viernes, agosto 30, 2013

Juro que yo no era así antes de conocerte


"¿Por qué ya no me besas, como antes?", me pregunta con su voz de borracha. Tiene hipo. Con el rabillo del ojo, veo que ni siquiera es capaz de hacer algo tan sencillo como llevarse una mano a la boca. 

Encojo los hombros y volteo a mirarla por un breve instante. Aprisiono el volante con las dos manos y aprieto la mandíbula. La fuerza me hace sentir un ligero dolor en las muelas

Es de madrugada y no hay vehículos a la vista, pero temo que justo en ese breve instante aparezca un loco a toda prisa y se estrelle contra nosotros. Hace un par de noches, ocurrió un accidente cerca del lugar donde estamos. El automóvil iba a toda velocidad y se estrelló contra un muro de contención. Quedó deshecho. Ningún tripulante sobrevivió.


Ella me sonríe desde el asiento del copiloto -hace una mueca idiota- y sus ojos alcoholizados parecen cansados y vehementes a la vez. Tiene un cigarrillo en los labios y lo enciende. 

"Ten cuidado con la ceniza", le advierto. 

Mientras el semáforo pasa del rojo al verde, recuerdo como logré hacerme del Sedán. Es de color azul marino, modelo '83, idéntico al primer automóvil que le recuerdo a mi papá. Mi mamá me ha dicho cientos de veces que antes de ese Sedán, mi papá tuvo un Caribe y que me gustaba subir a dar la vuelta en él cuando era un bebé -supuestamente era la única cosa que podían hacer para que yo dejara de llorar-, pero no lo recuerdo en absoluto.


Este Sedán se lo compré a un apostador con todos mis ahorros -quería viajar a Seattle y hacer un tour por todos los sitios emblemáticos donde tocó Nirvana, como el Paramount Theatre, el Crocodile Cafe y el Pier 48- y fue una baratija. 

El hombre estaba desesperado y necesitaba urgentemente dinero para pagar sus deudas. 


Según él, había apostado todo su patrimonio a que la selección sub-17 perdería la final del mundial en Lima. Estaba seguro que Brasil aplastaría a México en el Estadio Nacional. Le gustaba mucho el futbol y había estado en El Estadio Universitario, en los cuartos de final de México '86, cuando la selección perdió en penales contra Alemania. También en New Jersey, cuando la selección perdió en penales contra Bulgaria, en los octavos de final de Estados Unidos '94. Y en Jeonju, en la decadente derrota contra Estados Unidos, en los octavos de final de Corea-Japón 2002

Cuando le di el dinero, me dijo que desde entonces le había perdido fe a las selecciones nacionales, porque siempre perdían los partidos decisivos. Era de lo más natural que pensara que la selección perdería esa final.  


No he cumplido más de dos semanas con el automóvil. 

Continúo conduciendo y ella le da una larga chupada al cigarrillo y me echa el humo en la cara. El olor me provoca náuseas. Las náuseas me recuerdan la primera vez que vi a Nancy.

Salíamos de una cantina en El Centro Histórico. Ella iba con las amigas de uno de mis hermanos, y me atrajo en cuanto la vi. Lo que más llamó mi atención fue su rostro. Tenía un increíble parecido con el rostro de PJ Harvey


Nos Llamamos tocó esa noche y ella bebió más de la cuenta y vomitó enfrente de mí. Todos se quejaron, pero yo me ofrecí a llevarla en taxi hasta su casa -vivía en Los Reyes, La Paz- y ella aceptó. 

El recorrido a su casa fue largo. Sentí lástima por ella, pero ella sólo apoyó la cabeza en mi hombro y se quedó dormida. Yo sospechaba que esa noche sólo se le habían pasado las copas y que no sabía beber. Estaba muy equivocado. 


Cuando llegamos a su casa, me dio las gracias y me besó en la mejilla. Sus labios estaban fríos y olían a jugos gástricos. Fue un poco espeluznante, pero me gustó. 

Antes de que yo le dijera algo, abrió la puerta de su casa y se metió trastabillando.

De vuelta a mi casa, me tocó un taxista que escuchaba Rid Of Me y no pude dejar de pensar que todo ese asunto era una especie de señal. Jamás imaginé que en menos de un mes, Nancy y yo comenzaríamos a salir.

El vodka es su bebida favorita y vomita a menudo. La he visto cientos de veces vomitar y le he sujetado cientos de veces el cabello mientras vomita, para evitar que se ensucie. 


Vomitar para ella es parte de la experiencia de embriagarse y yo me estoy convirtiendo en un emetofóbico. Juro que no era así antes de conocerla. 

"No me siento muy bien", dice. Su rostro se puso lívido de un momento a otro.

Abruptamente arroja el cigarrillo por la ventanilla y entonces sé qué va a ocurrir.

Antes de que logre orillarme para estacionar el Sedán, el tapete del asiento del copiloto ya está lleno de jugos gástricos. 

"No es agradable besar a alguien que acaba de vomitar", le respondo.

Tengo unas intensas arcadas y vuelvo a encender el motor del Sedán.

¿Existe la hormona de la fidelidad?


La oxitocina está de moda. 

En medios impresos y electrónicos, abundan las notas –"supuestamente" basadas en evidencia científica– que se enfocan en los hallazgos más llamativos relacionados con esta hormona.

Más que informar imparcialmente, el objetivo de estas notas parece ser "monetizar" y atrapar al incauto lector con clickbaits cuyos encabezados le venden un tópico "científico y controversial" que lo hará poseedor de una información envidiable

En términos más formales, el nombre de la oxitocina proviene de dos términos griegos que traducidos al español significan "nacimiento rápido" y que le fueron adjudicados porque facilita la labor del parto y disminuye el dolor experimentado por la madre, al promover las contracciones uterinas

La oxitocina también promueve la liberación de la leche materna durante la lactancia. Debido al fuerte vínculo existente –e innegable– entre la madre y su cría en este periodo, se ha sugerido que también participa en la formación del apego

En este sentido, algunos investigadores sociales han ido más lejos, han antropomorfizado el constructo "apego" y han sugerido que la oxitocina participa en la formación de lazos emocionales y que facilita tanto la atracción sexual como la empatía, entre desconocidos. 


Actualmente se ha mostrado que la oxitocina participa en diversos procesos fisiológicos que van desde la supresión del hambre hasta la sensibilidad por el consumo de sustancias adictivas*, pero a finales de la década de los ochenta comenzaron a ser publicados algunos estudios en los que se sugería que esta hormona guardaba una estrecha relación con la monogamia (y con la fidelidad) exhibida por una subfamilia de roedores. 

En este contexto, más recientemente, en algunos estudios llevados a cabo en humanos, se ha observado que los niveles de oxitocina en sangre se elevan después del orgasmo en parejas monógamas y que la administración intranasal de oxitocina produce "un efecto de evitación hacia mujeres desconocidas" en hombres involucrados en una relación monógama.  

Debido a esta clase de hallazgos, la oxitocina, por vox populi, es considerada "la hormona de la fidelidad".

Estos resultados también han hecho volar la imaginación de algunos empresarios y los ha llevado a considerar la posibilidad de crear "un perfume de la fidelidad".

(El detalle que omiten mencionar en sus campañas publicitarias es que, aparentemente, los solteros son inmunes a los efectos filiales inducidos por esta hormona.)

La conclusión más aceptada hasta hoy, entre los expertos en el tema, es que la oxitocina participa en el mantenimiento –más que en el establecimiento– de lazos afectivos. 


No dudo que algunos autores de las notas más sensacionalistas sobre esta hormona, sean "investigadores exprés" y que recaben su información de Wikipedia, de Google o de blogs (no precisamente como éste.)

Aun cuando no sean expertos en el tema y aun cuando su meta sea –casi exclusivamente– vender una nota, no estoy de acuerdo en que sugieran que no falta mucho tiempo para que "un científico loco" sea contratado por algún gobierno del mundo con el malévolo propósito de diseñar una píldora que mimetice los efectos de la oxitocina y cuyo fin sea controlar nuestra fidelidad hacia cualquier autoridad que se nos imponga. 
  
¿Se hacen pasar por ingenuos... o realmente no se dan por enterados de que los humanos practicamos diversas actividades que nos controlan del mismo modo en que el soma controlaba a los habitantes del mundo feliz de Aldous Huxley?

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*Información actualizada al 1 de diciembre del 2019.

miércoles, agosto 21, 2013

Delia sólo quería un cigarrillo


Apenas habían transcurrido tres días desde que se había fumado su último cigarrillo, pero ya no lo soportaba.

La abstinencia la estaba volviendo loca.

Intentaba leer Crímenes Bestiales por enésima vez, pero no podía concentrarse. 

Su esposo no la ayudaba mucho. Él leía un periódico, sentado frente a ella, mientras fumaba plácidamente un cigarrillo. A él le gustaba la marca Pall Mall y ella prefería los Benson & Hedges, pero en ese momento incluso habría matado por fumarse un Montana.

Además, estaba segura que Patricia Highsmith la provocaba, que sus textos la hacían fumar. Le encantaba esa escritora -había leído decenas de veces sus libros-, pero sus historias estaban llenas de personajes que fumaban compulsivamente.


Cerró el libro y lo dejó caer en sus piernas. 

Se sintió frágil y abrumada. Aparentemente sólo valoraba las cosas que podía hacer, precisamente cuando no las podía hacer. 

Sólo apreciaba su salud -y las cosas que podía hacer cuando estaba sana-, precisamente cuando estaba enferma.  

Tenía apenas cinco días con faringoamigdalitis. Los primeros dos días ni siquiera había tenido que dejar de fumar -creyó que sólo se trataba de un resfriado-, pero para el tercer día amaneció con la garganta cerrada y tuvo que dejar el cigarrillo.  

En ese momento sólo quería sentir el cigarrillo aprisionado en sus labios y luego darle una chupada y sentir cómo la nicotina y el alquitrán atravesaban su garganta e invadían sus pulmones. 

En otra época, cuando estaba intentando quedar embarazada, había podido dejar de fumar durante 4 meses.

Estaba convencida de que era más fácil dejar un hábito por voluntad que tener que dejarlo por obligación. Creía que la libertad -o el engaño de la libertad- facilitaba mucho las cosas. 

Era como cuando ella y su esposo aún no se casaban y, cada vez que discutían, ella le pedía a él que no la buscara durante unas semanas, para que la dejara pensar con calma en el sentido de su relación, y en realidad ella sólo se iba de viaje a Sudamérica con sus amigas.  


Tosió, abandonó el  libro en su regazo y se puso a llorar en silencio. 

Procuró retomar la lectura. 
El cuento que estaba leyendo era el del mono que había aprendido a robar y que después mataba a uno de sus dueños. 

Pudo enfocarse en la lectura durante algunas páginas, pero la necesidad de fumarse un cigarrillo apareció con mayor intensidad que al principio. 

Se levantó bruscamente del sofá y se metió en el baño. 

Con un poco de trabajo, levantó la tapa del tanque de agua y la colocó cuidadosamente encima de la taza del inodoro.

Metió la mano en el tanque y sacó una bolsa Ziploc
Allí tenía guardada una cajetilla de cigarrillos y un encendedor. 
La idea la había robado de una película en la que Sean Penn interpretaba a un adicto a la nicotina que tenía problemas del corazón y que tenía prohibido fumar. 


Abrió la bolsa con las manos temblorosas y sacó la cajetilla y se la llevó a la nariz. 
Intentó olfatear el aroma del tabaco, pero tenía la nariz tapada. 

Abrió la cajetilla y sacó un cigarrillo. Se lo llevó a los labios y volvió a guardar la cajetilla en la bolsa Ziploc. Tomó el encendedor y lo puso en el suelo, junto a la taza del inodoro.

Metió la bolsa Ziploc en el tanque de agua y después, con el mismo cuidado que había empleado al retirarla, volvió a colocar la tapa del tanque en su lugar. 

Recogió el encendedor del suelo. 
  
Estaba excitada ante la idea de fumarse un cigarrillo. 
Tenía taquicardia y, aunque sentía los oídos tapados y esa molestia era imposible de ignorar, se sintió feliz por primera vez en tres días. 

Abrió la ventana del baño y se acercó a ella. 
Sacó la cabeza por la ventana hasta donde pudo y apretó el cigarrillo con sus labios para evitar que se le cayera.

Ella y su esposo vivían en el quinto piso de un edificio de departamentos. 

Se dispuso a utilizar el encendedor.
Las manos volvieron a temblarle y el encendedor se le cayó de las manos.
Se sintió más infeliz que al principio. 

Sólo quería sentir el cigarrillo aprisionado en sus labios y luego darle una chupada y sentir cómo la nicotina y el alquitrán atravesaban su garganta e invadían sus pulmones. 
  

viernes, agosto 16, 2013

No vuelvo a llegar tarde



Tenía casi 40 minutos de retraso, cuando finalmente encontré el edificio. 
Siempre había llegado allí en compañía de alguien y creí que sería sencillo dar con la dirección, pero la calle de Ámsterdam parece un laberinto. 

Desde el interfono, llamé a Denisse.

Me respondió de manera cortante, reclamándome la demora -igual que yo, ella odiaba la impuntualidad- y yo sólo le dije que lo lamentaba mucho, que me había perdido. Pero no me creyó. 

Aunque apenas nos conocíamos, Denisse supuso que yo había fumado marihuana y que por esa razón me había costado trabajo dar con la dirección. 

Sus amistades eran del tipo de personas que consumían drogas todo el tiempo y estaba acostumbrada a pensar así.

Me sentí ofendido, pero después de todo ella tenía razón para estar enojada.
La impuntualidad es imperdonable.  

Antes de colgar y de abrir la puerta del edificio desde su departamento, Denisse agregó, en tono sarcástico: 

"Es en el segundo piso... en el número 23... ¿sí lo recuerdas?" 

En realidad su departamento era el número 203, pero ella estaba obsesionada con Michael Jordan -coleccionaba sus zapatillas deportivas y las playeras de los Chicago Bulls con el número 23, y decía que incluso había ido una vez a verlo jugar un partido de la NBA- y además no dejaba de decir que el cero no contaba. 


Entré en el edificio. 

Se veía más limpio que la última vez que había estado allí.
Olía a pintura fresca y a pino. También hacía frío.

La combinación de todos esos estímulos me dio mala espina.

Me hizo recordar todos esos largos inviernos en los que mi papá nos ponía a pintar la casa a mi hermano y a mí. Pasábamos unas horribles vacaciones y a mi papá casi nunca lo dejaba satisfecho el trabajo que hacíamos. Si terminábamos de pintar una habitación en tiempo récord para tomarnos un día libre, nos preguntaba por qué no habíamos comenzado con otra.  

Me despabilé y caminé hacia las escaleras. 

Denisse me había llamado por teléfono unas horas antes. Según ella, tenía algo importantísimo qué contarme. Me daba lo mismo. Yo sólo quería verla. 
Había sido mi alumna en un curso de la universidad muchos años atrás y siempre me había gustado. 


Al subir las escaleras, mi estómago gruñó. 

No había comido nada desde la noche anterior. 

Denisse cocinaba platillos deliciosos y me reconfortó la posibilidad de que hubiera preparado algo para mí.  

Toqué la puerta de su departamento. 
Casi de inmediato abrió y me plantó un escandaloso beso en la mejilla.

Acababa de bañarse -tenía el cabello húmedo- y lucía muy fresca.
Me hizo pasar. 

En el departamento olía a café recién hecho. Denisse me ofreció una taza de café.
Aunque no me gusta, acepté. 

"Supongo que también tienes hambre, ¿verdad?", adivinó, y me invitó a sentarme en el comedor, con un gesto. 

Luego, mientras me servía café en una taza, me dijo que acababa de comer y que además no tenía mucho tiempo para hablar conmigo. Tenía que acompañar a su papá a algún sitio. 

En la mesa había tres platos con residuos de comida. Los residuos parecían de lasaña, de ensalada de col y de pastel de chocolate. Salivé y me sentí como uno de los perros de Pavlov


De la nada, Denisse comenzó a explicarme por qué pensaba que nuestra relación era extraña y entonces yo creí que ella finalmente confesaría que también estaba interesada en mí -lo había intuido en varias ocasiones-, pero sólo se limitó a hablar de la época en que yo era su profesor.

Decepcionado, le di un sorbo al café. 
Me quemó la lengua y tuve que hacer un esfuerzo para no escupirlo. 

"¿No te importa si lavo los platos mientras platicamos?", preguntó.

Le dije que estaba bien. 

Denisse recogió los tres platos de la mesa, me dio la espalda -el departamento era pequeño y la cocina estaba a menos de un metro del comedor- y se puso a lavarlos.

Mientras yo sentía que el café había irritado mi estómago, Denisse tomó una Scotch Brite que tenía junto al escurridor de los trastes y la metió en un recipiente que tenía en el fregadero. Luego tomó una botella de Salvo, vertió un poco del líquido en el recipiente y puso el recipiente bajo el grifo del agua. 

Abrió la llave del grifo, y volteó a mirarme y me sonrió. 
Su dentadura era asombrosa. 

Después de algunos segundos, ella cerró la llave del agua y empezó a tallar los platos en círculos, uno por uno, metódicamente. Me hizo pensar en Daniel Larusso cuando el Señor Miyagi lo puso a encerar su automóvil. 


Me dijo que habían asaltado a su papá y que él estaba levantando una denuncia en el Ministerio Público.

"¿Levantando?", le pregunté.

Ella volteó a mirarme otra vez y me lanzó una sonrisa amarga y me sentí mal. 
Me di cuenta de que debí haberle preguntado si su papá se encontraba bien, en vez de quererme hacer el gracioso.

El ardor en el estómago era insoportable, pero le di otro sorbo al café.

Denisse enjuagó los platos y luego tomó una botella con cloro y vertió un chorro de cloro en el recipiente que contenía la mezcla de agua y de Salvo, y después remojó una vez más la Scotch Brite en el recipiente y volvió a tallar los tres platos. 


Cuando terminó, volvió a abrir la llave del agua y le quitó los residuos de jabón a los platos. 

El hambre era insoportable. Iba a preguntarle si no tenía un trozo de lasaña que pudiera ofrecerme, cuando volvió a remojar la Scotch Brite en el recipiente. 

Sintió mi mirada, volteó a verme y dijo:

"A veces no es suficiente, una sola tallada..."

Y sonrió maliciosamente. 

Se la pasó lavando los platos casi treinta minutos, sin decir una palabra más.  
Pensé que estaba castigándome por haber llegado tarde a su departamento, o que simplemente era una obsesiva-compulsiva. 

Me levanté de la mesa, me despedí y le dije:

"No vuelvo a llegar tarde".