martes, septiembre 19, 2017

19 de septiembre de 1985


Eran las cuatro de la mañana cuando desperté. La sensación fue abrupta: como si hubiera estado a punto de quedarme sin aire y de repente hubiera podido volver a respirar. Durante treinta o cuarenta minutos intenté volverme a dormir, pero lo único que hice fue recrear una y otra vez la pesadilla que había tenido. 

Los gatos se dieron cuenta de que ya estaba despierto y empezaron a maullar alrededor de la cama. Mientras me decidía a levantarme, imaginé que estaba perdido en algún océano, en una balsa a la deriva –como el protagonista de ese relato de García Márquez sobre un náufrago, o como los cazadores de Moby Dick– y que estaba moribundo y que un cardumen de tiburones merodeaba la balsa, esperando mi muerte. Siempre tengo esta impresión cuando los gatos se despiertan antes que yo y maúllan y parece que se turnan para dar vueltas alrededor de la cama. (Por fortuna, normalmente me despierto antes que ellos.) 

Luego me puse a pensar cómo hacen los gatos para darse cuenta de que he despertado. Siempre me ha intrigado cómo lo detectan. Tal vez su sistema vestibular les permite discriminar los cambios en la frecuencia respiratoria... o tal vez la explicación es más simple y sólo me muevo mucho en la cama y hago mucho ruido cuando no puedo dormir. 

Los gatos maullaban y maullaban y tuve que levantarme de la cama para darles de comer. Siempre tienen croquetas disponibles, pero todas las mañanas les doy otra clase de comida. Los sobres que les doy tienen trozos de atún, o trozos de salmón, o trozos de pollo, con otras cosas que se ven y que huelen asquerosamente, pero que a ellos les encantan. 

Los gatos y yo nos internamos en la oscuridad de la sala y llegamos a la cocina como si hubiéramos sido un pequeño grupo de exploradores que buscaban un tesoro en las profundidades del refrigerador. Cuando abrí la puerta, los maullidos aumentaron y la luz del refrigerador les dio en los rostros y los deslumbró. Por un segundo, mientras sus pupilas absorbían la luz del refrigerador, los maullidos cesaron. 

Sus brillantes pupilas me remontaron a la pesadilla –¡se parecían tanto a las pupilas de uno de los seres diabólicos que intentaban degollarme!– y tuve escalofríos y me sentí indefenso en la oscuridad y en el breve silencio que había inundado la cocina. Tuve la impresión de que un desconocido empuñando un cuchillo en sus manos aparecería de la nada y que saltaría hacia mí para degollarme.

La sensación terminó pronto. Apenas duró una fracción de segundos. 

Saqué del refrigerador el sobre de trozos de salmón con porquerías apetecibles para mininos y cerré la puerta. Tomé una cuchara de la mesa y les serví una porción a cada uno de los gatos, en sus respectivos platos. Mientras ellos comían plácidamente, me senté en la sala y me puse a leer las noticias en el teléfono celular. 

La mayoría de los encabezados que aparecieron en mis redes sociales estaban relacionados con el terremoto del 19 de septiembre de 1985. La información era tan abundante y tan reiterativa que experimenté un déjà vuh y recordé algunos detalles técnicos del sismo que había escuchado incesantemente hace 32 años y en los que no había reparado en muchos años: que tuvo una magnitud de 8.1 y que su epicentro se localizó en la desembocadura del Río Balsas, en la costa del Estado de Michoacán.

Leí algunas notas que se enfocaban en rendirle un macabro homenaje a los personajes del mundo del espectáculo que perdieron la vida en el terremoto, o que se enfocaban en recordar a los miles de ciudadanos que perdieron todo su patrimonio en un lapso de casi dos minutos. 

Después de leer tres o cuatro notas al azar, 
volví a sentir escalofríos, pero no estaban relacionados con la pesadilla de la que había despertado, sino con mis recuerdos de la mañana del jueves 19 de septiembre de 1985.


Vivíamos en un departamento, en el quinto piso de un edificio. 

A las siete de la mañana, mi papá ya había salido a su trabajo. Ese día, no se había llevado el carro por recomendación de su psiquiatra. Yo entraba a la escuela a las ocho –no había cumplido ni un mes en la primaria– y estaba terminando de desayunar. Mi mamá me llevaría a la escuela en el Volkswagen de la familia. Mi hermano tenía dos o tres años y todavía estaba dormido en su cuna. 

Desde la recámara de mi mamá se escuchaba un programa de radio. Un hombre hablaba sobre algún asunto que no parecía muy relevante.

A las 7: 19, sentí un mareo. Se lo dije a mi mamá y ella intentó tranquilizarme y me dijo que lo más seguro era que el desayuno me había caído mal.

Casi de inmediato me di cuenta que no estaba mareado, sino que el suelo se movía. Mi mamá salió de su recámara y se metió a la recámara en la que dormíamos mi hermano y yo. Los locutores del programa de radio que estábamos escuchando dijeron que estaba temblando y le pidieron a la audiencia que procurara mantener la calma. El edificio se movía cada vez más. 

La transmisión de la radio se cortó. El departamento parecía uno de esos juegos mecánicos que van de un lado a otro, rápidamente. De repente, el movimiento cesaba y luego volvía con más fuerza. Parecía que el edificio se movía en círculos, como si estuviera a punto de caer. 

Los tres cuadros de la sala –uno de la boda de mis papás, uno de una fiesta de cumpleaños y otro de un festival en el kínder– se balanceaban sobre las paredes, violentamente. Uno de los cuadros y una lámpara que había junto a uno de los sillones, se cayeron al suelo y se quebraron. 



Mi mamá salió de la recámara con mi hermano en los brazos y me dijo que estaba temblando y que no me preocupara y que pasaría pronto. Me tomó de la mano y me llevó de vuelta a la recámara. Me abrazó y nos sentamos en el suelo, junto a la cuna. 

El edificio se movía cada vez con más violencia y parecía que el movimiento nunca iba a detenerse. Todo permanecía en un relativo silencio. Era un silencio aterrador que nunca había percibido y que ocasionalmente interrumpía el crujir de las tuberías y de las varillas del edificio, o el sonido del agua de los tinacos, o un sonido que sonaba a concreto quebrándose. 

Mi mamá, mi hermano y yo seguíamos en el suelo, abrazados. 
El edificio no dejaba de moverse. Primero, se mecía de izquierda a derecha; luego, se movía en círculos; después, volvía brevemente a su posición original, y comenzaba el ciclo. 
 
El movimiento parecía eterno. Tenía la impresión de que en cualquier momento el edificio no regresaría a su posición original, sino que se balancearía más hacia un lado y que entonces se desplomaría hacia ese lado. 

Al cabo de algunos segundos, alguien dio un portazo y entró al departamento, preguntando si estábamos bien. 

Era mi abuelo, el papá de mi mamá. Aunque él y mi abuela vivían a unos diez minutos a pie del edificio, él llegó en menos de un minuto. Mi mamá le respondió y él se metió a la recámara con nosotros. Allí estuvimos todos, junto a la cuna de mi hermano, durante unos segundos que parecieron una eternidad. 

Cuando finalmente dejó de temblar, mi abuelo se aseguró de que no hubiera fugas de gas o grietas en las paredes del departamento. No había ni luz ni agua. 
Los cuatro salimos al estacionamiento y nos subimos al Volkswagen



Mi mamá condujo hasta la primaria –quedaba a unos diez minutos del edificio– y mi abuelo se sentó en el asiento del copiloto y encendió la radio y estuvo buscando alguna estación que sí tuviera señal. Sólo se escuchaba estática. 

Cuando encontró una estación que sí tenía señal, los locutores sonaban asustados y sin embargo decían que el terremoto no parecía haber causado grandes estragos en la ciudad. No habían transcurrido ni cinco minutos desde que había acabado el terremoto y nadie sabía aún las consecuencias del sismo. 

En la colonia en la que vivíamos todo se veía normal, así que mi mamá me llevó a la escuela y me dejó allí. En la escuela también todo se veía normal. 

No recuerdo si hubo clases. Sólo recuerdo que había varios niños en el patio y que los profesores se veían preocupados y que mi mamá regresó a la escuela muy pronto y que nos fuimos al departamento. Tal vez cuando se restableció el servicio de luz y ella se enteró por radio o por televisión de los daños del terremoto, decidió ir por mí a la escuela. 


No teníamos teléfono en el departamento, así que tuvimos que ir a casa de los abuelos y esperar a que mi papá se comunicara con nosotros y nos dijera cómo se encontraba. Mi mamá estaba preocupada, porque no sabíamos nada de mi papá. Mi abuelo intentó tranquilizarla y le dijo que las líneas telefónicas eran un caos y que mi papá se comunicaría con nosotros cuando pudiera. 

No sé cuánto tiempo después del terremoto, él logró comunicarse y dijo que estaba bien y que se quedaría en el trabajo y que volvería por la noche. 

Mi mamá, mi hermano y yo volvimos al departamento, como a
 la una o como a las dos de la tarde. 

Encendí la televisión. 

En lugar de He-Man, y en todos los canales, estaba un tal Jacobo Zabludovsky recorriendo la ciudad a bordo de un automóvil. Alguien lo grababa con una cámara de televisión, mientras el automóvil circulaba sobre Eje Centrala la altura de La Torre Latinoamericana, y él se comunicaba Televisa desde un teléfono y relataba lo que veía a su paso.

La Torre Latinoamericana no había sufrido ningún daño aparente, pero Zabludovsky decía que una decena de edificios había caído en El Centro Histórico y que los ciudadanos habían tomado las calles y que se habían organizado para buscar sobrevivientes entre los escombros.   



Hace poco le pregunté a mi papá cómo vivió el terremoto y me contó que 
esa mañana él estaba saliendo de la estación Insurgentes del metro y que caminaba hacia La Zona Rosa cuando comenzó a temblar.

Me contó que vio a varias turistas envueltas en toallas de baño corriendo y gritando por las calles, mientras huían de los hoteles en los que se hospedaban y mientras se escuchaban gritos y vidrios quebrarse en el suelo.

Me contó que todo era caótico y que algunas calles se cubrieron repentinamente de una nube de polvo. Me dijo que la camioneta que lo llevaba a su trabajo, pasó cerca de las ruinas de El Hotel Continental y que la ciudad parecía un desastre.

Era el único de la familia que sabía más o menos qué dimensiones habían alcanzado los daños causados por el terremoto y aún así decidió irse a trabajar. 

En los meses que siguieron al sismo, cuando teníamos que ir a alguna parte de la ciudad en el Volkswagen, pasábamos junto a edificios, casas, restaurantes y estacionamientos en ruinas. 
Generalmente el tráfico iba a vuelta de rueda. Había largos tramos de avenidas como Cuauhtémoc y Eje Central que estaban acordonadas y que despedían un olor fétido.
  
Todos los programas de televisión de esos meses, a todas horas, hablaban sobre la labor de los rescatistas o la demolición de algún edificio. Todos nuestros familiares o amigos de mis papás, hablaban del terremoto. Todos decían conocer a algún sobreviviente que había perdido a alguien muy cercano, o que había perdido todo su patrimonio en el terremoto. 

Se estima que hubo veinte mil muertos.
El Gobierno de Miguel de La Madrid permaneció sin actuar al menos 48 horas. 
Los medios de comunicación minimizaron los daños del terremoto. López Dóriga fue uno de los comunicadores que redujo la cifra de muertos a unas centenas. 

En el edificio estuvimos varios meses sin agua. 

Cuando llegaban las pipas, una vez a la semana, las filas eran inmensas y aparecía gente de quién sabe dónde. Mi papá logró que la empresa en la que trabajaba mandara una pipa a la colonia, pero la pipa fue secuestrada en el camino y nunca llegó. 

Hace 32 años que no pensaba en estas cosasDespués de todo, prefiero tener pesadillas en las que seres diabólicos con pupilas de gato me persiguen para degollarme. Después de todo, prefiero despertar a las cuatro de la mañana y sentir que estoy naufragando en una balsa mientras un cardumen de tiburones espera mi muerte. 

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