sábado, octubre 22, 2022

dale vuelta a la página de tu existencia

despertar de un sueño confuso que ya barrió el oleaje de la conciencia, medio recordar qué soñaste, que ibas a celebrar tu cumpleaños y que tus papás te prestarían su casa y que no estabas tan seguro de invitar a nadie pero que al final te decidías y te parecía una oportunidad genial para tocar con tu banda de punk y para invitar a la gente con quien aún tienes contacto en Facebook; tener que levantarte de la cama porque las ganas de orinar aumentan, sacar los pies de las sábanas y sentir el contacto de las sábanas y brevemente aspirar la fragancia de las sábanas recién lavadas mientras te las vas quitando de encima y recordar muchas cosas felices y luego sentir el madrazo del frío, y encabronarte y aborrecer el frío y la idea de tener que ponerte varios kilos de ropa encima para hacer cualquier cosa, para desplazarte por el día, de la cama al baño, del baño a la recámara, de la recámara a la cocina, y para evitar enfermarte y terminar tumbado indefinidamente en la cama, apenas lanzando estertores, con la garganta a punto de estallar como un globo y con los ojos borrosos de lágrimas; acabar de orinar, mirarte en el espejo, reconocer de soslayo todos los defectos que aborreces en ti mismo, bostezar, sentir una opresión en el pecho, ser incapaz de pensar claramente, ser incapaz de ser un zen y ser incapaz de no odiar a toda la gente que te ha puesto un pie para que tropieces o que te ha usado como pañuelo desechable, y que ha dado vuelta a la página de tu existencia rápidamente; tener mil ideas y querer ahondar en cada una de ellas y escribir sobre cada una de ellas –te transportan a distintos lugares catárticos y te alivian, te quitan un peso de encima, y te hacen sentir menos miserable–, pero continuar orinando y sintiendo cómo se esfuma el tiempo y cómo deteriora tus huesos y cómo mata a tus células; entrar en la recámara, avanzar en contra de las ráfagas de frío que cercenan tu movimiento, sacar el glucómetro, sacar la tira reactiva, sacar la lanceta, sacar la pluma, sacar el cuaderno, y pincharte un dedo elegido al azar, aunque casi siempre es el mismo, y hacer el sacrificio de una gota de sangre, y sentir que la yema de ese dedo que casi siempre es el mismo es como la gruesa piel de un elefante que ya no siente nada, y recordar las primeras veces que te medías la glucosa y cómo sentías intensamente ese pinchazo y cómo te predisponías a sentir ese pinchazo y cómo creías que sentías que ese pinchazo liberaba endorfinas en tu torrente sanguíneo y cómo pensabas que pincharte cada día con la lanceta para hacer un sacrificio de sangre y medirte la glucosa, y que habituarte a ese pinchazo, te abriría las puertas para experimentar con otras drogas administradas por vía intravenosa, y lidiar con el espantoso frío y calcular, entre las brumas de la conciencia que, repentinamente, tiene un bajón que te permite recordar algunos detalles de lo que estabas soñando, cuántas veces te has pinchado en el último año, cuántas tiras reactivas has usado, cuántas pilas de litio has comprado, cuántas gotas de sangre has vertido en el lector del glucómetro y cuántas ideas has olvidado mientras te mides la glucosa; acabar de anotar los mg/dl de glucosa en sangre, sentirte un fracasado, un tipo incapaz de resistirse a la tentación de la comida sabrosa –una hamburguesa, unas papas a la francesa– y a los efectos alienantes del alcohol, y disponerte a anotar cuáles fueron tus alimentos del día anterior, y tener un sobresalto porque el gato noruego llega de pronto a la recámara y empieza a llamar tu atención, a maullar, a subirse al escritorio, a mover la computadora, a pasarte una de sus patas por el cabello, y saber que todo ya se fue al carajo: que bajarás a la cocina, que le darás su comida blanda, que recogerás su arena, que te lavarás las manos, que le servirás agua limpia en su plato de agua limpia, que volverás al baño, que irá saliendo el sol, que la luz del sol te despojará del estado mental que requieres para escribir, que harás algunos estiramientos para evaluar si ya no te duele la ingle izquierda y si entonces puedes salir a correr cinco o seis kilómetros –al igual que la escritura de pendejadas introspectivas, correr resulta catártico, y también es una estrategia para huir de la realidad–, que lavarás los trastes, que te resignarás, que le preguntarás a Alexa por el pronóstico del tiempo, que repararás en el madrazo del frío una vez más, que ya habrá salido el sol y que todo el vecindario ya habrá despertado, y que, tú mismo, ya le habrás dado vuelta a la página de tu existencia.  

jueves, octubre 20, 2022

Soy un mal escritor


Soñar es estar a la deriva, despertar es llegar a tierra firme, escribir es abrirte las venas y desangrarte, leer es cerrar los párpados y fingir una sonrisa o una mueca triste, escribir es salpicar una página con los esputos de todas tus frustraciones en la deshidratación de una borrachera, leer es modular tu voz para que parezca que captas el mensaje, que sufres lo que estás leyendo, fingir que las letras son marcas de hierro incandescente que chamuscan tu alma, esperar a que alguien te lea es pretender que sólo necesitas soñar para que tus sueños se hagan realidad, es como creer que el sol puede ocultarse detrás de uno de tus dedos y acabar con la luz de todo el mundo, la realidad es que no vales nada excepto si “las personas indicadas” le dicen a las personas sin criterio que eres el mejor, aunque seas pésimo en lo que haces, como cuando Joseph Goebbels decía mentiras a los alemanes y luego decía que las mentiras que se decían millones de veces acababan convirtiéndose en la verdad imperante, la realidad es que es más probable tener éxito si nunca esperas nada de la gente que conoces, esperar a que algún contacto o conocido te dé crédito simplemente porque es tu contacto o tu conocido es ingenuo, paradójicamente en el anonimato le caes mejor a la gente que te conoce, o, al menos, así la gente que te conoce no tiene razones para envidiarte o no tiene prejuicios acerca de ti, meterte a una red social es enfermizo, para qué quieres encontrar callejones sin salida y sectas intolerantes y creyentes sin autoestima, para qué quieres encabronarte con opiniones que no te van a gustar, que la tierra es plana, que la educación es irrelevante, que todos deberíamos aspirar a ser empresarios multimillonarios y lucrar con frivolidades, que lo único que debería importarnos es tener un auto del año y salir de vacaciones a lugares exóticos lo más seguido posible, meterte a una red social es enfermizo, usar las redes sociales como un cuchillo para clavárselo en la espalda a la gente que conoces, hablar mal de la gente que conoces, señalarla, humillarla, ignorarla, pretender darle una lección de moral, asumir que conoces todos sus motivos y todos sus defectos, es enfermizo, estar despierto es estar atado a las apariencias que duelen como un arañazo de gato feral en la cara, es tener que interrumpir lo que más te gusta hacer, eso que harías por el resto de tu vida aunque no te pagaran, porque tienes que comer o ir al baño prácticamente cada que llegas al clímax de algo, estar dormido es estar libre, es no tener hambre ni sed, es no padecer ni angustias ni preocupaciones, es no tener que saber mil y un contraseñas para entrar a mil y un aplicaciones que te facilitan la vida o que te fabrican necesidades o que te vuelven dependiente a ellas, no caer en una provocación en redes sociales es no tener nada qué decir, caer en una provocación en redes sociales es la oportunidad ideal para demostrar tu punto, cualquiera que sea, quedarte callado es no tener nada qué decir, decir lo que sientes es tener la razón, compartir lo que escribes, mostrar tus heridas y tus miserias, sublimar tu estrés postraumático en busca de catarsis, o en busca de retroalimentación, es estúpido, quizá encuentres la catarsis pero esperar retroalimentación es absurdo, es ingenuo, nadie lee nada que no tenga que ver consigo mismo, la gente sólo lee las cosas que refuerzan la idea (el concepto, la identidad) que tienen de sí mismas, si te metes en un muro en el que no te llaman no debes esperar una respuesta, incluso si alguien se mete en tu muro sin que lo llames, y aun cuando te pregunte algo y tú te tomes el tiempo para responder, no esperes a que te dé retroalimentación, todo está mal, todo es enfermizo, todo es contagioso, todo es automatismo, como en ese álbum de REM que supuestamente sonaba junto al cadáver de la estrella de rock que se metió a la boca el cañón de una Remington y que habla sobre cómo los humanos somos emocionales y necesitamos aceptar nuestros defectos pero siempre estamos avergonzándonos de lo que somos, aparentando que todo está bien, que no podríamos estar mejor, que amamos lo que hacemos, que no hacemos lo que hacemos porque no tenemos otra opción, y si respondes a algo que te preguntan concretamente en tu muro, en una red social, y a la gente no le gusta tu respuesta, porque, a lo mejor, inconscientemente, te tiene en un concepto muy bajo y cree que dices que escribes porque un día le escribiste un poema a tu abuelita y tu abuelita lo leyó y le gustó (o fingió que le gustaba para no herir tus sentimientos) y te dijo que escribes bonito y le creíste ciegamente, o simplemente respondes y no está de humor o no le gusta tu respuesta porque tu respuesta no está en la frecuencia de lo que le gusta, o en la frecuencia de su humor, y aunque tu respuesta sea una respuesta que responde concretamente a lo que te preguntan, te sueltan el rollo de que eres ególatra (¿qué debías contestar?, ¿ahora te paso el poema que le escribí a mi abuelita?), y, en fin, si lo eres, pues lo eres, ya no tienes quince años para que estos adjetivos te pongan al borde de un colapso emocional, tampoco es que lo máximo que hayas hecho en la vida sea escribir en un blog, aunque ser ególatra es lo menos importante, lo importante debería ser que, en otros tiempos, esas personas que ahora te llaman ególatra leían este blog, este anodino blog en el que escribes (más bien, lo que haces es aporrear el teclado de una computadora con conectividad a Internet y luego las palabras van quedándose grabadas en un gadget) desde hace casi veinte años, y que esas personas te conocieron hace casi quince años en un taller de creación literaria y que salieron contigo a emborracharse varias veces, pero, en fin, eran otros tiempos, y ahora estoy en un mal momento, no soy muy tolerante en este momento, está clarísimo que mis capacidades no me aseguran nada, que la gente del presente tiene que ponerme candados para evitar que concurse y que gane una plaza de trabajo (y, aunque no lo parezca, incluso encontrándome en un mal momento, sé perfectamente qué cosas escribo), está clarísimo que a veces hago preguntas retóricas en los muros de las redes sociales de personas que no me invitan a preguntar nada en sus muros, porque sistemáticamente no comentan nada, porque estoy ocioso, harto de leer textos científicos en inglés sobre temas que no me apasionan, porque estoy harto de escribir minutas como si estuviera obligado a ser un secretario que debe ser estoico y que debe vivir de sus ahorros, y que debe resignarse a que las cosas sean así, a que la excelencia académica sea solo un eslogan, o porque, simplemente, quiero evadirme de mi realidad, y, en fin, a veces no vemos nada, ni siquiera cuando nos pasa, ni siquiera cuando somos la prueba de viviente de nuestros propios errores y fracasos, y estamos tan ensimismados en la corriente de las redes sociales y somos tan susceptibles a los reforzadores de las redes sociales –los likes, los me encanta–, que no nos damos cuenta de que también somos ególatras cuando estamos a la defensiva, cuando asumimos que alguien nos comenta cualquier tontería para poner en duda las cosas en las que creemos ciegamente, cuando alguien, tontamente, se acerca a nosotros en la virtualidad de las redes sociales, por curioso, o en busca de una opinión, sin ánimo de ofender, o nos lanza un comentario retórico, imaginando que no recibirá respuesta, como ha ocurrido otras tantas veces, incluso cuando le preguntas algo directamente (también es ególatra hacer una pregunta y pasar de largo, ignorar la respuesta a la pregunta que tú mismo hiciste, porque, simplemente, esa respuesta te vale madre, o no se ajusta con tus intereses), pero, en fin, caemos de vez en cuando en la tentación de los autómatas, y nos enfrentamos al otro lado de la moneda, descubrimos qué ocurre cuando no pasamos de largo, y no desestimamos “el debate” en redes sociales, cuando nos quedamos a ver cómo la gente alienada suelta un rollo que la haga sentirse superior a los interlocutores –les da un periodicazo en el hocico–, y así vamos todos, aportando nuestro granito de arena, remando en la corriente de las redes sociales, intoxicándonos en la inercia de las redes sociales, nunca tenemos tiempo para salir del círculo vicioso de las redes sociales, y nos alejamos del mundo real, y nos distanciamos de la gente real, y le decimos, al mundo real y a la gente real, que están enfermos porque no ven nuestro punto, porque no nos comprenden.