lunes, marzo 12, 2007

Jack Kerouac murió abriendo una lata de atún



Mientras estoy perdido en la contemplación de los rayos del sol que atraviesan la ventana y que se cuelan hasta la cama como un perezoso camino de polvo, pienso en lo extraño que es descansar en un día feriado. 

Después de casi cuatro años consecutivos corriendo experimentos de lunes a sábado, incluyendo alguna Navidad o Año Nuevo, vacaciones y otros días feriados –e incluso habiéndome hecho cargo de los experimentos de alguna compañera indispuesta tras haber tenido una irremplazable celebración de cumpleaños en el antro de moda, justamente unas horas antes de que Jared Borgetti le anotara un gol irrepetible a Gianluigi Buffon en un mundial de futbol–, hoy no tengo experimentos en la universidad. 

Es un jueves feriado y tampoco hubo clases –los mecanorreceptores de Pacini, el umbral diferencial de dos puntos y la teoría del control de la puerta tendrán que esperar–, así que no tuve que levantarme temprano. Me desperté hace unos veinte minutos y desde entonces estoy tumbado en la cama, contemplando los rayos del sol. 

Según el reloj digital que está sobre el escritorio, faltan veinte minutos para las nueve de la mañana. Bostezo y me tallo los ojos con el dorso de las manos. Apenas pongo un pie fuera de la cama, siento un vacío en el estómago y escucho gruñir estruendosamente a mis tripas. Tengo tanta hambre que parece que estoy en huelga de ayuno desde hace varios meses.  


*  *  *

En la mesa de la cocina hay un tazón con arroz frito.
Me basta verlo un par de segundos para comenzar a salivar. 

Apresuradamente, tomo un plato y una cuchara del fregadero, y me sirvo una porción de arroz frito en el plato. Continúo salivando de un modo tan incontrolable que me resulta imposible no pensar en los perros de Iván Pávlov. Me pregunto cuál sería la reacción de los alumnos, si usara este ejemplo (ocultando la identidad del protagonista) para explicarles el condicionamiento clásico. Me pregunto si el concepto quedaría claro para la mayoría. (Tal vez si revelara la identidad del protagonista del ejemplo, reirían.) Estoy seguro de que algunos estudiantes, independientemente de mi entusiasmo por quedar en ridículo, más bien bostezarían y pondrían caras indescifrables, esperando a 
que les dijera cómo pueden lucrar con este concepto en particular y hacer que la gente además les dé las gracias.   

Tengo tanta hambre que ni siquiera me he sentado. Sumerjo frenéticamente la cuchara en el plato y luego me la llevo a la boca. Mis tripas continúan gruñendo y me da la impresión de que mis vísceras tienen ojos y de que además ven a través de mí cómo llevo la cuchara a mi boca. Me siento vigilado por mi propio sistema entérico. 

Me ha bastado una cucharada de arroz frito para darme cuenta de que está frío y un poco amargo, pero estoy tan hambriento que no me importa.

Sumerjo otra vez la cuchara en el plato y la llevo a mi boca.

Ahora no sólo noto su temperatura, sino que identifico con más claridad el sabor amargo. No sé por qué, pero pienso que tiene un vago sabor a detergente. Tengo tanta hambre que evito pensar en estas señales, y continúo comiendo hasta que no queda rastro de él en el plato. 


Subo a la recámara a fumarme un cigarrillo. 

Mientras subo las escaleras y siento cómo late mi corazón más rápido y cómo todos mis órganos se van llenando de sangre ante la feliz expectativa del cigarrillo, pienso que tal vez tengo tabaquismo. 

Fumo en ayuno, fumo después de cada comida, fumo cuando tomo un descanso entre la preparación de las clases, fumo mientras escribo y me desvelo, fumo mientras leo, fumo a las dos o tres de la mañana, fumo antes de acostarme a dormir... 

Sé que no es un buen hábito, pero, hasta ahora, no me ha causado ningún daño aparente y no veo cuál sería la razón para dejar de hacerlo, si lo disfruto tanto. 

Pienso que esta costumbre ha aumentado en los últimos cinco años, desde que dejé de jugar futbol. Cuando voy a alguna fiesta o cuando bebo alcohol, soy capaz de terminarme una cajetilla yo solo en unas horas. Sé que está mal admitirlo, pero, sólo si mi salud estuviera gravemente comprometida, intentaría dejar de fumar. (Espero nunca tener que llegar a esa situación y haber heredado la salud de acero que tiene mi abuelo.) 

*  *  *

Han transcurrido menos de cinco minutos desde que comí arroz frito, pero ya me siento muy mal. Apenas me pongo el cigarrillo en los labios, me dan arcadas. 

No quiero pensar en el malestar y salgo al balcón, para distraerme. 

Enciendo el cigarrillo y al mismo tiempo veo mi reflejo en el vidrio de la ventana. 
Tengo la impresión de que me veo mortalmente enfermo. 

Tengo tanta aversión a mí mismo que apago el cigarrillo en una maceta y regreso a la recámara.

Me dejo caer en la cama y enciendo el televisor.

Me siento terrible y nauseabundo. 

Tengo escalofríos. Los siento recorrer toda mi piel como si fueran un pequeño ejército de hormigas que esparcen leves sacudidas de electricidad por todos mis poros. La sensación es tan intensa que me hace 
recordar que los escalofríos son un resabio de nuestros antepasados, que son una especie de reminiscencia del pelaje que cubría toda nuestra piel. Lo leí en alguna parte y por el momento no le encuentro sentido.

Comienzo a ponerme ansioso. Tengo la impresión de que las náuseas son cada vez más intensas y de que mis pensamientos nauseabundos las intensifican. 

Quiero pensar en otra cosa.  

En la tele, pasan Seinfeld.

Kramer le dice a Costanza

Tienes que vivir cada día como si fuera el último...

Yo soy como Jack Kerouac, pero no quiero morir como él...

¿Sabías que murió mientras abría una lata de atún...?

Una hemorragia en el estómago...

¿Sabes cómo se abre una lata de atún...?

No resisto más y corro al baño.

Mientras estoy de rodillas frente al retrete, perdiendo el control sobre mí mismo y sintiendo los jugos gástricos ascendiendo por mi esófago, me recuerdo a mí mismo en otros retretes en las mismas condiciones que ahora. En particular, me recuerdo en dos ocasiones: una vez que me comí yo solo un paquete entero de tortillas de harina cuando era un niño y la última reunión con algunos compañeros de un taller de creación literaria en la que me bebí yo solo casi una botella de vodka.

Tengo una especie de epifanía: después de tres o cuatro tortillas, ya me sentía mal y no pude dejar de comer... después de tres o cuatro vasos de vodka con jugo de naranja, ya me sentía mal y no pude dejar de beber.

Conforme recobro las fuerzas y me incorporo lentamente del piso del baño y alejo la cabeza del retrete, me siento un poco mejor y me pregunto de qué me sirve tener una corteza cerebral, si de todas formas soy incapaz de detenerme cuando algo me hace daño.

***
ÉSTE ES UN EXTRACTO (UN BORRADOR) DE UN LIBRO QUE PUBLICARÉ. DERECHOS RESERVADOS.

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