viernes, diciembre 08, 2023

People Are Strange


En la penumbra de la sala, mientras el personaje interpretado por Kiefer Sutherland se transformaba en vampiro –se le alargaban los colmillos, sus ojos adoptaban un aspecto salvaje y él sonreía de un modo macabro, exhibiendo sus colmillos– y se preparaba para que él y The Lost Boys saciaran su sed de sangre en Santa Clara, California, distinguí un póster que colgaba de una de las paredes de la cueva. 

En ese póster, posabas con el torso desnudo y con los brazos extendidos. Tu larga cabellera rizada caía por tu frente, cubriéndote las orejas, y casi te llegaba a los hombros. Tus ojos marrones miraban fijamente a la cámara y te hacían ver como un paria que desafiaba al mundo entero, a través de la lente que capturaría esa imagen para la posteridad. 

Tuve la sensación de que una corriente eléctrica se precipitaba desde el fondo de mis entrañas hasta mi columna vertebral y luego hasta el cerebro y hasta el cuero cabelludo. En unos milisegundos.

El primer pensamiento que tuve fue que eras un Jesucristo moderno en la cruz, y que estabas dispuesto a morir para salvarnos a todos los pecadores del mundo terrenal. Tenía alrededor de ocho años y no tenía ni voz ni voto, y en la casa me habían obligado a asistir al catecismo y todo ese rollo de Dios y de la compasión y del sufrimiento de Jesucristo, me aturdían.  

La escena del póster en la cueva apenas duró unos cuantos segundos, pero bastaron para que no pudiera apartarte de mi mente –¿quién eras?, ¿por qué había un póster en el que posabas con el torso desnudo, en esa cueva?, ¿cuál era tu relación con la rebeldía y con el salvajismo de The Lost Boys...?–, y para que, en un abrir y cerrar de ojos, colapsaras mi pequeño mundo, en el que todo giraba alrededor de algunos libros para niños, de algunos juguetes de moda y de algunas caricaturas de moda. Bastaron esos cuantos segundos para que el enigma de tu existencia comenzara a perseguirme. 

La película transcurrió, la trama se hizo un poco burda –no quedó exenta de los clichés del vampirismo y de los héroes de Hollywood–, pero, durante los créditos, mientras mi mente infantil digería esa fascinante posibilidad de la juventud eterna, una canción irrumpió en los créditos y completó la impresión que me había provocado la escena del póster. 

Comenzaba con una breve figura de la guitarra eléctrica y luego tu voz entraba en la canción. Y parecía la canción ideal para cerrar la película y para que tu identidad me intrigara aún más. La música, tu voz y la letra de la canción se combinaban de un modo bello y macabro a la vez, como el mensaje de la película. Cantabas, grave y melancólicamente, como si le hubieras dado mil vueltas al mundo y supieras todo sobre el mundo y sus habitantes, que la gente es extraña y que los rostros salen de la lluvia y que son feos cuando uno está solo.  

Semanas más tarde supe que te llamabas Jim Morrison, que habías sido el cantante de The Doors y que habías muerto en condiciones extrañas cuando tenías 27 años. 

Hoy habrías celebrado tu cumpleaños ochenta.