domingo, mayo 19, 2019

Nueve semanas y media | Elizabeth McNeill (1978)


Guillermo Fadanelli, en uno de los relatos de Plegarias De Un Inquilino, habla de los escritores que "sacan la espada" para "atacarse" entre sí –según él, más que un ataque, es un modo de reconocer, "con cierto nivel de inteligencia", la calidad del otro–, y pone de ejemplo una novela de Hemingway en la que describe a F. Scott Fitzgerald y a su esposa como "sujetos frívolos y con pocas virtudes", cuando, en el fondo, el mensaje del escritor nacido en Oak Park, Illinois, era rendirle una especie de homenaje a Fitzgerald por El gran Gatsby.

Según Fadanelli, las dádivas entre escritores, surten el efecto opuesto: más que ser elogios, son una estrategia diplomática para no decirle abiertamente al otro escritor que su obra es malísima. 

En este contexto, siguiendo la premisa de Fadanelli y adoptando la actitud de un escritor –¿qué necesitas para que la sociedad te reconozca como tal?, ¿tener, al menos, una novela publicada, aunque tú mismo hayas pagado por su publicación...?, ¿salir en la televisión y que allí digan que eres escritor...?, ¿tener un blog lleno de anuncios y encabezados amarillistas, en el que escribes todos los días y en el que "opinas polémicamente" sobre temas "de interés común" que, en el mejor de los casos, sólo sublevan al lector o le dan la falsa impresión de que sus defectos no lo hacen idiota, sino más inteligente y auténtico...?, ¿aprovechar la menor oportunidad para presumir en redes sociales, "tus pensamientos más privados" y "tus vicios más excéntricos", como si fueran fragmentos de una novela que estás escribiendo...?, ¿que todo mundo sepa, incluyendo tus mascotas, que "siempre" has escrito...?–, debería decir que Nueve semanas y media ha sido la mejor novela que he leído en toda mi vida. 



Un fin de semana, una de mis primas mayores llegó al departamento en el que mis papás, mis hermanos y yo vivíamos a finales de los ochenta. Ella quería pedirle prestada la videocasetera a mi papá, o que la "dejara" ver una película. 

En esa Betamax habíamos visto Los GremlinsVolver Al Futuro, Los GonniesLos Muchachos Perdidos, La Historia Sin Fin, Batman... Aunque también habíamos visto varias películas poco aptas para niños –las adaptaciones de Los Niños del Maíz y de Cujo, así como la saga de Charles Bronson en El Vengador Anónimo–, mi prima había conseguido una película de la que "todo mundo hablaba", pero que, al mismo tiempo, no parecía ser algo que ella quisiera ver en presencia de mi papá. 

Mi prima le dijo a mi papá que era una película de "amor enfermizo", o algo así. 

Ya no recuerdo si mi papá le prestó la videocasetera, pero estoy seguro que ella y mi papá nunca vieron en el departamento esa película. 



Kim Basinger y Mickey Rourke actúan en la adaptación de esta novela. Jamás la he visto, y, después de leer el libro, no estoy muy convencido de hacerlo, aun cuando catapultó a ambos actores como sex-symbols y "rompió paradigmas" debido a su contenido "altamente pornográfico"... en 1986.  

Elizabeth McNeill es el seudónimo bajo el cual, supuestamente, una ejecutiva de una gran empresa neoyorquina escribió esta novela que fue publicada en 1978. 

La historia está llena de detalles de la vida de ejecutivos neoyorquinos que viven en lujosos departamentos, que tienen exquisitas bibliotecas repletas de libros "carísimos, extraños y especializados en arte", que hacen sus compras en tiendas para "clientes exclusivos" en las que se ponen a la venta "artículos exclusivos" con precios estratosféricos, que comen alimentos con ingredientes importados de "recónditos países con culturas incomprensibles" y preparados "por las más expertas" manos de chefs... 



La autora conoce a un hombre, aparentemente inofensivo y galante, en una feria callejera de Nueva York. Conforme la trama avanza, ella se enamora de él, aun cuando él tiene "una manera especial" de "mostrarle" su afecto. En su relación, hay una especie de "amor-odio" y las vejaciones y la sumisión de la protagonista son el factor común. 

Tal vez en 1978 (incluso en 1986), la historia rompió paradigmas, pero yo creo que no lo hizo para toda la gente, sino para un grupo particular de personas acostumbradas a vivir bien y a entretenerse excéntricamente. 

(En cierta forma, los protagonistas me hicieron pensar en la gente de hoy que repite en redes sociales la opinión de su gurú político, pero sin entender lo que su gurú político opina, sino, más bien, por automatismo, para "dejar claro" que no son como "esos monstruosos e iletrados sujetos" que "quieren todo gratis" y que "no le echan ganas" y que por eso viven en la pobreza.) 

La historia de McNeill se me hizo tediosa, difícil de seguir, y no me atrapó jamás. 
Tiene unos cuantos momentos sórdidos que sí me gustaron, pero en general relata una vida que no me interesa vivir, una vida de un círculo social al que no pertenezco y al que no me gustaría pertenecer. 

Hace un año la leí y, apenas hoy, mientras re-leía a Guillermo Fadanelli, se me ocurrió escribir sobre ella.  

Tal vez cuando la lea otra vez, mi opinión cambiará y no me parecerá tan mala. 

Cuando la película cumplió 30 años
Una reseña de Los Niños del Maíz

jueves, mayo 16, 2019

Camina


Desde hace varios días, me siento más cansado que de costumbre.
Despierto a las tres de la mañana de alguna pesadilla.
En algún momento, me quedo dormido otra vez.

Me levanto de la cama a las cinco de la mañana.
Alimento a los gatos. 
(Yo digo que les doy de comer cuando me levanto, pero la realidad es que ellos me levantan para que les dé de comer.) 
Me baño mientras intento recordar por qué soñé lo que soñé.
Me visto mientras intento explicarme por qué soñé lo que soñé. 
Desayuno mientras reviso el pronóstico del tiempo y mis redes sociales en el teléfono.
A veces, después de un amanecer helado, la tarde se pone calurosa. 
A veces, después de un amanecer soleado, cae una tormenta por la tarde. 
A veces, aun cuando no faltan los memes sobre Obrador, hay otra clase de memes divertidos.

Uso el transporte público.
Camino alrededor de treinta minutos. 
Me olvido de escribir para mi propio placer y me enfoco en mi trabajo.

El malestar gástrico me obliga a almorzar mientras trabajo. 
El malestar desaparece paulatinamente mientras almuerzo y me enfoco en  mi trabajo. 
El malestar gástrico resurge y nuevamente debo comer un refrigerio.
Cuando el malestar gástrico desaparece, vuelvo a enfocarme en  mi trabajo.
Comer para evitar el malestar gástrico no es agradable. 

Ya dieron las seis de la tarde.
Salgo de la universidad. 

Camino alrededor de treinta minutos. 
Uso el transporte público.

Vuelvo a la casa. 
Como una vez más.
Leo cosas que no tienen ninguna relación con mi trabajo. 
Escribo cosas que no tienen ninguna relación con mi trabajo.

A veces veo la televisión.
Hay tantas cosas en Amazon y en Netflix que me la paso buscando qué voy a ver.  

Me acuesto alrededor de las once de la noche.

A veces estoy tan casado que me quedo dormido rápidamente. 
A veces no puedo dormir por estar pensando en cosas que no deberían tener importancia. 
A veces no me despierto a las tres de la mañana.
A veces no me quedo dormido rápidamente.

A veces, cuando no puedo volver a dormir, me pongo a leer.
A veces, cuando no tengo ganas de leer, me pongo los audífonos y escucho música.
A veces, cuando no tengo ganas de escuchar música, me levanto de la cama y me pongo a escribir. 

Al día siguiente, después de casi ocho horas de ayuno, me levanto de la cama con unas terribles náuseas. 

Todo se repite desde el primer párrafo.

Hoy me siento aletargado.  
Hoy es uno de esos días en los que todo me parece horrible. 

Creo que necesito hacer (más) ejercicio. 

No es suficiente caminar alrededor de treinta minutos todos los días, ni comer regularmente verduras y frutas desde hace tres años.
No es suficiente caminar alrededor de treinta minutos todos los días, ni evitar regularmente bebidas azucaradas y refrescos y alcohol desde hace tres años.
No es suficiente caminar alrededor de treinta minutos todos los días y no fumar desde hace casi tres años. 

jueves, mayo 09, 2019

Domingo 9 de mayo de 1993


Aristóteles, en De Memoria et Reminiscencia, uno de sus múltiples libros, postuló sus ideas acerca de la memoria humana*. 

El gran epistemólogo griego –cuyos hallazgos incluso han repercutido en temas como la evolución y la catarsis–, creía que la fuerza asociativa entre eventos similares, contrastantes y que ocurrían en el mismo lugar y al mismo tiempo, influían en la formación de nuestros recuerdos.

Creía que la memoria era un almacén de recuerdos personales que reflejaban nuestras experiencias en el mundo y que los tres procesos asociativos –similitud, contraste y contigüidad– que influían en su formación**, también recibían la influencia de otras dos fuerzas: la frecuencia y "la facilidad innata" para recordar "ciertos eventos, con ciertas características". 

Aunque estas ideas tienen más de dos mil años, más o menos son vigentes en las teorías contemporáneas del aprendizaje y de la memoria. 


Un gran porcentaje de mis recuerdos, guardan alguna relación con algún evento deportivo. 

Recuerdo eventos irrelevantes, con lujo de detalle, debido a que ocurrieron al mismo tiempo que algún partido de futbol. 

Otro tipo de recuerdos permanecen en mi memoria, simplemente porque el partido de futbol era lo más importante que ocurría en mi vida: tal vez "la facilidad" para Aristóteles era el componente emocional que nos permite recordar (particularmente) ciertos eventos.

Hoy escribo esta entrada porque recuerdo claramente lo que ocurrió hace veintiséis años.  

Lo único que hacía en esa época –aparte de ir a la escuela, de tomar clases, de hacer tareas y de tener una novia a quien sólo veía en la escuela y a quien llamaba por teléfono de vez en cuando– era ver futbol.



El domingo 9 de mayo de 1993, la Selección Mexicana de futbol disputó su pase al mundial de Estados Unidos 1994

Fue su último partido eliminatorio y enfrentaron a la selección de Canadá en Toronto.

El equipo dirigido por Miguel Mejía Barón había superado a casi todos sus rivales durante la eliminatoria –vencieron a todos en El Estadio Azteca; derrotaron a Honduras en Tegucigalpa y perdieron contra El Salvador en El Estadio Cuscatlán– y, sin embargo, su pase al mundial no estaba seguro: si perdían en el Estadio Varsity, los canadienses calificarían a La Copa del Mundo.

Cuatro años atrás, en mi último año de primaria, había visto algunos partidos del mundial de Italia 1990. La Selección Mexicana no lo había disputado, debido a un castigo que le había impuesto la FIFA, así que la posibilidad de ver a mi país representado en un mundial (¡por primera vez en mi vida!) era lo máximo. 



Toda la semana había estado esperando ese partido. 

Uno de mis tíos llegó a la casa –ahora que lo pienso, creo que él se había peleado con su esposa y no quería estar solo– y se sentó en la sala, junto a mi papá.

El juego comenzó alrededor del mediodía, pero yo ya había encendido el televisor desde temprano. 

Raúl Orvañanos, Enrique Bermúdez, Eduardo TrellesJuan Dosal, desde un palco, y Fernando Schwartz, desde la cancha, hacían comentarios. Se les escuchaba optimistas. 

¡Después de ocho años, la selección estaba cerca de volver a disputar un mundial!

Las tomas de las cámaras de televisión eran semiprofesionales. 
La cancha se veía muy lejos. Apenas se distinguían los números de los jugadores en los uniformes. Los mexicanos vestían playera verde y pantaloncillos y calcetas blancas. El uniforme de los canadienses era rojo con vivos en blanco. 

El estadio era muy pequeño, pero estaba a su máxima capacidad. 
Parecía que el calor era insoportable. 

Miguel Mejía Barón veía el juego desde las gradas –lo habían expulsado en el partido previo– y su auxiliar era Javier Aguirre



A los pocos minutos, los canadienses cobraron una falta a unos metros del área mexicana. 
Un jugador puso la pelota en el césped y envió un centro. 

El balón llegó al área mexicana, superando a los defensas. 

Un canadiense cabeceó en los límites del área chica y habilitó a otro canadiense. 
El segundo canadiense remató a unos metros de la línea de meta, frente a la portería. 

Jorge Campos no pudo detener el balón. 

Los canadienses tomaron la ventaja. 

Con ese marcador –y contra todo pronóstico–, la selección mexicana estaba fuera del mundial.

Los comentaristas, mi papá, mi tío y yo estábamos desconsolados. 

¿Deberíamos esperar otros cuatro años, para tener la posibilidad de ver a la selección en un mundial...?



Casi al final del primer tiempo, tras una serie de forcejeos por el balón en la banda izquierda del ataque mexicano, Ramón Ramírez le mandó un pase a Luis Miguel Salvador.

El delantero del Atlante esquivó a dos defensas y envió un centro raso al área canadiense. 

El balón le rebotó a David Patiño a la altura de la marca de cal del penalti.

La jugada se complicó y los defensas estaban a punto de arrebatarle el balón al extremo de la UNAM, pero Hugo Sánchez apareció oportunamente y pateó el balón con el pie izquierdo y empató el marcador. 

Enrique Bermúdez gritó el gol y Hugo Sánchez celebró con la clásica cabriola que había hecho famosa jugando en el Real Madrid. Después lo rodearon y lo abrazaron Ramón Ramírez, Miguel Herrera, Claudio Suárez, David PatiñoLuis Miguel Salvador...

Ocho años atrás, en el mundial de México 1986, Hugo era la máxima figura del equipo que dirigía Velibor Milutinovic, pero no había conseguido darle una gran satisfacción a la afición. 

Cuatro años atrás, él estaba en el mejor momento de su carrera y era uno de los máximos goleadores en Europa, pero había tenido que ver los partidos del mundial italiano desde las gradas, como comentarista invitado de Televisa.

El mundial de Estados Unidos sería su último mundial.  



Casi al final del partido, Claudio Suárez envió un largo pase desde el área mexicana hasta el vértice del área canadiense. Luis Flores "le ganó con el cuerpo" la posesión del balón a un defensa canadiense y, trompicándose, logró enviar un centro raso.

Hugo Sánchez, con la marca personal de otro defensa, apenas punteó el balón y prolongó su trayectoria hasta la marca de cal del penalti.

Javier El Abuelo Cruz –junto con Hugo Sánchez y Luis Flores era otro sobreviviente del equipo de Velibor Milutinovic– seguía la jugada y apareció sin marca. 

Acababa de entrar a jugar en el segundo tiempo, pero estaba lesionado y apenas podía caminar.

El Abuelo pateó el balón con el pie derecho y lo envió al fondo de las redes, ante la dramática estirada del arquero Craig Forrest.

Raúl Orvañanos, emocionado de un modo en el que jamás lo había escuchado, gritó 


¡El Abuelo! 
¡Estamos en el mundial!

mientras Javier Cruz***, corría, cojeando visiblemente, a la banca del equipo mexicano a celebrar su anotación y el inminente pase al mundial. 

Yo también quería gritar, pero guardé la compostura. 
Mi papá y mi tío celebraron el gol, pero no perdieron la cabeza. 
Ellos ya habían visto a la selección mexicana en otros mundiales. 
La habían visto perder escandalosamente contra la selección de Italia en Toluca.
La habían visto perder escandalosamente contra las selecciones de Túnez, de Alemania y de Polonia en el mundial de Argentina.
La habían visto perder la clasificación para los mundiales de Alemania y de España.
La habían visto perder en Nuevo León contra la selección alemana.  



Así comenzó mi maldición. 

Durante siete mundiales he visto a la selección mexicana.
A pesar de que nunca ha avanzado a los octavos de final, continúa emocionándome verla jugar en un mundial. La emoción ya no es tan intensa como al principio. 

A lo mejor, en un futuro no muy lejano, el mundial será irrelevante para mí. 

Sin embargo, aun ahora, veintiséis años después de ese partido en El Estadio Varsity, siento escalofríos cuando recuerdo los gritos de Raúl Orvañanos y todos estos detalles llegan a mi mente. 

_______

*Nunca he leído el libro original. Lo que escribo aquí, lo encontré en Historia de la Psicología de David Hothersall.
**Debido a sus estudios sobre embriogénesis en pollos –si les arrancaba el corazón, morían; si les golpeaba la cabeza, seguían vivos–, a la influencia de la cultura egipcia –cuando embalsamaban a alguien, el corazón no era un órgano importante– y a la relevancia del ágora en su época –era "el corazón del pueblo", en donde los griegos se reunían a discutir asuntos de todo tipo–, creía que "el alma" residía en el corazón.
***Ni él ni Luis Flores ni David Patiño fueron convocados al mundial de Estados Unidos 1994. Hugo Sánchez jugó el partido inaugural contra la selección de Noruega, se quedó en la banca en los partidos contra Irlanda e Italia y estuvo a punto de ingresar en los minutos finales del partido de octavos de final contra Bulgaria. Luis Miguel Salvador fue al mundial, pero no jugó un solo minuto. 

Hugo Sánchez es humano

miércoles, mayo 01, 2019

Si encontraras un camino más fácil...


Empecé a escuchar a Mark Lanegan cuando me sentía muy enfermo.

Tenía casi medio año en tratamiento médico. 

Además de adherirme al tratamiento, había dejado de fumar, de beber alcohol y cualquier cosa que tuviera azúcar o gas; había dejado de comer grasas y harinas –y cualquier alimento o ingrediente apetitoso y relativamente salado o dulce, desde pizzas hasta salsa catsup–, y, sin embargo, me seguía sintiendo mal. 

Odiaba mi existencia y cada segundo que transcurría. 

Desde el mundial de Brasil 2014 había adquirido la costumbre de escribir, de beber alcohol y de fumar yerba hasta altas horas de la noche. 

El mundial de futbol había coincidido con el final de un periodo de trabajo estresante (¡esclavizante, sofocante, humillante!) del último año del posgrado –publiqué más artículos de los que necesitaba para titularme y se me acabó la beca y mi esposa y yo tuvimos que mudarnos a un departamento más barato en una zona fea, y mi tutor, en lugar de darle cierto crédito a mi ambición, o no decir nada, se refirió a mí como un idiota que sólo seguía sus instrucciones... y lo dejó clarísimo en la última publicación que tuve con él... y también lo dejaría claro unos meses más tarde en un artículo de revisión del que me excluiría– y había perdido el control y había llevado al extremo mi libertad. 

Una de esas noches –ahora que lo pienso, tal vez fue la última de esas noches– sentí que se me quemaba el esófago, que tenía algo atorado en la garganta y que no podía tragar (ni dejar de producir) saliva. Fue una madrugada realmente larga. No guardaba ninguna relación con las largas noches infernales con gastritis que había pasado en los últimos años de la licenciatura. Fue mil veces peor. Esa noche estaba exhausto y paranoico y resultó imposible quedarme quieto o acostarme en la cama y cerrar los párpados y esperar a quedarme dormido. La sensación era imposible de ignorar. 

El calvario de mi enfermedad comenzó esa noche. 

A la mañana siguiente, fui al médico general y el genio me dijo que tenía faringoamigdalitis y que seguramente me había enfermado porque había sufrido un enfriamiento y porque seguramente fumaba y entonces me recetó clorfenamina compuesta y me recomendó dejar de fumar y por algunos días no tomar bebidas frías o calientes, no comer alimentos irritantes y no asolearme. 

Hice caso a sus recomendaciones y sin embargo seguí sintiéndome mal –incluso una vez tuve que salirme temprano del trabajo por tener los mismos síntomas de aquella noche, nada más por haberme comido un chocolate amargo– y saqué una cita con un gastroenterólogo que encontré en la Sección Amarilla

Fui a su consultorio en el Hospital Ángeles de la Colonia Romale hablé de los síntomas que había estado teniendo y de la visita al médico general y él me revisó y me diagnosticó reflujo gastroesofágico y me realizó una endoscopía y me tomó una biopsia y me dijo que tenía una hernia hiatal condicionada por el reflujo y helicobacter pylori y me explicó que lo que sentía eran los ácidos gástricos ascendiendo por el esófago porque el esfínter inferior no funcionaba apropiadamente, y me recetó un montón de fármacos –pantoprazol, cinitaprida, etc.– y seguí sus recomendaciones.

Los síntomas menguaron, pero, cuando suspendí el tratamiento, me sentí peor: tenía náuseas todo el día y crisis de ansiedad ocasionalmente.


Unos meses más tarde, cuando la situación empeoró y sólo podía comer dos o tres cosas sin condimentos y cuando la constante erosión del esófago estaba provocándome esofagitis y me hacía secretar saliva incesantemente, consulté a otros dos gastroenterólogos y los tres me dijeron que tenía que someterme a un procedimiento quirúrgico y que, si  no lo hacía, no sólo tendría los síntomas del reflujo gastroesofágico sino que la esofagitis podría generar un tumor cancerígeno... y fue así que acabé en el quirófano hace casi dos años.

Los médicos me abrieron en canal –quería tener una cicatriz visible, para tener consciencia de la miseria por la que había pasado, y opté por el método tradicional y rechacé la laparoscopía– y la recuperación fue larga y también incluyó ataques de ansiedad, náuseas, malestar gástrico, distensión estomacal, una dieta monótona y la consciencia de estar secretando toneladas de saliva que me dejaban dolorida la garganta.

A lo largo de todos estos meses escuché la música de Mark Lanegan: desde que me despertaba diariamente con náuseas, sin ganas de salir a la calle y sin hallarle sentido a una vida tan miserable, hasta que la posibilidad de someterme a un procedimiento quirúrgico me dio la esperanza de tener una vida normal nuevamente.

Rumbo al trabajo, escuchaba BubblegumWhen Your Number Isn't Up me transportaba a  la calidez y a la ociosidad de mi adolescencia, cuando no tenía problemas de salud y lo único que hacía era pensar en formar una banda de rock y en probar drogas ilícitas–, mientras intentaba ignorar los aromas de la calle que podía asociar con la asquerosidad y que podían llevarme a tener arcadas y a devolver el estómago en la vía pública –siempre llevaba conmigo una bolsa de emergencia– y The Winding Sheet –Wild Flowers me hacía desear que el único sufrimiento que padeciera fuera el rechazo de una mujer–, y la melancolía de las letras y la lúgubre voz de Lanegan y la idea de que ese álbum había sido lanzado a la venta cuando yo era apenas un niño de diez años sin ningún problema de salud, me consolaban. 

En la convalecencia de la cirugía, también leía a Tom Hansen, y lo imaginaba confinado en una cama, después de haber ingresado de emergencia aHarborview Hospital, a punto de perder una pierna, debido a una infección provocada por el constante empleo de jeringas para inyectarse heroína, y recapacitaba en unas palabras suyas que decían "No me desperté un día y decidí destruir mi cuerpo... La destrucción de mi cuerpo ocurrió de manera imperceptible... como la puesta de sol" y pensaba que yo nunca había sido un heroinómano y que no había ido a parar al hospital de emergencia y que no había estado nueve meses postrado en una cama y dependiendo de las enfermeras para ir al baño y para tomar una ducha, y que sin embargo había estado sintiendo la misma desesperanza que él durante casi dos años. 

Incluso cuando estaba bajo tratamiento médico, me era imposible sentarme a leer un artículo de investigación de principio a fin, o realizar una cirugía estereotáxica de principio a fin. Siempre tenía que hacer pausas y salir a tomar aire a un espacio abierto, para mitigar las náuseas que me atacaban y controlar los ataques de pánico que acompañaban a las náuseas. 

Por supuesto que nada de esto es importante cuando te evalúa el SNI: aun cuando saltaste de no ser miembro del SNI a ser Nivel I, aun cuando titulaste alumnos, aun cuando estuviste en exámenes de doctorado, aun cuando eres co-tutor de un estudiante de maestría, aun cuando diste clases y conferencias por aquí y por allá, aun cuando trabajaste en tus propios proyectos de investigación sin tener tu propio laboratorio, aun cuando publicaste un artículo con información importante y pudiste recurrir a la puntitis y dividirlo en tres publicaciones irrelevantes y aun cuando hiciste todo esto pensando diariamente si tenía sentido soportar una vida miserable y un futuro académico incierto, eres susceptible a los prejuicios y eres culpable de ser un ser humano y de comportarte como los humanos que hacen el mínimo esfuerzo y eres culpable de ser un investigador poco productivo que no merece. 

El asunto había llegado a ser tan intenso que una vez tuve que acudir al Servicio Médico de la universidad a pedir un ansiolítico y tuve que regresar al departamento donde vivía bajo los efectos del Ativan y tumbarme en la cama y soportar la paranoia y las arcadas, yo solo (mi esposa volvía de su trabajo alrededor de las siete de la noche), mientras el tiempo transcurría lentamente y las náuseas menguaron.  

El dolor físico y emocional que transmitía Tom Hansen en las páginas de American Junkie, postrado en una cama del Harborview Hospital, me hacía pensar en su infierno privado y comprender por qué le resultaba inútil explicarle a los médicos por qué se había convertido en adicto a los opiáceos y por qué había desarrollado tanta tolerancia a ellos que había despertado de la anestesia a la mitad del procedimiento quirúrgico en el que estaban por amputarle la pierna. 

Así veía yo, más o menos, mi situación: si mis familiares reducían mi enfermedad a un dolor estomacal semejante a una combinación de gastritis con faringoamigdalitis, ¿qué podía esperar de mis compañeros de trabajo?

Estaba cansado de intentar explicarle a mi familia cómo me sentía. 

Casi cada domingo, veía a mis papás –me sentía deprimido, pero jamás llegaba al extremo de decirles que estaba harto de vivir miserablemente y que cada día era una tortura– y les decía que no me sentía bien y les contaba qué medicamentos tomaba y qué cosas podía comer y qué explicaciones me daba el especialista cuando iba a consulta, pero no parecían dimensionar el problema (me hablaban de sus propios problemas de salud y no notaban que esa época era la primera en la que yo mismo me veía forzado a hablarles seriamente de mi salud) y me invitaban a comer y, a pesar de todo lo que les había dicho, casi siempre me ofrecían alimentos grasosos e irritantes que cualquier persona podía comer. 

Lo más fácil para mí era evitar contarles a mis compañeros de trabajo cómo me sentía. 



En estos días he estado leyendo a Guillermo Fadanelli.

En Plegarias de un inquilino, sugiere que la salud es el silencio de la enfermedad y que sólo somos conscientes de nuestra existencia cuando estamos enfermos. 

Dice que nadie juzgaría a un enfermo terminal, por no realizar planes a futuro. 
Dice que la vida del enfermo terminal, carece de propósito y que es irónica: que aun cuando no sabe cuándo morirá exactamente, está consciente de que la probabilidad de que su muerte ocurra más pronto que la de cualquier persona sana es más alta. 

Tras recordar estos meses miserables y recordar lo extenuante que es hablar del asunto con la gente cercana a ti y no hacerles comprender que no estás exagerando, que no estás psicosomatizando y que estás deprimido y que no es sólo un evento mental sino que te mina físicamente y emocionalmente, sólo puedo concluir que automáticamente juzgamos la vida de los demás, sin saber cuáles son los motivos detrás de sus actos y sin tener el mínimo interés en averiguar cuáles son los motivos detrás de sus actos.

En septiembre del año pasado, Mark Lanegan vino a la Ciudad de México y cuando escuché Wild Flowers en vivo fue un momento catártico: aun cuando había fracasado durante seis meses en la búsqueda de un empleo más estable que una estancia posdoctoral, entonces me sentía una persona normal y acababan de publicarme un paper en el que había trabajado experimentalmente cuando me sentía más miserable.

Ese concierto representó muchas cosas para mí. 
Al final del concierto, fui el primer asistente en estrechar la mano de Mark Lanegan y en obtener su autógrafo. Me hubiera gustado decirle todo lo que su música representó para mí en esos tiempos difíciles. 

Hoy es el aniversario 29 de The Winding Sheet

Cuando cumpla 30 años este álbum, espero haber reflexionado más sobre estas ideas y escribir una entrada sobre su grabación y también sobre el alivio que representó para mí la música de Mark Lanegan durante mi enfermedad. 

A 2014 KEXP Review of The Winding Sheet