domingo, noviembre 28, 2021

El amigo de la prensa

Hay un Director Técnico “consagrado” y es súper amigo de los medios, quienes dicen que es “grande”. Como jugador, pasó de segunda división al América y al Guadalajara, en tiempo récord (algo extraño, pues no era un jugador extraordinario).

Ha dirigido equipos en México (ha sido campeón 2 ó 3 veces, con equipos “guerreros”), en España (lo suspendieron por estar involucrado en amaños de partidos), en Japón y en Arabia. También ha dirigido 2 mundiales (¿te suena aquella escandalosa derrota contra Estados Unidos y aquel 3 a 1 contra Argentina —donde puso a un talentoso volante ofensivo, como medio de contención—, en los Octavos de Corea-Japón y de Sudáfrica?), y comenzó su carrera de DT como Auxiliar de Miguel Mejía Barón en la Selección Nacional, en el mundial de Estados Unidos '94, a los meses de haberse retirado como jugador de futbol (¿buenas relaciones?)

Actualmente gana alrededor de $50, 000 MXN ¡al día! (si no me fallan mis cálculos), tiene contrato por 2 ó 3 años, y dirige a uno de los 2 equipos con la nómina más alta del futbol mexicano (y a uno de los 5 equipos con la nómina más cara del futbol latinoamericano): su equipo tiene a lo$ jugadore$ má$ cotizado$ del continente americano. 

Su equipo actual juega horrible (en el torneo regular, de por sí de bajísimo nivel —prácticamente cualquier equipo puede ser campeón, aun siendo inconsistente–, sólo ganó un partido de visitante) y ayer fue eliminado, en un partido para aniquilar el insomnio, por otro equipo que sólo ha sido campeón del futbol mexicano una vez (¡en la década de los 40 ó 50!) y que hace casi 10 años no llegaba a semifinales del futbol mexicano (un equipo “débil”; probablemente, el sueldo de todo el equipo contra el que perdió, no cubre el sueldo de uno solo de los jugadores de su cotizado equipo).

A cualquiera que haga un trabajo poco menos deficiente que el susodicho, lo despiden sin consideraciones. El mundo está loco y el dinero es arbitrario.

(Apuesto a que si, en lugar de haberlo escrito yo, esto lo hubiera escrito “una voz autorizada” de Fox o de ESPN o de Récord —algunos tienen siglos trabajando en estos medios y, por no decir que el contenido de sus notas parece dirigido a estudiantes de secundaria, ¡no saben redactar!, ¡increíble!—, habrías llegado hasta esta parte, ¿o no?) 

sábado, noviembre 27, 2021

Voodoo Child



En progreso 

Es el último viernes de las vacaciones administrativas de la universidad y me he determinado a escribir en este blog durante una hora ininterrumpida. Conforme enciendo la Mac y todos los programas que empleo frecuentemente se cargan, reparo en todos los distractores que frecuentemente están presentes cada vez que me siento frente a la computadora y me propongo escribir. 

El reloj de la computadora dice que faltan cuatro minutos para las siete de la noche. Hago una pausa y tomo la botella de Heineken que tengo a un lado del mouse, colocada en un posavasos que compré en alguna Feria del Libro o en algún museo. 

El posavasos tiene un dibujo en colores rojo y blanco en el que se ve un rostro que se parece al de Jimi Hendrix. El dibujo me hace pensar en su Fender Stratocaster blanca, adaptada para zurdos. Inmediatamente pienso en Woodstock. Cuando pude ver un video de ese festival, lo que más me impresionó fue su interpretación del himno de Estados Unidos y la forma en que apaleó contra el suelo su guitarra en repetidas ocasiones, antes de prenderle fuego. 

El dibujo también me hace pensar que probablemente “Vodoo Child” es la primera canción de Hendrix que escuché. Tal vez ocurrió un domingo en el que mi papá se sentó en la sala a leer el periódico antes de desayunar, mientras sonaba su tocadiscos. Creo que yo debí de tener alrededor de cinco años y que el sonido wah wah de los primeros acordes de la guitarra en esa canción debió de parecerme hipnótico, extraño y enigmático. (Me daría demasiado crédito si dijera que la palabra “psicodélico”, ya formaba parte de mi vocabulario).

Estas ideas me hacen pensar que hasta hace un par de años, mi papá todavía tenía en su casa el acetato que debió de poner en su tocadiscos aquel domingo. Tenía una colección de acetatos –casi todos de rock–, pero no tenía ningún álbum de Hendrix, sino un acetato con varios éxitos de músicos contemporáneos de Hendrix. Hace como dos años se lo pedí prestado y lo escuché unas cuantas veces, pero sorprendentemente no reparé en todas estas cosas que acabo de escribir. 

Debajo del rostro del músico de Seattle hay una frase atribuida a él: “el conocimiento habla y la sabiduría escucha”. No analizo la frase. Sólo tengo la expectativa del sabor de la cerveza y pienso en “Vodoo Child”, en “Purple Haze”, en “Foxey Lady”, en “Manic Depression”  y en “Love or Confusion”. 

También pienso en que Hendrix murió ahogado en su propio vómito, inesperadamente, un 18 de septiembre de 1971, cuando su carrera, según los expertos, se encontraba en franco declive. Y también pienso en que cuando compré mi primera guitarra eléctrica zurda –una Aze de color negro y con golpeador blanco que conseguí en alguna tienda de Bolívar, en un paquete que incluía un tahalí negro y un amplificador genérico GA-15–, una de las primeras canciones que aprendí a tocar fue “Purple Haze”.  

Le doy un sorbo a la Heineken y trato de explicarme por qué no he podido escribir nada satisfactorio durante cuatro semanas... o mucho más. (Tal vez desde abril, cuando comenzó la cuarentena para mí). Conforme el alcohol recorre mi garganta y todas las moléculas que asociamos con el placer estallan en mi cerebro y me acomodo en la silla, me sumerjo en los instrumentos de la Sinfonía No. 5 en C Menor de Ludwig van Beethoven que he estado escuchando desde que comencé a escribir esta entrada. 

No sé por qué el ir y venir de la violencia y de la calma que me transmite la música, me hace sentir nostalgia y pensar selectivamente en cómo era mi vida en el 2012 –más o menos cuando debí de comprar esa guitarra eléctrica de gama baja–, cuando internet no era tan elemental como ahora y cuando las redes sociales no estaban presentes en todas partes y no tenían tanta influencia como ahora. 

Creo que en esa época podía sentarme a escribir frente a la Sony VAIO –era la única computadora que tenía entonces y la acababa de comprar– y que podía escribir un relato de principio a fin con relativa facilidad, independientemente de las estupideces que podía escribir de principio a fin

Creo que en el 2012, mis principales problemas al escribir eran que el posgrado me absorbía y que bebía alcohol excesivamente para distraerme y para lidiar con el estrés. Aunque podría asumirse que mi vida como estudiante de doctorado la viví en el paraíso porque nunca me quejé de nada, los últimos dos años fueron una pesadilla. Desarrollé dermatitis psicosomática (algunos oportunistas de nuestros días en cuarentena la han llamado “alergia emocional”), tabaquismo (me fumaba alrededor de cuatro cajetillas, sólo contando los fines de semana) y cierto nivel de alcoholismo (al menos bebía los fines de semana y lo hacía hasta perder el conocimiento). 

Creo que todo “lo literario” que escribía en el 2012 –me tomaré la libertad de llamarlo así, para distinguirlo de los textos científicos o de divulgación de la ciencia que escribo como parte de mi trabajo académico–, siempre y cuando mis actividades del posgrado me dejaran un espacio libre, era más estúpido y más pretencioso que lo que escribo regularmente. 

Estaba desesperado, pero lo que escribía no parece escrito por alguien desesperado sino por alguien que no estaba acostumbrado a escribir. Aunque francamente no creía requerir de la opinión de nadie sobre lo que escribía –ya había tomado dos o tres talleres de creación literaria y consideraba haber obtenido suficiente retroalimentación de otros sujetos interesados en la escritura como yo– y escribía porque desde niño tengo la necesidad de escribir, es evidente que tanto el ritmo como el estilo de escritura que había adquirido antes de ingresar al posgrado, los fui perdiendo cuando ingresé al posgrado.

El posgrado demandó toda mi concentración y perdí el hábito de escribir. Durante esos dos últimos años de pesadilla, de angustia y de estrés innecesarios (ya tenía más publicaciones como primer autor que las que exigía el reglamento del posgrado como requisito para realizar el examen de grado y sin embargo, aun cuando estaba dispuesto a vivir de mis ahorros para tener más publicaciones, mi lugar en el laboratorio parecía ser el de un estudiante de licenciatura que estaba “a prueba” y que hacía el mínimo esfuerzo), me emborraché cada fin de semana, cada día de asueto y cada periodo vacacional disponibles.

En todas las estupideces que escribí en esos meses llenos de una nube de éter, la desesperación ni siquiera quedó reflejada de algún modo elocuente. Es claro que para mí aplica lo que Élmer Mendoza –y supongo que varios escritores más– dice en una de las novelas que estoy leyendo: un individuo alcohólico es la mitad de la persona que podría llegar a ser. (¿Hasta dónde habría podido llegar Bukowski?) 

En el 2012, tenía la costumbre de fumar y de beber para “matar tiempo”; ahora, como ya no fumo –en mayo, cumplí cuatro años sin fumar– y como sólo ocasionalmente me tomo una cerveza o un whisky, “mato tiempo” en redes sociales. 

Puedo “matar tiempo” mientras como para abolir las náuseas del ayuno, mientras tomo un descanso para asimilar la información que he consultado para dar una clase, mientras reflexiono y releo algo que acabo de escribir y el resultado me decepciona... 

Me cuesta mucho trabajo quedar satisfecho con lo que escribo; si la primera oración que escribí, no me gusta –lo cual ocurre prácticamente cada vez que comienzo a escribir un párrafo–, no puedo avanzar.

Al final, la decepción me lleva a abortar la escritura y a procrastinar.

Yo sé que, más que procrastinar, en realidad abandono lo que estaba escribiendo porque lo que he escrito no me ha dejado satisfecho, pero, de todas formas, me frustra.

Termino revisando mis redes sociales y engañándome y diciéndome que me interesa alguna publicación controversial de algún personaje controversial. 

A veces escribir es una tortura y un círculo vicioso: tengo tiempo y tengo una idea, comienzo a escribir, leo lo que escribí, me decepciona lo que escribí, corrijo lo que escribí, leo de nuevo lo que escribí, vuelvo a sentirme frustrado...

Esta experiencia la describe estupendamente Luis Muñoz Oliveira: escribir es corregir incansablemente lo que has escrito.

Como siempre tengo la expectativa de que no quedaré satisfecho, independientemente de lo que escriba, no escribo, aun cuando tenga tiempo. 

Además de que pueden ser una salida fácil a la frustración, a veces reviso mis redes sociales aunque no haya comenzado a escribir. Aunque he pasado momentos muy desagradables en twitter y en Facebook porque me he enfrentado con sujetos obtusos , es sorprendente la facilidad con la que me distraigo en redes sociales, cuando estoy escribiendo. 

En parte, reviso mis redes sociales y me distraigo en ellas porque, como ya lo mencioné, es una salida fácil a la frustración, cuando apenas he escrito un párrafo de cualquier estupidez que acostumbro escribir y cuando me basta releer lo que he escrito para aborrecerlo con todo mi corazón (y para aborrecerme con toda mi alma) y entonces comienzo a pensar cómo puedo escribirlo mejor (también aborrezco el método al que he bautizado con el nombre de “Xavier del Asco”: escribir lo que se te ocurra, tal y como se te va ocurriendo, sin realizar ningún análisis sobre lo que escribes, y esperar a que tus amigos influyentes digan que eres “escritor” y a que los incautos “ávidos lectores” crean que eres un escritor y entonces compren tus novelas que cuestan casi lo mismo que los libros de Mallarmé, para que luego alguna plataforma importante de streaming compre los derechos de tu novela y la adapte a una serie) y termino abandonando lo que estaba determinado a escribir y así erradico la frustración y la decepción. 

En parte, también reviso mis redes sociales porque parezco un gato que se distrae fácilmente... o porque los tres gatos de la casa son demandantes y me piden alimentarlos o hacerles caso cuando me levanto de la cama por la madrugada para ponerme a escribir en el aislamiento y en el silencio más contundentes que puedo encontrar en mi casa.  

Escucho por enésima ocasión esta composición de Beethoven y pienso en la versión que Martin L. Gore hizo a otra de sus composiciones (¿Sonata para piano No. 14?) y miro nuevamente el reloj de la computadora: son las ocho y cinco. 

Después de tanto enredo, mi conclusión es que no he podido escribir en los últimos seis meses porque he estado ocupado en otras actividades que demandan mi escritura académica y formal. Creo que otros factores se suman a esta incapacidad –además de la disponibilidad para concentrarme en la escritura de un texto literario, además de la frustración y de la insatisfacción– y que están relacionados con dos estados mentales mutuamente excluyentes: o tienes tiempo para escribir, pero no tienes ideas, o tienes ideas para escribir, pero no tienes tiempo. 

A diferencia de hace casi diez años, ahora sí me afecta la sospecha de que ni siquiera las personas a las que conocí en algún taller literario me leen.

Creo que estamos tan absorbidos por el poder de las redes sociales y que las redes sociales han revelado quiénes somos realmente. Creo que frecuentemente leemos a desconocidos sólo porque les atribuimos cualidades que valoramos o porque son muy famosos en redes sociales o porque fortalecen nuestras creencias. Esto me lleva a pensar en un constructo de los teóricos cognitivos de la motivación y de la emoción. Este constructo tiene como propósito explicar por qué hacemos lo que hacemos y por qué nos atribuimos habilidades que quizá no nos caracterizan en realidad y que, en última instancia, nos ayudan a lidiar con nuestras miserias y a sentirnos funcionales en la sociedad y satisfechos con nosotros mismos (y con quienes nosotros mismos creemos que somos en sociedad), cometiendo, al menos, uno de estos errores: sobrestimar todos nuestros logros y atribuírnoslos exclusivamente a nosotros mismos y atribuir todos nuestros fracasos a eventos que quedan fuera de nuestro alcance, maximizando nuestros logros y minimizando nuestros fracasos (error de atribución fundamental), o subestimar los logros de los demás y atribuírselos a la ayuda que recibieron de otros (error actor-observador). 

Independientemente de todo lo que he escrito, he logrado escribir durante una hora ininterrumpida mientras he escuchado a Beethoven, y sin embargo no puedo despojarme de este sentimiento: detesto haber perdido el hábito y el ritmo que tenía para escribir. 

viernes, noviembre 26, 2021

Diego parecía un jugador de otra galaxia

Son las vacaciones de verano. Mi papá y yo nos hemos quedado solos en el departamento. Él mira la tele. La selección de Brasil enfrenta a la selección de Argentina, en Turín. Son los octavos de final del mundial de Italia '90. Los brasileños han dominado todo el partido. Tienen grandes jugadores: Jorginho, Branco, Dunga, Alemao, Careca, Müller... Nadie apuesta un peso por los argentinos. Han avanzado gracias a dos empates contra la URSS y contra Rumania. Perdieron contra Camerún. 

Maradona de repente toma el balón en medio campo y esquiva a varios brasileños que intentan detenerlo como sea. Los comentaristas de la tele dicen que Diego está lesionado –después de conseguir su segundo scudetto con el Nápoles en la temporada que recién terminó, los defensas de los equipos rivales de la dura liga italiana le han dejado los tobillos destrozados y durante el mundial el equipo médico de la selección Argentina ha tenido que infiltrarlo varias veces–, pero aun así es tan hábil que parece un jugador de otro planeta, que juega a otra velocidad y que ve el futbol de una forma que nadie más puede ver. 

En la misma jugada, en unos cuantos segundos, Diego se ha quitado de encima a seis brasileños. Casi cayéndose, ve a Caniggia desmarcado. Con la pierna derecha –la menos hábil–, le da un pase. Caniggia recibe el balón y esquiva a Taffarel y manda el balón al fondo de las redes. Con ese gol, Argentina elimina a Brasil.

Así te conocí –ni siquiera había cumplido 10 años–, y prefiero recordarte así. 

lunes, noviembre 22, 2021

Spin The Black Circle

En progreso. 

El espectro de Kurt Cobain todavía flotaba en el aire. El ectoplasma de su cadáver tumbado en un invernadero aún... 

jueves, noviembre 18, 2021

18 de noviembre de 1993

Lo más probable es que el 18 de noviembre de 1993 haya sido como cualquier otro jueves de los últimos meses del tercer año de la secundaria: debí de levantarme sin la necesidad de escuchar ninguna alarma, entre las seis y las seis media de la mañana; debí de vislumbrar las cuatro larguísimas horas de tortura del taller de dibujo técnico industrial que me esperaban en la escuela, después del receso; debí de imaginar que antes de esas horas de pesadilla –en verdad detestaba la rutina de ese taller, con todo mi corazón–, al menos tendría la oportunidad de ver, a la distancia, a la altísima chica de cabellera rizada y de brackets que me volvía loco, y también debí de fantasear con un encuentro en el que finalmente me atrevía a hablarle y a decirle cuánto me interesaba...

Lo más probable es que ese jueves 18 de noviembre de 1993, la voz de Héctor Martínez Serrano debió de confundirse varias veces con el sonido del agua caliente de la regadera que caía sobre mi cabeza, mientras iba despertando y asimilando la realidad. 

Lo más probable es que, en algún momento, ese programa de radio, que siempre escuchaba mi mamá por las mañanas, debió de ser interrumpido por la canción del comercial de la Cajeta Coronado que siempre sonaba en la mayoría de las pausas comerciales... y que aun hasta hoy me basta escuchar durante unos segundos para recordar vívidamente esas mañanas.

No estoy seguro, pero quizá, mientras me ponía el uniforme y sentía aversión hacia la secundaria, el comercial debió de hacerme pensar en los convencionalismos, y en particular hacia ese convencionalismo absurdo del uniforme, y debió de hacer que me preguntara si ese convencionalismo, junto con el convencionalismo absurdo de traer el cabello corto –casi estilo militar– y los lustrosos zapatos negros, de algún modo, repercutirían en mi vida adulta y me convertirían en “una persona de bien”.

Ese jueves 18 de noviembre, unos minutos más tarde, aun con la voz de Martínez Serrano y el esporádico jingle de Cajeta Coronado de fondo, debí de desayunar huevos con jamón o con salchichas, o hot cakes, o un sándwich, y un licuado de fresa o de plátano, mientras suspiraba pensando en mi amor platónico de rizos y de brackets, y las canciones de amor de John Secada –que estaban de moda y que también sonaban con frecuencia en otras estaciones de radio– revoloteaban en mi corteza auditiva y hacían que mi corazón latiera como una máquina de vapor precipitándose a toda velocidad a un despeñadero. 

Tras intentar infructuosamente ignorar mi reflejo de estudiante genérico de secundaria en el espejo del baño, mirándome de reojo, debí de cepillarme los dientes, y alrededor de las seis cuarenta y cinco, mi papá, mi hermano y yo debimos de salir de la casa en el Jetta rojo.

En el corto trayecto de la casa hacia la escuela, debí de sentir el nudo en el estómago que siempre sentía –parecía que el licuado de fresa o de plátano se precipitaba hacia mi garganta y que terminaría devolviendo el estómago– y que se intensificaba cuando estaba en la entrada de la escuela y presentía que el prefecto no me dejaría ingresar porque él juzgaría que traía el cabello largo o que mi uniforme y mi aspecto no eran suficientemente impecables. 

                     

(Ese sujeto tenía un juicio muy cuestionable. Bastaba que fingieras ser su amigo, para que te dejara ingresar a la escuela, incluso con tennis negros y cortes de cabello modernos –Vanilla Ice era moderno entonces–, y, ahora, mientras escribo esto a toda prisa para no perder el impulso, recuerdo incluso que él mismo traía una ridícula coleta, y también me pregunto qué tan solo y frustrado se sentía como para estar interesado en la amistad de un montón de adolescentes idiotas.) 

Ese 18 de diciembre, minutos antes de las siete de la mañana, debí formarme en la fila de mi grupo y esperar a que el director de la escuela saliera a escena y nos dijera alguna frase motivacional para alentarnos a ser responsables y a conducirnos con el compromiso que implicaba ser el futuro de México –así como, estúpidamente, varias décadas más tarde, hago yo con mis alumnos de licenciatura, cuando creo que la situación lo amerita–, y yo debí de cerrar los párpados y vislumbrar la salida de la secundaria, y debí de pensar que en el camino de vuelta a la casa me pondría los audífonos y que le daría play al walkman y que escucharía por enésima ocasión Dangerous de Michael Jackson, mientras continuaba sin creer del todo que hacía apenas unas cuantas semanas había asistido a uno de sus conciertos en El Estadio Azteca, y me mentalizaba a pasar toda la tarde realizando alguna tarea sin sentido, sentado frente al televisor de la casa de mis papás, en la sala, junto a mi mamá, procurando enfocarme en aprender, entre los mortecinos resplandores de Rescate 911 y de Misterios Sin Resolver que salpicaban mis cuadernos y libros, y entre las voces de los dobladores de William Shatner y quién sabe de quiénes más. 

La rutina de las últimas semanas de 1993 debió de estar caracterizada también por mis peleas interiores y por mis múltiples estados de ánimo adolescentes, frecuentemente tendiendo hacia el malhumor y hacia el dramatismo, resultado de todas esas emociones que aparecían y desaparecían de un momento a otro. 

Lo que no es probable es que en ese momento en el que el director nos sermoneaba y yo cerraba los párpados para escapar del patio de la escuela, me encontrara feliz y expectante porque sabía que esa noche Nirvana grabaría el MTV Unplugged In New York.

Ni siquiera sabía de la existencia de esa banda. 

De haberlos escuchado, es muy probable que me hubiera sentido tan identificado con su música que la muerte de Kurt Cobain, tan sólo cinco meses más tarde, me hubiera destrozado y que me hubiera dolido como nunca antes nada lo había hecho.

Es probable que hubiera sentido que nadie me comprendía y que hubiera sentido que era el fin del mundo, y es probable que mi dramatismo me hubiera llevado a guardar luto durante varios meses, o incluso a perder el interés por todo... A lo mejor me habría convertido en una persona más resentida de la que soy, o a lo mejor habría sido rebelde y habría dejado la casa de mis papás y me habría empecinado en ser escritor... Quién sabe. Pero sospecho que, de haber conocido a Nirvana a los 12-13 años, no sería la misma persona que soy.

Han transcurrido 27 años de este jueves que trato de evocar, y no puedo dejar de preguntarme cuántas cosas habrían cambiado en mi vida, de haber escuchado a Nirvana y de haber sabido que grabarían en los Estudios Sony de Nueva York este concierto que he escuchado tantas y tantas veces.

sábado, noviembre 13, 2021

En la fila de un Starbucks


Todavía faltaban 20 minutos para las 7 de la mañana y l
as conferencias comenzaban a las 8:30, pero en el McCormick Place ya había mucha gente. Era el primer día del congreso de la Society For Neurosciences del 2009 y también era el primer congreso internacional al que asistía. 


Los estudiantes más veteranos del laboratorio ya estaban por titularse y habían asistido a otros congresos de la SfN y me habían advertido de las dimensiones de estos congresos –se calcularían alrededor de 31, 000 asistentes a la edición del 2009, en Chicago, IL–, pero de todas formas me sorprendió ver a tanta gente. 

Había quienes caminaban apresuradamente de un lado a otro, como si la impuntualidad fuera una cuestión de vida o muerte (¿el amor por el conocimiento?) y no les estuviera permitido llegar cinco minutos tarde a una conferencia (¿la compulsividad de sus tutores?) Otros, como yo, perplejos y en ayuno, esperábamos nuestro turno en una larga fila del único negocio abierto a esa hora: un Starbucks que parecía La Torre de Babel.

La gente formada en la fila hablaba cualquier idioma que puedas citar, pero no necesariamente hablaba bien inglés. La comunicación entre las vendedoras y la clientela era algo atropellada y la fila avanzaba lentamente. 

A unos metros de mí, una mujer con burka pagaba su muffin y su bebida en la caja del Starbucks, cuando La Torre de Babel guardó silencio. Luego, siguieron unos murmullos. Miré por encima del hombro de mi compañera de laboratorio –ella también acababa de ingresar al doctorado y ésa era su primera experiencia internacional en un congreso–, y lo vi. 

No se trataba de cualquier hombre caucásico con anteojos, de escaso cabello blanco y de mediana estatura, sino del ganador del Premio Nobel de Medicina o Fisiología del año 2000. 

Vestía un traje y su característico moño en el cuello, justo como lo había visto en varias entrevistas para la televisión. 

Eric Kandel avanzó lentamente hacia la fila del Starbucks y se detuvo precisamente a mi lado. Miró a su alrededor y se rascó la barbilla. 

“Do you know where can I pick up my badge and the stuff...?”, me preguntó. Recordé haber escuchado esa peculiar voz en diversas entrevistas, y sentí la mirada de la gente en la fila, que, al igual que yo, tal vez no daba crédito a lo que estaba pasando. Le respondí tan rápido y tan claro como pude. 

“Thanks”, añadió, y se marchó.

Lo seguí con la mirada. Por donde fuera que caminara, su presencia surtía el mismo efecto que en la fila del Starbucks: parecía una de esas personas con tanta influencia y poder que pueden obligar a la gente a hacer cualquier cosa (o a creer en cualquier cosa), si así lo desean. 

Nos tocó nuestro turno en la fila y lamenté no haber sido atrevido y no haberme tomado una foto con él para que los veteranos del laboratorio no me tomaran por un mitómano.