martes, septiembre 26, 2017

En el tercer piso del Edificio S


Hace una semana se cumplieron treinta y dos años del terremoto del 19 de septiembre

Como es costumbre desde hace más de diez años, hubo un macrosimulacro en el que participaron escuelas, distintas instancias del Gobierno y alguna que otra empresa de la Ciudad de México 

Por la mañana, la Comisión de Seguridad de la Universidad ya nos había informado sobre el macrosimulacro: durante el mismo, tendríamos que permanecer en la zona de seguridad, entre las escaleras y los baños del tercer piso del Edificio S, a unos quince metros del cubículo en el que he trabajado como posdoc en los últimos años. 

A las once de la mañana, tal y como estaba estipulado, sonó la alerta sísmica. Me dirigí a la zona de seguridad. Nos reunimos alrededor de veinte personas; la mayoría eran estudiantes de licenciatura y de posgrado, y administrativos; habíamos unos cuantos posdocs

De las cinco personas que regularmente ocupamos el cubículo, sólo estaba yo: B, como representante del Departamento en la Comisión de Seguridad, coordinaba el simulacro; E impartía una clase en otro edificio de la universidad; Ó, arreglaba algunos trámites en la Rectoría de la Unidad; R, tenía una reunión en otro instituto. 

No había dormido bien. Estaba despierto desde la madrugada y me habían estado dando vueltas en la cabeza algunos recuerdos del terremoto de 1985. El simulacro me puso la piel de gallina y se me ocurrió acercarme a unos estudiantes que andaban por allí en la zona de seguridad y platicarles cualquier cosa para dejar de pensar en mis recuerdos, pero les importó un carajo. (Una de las tantas cosas que he aprendido como posdoc es que los estudiantes no te toman en serio, si no les marcas tus límites, si no eres mamón con ellos y si no te la pasas presumiéndoles cuántas publicaciones tienes ni cuántas cosas sabes hacer.) 


Cuando acabó el simulacro, regresé al cubículo a trabajar en una propuesta de investigación para concursar por financiamiento en una convocatoria del CONACyT. La fecha límite de recepción de solicitudes era el viernes 22 de septiembre y todavía me faltaban algunos detalles. 

Poco después, E y Ó volvieron al cubículo y se pusieron a hablar sobre la muerte de René Drucker*. La muerte de Drucker tenía pocos días. F
ue “mi abuelo académico” –tutor de mi tutor de doctorado–, presidente del Comité de mi examen de candidatura y, además, es co-autor en uno de mis artículos como primer autor, pero lo traté muy poco. Siempre estaba muy ocupado y toda la comunicación que tuve con él fue a través de su secretaria. En ese tiempo, él era Director General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM y ni siquiera pude verlo en persona cuando necesité alguna firma suya. (Eso sí: después de 40 minutos, o poco más, frente al Comité de mi examen de candidatura, cuando ya había mostrado los avances de mis datos –casi tenía listo mi primer artículo como primer autor– y respondido a todo lo que me habían preguntado los miembros del Comité, él les puso un alto a algunos de los integrantes que parecían buscar respuestas innecesarias.)

Tenía muchas ganas de hablar con E y con Ó sobre Drucker, pero me enfoqué en completar mi solicitud de Ciencia Básica. Tan sólo la parte legal y administrativa implicaba la redacción  de varias Cartas Compromiso que requerían las firmas del Jefe de Departamento, del Jefe de Áreadel Secretario de Unidad y del Rector de Unidad, y actualizar toda la información de mi trayectoria académica desde el 2008 en la plataforma que recién estrenaba el CONACyT. 

El proceso estaba resultando desesperante. Mientras E y Ó hablaban sobre algunas anécdotas de Drucker, abandoné la solicitud y me puse a leer un artículo. Los autores empleaban un protocolo de discriminación que no conocía en la Aplysia, y evaluaban el impacto de la restricción de sueño sobre la memoria a corto plazo. 

Estaba tratando de entender el protocolo, cuando el suelo se sacudió de un modo tan fuerte que pareció que un enorme gusano atravesaba los cimientos del edificio S. (La imagen que se me ocurre para describirlo es esa película en la que Kevin Bacon y Fred Ward intentan acabar con los monstruos subterráneos del Desierto de Nevada.) 

Desde la primera sacudida, presentí que no sería un terremoto cualquiera

Emilio, Óscar y yo salimos del cubículo. 
Sólo habían transcurrido unos segundos, pero el movimiento era tan intenso ya que ni siquiera intenté llegar a la zona de seguridad. La alerta sísmica comenzó a sonar y el sonido detonó los recuerdos que habían estado dándome vueltas en la cabeza desde la madrugada. Me puse paranoico y pensé en volver por mis cosas al cubículo y en salirme del edificio. 

Estaba a unos pasos del cubículo, pero temblaba tan fuerte que apenas pude volver sin perder el equilibrio. La puerta del cubículo estaba abierta. Tomé mi mochila lo más rápido que pude, dejé la computadora encendida en el escritorio, salí del cubículo y cerré la puerta con llave

Apenas volví al pasillo y reparé en las seis o siete personas que estaban aglomeradas junto a una de las columnas del tercer piso del Edificio S. Me acerqué a ellas.


Miré a mi derecha y reparé en otro grupo de personas que estaban aglomeradas en otra de las columnas del edificio. Entre ellas estaba una investigadora que 
conocí hace diez años en un congreso. Desde entonces, año tras año, hemos coincidido en otros congresos y en algunos eventos similares. Ella está tan familiarizada con mi trabajo que incluso fue sinodal de mi examen de grado; sin embargo, hace unos meses le dijo a otros investigadores que yo saboteaba sus experimentos y dejó de hablarme. Algunos investigadores incluso dejaron de contestarme el saludo. 

(En algún momento que ni siquiera recuerdo, probablemente alguna de sus estudiantes haya llegado a realizar su visita mensual al bioterio, mientras yo pesaba a mis animales –tal y como lo hago todos los días– y que la estudiante haya concluido que yo estaba allí precisamente ese día para sabotear sus experimentos.)  

Tenía una cara que dejaba ver que no podía creer lo que estaba ocurriendo. 

El terremoto me hizo evaluar la situación. 

Aunque lo que más me molestaba no era que ella y que otros investigadores hubieran dejado de hablarme –¡qué más da!–, sino que ella no hubiera intentado aclarar la situación directamente conmigo y que hubiera preferido creerle a alguna de sus alumnas –de por sí, algunas de ellas me trataban como si estuvieran convencidas de que apenas estoy decidiéndome a estudiar el bachillerato– y que hubiera esparcido el rumor de que yo soy un saboteador, en ese momento me pareció irrelevante

                                       

El piso continuaba sacudiéndose tan fuerte que parecía inminente que el Edificio S colapsara y que nada volviera a la normalidad. 

Por si todo esto no fuera suficientemente aterrador, empecé a escuchar algunos gritos que provenían de alguna parte del edificio. 
Hasta ese momento, consideré seriamente que el terremoto duraría tanto tiempo que el edificio no lo resistiría. 

Para no dejarme llevar por estas ideas, volteé hacia otra parte. 

A mi izquierda, a unos tres metros de mí, vi a Emilio.  
Él permanecía solo, cerca de otra columna.
Trataba de mantener la vertical. También parecía que no podía creer lo que estaba ocurriendo.  

Supuse que estaba pensando en su esposa y en sus hijas. 

En ese momento, su esposa impartía una clase en otro edificio de la Universidad y sus hijas se encontraban a varios kilómetros de distancia en sus respectivas escuelas. 

Hasta que lo vi, me puse a pensar en mi esposa y en los gatos. 



Entonces también me di cuenta de que estaba sujetando de la cintura a una chica que sólo conozco de vista. Fue irónico. A pesar de que tengo tres años trabajando en esta Universidad y de que la he visto al menos tres veces a la semana y de que ni siquiera nos saludamos y de que no sé su nombre –ni ella sabe el mío–, era posible que, si se caía el edificio y quedábamos entre los escombros, los dos tuviéramos que permanecer juntos quién sabe cuántas horas

Deseé encontrarme tan cerca de mi esposa como nos encontrábamos ella y yo.

Esta idea me llevó a pensar que tal vez todos los que estábamos en el tercer piso del Edificio S nos preguntábamos si el edificio resistiría el terremoto y si nuestros seres queridos se encontraban a salvo. 

Quise dejar de pensar en todas estas cosas y me concentré en los gritos de las mujeres y de los hombres que intentaban tranquilizarlas y me pareció escuchar los crujidos de las tuberías y de las varillas del Edificio S

Los crujidos me hicieron recordar el terremoto de 1985 y entonces me llegaron a la mente varias imágenes de aquella mañana de septiembre en la que mi mamá y yo nos abrazábamos en el quinto piso del edificio en el que vivíamos hacía treinta y dos años, esperando a que el terremoto terminara y a que todo volviera a la normalidad.  

Irónica y trágicamente, a lo largo de estos treinta y dos años, jamás me había 
puesto a pensar en el terremoto de 1985... excepto esa mañana del martes 19 de septiembre del 2017. 

¿Había sido una señal...?
¿Después de más de tres décadas, había pensado en ese evento por la mañana para prepararme mentalmente...? 
¿Había sido un presagio de lo que me ocurriría...?
¿De algún modo, había sido un macabro dèjá vuh...?

No quería continuar pensando, pero imaginé que el Edificio S se desplomaría y que yo me quedaría atrapado entre los escombros, y entonces recordé algunas de las anécdotas que escuché en los meses que siguieron a la catástrofe de 1985, cuando parecía no haber otro tema de conversación entre los familiares y entre los amigos de mis papás. 

Todo mundo hablaba del terremoto. 
Todo mundo parecía haber conocido a algún sobreviviente o a algún fallecido.   

El movimiento del piso y los gritos de las mujeres me devolvieron a la realidad.

Una pared se derrumbó muy cerca de nosotros y luego unos cristales se rompieron. 

Ese derrumbe fue una señal: el Edificio S podría caer en cualquier momento. 


(Por desgracia, he visto en algunos documentales cómo se desploman los edificios en cuestión de segundos: comienza con un pequeño derrumbe y después todo se desploma, como en efecto dominó.)


No quería pensar que podríamos quedar atrapados entre los escombros, pero era mi único pensamiento. 
Volví a preocuparme por mi esposa y por los gatos. 

Se suponía que alrededor de las dos de la tarde, mi esposa iría a la Universidad y que después iríamos a ver a uno de sus primos a La Colonia Roma
No sabía si ella continuaba en el departamento, o si ya había salido a la calle. 

El departamento en el que hemos vivido durante los últimos cinco años está en el quinto piso de un edificio, a veinte minutos de la Universidad

¿Qué tal si ese edificio, de más de treinta años, que fue inaugurado algunos años después del terremoto de 1985 y que es más alto que el Edificio S, se encontraba en peores condiciones...?





Cuando el terremoto terminó, bajé a la explanada de la UAM-Iztapalapa

Frente a la Rectoría de la Unidad
había decenas de estudiantes, de administrativos y de académicos que intentaban comunicarse por teléfono con sus familiares. 

Intenté comunicarme por teléfono con mi esposa, pero mi teléfono no tenía señal.

Siempre he tenido la idea de que las líneas telefónicas sólo dejan de funcionar cuando los terremotos han sido realmente catastróficos. 

Regresé a la entrada del Edificio S y me detuve a unos metros del muro Omnisciencia de Arnold Belkin
Tenía dos aparatosas grietas que lo dividían horizontalmente en tres secciones. El terremoto había sido tan violento que había dejado esas grietas visibles en el muro.

Intenté llamar de nuevo a mi esposa. 

El teléfono seguía sin señal. 

Salí de la Universidad


No habían transcurrido ni diez minutos desde el terremoto y la calle era un caos. 
Pasaban pocos taxis y todos estaban ocupados. 
Pasaban pocos camiones de pasajeros y todos estaban llenos. 

Tuve que caminar sobre la Avenida Javier Rojo Gómez más de tres kilómetros, desde Gavilán hasta Canal del Moral

Sólo quería llegar al departamento y saber cómo estaban mi esposa y los gatos –mi teléfono seguía sin señal– y no había modo de tomar taxi o transporte público. 

En la avenida había varias decenas de peatones y no se veía ningún edificio derrumbado.

Había mucho tráfico y constantemente pasaban patrullas y ambulancias hacia Ermita



Después de caminar alrededor de media hora, me detuve en una tienda en la que varias personas escuchaban la radio. En las noticias decían que se habían caído varios edificios en La Colonia Roma.

(¿Qué tal si mi esposa se había adelantado y ya estaba en La Colonia Roma con su primo...?)

Volví a caminar. 
Todo era tan incierto.

Sentía que mis piernas ya no daban más. 
No había otra opción para llegar al departamento, así que continué caminando.
Tampoco había modo de comunicarme con mi esposa. Tenía que seguir caminando. 

Después de casi una hora, finalmente logré subirme a un camión de pasajeros. 


Iba llenísimo y el tráfico estaba a vuelta de rueda. 


Unos pasajeros iban haciendo bromas –seguramente, ellos ya se habían logrado comunicar con sus familiares– y no dejaban que los demás escucháramos la radio que traía encendida el chofer. 

Hasta ese momento, supuse que también alguien (además de mi esposa) podría estar preocupado por mí. 
La idea me hizo sentir incómodo. 

(¿Qué tal si alguien ya había intentado comunicarse conmigo varias veces y esa persona temía lo peor...?)  

Llegué a la casa alrededor de las cuatro de la tarde.

Tardé casi dos horas y media desde que salí de la Universidad.  
Normalmente, hago de quince a veinte minutos. 

Me bajé del camión y miré alrededor.

Los edificios y las casas se veían bien. 

Apresuré el paso. 

Desde la calle, logré ver que el edificio donde vivimos se encontraba en buen estado. 
Por primera vez desde que salí de la Universidad, me sentí tranquilo. 

En el estacionamiento del edificio, me topé con uno de los vecinos.

Él inspeccionaba los alrededores en compañía de sus hijos. Uno tiene como diez años y el otro tiene como dieciocho. Los tres se veían tranquilos.

Avancé hacia el edificio. 


Las manos todavía me temblaban. 
Apenas pude meter la llave en la cerradura de la puerta.

Una de las vecinas de la planta baja, me dijo que mi esposa acababa de subir al departamento y que ella estaba bien.

Subí hasta el quinto piso.


Mi cuñada me abrió la puerta.

Me dijo que tenía como media hora en el departamento.

Ella y mi esposa estaban bien.
Los gatos estaban asustados, escondidos debajo de la cama. 

Mi esposa me dijo que había intentado llamarme por teléfono muchas veces.
Me contó que los gatos se habían asustado y que los niños de la escuela que queda junto al edificio habían estado gritando durante el terremoto.

Me dijo que el edificio se mecía y que chocaba con el edificio contiguo. 
Me dijo que ella creyó que el edificio se caería y que se metió en el clóset de la recámara. 

Me contó que había escuchado cómo crujían las tuberías y las varillas del edificio. 

Me dijo que ya se había comunicado con sus papás y con mi mamá.
Mis suegros estaban bien. 
Mi mamá, mi papá y mis hermanos, estaban bien.

El departamento también estaba en buenas condiciones.

No había luz ni agua. 


Sólo tuvimos internet hasta que se acabó la batería del módem, pero fue suficiente tiempo para que viéramos en redes sociales la destrucción que había causado el terremoto.

Las imágenes me hicieron recordar el terremoto de 1985. 


Al igual que hacía treinta y dos años, mi familia estaba bien. 
Me sentí la persona más afortunada del mundo.

Mi esposa, los gatos y yo nos fuimos 
a pasar la noche a la casa de mis papás
Les conté la odisea que había vivido de regreso de la Universidad al departamento.
Les conté lo horrible que había sido estar en el tercer piso del Edificio S e incluso les sugerí que era probable que hubiera sufrido algún daño, pero no me creyeron: creyeron que había exagerado. 

Nos alojamos en mi recámara. 


Los gatos estaban inquietos y deambulaban de un lado a otro. 
Yo tenía la impresión de que el suelo continuaba moviéndose y de que en algún momento volvería a sonar la alerta sísmica. Cualquier movimiento ligero me recordaba el movimiento en el tercer piso del Edificio S.

Si cerraba los párpados, me veía caminando sobre la Avenida Rojo Gómez...

Me sentía exhausto, pero no pude dormir en toda la noche. 

Eran las 13: 14.


    
[Recomiendo que leas de nuevo esta entrada, mientras escuchas OK Computer]

______________

*Drucker murió el domingo 17 de septiembre. Fue un científico muy conocido. Como estudiante, fue alumno de Raúl Hernández Peón –uno de los mexicanos pioneros en los estudios sobre la participación de la acetilcolina en el sueño– y como investigador publicó más de 200 trabajos relacionados con la regulación del sueño. Se convirtió en uno de los científicos más reconocidos en este campo de estudio, pero es probable que la mayoría de la gente lo identifique por sus cápsulas de Divulgación de la Ciencia en distintos medios, o por sus estudios relacionados con el Parkinson.)

**CONACyT cambió su plataforma hace unos meses y todos los implicados tuvimos que cargar toda la información que avalara nuestra trayectoria académica –comprobantes, constancias, artículos, nombramientos, etc.– y volvernos expertos en la nueva plataforma, por ensayo y error. Considerando que algunos investigadores tienen más de cincuenta años de trayectoria, no es un proceso que pueda ser completado de la noche a la mañana.

martes, septiembre 19, 2017

19 de septiembre de 1985


Eran las cuatro de la mañana cuando desperté. La sensación fue abrupta: como si hubiera estado a punto de quedarme sin aire y de repente hubiera podido volver a respirar. Durante treinta o cuarenta minutos intenté volverme a dormir, pero lo único que hice fue recrear una y otra vez la pesadilla que había tenido. 

Los gatos se dieron cuenta de que ya estaba despierto y empezaron a maullar alrededor de la cama. Mientras me decidía a levantarme, imaginé que estaba perdido en algún océano, en una balsa a la deriva –como el protagonista de ese relato de García Márquez sobre un náufrago, o como los cazadores de Moby Dick– y que estaba moribundo y que un cardumen de tiburones merodeaba la balsa, esperando mi muerte. Siempre tengo esta impresión cuando los gatos se despiertan antes que yo y maúllan y parece que se turnan para dar vueltas alrededor de la cama. (Por fortuna, normalmente me despierto antes que ellos.) 

Luego me puse a pensar cómo hacen los gatos para darse cuenta de que he despertado. Siempre me ha intrigado cómo lo detectan. Tal vez su sistema vestibular les permite discriminar los cambios en la frecuencia respiratoria... o tal vez la explicación es más simple y sólo me muevo mucho en la cama y hago mucho ruido cuando no puedo dormir. 

Los gatos maullaban y maullaban y tuve que levantarme de la cama para darles de comer. Siempre tienen croquetas disponibles, pero todas las mañanas les doy otra clase de comida. Los sobres que les doy tienen trozos de atún, o trozos de salmón, o trozos de pollo, con otras cosas que se ven y que huelen asquerosamente, pero que a ellos les encantan. 

Los gatos y yo nos internamos en la oscuridad de la sala y llegamos a la cocina como si hubiéramos sido un pequeño grupo de exploradores que buscaban un tesoro en las profundidades del refrigerador. Cuando abrí la puerta, los maullidos aumentaron y la luz del refrigerador les dio en los rostros y los deslumbró. Por un segundo, mientras sus pupilas absorbían la luz del refrigerador, los maullidos cesaron. 

Sus brillantes pupilas me remontaron a la pesadilla –¡se parecían tanto a las pupilas de uno de los seres diabólicos que intentaban degollarme!– y tuve escalofríos y me sentí indefenso en la oscuridad y en el breve silencio que había inundado la cocina. Tuve la impresión de que un desconocido empuñando un cuchillo en sus manos aparecería de la nada y que saltaría hacia mí para degollarme.

La sensación terminó pronto. Apenas duró una fracción de segundos. 

Saqué del refrigerador el sobre de trozos de salmón con porquerías apetecibles para mininos y cerré la puerta. Tomé una cuchara de la mesa y les serví una porción a cada uno de los gatos, en sus respectivos platos. Mientras ellos comían plácidamente, me senté en la sala y me puse a leer las noticias en el teléfono celular. 

La mayoría de los encabezados que aparecieron en mis redes sociales estaban relacionados con el terremoto del 19 de septiembre de 1985. La información era tan abundante y tan reiterativa que experimenté un déjà vuh y recordé algunos detalles técnicos del sismo que había escuchado incesantemente hace 32 años y en los que no había reparado en muchos años: que tuvo una magnitud de 8.1 y que su epicentro se localizó en la desembocadura del Río Balsas, en la costa del Estado de Michoacán.

Leí algunas notas que se enfocaban en rendirle un macabro homenaje a los personajes del mundo del espectáculo que perdieron la vida en el terremoto, o que se enfocaban en recordar a los miles de ciudadanos que perdieron todo su patrimonio en un lapso de casi dos minutos. 

Después de leer tres o cuatro notas al azar, 
volví a sentir escalofríos, pero no estaban relacionados con la pesadilla de la que había despertado, sino con mis recuerdos de la mañana del jueves 19 de septiembre de 1985.


Vivíamos en un departamento, en el quinto piso de un edificio. 

A las siete de la mañana, mi papá ya había salido a su trabajo. Ese día, no se había llevado el carro por recomendación de su psiquiatra. Yo entraba a la escuela a las ocho –no había cumplido ni un mes en la primaria– y estaba terminando de desayunar. Mi mamá me llevaría a la escuela en el Volkswagen de la familia. Mi hermano tenía dos o tres años y todavía estaba dormido en su cuna. 

Desde la recámara de mi mamá se escuchaba un programa de radio. Un hombre hablaba sobre algún asunto que no parecía muy relevante.

A las 7: 19, sentí un mareo. Se lo dije a mi mamá y ella intentó tranquilizarme y me dijo que lo más seguro era que el desayuno me había caído mal.

Casi de inmediato me di cuenta que no estaba mareado, sino que el suelo se movía. Mi mamá salió de su recámara y se metió a la recámara en la que dormíamos mi hermano y yo. Los locutores del programa de radio que estábamos escuchando dijeron que estaba temblando y le pidieron a la audiencia que procurara mantener la calma. El edificio se movía cada vez más. 

La transmisión de la radio se cortó. El departamento parecía uno de esos juegos mecánicos que van de un lado a otro, rápidamente. De repente, el movimiento cesaba y luego volvía con más fuerza. Parecía que el edificio se movía en círculos, como si estuviera a punto de caer. 

Los tres cuadros de la sala –uno de la boda de mis papás, uno de una fiesta de cumpleaños y otro de un festival en el kínder– se balanceaban sobre las paredes, violentamente. Uno de los cuadros y una lámpara que había junto a uno de los sillones, se cayeron al suelo y se quebraron. 



Mi mamá salió de la recámara con mi hermano en los brazos y me dijo que estaba temblando y que no me preocupara y que pasaría pronto. Me tomó de la mano y me llevó de vuelta a la recámara. Me abrazó y nos sentamos en el suelo, junto a la cuna. 

El edificio se movía cada vez con más violencia y parecía que el movimiento nunca iba a detenerse. Todo permanecía en un relativo silencio. Era un silencio aterrador que nunca había percibido y que ocasionalmente interrumpía el crujir de las tuberías y de las varillas del edificio, o el sonido del agua de los tinacos, o un sonido que sonaba a concreto quebrándose. 

Mi mamá, mi hermano y yo seguíamos en el suelo, abrazados. 
El edificio no dejaba de moverse. Primero, se mecía de izquierda a derecha; luego, se movía en círculos; después, volvía brevemente a su posición original, y comenzaba el ciclo. 
 
El movimiento parecía eterno. Tenía la impresión de que en cualquier momento el edificio no regresaría a su posición original, sino que se balancearía más hacia un lado y que entonces se desplomaría hacia ese lado. 

Al cabo de algunos segundos, alguien dio un portazo y entró al departamento, preguntando si estábamos bien. 

Era mi abuelo, el papá de mi mamá. Aunque él y mi abuela vivían a unos diez minutos a pie del edificio, él llegó en menos de un minuto. Mi mamá le respondió y él se metió a la recámara con nosotros. Allí estuvimos todos, junto a la cuna de mi hermano, durante unos segundos que parecieron una eternidad. 

Cuando finalmente dejó de temblar, mi abuelo se aseguró de que no hubiera fugas de gas o grietas en las paredes del departamento. No había ni luz ni agua. 
Los cuatro salimos al estacionamiento y nos subimos al Volkswagen



Mi mamá condujo hasta la primaria –quedaba a unos diez minutos del edificio– y mi abuelo se sentó en el asiento del copiloto y encendió la radio y estuvo buscando alguna estación que sí tuviera señal. Sólo se escuchaba estática. 

Cuando encontró una estación que sí tenía señal, los locutores sonaban asustados y sin embargo decían que el terremoto no parecía haber causado grandes estragos en la ciudad. No habían transcurrido ni cinco minutos desde que había acabado el terremoto y nadie sabía aún las consecuencias del sismo. 

En la colonia en la que vivíamos todo se veía normal, así que mi mamá me llevó a la escuela y me dejó allí. En la escuela también todo se veía normal. 

No recuerdo si hubo clases. Sólo recuerdo que había varios niños en el patio y que los profesores se veían preocupados y que mi mamá regresó a la escuela muy pronto y que nos fuimos al departamento. Tal vez cuando se restableció el servicio de luz y ella se enteró por radio o por televisión de los daños del terremoto, decidió ir por mí a la escuela. 


No teníamos teléfono en el departamento, así que tuvimos que ir a casa de los abuelos y esperar a que mi papá se comunicara con nosotros y nos dijera cómo se encontraba. Mi mamá estaba preocupada, porque no sabíamos nada de mi papá. Mi abuelo intentó tranquilizarla y le dijo que las líneas telefónicas eran un caos y que mi papá se comunicaría con nosotros cuando pudiera. 

No sé cuánto tiempo después del terremoto, él logró comunicarse y dijo que estaba bien y que se quedaría en el trabajo y que volvería por la noche. 

Mi mamá, mi hermano y yo volvimos al departamento, como a
 la una o como a las dos de la tarde. 

Encendí la televisión. 

En lugar de He-Man, y en todos los canales, estaba un tal Jacobo Zabludovsky recorriendo la ciudad a bordo de un automóvil. Alguien lo grababa con una cámara de televisión, mientras el automóvil circulaba sobre Eje Centrala la altura de La Torre Latinoamericana, y él se comunicaba Televisa desde un teléfono y relataba lo que veía a su paso.

La Torre Latinoamericana no había sufrido ningún daño aparente, pero Zabludovsky decía que una decena de edificios había caído en El Centro Histórico y que los ciudadanos habían tomado las calles y que se habían organizado para buscar sobrevivientes entre los escombros.   



Hace poco le pregunté a mi papá cómo vivió el terremoto y me contó que 
esa mañana él estaba saliendo de la estación Insurgentes del metro y que caminaba hacia La Zona Rosa cuando comenzó a temblar.

Me contó que vio a varias turistas envueltas en toallas de baño corriendo y gritando por las calles, mientras huían de los hoteles en los que se hospedaban y mientras se escuchaban gritos y vidrios quebrarse en el suelo.

Me contó que todo era caótico y que algunas calles se cubrieron repentinamente de una nube de polvo. Me dijo que la camioneta que lo llevaba a su trabajo, pasó cerca de las ruinas de El Hotel Continental y que la ciudad parecía un desastre.

Era el único de la familia que sabía más o menos qué dimensiones habían alcanzado los daños causados por el terremoto y aún así decidió irse a trabajar. 

En los meses que siguieron al sismo, cuando teníamos que ir a alguna parte de la ciudad en el Volkswagen, pasábamos junto a edificios, casas, restaurantes y estacionamientos en ruinas. 
Generalmente el tráfico iba a vuelta de rueda. Había largos tramos de avenidas como Cuauhtémoc y Eje Central que estaban acordonadas y que despedían un olor fétido.
  
Todos los programas de televisión de esos meses, a todas horas, hablaban sobre la labor de los rescatistas o la demolición de algún edificio. Todos nuestros familiares o amigos de mis papás, hablaban del terremoto. Todos decían conocer a algún sobreviviente que había perdido a alguien muy cercano, o que había perdido todo su patrimonio en el terremoto. 

Se estima que hubo veinte mil muertos.
El Gobierno de Miguel de La Madrid permaneció sin actuar al menos 48 horas. 
Los medios de comunicación minimizaron los daños del terremoto. López Dóriga fue uno de los comunicadores que redujo la cifra de muertos a unas centenas. 

En el edificio estuvimos varios meses sin agua. 

Cuando llegaban las pipas, una vez a la semana, las filas eran inmensas y aparecía gente de quién sabe dónde. Mi papá logró que la empresa en la que trabajaba mandara una pipa a la colonia, pero la pipa fue secuestrada en el camino y nunca llegó. 

Hace 32 años que no pensaba en estas cosasDespués de todo, prefiero tener pesadillas en las que seres diabólicos con pupilas de gato me persiguen para degollarme. Después de todo, prefiero despertar a las cuatro de la mañana y sentir que estoy naufragando en una balsa mientras un cardumen de tiburones espera mi muerte.