martes, marzo 29, 2022

Una fuerza invisible encendió el motor del auto deportivo destrozado

Tuve una pesadilla y ya no pude volver a dormirme. En la pesadilla, estaba con mi abuela en su casa. Parecía que ella tenía que comunicarme algo urgentemente, pero, como siempre ocurrió en la realidad, cuando ella vivía, yo tenía mucha prisa por estar en otra parte y no le prestaba mucha atención. Luego mi mamá entraba a la cocina y yo aprovechaba para salirme de la casa.

Afuera de su casa, me subía a un auto y tenía que conducirlo en reversa. De algún modo había logrado cruzar una avenida muy transitada, pero de pronto el motor hacía un sonido extraño y el auto se detenía justamente frente a un taller mecánico. 

Me bajaba del auto y veía a un hombre como de mi edad que llevaba puesto un overol y que inspeccionaba un auto deportivo destrozado. Me miraba y yo intentaba decirle algo, pero él me interrumpía, me decía que ya estaba harto, que tenía ya varios días reparando ese automóvil deportivo, que hacía el trabajo para una aseguradora, que el auto había estado implicado en un accidente y que en el accidente había muerto una mujer. 

Estaba convencido de que el espíritu de esa mujer lo acosaba. El hombre vivía en el taller. Según él, desde la primera noche, cuando había llegado el auto, había tenido la impresión de que una presencia merodeaba su taller. La segunda noche había escuchado que caían herramientas o que alguien intentaba abrir puertas o cajones en el taller. La tercera noche, cuando finalmente había comenzado a reparar el auto, la voz de una mujer le murmuró al oído algunos detalles del accidente. Desde entonces él estaba convencido de que se trataba de la mujer que había muerto en el accidente y que todas las noches ella había sido quien había estado comunicándose con él. 

El hombre estaba harto. Apenas unos minutos antes de que yo me apareciera en su taller, una fuerza invisible había intentado cortarle las manos con una herramienta. No sabía qué hacer. Por un lado, la aseguradora lo presionaba para que repara el auto cuanto antes; por otro lado, parecía que alguien –¿el espíritu de la mujer?–, no quería que lo hiciera. Estaba contándome estas cosas cuando sonaba un ruido furioso: una fuerza invisible había encendido el motor del auto deportivo destrozado.

Desperté con taquicardia. Miré la hora en el reloj de la mesita de noche. Eran las 4 de la mañana. Intenté volver a dormirme, pero no pude dejar de pensar en la pesadilla ni dejar de preguntarme de dónde había salido toda esa información que había soñado. Estuve dando vueltas en la cama. Alrededor de las 6 me levanté y me metí a bañar. Cuando salí de bañarme, encendí el teléfono celular. Mientras me vestía, llegó un Whats. Mi hermano me preguntaba cómo estaba y se me hizo extraño que me mandara un Whats a esa hora y ese día sólo para preguntarme cómo estaba, y sospeché que había ocurrido algo que tenía que contarme urgentemente. 

Abrí el chat de Whats y leí que mi abuelo acababa de morir. 

lunes, marzo 21, 2022

Suicide Blonde Was The Color Of Her Hair


EN PROGRESO.

Vivimos muchos años en un departamento. Cuando nos mudamos a nuestra propia casa, mi mamá empezó a llevar a uno de mis hermanos a consulta con el médico. Él tenía asma y estaba bajo tratamiento.

El consultorio del médico quedaba lejos de la casa, y, cuando iban a consulta, mi mamá y mi hermano se la pasaban fuera toda la tarde. De vuelta a la casa, después del trabajo, mi papá pasaba por ellos y los tres llegaban hasta la noche. Nuestro hermano más pequeño y yo nos quedábamos solos en la casa.

Las visitas al médico sólo ocurrían una o dos veces al mes, pero eran un asunto muy importante para mí. Me sentía como un adulto responsable, cuidando a su hermano menor. 



Mi hermano más pequeño estaba en el kínder, y le gustaba jugar y ver caricaturas, como a los niños de su edad. También le gustaban los dinosaurios y Las Tortugas Ninja. Yo era un típico adolescente de doce años de edad, que cambiaba repentinamente de humor y que no tenía paciencia para jugar con un niño de cuatro años. Ya no me gustaban los juguetes ni saltar o correr por aquí y por allá, ni jugar a las escondidas.
Para distraer a mi hermano pequeño, le encendía la TV, le daba un puñado de dulces y lo dejaba allí, viendo caricaturas.

Cuando él se aburría, me pedía que le pusiera una película de Goofy. No sé por qué –según los psicólogos, así es como los niños refuerzan sus conocimientos en etapas tempranas del desarrollo–, pero le gustaba mucho esa película y la veía una y otra vez. Yo ya la conocía de memoria, de principio a fin, aunque nunca realmente me había sentado a verla.  

En nuestra casa teníamos dos televisores –uno en la cocina y otro en la sala–, pero sólo teníamos una videocasetera Betamax y entonces le ponía la película de Goofy en la Betamax y lo dejaba allí, sentado otra vez, frente al televisor de la sala, mientras yo me iba a perder el tiempo a otra parte de la casa.


En una de esas visitas al médico, cuando me disponía a ponerle a mi hermano pequeño la película de Goofy en la videocasetera, descubrí, entre la colección de películas de mis papás, una película de la que todo mundo hablaba por entonces. Apenas leí el título y se me aceleró el ritmo cardiaco. Se trataba de Bajos Instintos
Había escuchado muchas cosas sobre la película. Supuestamente era un thriller intenso con escenas de sexo explícito. Supuestamente las escenas eran tan fuertes que había sido censurada en varios países. En las noticias decían que era la película más aclamada de Paul Verhoeven –el mismo director de la película de RoboCop, estrenada unos años antes–, que la habían filmado totalmente en 1991, y que Sharon Stone y que Michael Douglas eran los protagonistas.

(No sé cómo llegó esa película a la casa. Cuando todo esto pasó, debíamos de estar en el otoño de 1992 y quizá la película aún estaba en cartelera. Eran otros tiempos: no había streaming, ni podías ver en tu casa una película el mismo día que se estrenaba en el cine). 


De Georges Biard, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=9055138

Yo pensaba que 
Bajos Instintos, esencialmente, era una película de sexo. Eventualmente –más o menos a lo largo de un año de visitas al médico–, me di cuenta de que estaba equivocado. 

La película comienza cuando la policía encuentra a Johnny Boz –una estrella de rock– muerto en su penthouse. Su cadáver está lleno de sangre y de puñaladas. Según los detectives, todo indica que es la escena de un crimen pasional. Nick Curran –uno de los detectives en la escena del crimen– debe resolver el caso: averiguar quién asesinó a Boz. Pronto, él y uno de sus colegas descubren que los papás y los amantes de Catherine Tramell –la última amante de Johnny Boz– han muerto en condiciones sospechosas. Ella es una escritora rubia y enigmática. En sus novelas siempre ocurren asesinatos casi idénticos a los asesinatos en los que han muerto sus seres queridos.

Mientras la investigación avanza, Curran cada vez está más seguro de que Catherine Tramell está involucrada en la muerte de la estrella de rock y la sigue a todas partes y se obsesiona con ella. Ella es muy inteligente y seduce a Curran y Curran desarrolla una adicción hacia ella y pierde la objetividad en el caso del asesinato de Johnny Boz.



Cuando encontré Bajos Instintos entre la colección de películas de mis papás, convencí a mi hermano pequeño de que la película de Goofy no era una película tan buena como a él le parecía y me aseguré de quedarme con la Betamax en la sala para mí solo. 

Estaba temblando y sintiendo que mi corazón explotaría en cualquier momento cuando metí la película en la videocasetera. Me senté en la alfombra, apenas a unos centímetros del televisor y de la videocasetera, para permanecer oculto a la vista de mi hermano y para apagar el televisor inmediatamente, en caso de que él saliera abruptamente de la cocina. No sabía qué iba a encontrarme exactamente, pero era una situación extrema y era lo más excitante que me había pasado. Al mismo tiempo, no quería que mi hermano pequeño me descubriera viendo una película clasificación C, pero tampoco quería perderme la oportunidad de ver una película clasificación C.

La primera escena era muy violenta e impresionante. Se trataba de una borrosa imagen en movimiento, reflejada en un espejo. Había música de violines y algunos murmullos apenas perceptibles. Parecía que un hombre y una mujer estaban desnudos en una cama. La escena no era nada explícita, sino críptica, ambigua y poética. Los cuerpos desnudos cada vez se movían más rápido, acompasados uno al ritmo del otro, y los murmullos apenas perceptibles y la música de violines subían de intensidad. Aparecía por primera vez en la pantalla una enigmática mujer rubia. Estaba encima del hombre y el hombre estaba bajo su control. De pronto, ella tomaba un picahielos de debajo de una almohada y apuñalaba al hombre salvajemente, y la sangre brotaba por todas partes de su cuerpo y salpicaba la cama y el rostro de la mujer rubia mientras ella continuaba apuñalándolo.

La estrella de rock tenía las manos atadas a la cabecera de la cama y desesperadamente intentaba desatarse, y gritaba y sangraba profusamente, pero la rubia no dejaba de apuñalarlo hasta que lo mataba. 


No pude apartar a Sharon Stone de mi cabeza durante varias semanas. Me impresionaron su belleza y su ferocidad y todo el ambiente críptico y ambiguo de esa escena. 

Cada vez que mi mamá y mi otro hermano iban a consulta, volvía a dejar a mi hermano más pequeño en la cocina viendo a Las Tortugas Ninja y me sentaba en la alfombra a continuar viendo la película. Nunca veía más de diez minutos consecutivos. No me sentía con total libertad para ver la película de principio a fin. No sólo creía que mi hermanito podía salir en cualquier momento de la cocina, sino que mis papás podían volver en cualquier momento a la casa. Me tomó más o menos un año ver toda la película. 

Ayer se cumplieron 30 años del lanzamiento de Bajos Instintos. 

miércoles, marzo 09, 2022

El pinchazo

Las tripas, para variar, gruñen. Parece que he estado en ayuno toda una vida. El frío atraviesa mi piel, desde los dedos de los pies. No parece que la primavera esté por llegar, ni que esos días calurosos en los que la vida es como un enorme centro vacacional estén por llegar. 

Saco la libreta en la que llevo mis registros de glucemia desde julio del año pasado. Tomo una pluma del escritorio y anoto la fecha de hoy en la libreta. Saco de su estuche el glucómetro, el frasco con tiras reactivas y la lanceta. Tomo la lanceta y me pincho el índice derecho con mucha destreza –casi como una máquina diseñada con ese propósito–, y coloco la tira reactiva en el glucómetro y espero el bip bip del aparato que me dice cuándo debo depositar la gota de sangre en la tira reactiva. 

Al principio, en julio del año pasado, cuando comencé a medirme la glucosa en ayuno, cada vez que iba a pincharme un dedo resultaba escalofriante. La noche anterior estaba pensando cómo sería la sensación de pincharme el dedo. Cuando llegaba la hora, me ponía la lanceta sobre el dedo elegido para el sacrificio de sangre y me quedaba inmóvil e indeciso durante algunos segundos. No podía dejar de pensar en todas las posibilidades que detonaría el pinchazo. ¿Me dolería?, ¿me gustaría?, ¿sería como un ligero pellizco?, ¿sería como la última vez que me sacaron sangre y me dejaron un hematoma que me duró casi un mes...? 

Mientras me decidía a pincharme, me preguntaba cuánto me dolería y me preguntaba cómo podía haber gente que se acostumbraba a inyectarse opiáceos (o insulina) de manera intravenosa (o intramuscular), y entonces continuaba dilatando el pinchazo para postergar la oleada del dolor. Provocarme dolor voluntariamente, me hacía sentir aversión a mí mismo, como si este breve dolor fuera totalmente dañino y no tuviera ninguna relación con el daño que me provocaba a mí mismo cuando cada fin de semana bebía ingentes cantidades de alcohol y me comía una pizza familiar o un paquete familiar de hamburguesas yo solo; como si este breve dolor con fines terapéuticos y provocado por un breve pinchazo, fuera totalmente dañino y no tuviera ninguna relación con el daño que me provocaba cuando fumaba compulsivamente, incluso en ayuno o mientras caminaba del metro al laboratorio o del laboratorio a la facultad o mientras alimentaba a Gatusso cuando era un minino y Katz y yo teníamos que darle un biberón y cuando era mi turno lo sentaba en mis piernas y lo alimentaba y no dejaba de fumar. Ahora, pincharme cualquier dedo es un evento más sin importancia en mi día a día. 

La pantalla del glucómetro dice “112 mg/dL”, y es la medida más baja que he tenido desde el 19 de febrero, a pesar de que no cené nada saludable. 

Los párpados se me cierran. Tuve una mala noche. No descansé. Los gatos me robaron la almohada y mi cabeza fue invadida por todas las preocupaciones y enojos que me persiguieron durante el día. No entiendo la actitud de ciertas personas. No entiendo por qué debería estar preocupándome por los problemas de los demás. Yo mismo tengo mis propios problemas –por ejemplo, ¿qué voy a hacer dentro de tres meses?, ¿volveré a concursar con otras doce personas, con doctorado, con posdoctorado y que son miembros del SNI, como yo, para tener otro empleo fijo de tres meses?– y nunca estoy contándoselos a nadie. No entiendo a la gente. Trabajo más de lo necesario y busco cómo solucionar cualquier contratiempo, y me gusta lo que hago, pero tal parece que, si no te quejas de tu trabajo, la gente asume que no tienes problemas de ningún tipo y que te sobra el tiempo. Tampoco entiendo a las personas que asumen que ellas son las únicas que tienen ocupaciones (preocupaciones) y que todos los demás deben ayudarles cuando lo necesiten. 

Los dedos aporrean el teclado de la Mac. Mis uñas chocan contra el teclado. El contacto de las uñas con el teclado es desagradable. La sensación es tan intensa que no me deja concentrarme en otra cosa. Siempre me ha disgustado tener las uñas un poco largas. Me hacen sentir ajeno a mí mismo, como si las uñas largas fueran otro organismo independiente de mí mismo y como si mi sistema del tacto tuviera que supeditarse a ese organismo independiente para permitirme sentir. 

Desde hace casi dos semanas he estado estudiando sobre neurodesarrollo y no he podido enfocarme en otros temas que debo estudiar para impartir las tres clases que debo impartirles a 100 estudiantes cada semana. Tuve un par de sueños muy extraños, frío y dolor de estómago. Me gustaría escribir sobre ellos, pero debo volver a trabajar. 

sábado, marzo 05, 2022

La panadería


Decenas de personas entran y salen. Otras permanecen toda una vida adentro. Charolas repletas de panes de distintos tamaños, formas y sabores circulan por la panadería. Anaqueles con pasteles de vainilla con zarzamora, de trufa con chabacano, de chocolate con coco...

Los aromas se mezclan y fabrican un solo aroma que hace explotar tu memoria. Filas y filas de gente formada esperando al menos media hora su turno para pasar a recoger una caja con galletas. Es una locura. No hay paciencia de tal magnitud en ningún otro lugar. A pesar de la espera, nadie está enojado. La panadería es un territorio en paz y armonía. 

Ves pasar cajas con galletas por aquí. Ves pasar cajas con pasteles por acá. La vida pasa así: entre aromas de pan y cajas con pan, y entre gente haciendo videollamadas, mostrándoles a sus interlocutores los anaqueles con los pasteles y preguntándoles cuál pastel quieren que les lleven a casa.

Yo no entiendo nada, pero si viajara al pasado –más concretamente a principios del siglo XX–, invertiría en la industria del pan. 

***

No tienes que inventar mundos que no existen, ni nadar en la oscuridad de mundos que no conoces; tampoco necesitas inventar personajes “complicados” con todas las patologías y vicios del mundo para atrapar la atención del lector, ni viajar a lugares exóticos para “inspirarte” a escribir novelas sobre esos lugares exóticos: hay literatura en todas partes.