domingo, diciembre 25, 2022

Llegar a la otra orilla

La alergia estacional está aquí. No puedes dejar de estornudar y no puedes dejar de moquear y no puedes dejar de sentir que vas enfermarte mortalmente de un momento a otro. Los ojos no dejan de escocerte. No entiendes por qué hace unos minutos estabas relativamente normal y por qué ahora estás tan jodido. Te miras en el espejo y el rostro que ves se parece al de otra persona: al de una persona que ama las fiestas, que se desvela, que no cuida su salud, que no se alimenta sanamente, que está toda hinchada tras décadas de consumo excesivo de alcohol; que aún está borracha; que tiene la nariz roja y que tiene los ojos rojos.

El solsticio de invierno llegó. El frío es como un taser que te electrifica. Todo lo que haces se convierte en un ritual: para ir al baño, tienes que ponerte calcetines, pantuflas y veinte kilos de ropa encima; en el baño, tienes que quitarte al menos diez kilos de la ropa que traes encima para moverte con cierto margen de comodidad; cuando te vas a bañar, debes ir bien abrigado, arrastrando calcetines, pantuflas y veinte kilos de ropa, y luego debes quitártelo todo; cuando sales de bañarte, debes abrigarte muy bien una vez más para evitar los cambios bruscos de temperatura, y debes estar diez minutos poniéndote pantalones térmicos y playera térmica y calcetas y tenis y veinte kilos de ropa; cuando lavas los trastes, para evitar que se te mojen las mangas, debes arremangarte la chamarra y el suéter, y, si no puedes, si la chamarra y el suéter son obstinadas, debes quitártelas y lidiar con el frío de la estancia y con el agua que parece estar bajo cero mientras lavas los veinte mil trastes que ensuciaron Katz y tú en la cena. 

En el frío, hasta lo más trivial dura una eternidad.

Estás desvelado. Son las ocho de la mañana, pero para ti ya son las dos de la tarde. Aunque no lo quieras, en esta temporada, te acuestas más tarde, todo mundo se acuesta más tarde, y una que otra noche acabas siendo humano y te sientas frente a un televisor y convives y ves alguna película navideña en la que todos los protagonistas son felices al final –Jingle all the way–, y vas acostándote a la una o a las dos de la mañana; y cuando las ganas de orinar y la moquera de la alergia estacional, y cuando los ojos que te escuecen y que te lagrimean por la alergia estacional, te levantan al otro día, el frío, que se parece a un taser que te inmoviliza, y la mañana de Navidad y la resaca de afecto y la pesadez de la cena de Noche Buena, te ponen en un mood cozy –esas palabras anglosajonas que definen lo que quieres decir pero que la neblina que el frío te ha puesto en la mente te impide traducir correctamente– y ya ni siquiera te dan ganas de salir a correr: aunque el día esté soleado, ese sujeto que todo el año sale a correr al menos tres veces a la semana parece un gemelo loco de una vida paralela, y esa expectativa gratificante que saca de la cama a ese sujeto y que lo lleva a dar el primer paso para correr, también parece la expectativa gratificante de un gemelo loco de una vida paralela. 

Cuando hace frío es más difícil que des el primer paso, que salgas a correr, que te mueva esa expectativa que te inunda de pies a cabeza durante unos segundos, cuando la aplicación de Nike te dice que ya has corrido cinco o seis kilómetros y que tardaste alrededor de cuatro minutos y cuarenta segundos por kilómetro, y que te hace sentir satisfecho y que te permite reflexionar sin ser prejuicioso contigo mismo, cuando todas esas moléculas gratificantes que produce tu cerebro –endocannabinoides, endorfinas, dopamina, etc.– y que le han ayudado a nuestra especie a que aprenda a sobrevivir, y que le han permitido perpetuarse, se esparcen por tu sistema nervioso como una corriente dichosa que te da claridad y que te hace sentir que estás cerca del nirvana.

Cuando hace frío es más difícil dar el primer paso, salir a correr, vislumbrar el poder del más allá, de esos segundos gratificantes que llegan cuando has corrido cinco o seis kilómetros; es más difícil dar el primer paso y vislumbrar que correr es como meterse a nadar –que es un punto de no retorno, que no hay vuelta atrás–, y que nadar una y otra vez hasta llegar a la otra orilla, es una metáfora de tu vida; que es vivir y que es respirar y que es transpirar y que es sufrir y que es disfrutar y que es ir en contra de la corriente y que es dejarse llevar; que llegar a la otra orilla no sólo es acercarse al nirvana, sino también una metáfora de la incertidumbre, de tu existencia gris, de tener que empezar siempre de cero con todo mundo; de tener que mostrarle a la gente que juzga sólo lo que ve, que todos los días eres sorprendente; de tener que mostrarte a ti mismo todos los días que eres sorprendente: que no sólo lees cuarenta libros al año, que no sólo tocas la guitarra desde hace mil años, que no sólo escribes desde que aprendiste a escribir; que no sólo hablas varios idiomas, que no sólo piensas en varios idiomas; que no sólo eres quisquilloso contigo mismo; que no sólo te obsesionan cosas que a nadie le importan; que no eres un cliché; que lo más simple que haces en tu día a día es complicado, o que resultaría imposible, para muchas personas; que no sabes hasta cuándo tendrás fuerzas para llegar a la otra orilla.

Moqueas otra vez, los ojos te escuecen otra vez, y el frío se parece a un taser que te inmoviliza otra vez, y no entiendes por qué a algunas personas les gusta tanto el frío –los llamas “los amantes del frío”–, y recuerdas a otras personas que viven en lugares muy fríos y que, cuando te quejas de este frío infantil, te dicen que te invitarán a donde viven, a donde sí hace frío de verdad, para que sepas qué es el frío de verdad, que ya no seas un llorón, pero ya no escuchan cuando les dices que no pones en duda que en otros lugares del mundo haga mucho más frío que aquí, que tú no soportas el frío que conoces y que no soportarías el frío extremo, que te deprimirías y que probablemente te quedarías tumbado en la cama todo el día y que nunca escribirías y que nunca leerías y que nunca tocarías la guitarra y que nunca saldrías a correr. 

Cuando hace calor, los amantes del frío te preguntan por qué no traes veinte kilos de ropa encima, si tanto te gusta el calor, pero ellos, cuando hace frío, no andan semidesnudos por las calles porque no es adaptativo, porque nuestros cuerpos no están hechos para el frío, porque el frío, como el alcohol, es un gusto adquirido, una preferencia que han moldeado tus experiencias, una preferencia que has aprendido a querer; sospechas que a ellos no les gusta el frío, que les gusta sentirse calientitos, que les gusta sentirse apapachados por la sociedad, porque la sociedad adora la libertad de echar desmadre y de reunirse y de emborracharse en las cenas de fin de año, en las posadas, en la Navidad y en el Año Nuevo.

Te has hartado de explicarles a los amantes del frío que los humanos no nacimos para el frío, que el frío no es adaptativo; que el frío no es práctico; que todas esas ciudades en las que la temperatura promedio oscila alrededor de -29º C requieren toda una costosa infraestructura de calefacción en la que no les gustaría pensar; que en esas ciudades bajo cero las tuberías se quiebran por el frío y que es imposible habitar una casa que no tenga al menos un calefactor barato; que no nacimos para el frío y que esa es la razón por la que no tenemos pelaje como los osos polares; piensas que los amantes del frío sólo dicen que les gusta el frío para llevarte la contraria, o que tal vez no conocen el frío, o que tal vez, más que el frío en sí, les gustan las cosas melosas que la gente suele hacer en épocas de frío; o que tal vez son de esas personas que tienen un montón de preocupaciones, que tienen el agua hasta el cuello de deudas (porque los comerciales que ven y que escuchan por todas partes –televisión, radio, internet, las calles– los han obligado a comprar cosas que no necesitan), o porque tienen a algún familiar gravemente enfermo en el hospital y no tienen cabeza para estas nimiedades, o porque, simplemente, tienen una vida tan ajetreada y llena de responsabilidades que no reparan en tonterías como este frío que no es mortal. 

Pero está bien. Tú solo quieres llegar a la otra orilla, aunque no hayas salido a correr.

viernes, diciembre 23, 2022

Eddie Vedder cumple 58 años

Son casi las diez de la noche del viernes 23 de diciembre del 2022. Escucho By the fire, un álbum de Thurston Moore que fue publicado en septiembre del 2020, cuando estábamos en la pandemia, cuando me la pasaba trabajando frente a la computadora entre diez y doce horas al día, convirtiéndome en un terrible sedentario; cuando, creo, impartía un curso en línea de neurofarmacología y adicción, y cuando impartía, creo, otros dos o tres cursos más en línea –es sorprendente cómo se me olvidan estas cosas que ocuparon tantas horas de mis días durante todo un trimestre–; cuando apenas tenía un espacio los fines de semana para escribir y para leer novelas, cuando apenas Katz y yo salíamos a la calle para lo indispensable. 

Son casi las diez de la noche del viernes 23 de diciembre, y no tengo ningún recuerdo asociado con By the fire; a diferencia de otros álbumes de Thurston Moore o de sus proyectos alternos a Sonic Youth –Chelsea Light Moving, por ejemplo–, apenas he escuchado este álbum un par de veces desde que me lo encontré en Internet –por entonces no tenía ni Spotify ni Amazon Music y debí descargarlo de algún blog–, y esto es tan cierto que ninguna de sus canciones está en ninguna de las seis o siete playlists que tengo en Spotify y en Amazon Music y que utilizo para hacer diversas cosas: desde correr cinco o seis kilómetros algunos días, hasta lavar trastes en los días en los que el agua te hiela las manos, o escribir cualquier tontería –como ésta– en algún blog, o escribir minutas o aburridos y horripilantes documentos burocráticos. 

Son casi las diez de la noche del viernes 23 de diciembre del 2022, y casi nunca tomo café pero me tomé uno hace rato y aún tengo en el paladar su sabor y el sabor me remonta a otros días que no tienen nada que ver con las fiestas decembrinas ni con las posadas que hacía mi mamá en su casa hace mucho tiempo con el pretexto de celebrar mi cumpleaños, cuando toda la familia se reunía a regañadientes en la casa, cuando mi mamá invitaba a personas que raras veces veíamos y que apenas sabían algunas cosas vagas de mí, sino, más bien, el sabor del café me remonta a mi primer semestre en la universidad, cuando tenía clases desde las siete de la mañana y aprovechaba las horas muertas entre clases –un profesor de Introducción a la psicología científica nunca llegaba a las siete de la mañana– y me iba a la cafetería de la facultad de filosofía y letras a comprarme un café de olla o un capuccino y luego volvía al aula a la facultad de psicología y me lo tomaba allí mientras me fumaba un cigarrillo –entonces no estaba prohibido fumar en espacios cerrados– y platicaba sobre música o sobre literatura con algún compañero de clase. 

Son casi las diez de la noche del viernes 23 de diciembre del 2022, y, justo ahora, cuando llego a este párrafo, suena “Venus”, y la encuentro como una de las clásicas composiciones de Thurston Moore con Sonic Youth –feedback atmosférico–, y estoy totalmente seguro de que no había reparado en esta canción, y me gusta, y, sin pensarlo demasiado, la agrego a una playlist que tiene por nombre “Caos”, que es una playlist en la que tengo algunas canciones similares –con feedback atmosférico–, entre las que destacan “Infinite rain” y “Light years out”, de Jim Jarmusch y de Lee Ranaldo, respectivamente, pero no quiero desviarme del tema: cuando estaba en el primer semestre de la licenciatura en psicología, todo mundo tomaba café y todo mundo fumaba en las aulas, y yo, ocasionalmente, me tomaba un café, pero siempre estaba fumando; y tengo muchas anécdotas de esas horas muertas en las que todos consumíamos café y tabaco, y me acuerdo de una en particular. 

Son casi las diez de la noche del viernes 23 de diciembre del 2022, y la protagonista de la anécdota a la que me remonta el sabor del café en mi paladar es esa chica de ojos verdes a la que le gustaba Pearl Jam –estaba enamorada de Eddie Vedder, quien cumple 58 años hoy, y estaba fascinada con una versión de “Light my fire”, que había encontrado en un cassette en El Chopo, en la que tocaban Manzarek, Densmore y Krieger, mientras Vedder cantaba–, y que estaba en mi grupo –creo que ella había estudiado en el CCH Sur y que vivía en Tlatelolco– y que se ponía muy ansiosa cuando tenía que exponer frente a la clase; una vez platicamos en esas horas muertas entre clases, y me dijo que ella y algunas de sus amigas un día se habían ido de pinta a tomar café a un Vips cerca de la facultad; que ella no estaba acostumbrada a tomar café pero que ese día había tomado mucho café –¡casi un litro ella sola!– y fumó mucho también –repito: entonces no estaba prohibido fumar en espacios cerrados–, y se cruzó y se puso muy mal, y acabó con náuseas y con vértigo, y por siempre repudió el café, pero siguió fumando. 

Son casi las diez de la noche del viernes 23 de diciembre del 2022, y ahora suena “Cantaloupe”; un par de riffs se parecen a los riffs de “I want you (she's so heavy)” de The Beatles, y no se me ocurre otra cosa excepto que todas las canciones tienen influencia de otras canciones, que, a estas alturas de la humanidad, todas las bandas suenan a otras bandas, que unas influencias son más conocidas que otras, y que nadie va a descubrir el hilo negro; y lo que en verdad quería hacer al comenzar esta entrada era escribir sobre la Navidad, escribir sobre alguno de mis recuerdos de Navidad, cuando era un niño y las vacaciones de diciembre me parecían oscuras, frías y larguísimas, y sólo quería que terminaran pronto para que llegara el día de los reyes magos y despertarme ese día y sorprenderme con los juguetes que había pedido en una carta desde principios de noviembre; que en diciembre nos la pasábamos en la calle, que mi papá algunos días llegaba relativamente temprano de su trabajo y que nos llevaba al Zócalo o a cenar a algún restaurante; que íbamos a algunas posadas en la colonia en la que vivían mis abuelos, que allí casi nunca nos tocaba ni a mi hermano ni a mí pasar a romper la piñata, que me sentía un intruso en esas posadas; que, el 24 de diciembre, pasábamos la mitad de la noche en casa de mis abuelos paternos y la otra mitad en casa de mis abuelos maternos; que los adultos veían mucha televisión y que el frío me parecía mortal, y que las cenas no eran totalmente de mi agrado, que mi abuela materna preparaba romeritos con mucho condimento y que mi abuela materna era más práctica y que preparaba pierna, y que los adultos tomaban bebidas alcohólicas y que nunca se emborrachaban, y que a mí me daban ponche caliente, con mucha caña, y que, luego, cuando pasaba la cena de Año Nuevo y llegaba el seis de enero, me ponía nostálgico, y no quería volver a la escuela, y lamentaba mucho no haber disfrutado mis vacaciones por estar contando las horas para que llegara el día de los reyes magos.

Son casi las diez de la noche del viernes 23 de diciembre del 2022, Eddie Vedder cumple 58 años, todos estamos viejos, nunca he sido rey mago de nadie y soy un anciano rey mago al mismo tiempo, y tengo mucha sed –quisiera tomarme un té de frambuesa o un whiskey con agua mineral–, pero me sorprendo pensando todavía en la chica de ojos verdes que estaba enamorada de Eddie Vedder, y me pregunto qué será de ella –¿terminaría la licenciatura?, ¿es terapeuta?, ¿estudió un posgrado?, ¿aún fuma?, ¿toma café?, ¿seguirá escuchando a Pearl Jam?, ¿habrá escuchado Into the wild?–; le perdí la pista en segundo o en tercer semestre.