónde habían ido de vacaciones tu familia y tú, mientras te fumabas un cigarrillo y esperábamos a que terminaran de limpiar la oficina. 

No quisiera ponerme a pensar en aquellas ocasiones en las que platicábamos sobre películas, ni particularmente recordar aquella ocasión en la que te dije que acababa de ver en el cine la película de Freddie Mercury, porque recordaría que me dijiste que Queen era tu banda favorita y que me preguntaste si creía que la película era apta para menores de edad... 

Sin embargo, mientras intento terminar la discusión de un artículo que nunca me ha dejado satisfecho y mientras también procuro concentrarme en la lectura de uno de los temas que revisaré en una de las clases que impartiré la siguiente semana, no ha dejado de sonar en mi cabeza “The show must go on”, y aparecieron todas estas palabras.