viernes, septiembre 23, 2022

Wah, wah, wah

A las 11 de la mañana, tal y como nos había informado, esa misma mañana, la Comisión de Seguridad, sonó la alerta sísmica, con su horrible onomatopeya –wah, wah, wah– y entonces me levanté de mi asiento y salí del cubículo y seguí el protocolo del macrosimulacro. (No era para tanto: sólo tenía que caminar poco más de diez metros desde el cubículo hasta la zona de seguridad que me correspondía –entre las escaleras y los baños del tercer piso del edificio S– e interrumpir mis actividades –capturar los últimos detalles burocráticos de una solicitud para concursar por financiamiento para investigación básica del CONACyT– durante diez o quince minutos.)

En la zona de seguridad nos reunimos alrededor de diez personas. La mayoría eran administrativos, pero también había unos cuantos estudiantes. Yo era el único posdoc allí y me sentía fuera de sitio, no sólo por ser el único posdoc, sino porque ser un posdoc es estar en el limbo de la academia. 

Si para algunos investigadores (que se supone que, mejor que nadie, saben cuál es la trayectoria académica que hay que recorrer para llegar al posdoctorado), un posdoc es un estudiante más, ¿qué puede uno esperar de los administrativos y de los estudiantes? (Y no tiene nada de malo ser un estudiante más, aun cuando un posdoc ya haya pasado por la licenciatura y por el doctorado, ni porque ya haya publicado al menos un artículo de investigación, ni porque ya haya impartido clases en licenciatura y en posgrado al menos como profesor invitado –yo entonces tenía ya cuatro publicaciones como primer autor y tres publicaciones como coautor y ya había sido profesor de asignatura en la Ibero, un trimestre, y en la UNAM, cuatro años–, sino porque a veces los administrativos te tratan como un estudiante que sólo ha tomado clases y porque los estudiantes te tratan como un estudiante cuya función es facilitarles las cosas). 

También me sentía fuera de sitio porque había pasado una mala noche. 

Estaba despierto desde las cuatro de la mañana, y se me había ocurrido ponerme a leer algunas noticias en Internet sobre el terremoto del jueves 19 de septiembre de 1985 –no había hecho algo similar en 32 años–, y esas noticias me habían afectado en un mal sentido, y tenía pensamientos catastróficos y no podía dejar de recordar detalles de mi propia experiencia durante ese terremoto. 

Durante el macrosimulacro, me acerqué a un par de estudiantes para platicar con ellas sobre cualquier cosa y distraerme y dejar de pensar en el terremoto de 1985, pero lo que les dije les importó un carajo –ni siquiera intentaron disimularlo– y reforzaron mi impresión de que ser un posdoc es estar en el limbo de la academia. Fue obvio para mí que ellas me veían como un estudiante más que no tenía gran cosa que contarles. Me encabronó la situación. También es obvio que algunos estudiantes no te toman en serio, si no les marcas tus límites y si no eres un poco mamón con ellos, y si no te la pasas presumiéndoles cuántas publicaciones tienes ni cuántas cosas sabes hacer... A veces, aunque se los digas, no funciona. Algunos estudiantes sólo escuchan lo que quieren escuchar y sólo te hablan cuando no les queda otra opción –normalmente, ni siquiera te saludan–, o cuando creen que tu obligación es facilitarles cualquier cosa que necesiten para correr sus experimentos. En fin, es difícil darles gusto. A algunos.

Después de esa interacción social desastrosa, me maldije por intentar ser alguien que no soy –no me desvivo por socializar– y por haberme puesto a leer esas noticias en Internet. No quería sentirme encerrado en mi propio mundo, ni continuar pensando en todas las cosas que me daban vueltas en la cabeza, pero acabé sintiéndome como si hubiera una barrera entre el resto de la gente agrupada en la zona de seguridad y yo. 

De las cinco personas que regularmente compartíamos el cubículo y con quienes conversaba regularmente, en ese momento, sólo estaba yo: A, como integrante de la Comisión de Seguridad, coordinaba el macrosimulacro y andaba de un lado para otro; G impartía alguna clase en otro edificio de la universidad; P, que siempre estaba en el cubículo a esa hora, justo en ese momento atendía algunos trámites en la Rectoría de la Unidad; y Q tenía alguna reunión académica en Ciudad Universitaria. 

Acabó el macrosimulacro y volví a trabajar al cubículo. Al cabo de unos minutos, G y P volvieron y se pusieron a platicar sobre algunas anécdotas de René Drucker, que había muerto el domingo anterior. Me hubiera gustado unirme a la plática –Drucker es co-autor en uno de mis artículos como primer autor, fue “mi abuelo académico” y fue presidente del Comité de mi examen de candidatura, pero mientras fui estudiante de doctorado, siempre estuvo muy ocupado, era Director General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM, lo traté muy poco; ni siquiera pude verlo en persona cuando necesité alguna firma suya, y toda la comunicación que tuve con él fue a través de su secretaria–, pero, digamos que, después de mi experiencia social durante el macrosimulacro, ya no tenía muchas ganas de socializar. Me concentré en completar mi solicitud para la convocatoria de Ciencia Básica del CONACyT. La fecha límite de recepción de solicitudes era el viernes 22 de septiembre. 

Ya estaba harto. La solicitud parecía no tener fin. Tenía varias semanas trabajando en ella. Además de que habían actualizado la plataforma del CONACyT y de que había tenido que volver a cargar otra vez toda la información académica que había cargado desde el 2008, los trámites administrativos de la solicitud eran muy latosos: entre otras cosas, tenía que redactar varias Cartas Compromiso y recabar las firmas del Jefe de Departamento, del Jefe de Áreadel Secretario de Unidad y del Rector de Unidad. 

G y P continuaban hablando sobre Drucker, cuando me aburrí de la burocracia del CONACyT y me puse a leer un artículo que tenía en esa carpeta de la computadora en la que pongo todos los artículos que creo que debo leer pero que casi nunca leo. Se trataba de un artículo de restricción de sueño y de memoria a corto plazo en la Aplysia. Los autores empleaban un protocolo de discriminación de estímulos que no conocía. Cuando intentaba entender el protocolo –la Aplysia debía aprender a discriminar entre un alimento estándar “accesible” y otro alimento apetitoso “inaccesible”–, comenzó a temblar. Se sintió como si un enorme gusano atravesara los cimientos del edificio S. 

Salí del cubículo lo más rápido que pude, quería llegar a la zona de seguridad que no quedaba a más de diez metros, pero la sacudida del edificio era tan fuerte que no pude dar más de dos o tres pasos. Todas las cosas que tenía presentes desde las cuatro de la mañana, por haber estado leyendo noticias sobre el terremoto de 1985, me pasaron por la cabeza. Parecía absurdo, parecía irreal, parecía una pesadilla. ¿Quién habría imaginado que temblaría justamente ese día, cuando se cumplían 32 años del terremoto de 1985, justamente unos minutos después del macrosimulacro que había servido para concientizar a la gente sobre ese terremoto...?

El movimiento se intensificó y entonces, como si un experto en condicionamiento clásico hubiera querido usarnos como sus conejillos de indias para demostrar cómo se fortalece la asociación entre un EI y un EC, si el EC ocurre mientras transcurre el EI, comenzó a sonar la alerta sísmica –wah, wah, wah–, y, casi de inmediato, se escucharon gritos y estructuras metálicas retorciéndose. A unos metros de la puerta del cubículo, a mi izquierda, había un grupo de personas que se sujetaban a una de las columnas de concreto del pasillo. 

A mi derecha también había un grupo de gente abrazándose a otra de las columnas del pasillo, y traté de caminar hacia el grupo que estaba más cerca de mí, a la izquierda, pero el terremoto era tan fuerte que ni siquiera podía mantener el equilibrio. En ese grupo de la izquierda estaba una investigadora que conocía desde hacía 10 años y que de pronto había dejado de hablarme. Más o menos sabía que ella se había quejado de mí en una junta de departamento, que había dicho que yo había saboteado los experimentos de sus estudiantes. No era cierto. Más bien, sus estudiantes casi no corrían experimentos y, cuando lo hacían, ocupaban todo el bioterio sin avisar y durante cuatro o cinco horas consecutivas, estropeando los experimentos de todos los que teníamos animales en el bioterio. En fin, me daba igual que ella y que sus estudiantes me hubieran dejado de hablar, pero era incómodo cuando sus amigos investigadores (con quienes yo nunca había tenido problemas) me negaban el saludo porque se habían solidarizado con ella

Bueno, esta investigadora estaba allí, en la columna de la izquierda, y se veía muy asustada. Nuestras miradas se cruzaron unos segundos y me pareció insignificante tener un problema con ella; ni siquiera lo pensé: simplemente supe que nunca entendería por qué la gente es así; porque, pudiendo quejarse directamente contigo –o aclarar alguna situación contigo–, prefiere acusarte; por qué, aun cuando uno se concentra en su trabajo y evita los conflictos y los chismes de pasillo, siempre habrá alguien que encuentre la oportunidad de poner palabras en tu boca, de echarte la culpa de algo, de justificarse, y sacar provecho de ello.

A unos metros del grupo de la derecha, estaba G. Él también se veía muy asustado. Era una persona muy optimista y siempre sonreía, pero, en ese momento, se veía muy mal. Pensé en que no le preocupaba tanto su situación, sino que estaba preocupado por A y por sus hijas. A –su pareja–, en ese momento daba una clase en otro edificio de la universidad y sus hijas estaban en sus escuelas, en Coapa, a kilómetros de distancia de la universidad. 

Me puse a pensar en Katz y en los gatos, y de pronto me di cuenta de que yo mismo ya me encontraba en la columna de la izquierda, sujetando por la cintura a una chica que había visto varias veces en la universidad. La ubicaba de vista, varias veces nos habíamos topado en los pasillos de ese edificio, pero nunca habíamos cruzado palabra alguna. Me pareció escalofriante que los dos pudiéramos acabar sepultados entre los escombros del edificio S sin saber siquiera nuestros nombres, o que los supiéramos, precisamente, en esas condiciones tan horrendas. Deseé que ella se transformara en Katz y que al menos Katz y yo estuviéramos juntos en ese momento tan horrendo, y tuve la certeza de que todos los que estábamos allí –G, la investigadora que no me hablaba, la chica que había visto tantas veces en los pasillos de la universidad–, mientras el edificio S continuaba sacudiéndose terriblemente, de una u otra manera, habíamos pensado en cosas similares: que el edificio no resistiría el terremoto, que se caería en cualquier momento y que ya nos habíamos preguntado si nuestros seres queridos se encontraban a salvo. 

Los gritos continuaban, por ahí alguien rezaba en voz baja, el sonido de la alerta sísmica continuaba, y todos estos sonidos eran aterradores, pero no tan aterradores como el sonido que hacían las tuberías y las varillas del edificio. Hubo 
una sacudida más violenta que las anteriores, y entonces se derrumbó una pared muy cerca de nosotros y luego se rompieron unos cristales. Creí que ese era el principio del fin, que el edificio S caería pronto, que esas eran las señales del principio del fin, como en los documentales sobre terremotos en los que te muestran cómo se desploman los edificios en cuestión de segundos y cómo todo comienza con un pequeño derrumbe y cómo después todo el edificio se desploma, como en efecto dominó. 

Volví a pensar en Katz y en los gatos. Se suponía que ella iría a verme a la universidad, a la hora de la comida, y que después de comer iríamos a ver a uno de sus primos a La Roma. Vivíamos en el quinto piso de un edificio de departamentos, a veinte minutos de la universidad. 

Paulatinamente todo se fue deteniendo, como cuando estás ebrio y poco a poco recuperas tu sobriedad. Volví al cubículo por mis cosas y salí del edificio sin ninguna precaución y bajé a la explanada de la universidad y traté de llamar a Katz por teléfono. Había decenas de personas intentando comunicarse por teléfono con otras personas. Aún nadie sabía cuáles habían sido las dimensiones del terremoto, pero todos sabíamos que no se había tratado de un terremoto cualquiera.  

Mi teléfono no tenía línea. 

Miré alrededor. El mural de Arnold Belkin, el que está en la entrada principal del edificio S, el mismo mural que vi cuando visité por primera vez ese edificio de la UAM Iztapalapa, por allá del 2009, cuando apenas iba a ingresar al doctorado en la UNAM y necesitaba una firma del Dr. Javier Velázquez, que formaría parte de mi comité tutoral. El mural de Belkin tenía dos fisuras enormes. Estaba dividido en tres partes.  

Intenté llamar de nuevo a Katz, pero el teléfono seguía sin señal. 

Salí de la universidad. En la calle había mucho tráfico y mucho ruido y mucha gente. Los camiones de transporte público y los taxis y las patrullas y las ambulancias y los coches de bomberos pasaban a toda velocidad. Algunos automóviles particulares hacían paradas y subían a algunos peatones. No habían transcurrido ni 10 minutos desde el principio del terremoto y, al menos esa parte de la ciudad, ya estaba de cabeza. Traté de hacerle la parada a un taxi o de subirme a un camión de pasajeros, pero fue inútil. Había pocos taxis en circulación y los pocos que pasaban ya estaban ocupados. Con los camiones pasaba lo mismo.

Caminé como una hora hasta Rojo Gómez y luego hasta Parque Tezontle. Estaba exhausto. Una y otra vez intenté llamar por teléfono a Katz, pero el teléfono seguía sin línea. Sólo quería llegar al departamento y saber que ella y que los gatos estaban bien.

En algún punto me detuve afuera de una tienda de abarrotes en la que se escuchaba la radio. El dueño de la tienda salió y quién sabe qué semblante me vio, pero me preguntó si quería agua, y me dijo que era gratis. Le dije que no. Mientras me concentraba en las noticias, él me dijo que en la radio habían dicho que el terremoto había estado peor que el de 1985. Estábamos así, cuando la locutora de la radio dijo que se habían caído varios edificios en La Colonia Roma. Intenté otra vez llamar a Katz por teléfono. Nada. El teléfono seguía sin línea.

Tardé casi dos horas en llegar al departamento, y ocurrieron miles de cosas más, pero esta entrada ya es muy larga, así que sólo diré que Katz y que los gatos tampoco la pasaron bien durante el terremoto –el edificio se movió de un lado a otro, los niños de la primaria junto al edificio lloraron y gritaron, los gatos se asustaron y se escondieron en la parte más alta de los clósets de las recámaras, Katz se metió a un clóset y también creyó que el edificio se caería–, pero que todos, afortunadamente, estaban sanos y salvos.

Han pasado cinco años desde ese terremoto (Katz, los gatos y yo ya ni siquiera vivimos en la CDMX), el edificio S de la UAM Iztapalapa ya no existe (sufrió daños estructurales en ese terremoto del 2017 y ya lo demolieron), este lunes 19 de septiembre del 2022 volvió a temblar a la una de la tarde, después de un simulacro, y yo estaba también en una universidad (como hace cinco años), ahora en el segundo piso de un edificio nuevo y a punto de impartir una clase, y en otro limbo académico (ya no como posdoc), pero esa es otra historia.

viernes, septiembre 02, 2022

Nunca puedo escribir cuando leo a Philip K. Dick


Llega esta hora en la que quiero escribir, en la que estoy convencido de que voy a escribir, esta hora que he esperado toda la semana, esta hora para la que me he preparado mentalmente toda la semana, esta hora que me ha permitido soportar las cosas horribles de toda la semana. 

Apagué el teléfono y me encerré en el estudio. Abrí una botella de vino y puse música para entrar en la zona. Encendí la computadora. Abrí el archivo Word. Sin embargo, mientras le doy el primer trago a la botella, se me ocurre leer a Philip K. Dick –apenas unas cuantas páginas, de un libro que voy leyendo en mis ratos libres, antes de dormir, después de correr, un libro sobre la distopía, un libro en el que los nazis ganaron la Segunda Guerra Mundial–, y todo vale madre.

Nunca he compaginado con él. No sé por qué. Todas las veces que he leído alguna de sus obras, me cuesta mucho trabajo seguirlas. Es como si leyera, sin leer. Es como si corriera sin rumbo fijo. Me gusta su narrativa, me gustan sus ideas futuristas, me gustan sus escenarios... pero todas las veces que lo he leído me ha costado mucho trabajo escribir. 

Y así estoy hoy. Con metas, con planes, con expectativas... pero no puedo pasar de un párrafo. Y estoy pensando en tonterías. ¿Por qué comento en las redes sociales de amigos que nunca contestan? No necesito comentarles nada. No me importa lo que piensen. ¿Por qué comento algo, si no me importa? ¿Evado mis propias angustias en las redes sociales? ¿Por qué pienso en estas personas que se solidarizan con la medianía? ¿Por qué?