miércoles, noviembre 29, 2023

Subterranean Homesick Alien (Instrumental) | Molotov Cocktail Piano

Tengo los pies fríos, la cabeza me duele, es como si estuviera sumergido en una tina con hielo, y al mismo tiempo mis globos oculares son una pelota ardiente, y mi garganta es un túnel incendiándose, y tengo varios kilos de ropa encima, y apenas puedo moverme, y todo me duele; siento que mis extremidades inferiores y superiores son ligas estiradas al máximo, como me imagino que se siente pisar una bomba en un camino minado y volar en pedacitos de vísceras y de dolor, en los confines de un campo de exterminio..., y mis coyunturas son cables de alta tensión que en cualquier momento harán corto circuito, en la tempestad de mis pensamientos febriles. 

Tengo el cuerpo cortado, apenas puedo respirar, soy un animal que agoniza, soy una rata de laboratorio que va volviendo a la realidad, que nunca quedó totalmente inconsciente porque el pasante de licenciatura no sólo no le administró bien la dosis letal de pentobarbital, sino porque no la decapitó bien; soy esa pobre rata de laboratorio que jadea y que agoniza en la mesa de disección, con la mitad del cerebro cercenada, y que pide clemencia, que resuella, que lanza sus estertores y que le suplica al pasante de licenciatura que acabe ya con el sufrimiento; soy ese individuo al que un alcohólico con psicosis de Korsakoff le ha abierto la garganta de par en par, en un callejón oscuro; soy ese individuo que se desvanece poco a poco y que se despide de este mundo y que está ahogándose con su propia sangre. 

Apenas puedo moverme con tanta ropa encima, y toso y estornudo, y moqueo y escupo, y sorbo mis mocos y me trago mis flemas, y mis pulmones suenan a estertor, a resuello, a jadeo, a agonía..., y me duele mucho la cabeza, pero no tengo fiebre, lo que sí tengo son casi 140 h en abstinencia de nicotina y casi 6 días enfermo, y durante estos casi 6 días no sólo no he fumado, sino que me he tomado los medicamentos que me recetaron, pero cada día me siento peor. 

¿Es éste el fin? 

Puse “Subterranean Homesick Alien” cuando comencé a escribir estas líneas, después de darme dos o tres disparos de Afrin Lub, y primero sonó la versión original de OK Computer y ahora escucho una interpretación en piano de esa canción, una interpretación de una banda que no conozco, y creo que he escuchado cien veces, cien interpretaciones, de la misma canción, todas y ninguna suenan igual, y el ataque de tos es ya inminente, y la vorágine de flemas que ascienden desde mis pulmones hasta mi esófago son ya inminentes, y un breve episodio de ansiedad, provocado por un breve episodio de asfixia, es ya inminente..., y un calambre letal, que es un escalofrío como esos incontrolables latigazos que preceden al vómito, me recorre toda la piel: desde la punta de los dedos de mis pies fríos, hasta mi cabello más largo..., y sé que todo estará peor mañana, aunque me diga a mí mismo que no puedo ponerme peor. 

Ni siquiera me siento libre dentro de mi propio cuerpo, me siento físicamente esclavizado a los kilos de ropa que traigo encima –los kilos de ropa son cadenas que me atan a la cama, y la cama es la plancha de un quirófano o un lecho de muerte de piedra–, y tanta ropa (y tantas cadenas) me impiden moverme y acostarme y sentirme un poco cómodo (nada más durante unos cuantos segundos, ¡por favor!), y no quiero estallar, no quiero encabronarme, no quiero resistirme a toser y no quiero resistirme a levantarme de la cama para orinar, y no quiero reparar en el amargo sabor a medicamentos que tengo en el paladar, y no quiero ponerme nostálgico, pero ¡cuánto añoro la primavera y el verano!, ¡esos días en los que puedo andar ligero de ropa y quedarme dormido en cualquier lugar, y despertarme en cualquier momento de la madrugada, o cuando va amaneciendo!, y ¡cuánto extraño caminar descalzo hasta el baño y sentir que el calor de la vida se me mete por las plantas de los pies...! 

¡Cuánto añoro mi salud!

Cuando hace frío, hasta para dormir hay que ponerse ropa caliente –calcetas, pantalones, suéter, gorro, guantes– y hay que preparar ropa caliente en la cama y a veces hasta hay que encender un calefactor. Nada de esto es práctico. No quiero entrar en discusiones con la gente que ama el frío, pero, ¿por qué no tenemos tanto pelaje como los osos de la Antártida...? 

Cuando hace frío, incluso levantarse de la cama, nada más para ir al baño, es una odisea. Cuando hace frío, mi estado de ánimo se vuelve gris. 

Cada día que pasa me siento peor. 

El miércoles, hace casi una semana, me salí a la terraza a fumarme un Camel, y llovía y hacía mucho viento; casi de inmediato, sentí un escozor en la garganta, y repetí mi mantra –Siento un escozor en la garganta, espero no enfermarme, el que digo cada vez que presiento que puedo enfermarme, y el jueves por la mañana desperté con un ataque de tos pero fue pasajero, incluso salí a la calle, y en la calle hacía mucho frío y el escozor iba y venía, junto con las flemas, pero no era nada con lo que no pudiera lidiar. En la sala de espera, mientras Lizzie estaba en consulta y mientras me resguardaba del frío y de la soledad que imperaba en el hospital, releía un libro sobre Bowie que escribió Simon Critchley y el escozor ya parecía cosa del pasado. Después de la consulta, hasta desayunamos en un restaurante. Hacía mucho viento. Hacía mucho frío. Traía puesta una de esas chamarras estorbosas que sólo me pongo una o dos veces al año. El Nevado de Toluca, prácticamente, se veía desde cualquier parte de la ciudad. Al volver a la casa, me tomé un paracetamol y un ibuprofeno, y me tumbé en la cama. 

El viernes, comencé a tomar ambroxol y loratadina, y me sentí un poco mejor que el jueves –hasta creí que ya había pasado lo peor de la enfermedad–, pero, en la madrugada, tuve un ataque de tos que me levantó de la cama.

El sábado, durante la mañana y la tarde, me sentí mejor que todo el viernes –incluso se me antojó un Camel–, pero pasé una noche fatal: los ataques de tos me despertaron a la una, a las dos, a las tres, a las cuatro y a las cinco de la mañana... 

El domingo continué con el tratamiento y salí un rato a tomar el sol y me puse a leer a Knausgård en la terraza, y estuve allí alrededor de 40 minutos, y de pronto se ocultaba el sol y hacía un poco de viento, y luego, por la noche, ya me sentía peor: muy débil, muy cansado, con el cuerpo cortado..., y pasé una noche regular, sin tantos ataques de tos como los del sábado, pero el lunes, en cuanto puse un pie fuera de la cama, sentí la nariz tapada, un cúmulo de flemas precipitándose desde mis pulmones hasta mi garganta, los ojos hinchados, y todo el cuerpo cortado, como si alguien me hubiera hecho pedacitos con un afilado cuchillo de carnicero.

En fin, el lunes me sentí mucho peor que todos los días anteriores. 

Y, por la noche del lunes, dejé de tomar ambroxol y loratadina, y empecé a tomar celestamine, amoxicilina y dextrometorfano, y, en fin, hoy, martes, me siento peor que ayer y que todos los días anteriores: ya hasta tengo mocos y de pronto la moquera coincide con un ataque de tos, y entonces las flemas, que ascienden desde los pulmones, y los mocos, que descienden desde los cornetes nasales, convergen en mi garganta y ¡es un horror!, y no puedo respirar y me pongo ansioso... 

De la nada, mientras lamento mi suerte y me pudro en la enfermedad y me aborrezco y visualizo una noche más del carajo y que mañana voy a sentirme mucho peor que hoy, me llega a la mente el aroma del perfume que te ponías hace más de 20 años –¿de cuál marca era?–, cuando nos veíamos una que otra vez, cuando recorríamos las calles de la ciudad y nos metíamos a cines y a tiendas de discos y a cafeterías, mucho antes de que conociera a Lizzie y mucho antes de que te embarazaras de tu novio y de que te pareciera tan intolerable tu vida y decidieras esfumarte de este mundo.

(Qué insignificante soy. Qué insignificantes son mis preocupaciones y mis dolores.)

Esta sensación de asfixia, de sofocamiento, esta impresión de estar a punto de morir por falta de aire, de que mis pulmones son un par de globos que alguien ha pinchado, y, sin embargo, tener en la mente el aroma del perfume que te ponías hace más de 20 años, es muy extraño, es una anomalía, es mi forma de delirar, es mi estrategia para no sucumbir ante la enfermedad... 

Esta impresión de estar más cerca de la muerte que nunca antes, de hundirme en un drama existencial, y, sin embargo, tener en la mente el aroma de tu perfume, es como salir a la superficie por unos cuantos segundos, después de haber estado buceando incansablemente, llevando los pulmones al límite, con la piel tostada por el sol y llena de sales, y con el cuerpo deshidratado, a instantes de morir en un punto perdido del océano.

¿Es éste el fin?

domingo, noviembre 26, 2023

La última hoja que cae de un árbol

El escozor recorre mi garganta como una zarza ardiente, como un nombre que exige ser pronunciado, como una necesidad que no puede ser aplazada, como un grito que aparece de la nada en un oscuro callejón, como un secreto que ya no puede continuar siendo un secreto, como un reflejo que separa los límites entre la vida y la muerte. 

La sensación es similar a un tren en llamas que atraviesa a toda prisa mi garganta, que chamusca mi garganta, que asciende desde mis pulmones, que hace silbar a mis pulmones, que me convierte en un cuerpo que es un conjunto de vísceras y de arterias que se sofocan y que se colapsan, que es un cuerpo y un cerebro y una señal de alarma de una potencial muerte por broncoaspiración. 

He dado cien vueltas a la cama, he intentado comprender este poema de Celan que analiza Knausgård en el sexto y último tomo de Mein Kampf, y no puedo creer que este tomo haya sido publicado en el 2011 y que yo apenas me encuentre en la página 400 a la una de la mañana del domingo 26 de noviembre del 2023, y tampoco puedo creer que apenas he rebasado la mitad de este tomo (algunas novelas son tan largas que parece que uno nunca terminará de leerlas), y que, sin embargo, ya he leído alrededor de 3, 000 páginas escritas por él, y que comencé a leer La muerte del padre –el primer tomo de Mein Kampf, publicado en el 2009–, hasta noviembre del 2016 ó 2017, en las mismas condiciones en las que me encuentro ahora. 

Parece una analogía del ciclo de la vida: terminas de leer Mein Kampf en las mismas condiciones en las que comenzaste a leer Mein Kampf.

En el poema que cita Knausgård en la página 400 del sexto tomo de su novela colosal –el título que le puso no es un título cualquiera, sino uno provocativo, uno que él tomó (o que sus editores le sugirieron tomar), deliberadamente, del célebre libro de Hitler–, Celan hace un juego de palabras; a mí no me transmite nada, me parece un callejón sin salida, un conjunto de palabras que forman parte de una metáfora que está allí y que no está allí –para ser totalmente franco, me parece algo pretencioso y me hace pensar en otro escritor mexicano que alardea sobre los procesos metacognitivos de la poesía–, pero, según Knausgård –quien ha reconocido en las páginas previas ser un tipo que no comprende la poesía y que no comprender la poesía lo hace sentirse un idiota–, Celan plantea, a propósito, una situación en la que nunca se puede saber quién es “yo” ni quién es “tú” ni quiénes somos “nosotros”, ni qué está ocurriendo, y que eso es lo fascinante del poema: que puede significar cualquier cosa: todo o nada

Knausgård va más allá: dice que Celan está sugiriendo que las palabras existen independientemente de los humanos, pero que son un puente de comunicación entre los humanos, que el lenguaje es una creación humana, que lo social es inherente a lo humano, que las novelas de Proust, de Joyce y de Faulkner, por ejemplo, abordan lo social desde distintas perspectivas: que Proust hablaba de lo social, desde sus recuerdos, con lujo de detalle, describiendo minuciosamente a las personas que formaron parte de su círculo social, en el contexto de la aristocracia en la que vivió; que Faulkner, en El ruido y la furia, por ejemplo, hablaba de lo social pero sin entrar en detalles, sin mencionar quiénes son los personajes, obligando al lector a sentirse parte de una familia en la que todos se conocen y se reúnen a comer una tarde de domingo, una familia en la que, por lo tanto, no es necesario decir “ciertas cosas”, porque están de más, porque “todo mundo” conoce esas cosas, o porque son temas tabú; que Joyce hablaba de lo social, pero también de los griegos –quienes habitaban el mismo espacio físico que los Dioses–, y que, por eso, los nombres, comenzando por el nombre de su novela más célebre, no son un accidente en su obra, que no aparecen de la nada, pero que insinúan que es absurdo que un animal social se considere único en su especie e intelectualmente superior a William Shakespeare y que se obsesione por nombrar y ponerle etiquetas a todo aquello que va descubriendo... O algo así. 

Para ser totalmente franco, estoy en una especie de delirio, y no sé si todo lo anterior Knausgård lo escribió exactamente así, o si yo lo he modificado, si yo entendí algo totalmente distinto a lo que él quería dar a entender, y salgo de una ensoñación y de pronto me encuentro leyendo la página 404, y aquí Knausgård continúa analizando el poema de Celan, y ha escrito que el árbol representa lo efímero de la vida y que la piedra representa lo imperecedero de la naturaleza, que nosotros –los humanos– pasamos brevemente por la naturaleza y que sin embargo somos auténticos y que tenemos características que nos hacen diferentes a unos de otros, pero que las piedras siempre han estado, que ya formaban parte de la naturaleza antes de que nuestra especie apareciera, que todas las piedras son iguales, que son genéricas, que forman parte de la escenografía de la naturaleza, que nosotros las usamos para lanzarlas al fondo de un lago e impresionar a los niños. 

Knausgård también está delirando, y va más allá: insinúa que las palabras no tienen que ser mencionadas para existir, que las palabras son obvias, que son como el nombre de Dios –que todo mundo conoce y que no tiene por qué pronunciar–, y toma de ejemplo un pasaje de la Biblia en el que Job pelea con un humano durante muchas horas, casi todo un día, y luego su rival, totalmente exhausto, le pide a Job que pare la pelea y Job le dice a su rival que no parará la pelea sino hasta que el rival lo ame en lo más profundo de su corazón, o algo así, y el rival acepta amar a Job y le pregunta cómo puede llamarlo y Job le responde que el nombre de Dios no se debe pronunciar porque existe más allá de las palabras, o algo por el estilo, y entonces el rival decide llamarlo “Israel”. 

De pronto, cuando, por enésima ocasión, intento comprender el poema de Celan y ya he releído cuatro o cinco veces el mismo párrafo, avanzo al párrafo que sigue y Knausgård ya está analizando un pasaje de Heráclito, el más conocido, ese que dice que ningún ser vivo se baña dos veces en el mismo río, pero luego cita otro pasaje menos conocido, uno que mi estado mental y físico me impide memorizar, pero que, más o menos, dice que el río siempre es el mismo y que los seres vivos, aun en nuestra condición efímera, somos inconstantes y que, aunque nos bañemos dos veces, o más, en el mismo río, ya no somos la misma persona; luego, el escritor noruego salta a otro pasaje de Heráclito en el que Heráclito dice que cuando estamos despiertos vemos la muerte y que cuando estamos dormidos vemos el sueño, pero que la muerte es un sueño en vida. 

Son las dos, son las tres, son las cuatro, son las cinco... y todo sigue igual: no comprendo a Celan, divago sobre otros tomos de Mein Kampf... me duermo un rato, me despierto y permanezco despierto varios minutos. Más o menos recuerdo que soñé algo que estaba relacionado con lo que leí –intentaba convencer a alguien sobre la fuerza de las palabras, que existen aun cuando nadie las pronuncie–, pero los ataques de esta enfermedad me despertaron, parecieron durar toda una vida, y cada vez son más agresivos, y entonces me sofoco y me tumbo en la cama y me acomodo cien veces más en la cama, y vuelvo a recordar que conocí a  Knausgård en noviembre del 2016 ó 2017, en las mismas condiciones en las que me encuentro ahora que su novela colosal está agonizando en mis ojos, en mis manos y en mi mente; que, cuando lo conocí, había permanecido casi dos meses consecutivos en cama, sufriendo estos ataques y acomodándome cien veces más en la cama. 

La repetición me lleva a pensar de nuevo en la analogía del ciclo de la vida: que termino de leer Mein Kampf en las mismas condiciones en las que comencé a leer Mein Kampf. También, para refrasear a Heráclito, pienso en que soy el mismo y no soy el mismo que comenzó a leer a Knausgård, y que parece que fue ayer cuando leí La muerte del padre y me sentí abatido –por decirlo de alguna manera, así conecté con el escritor noruego–, después de leer una frase que se me quedó en la cabeza, una frase que decía algo así: la muerte es la última hoja que cae de un árbol.