lunes, junio 08, 2020

8 de Junio, 1990

Según mis redes sociales, hoy se cumplen 30 años de la inauguración de Italia 1990

Aquel 8 de junio debió de ser viernes y yo estaba acabando el quinto año de la primaria. Aunque todavía no comenzaban las vacaciones de verano, ese día no fui a la escuela. Mi papá tampoco fue a trabajar. 

Tal vez como a las nueve de la mañana, después de desayunar, él se sentó en la sala frente al televisor y se puso a mirar un programa en el que Juan DosalEduardo Trelles Hugo Sánchez hablaban desde las gradas del Estadio Giuseppe Meazza sobre la inminente inauguración del torneo de futbol más importante en el mundo. “Hugol” todavía jugaba en el Real Madrid –de hecho, era el máximo artillero en Europa–, pero era comentarista invitado y tuvo que mirar desde las gradas ese mundial debido al castigo que la FIFA le impuso a la Federación Mexicana de Futbol por el asunto de “los cachirules” y que impidió que la Selección Nacional incluso disputara las eliminatorias mundialistas. 

Me senté en el suelo junto a la mesa de centro y me puse a leer o a jugar mientras miraba de reojo la televisión. 

La cámara enfocaba a los comentaristas y yo no podía ignorar los gigantescos audífonos que les cubrían las orejas, ni sus corbatas rojas con rayas blancas ni sus sacos cafés de finales de los ochenta en los que destacaba el logotipo de Televisa.

Juan Dosal le pidió a Hugo Sánchez su opinión respecto a la cancha. Hugo dijo que había tenido la oportunidad de jugar en ese campo contra el Milán hacía algunos meses y que lo habían remodelado y que estaba en estupendas condiciones y que era una alfombra. 

Casi al mismo tiempo, en la pantalla del televisor aparecieron imágenes de las finales de las Copas del Mundo Juan Dosal interrumpió a Hugo Sánchez y comenzó a hacer un recuento de esas finales.

En unos cuantos minutos, vi “el gol fantasma” con el que los ingleses derrotaron a los alemanes en Wembley en 1966, vi un gol de remate de cabeza que Pelé le anotó a Enrico Albertosi en El Estadio Azteca en 1970, vi a Paul Breitner y a Gerd Müller anotar dos goles para que los alemanes le ganaran a los holandeses en El Estadio Olímpico de Múnich en 1974, vi a Mario Alberto Kempes anotar un gol en los tiempos extras de la final de 1978 mientras miles de papelitos caían desde las tribunas y le daban un extraño aspecto a la cancha del River Plate, vi a los italianos derrotar a los alemanes en El Estadio Santiago Bernabéu en 1982 y vi a Jorge Valdano y a Diego Armando Maradona levantar La Copa del Mundo en El Estadio Azteca en 1986.

De un momento a otro, nos encontrábamos mirando Milán desde la cámara de un helicóptero que sobrevolaba las inmediaciones del Estadio Giuseppe Meazza. El vehículo se acercó poco a poco al estadio, hasta que se detuvo más o menos en el centro de la cancha. 

Justo en ese momento un enorme balón hecho con flores y con globos se abrió en el círculo central y al mismo tiempo los globos y las flores volaron hacia el cielo y decenas de mujeres, vestidas con ropas características de los países participantes en el torneo, aparecieron en una de las esquinas de la cancha y comenzaron a caminar sobre una pasarela de moda. 

Junto con todos estos eventos asombrosamente sincronizados en unos cuantos segundos, una mujer con un micrófono y un hombre con una guitarra eléctrica negra comenzaron a hacer playback a un costado de la cancha. La canción hablaba sobre las noches mágicas del verano italiano y sobre la euforia de los jugadores y de los aficionados al celebrar un gol*.



Durante esas vacaciones de verano tuve que ir algunos días a la primaria. Estaba en la escolta y teníamos algún concurso con otras escuelas de la zona o simplemente nos preparábamos para el siguiente ciclo escolar, ya que pasaríamos al sexto año y seríamos la única escolta oficial de la escuela (al menos hasta que la generación del quinto año nos sustituyera y nosotros entráramos a la secundaria). 

El ensayo terminaba alrededor de las once de la mañana y mi abuelo iba a recogerme a la escuela en su bicicleta y me llevaba a su casa. 

En su casa el televisor siempre estaba encendido y siempre había algún partido del mundial. Recuerdo vagamente un partido entre las selecciones de España y de Bélgica, un gol que algún jugador europeo o sudamericano anotó desde casi medio campo al portero de Corea del Sur y unos penalties entre las selecciones de Irlanda y de Rumania en Génova

También recuerdo que mi hermano y yo un día nos quedamos solos en el departamento y que vimos por televisión un partido entre las selecciones de Alemania y de Colombia; según los comentaristas, los alemanes habían goleado a sus rivales previos y eran serios candidatos a ser los campeones del mundo, y los colombianos habían calificado al mundial después de varias décadas, pero tenían una generación de jugadores talentosos que podían sorprender al equipo alemán.  

Los alemanes anotaron primero, pero casi al final del partido un jugador con una melena impresionante tomó el balón en medio campo y le dio un pase fabuloso al centro delantero y lo dejó solo frente a Bodo Illgner. El colombiano pateó el balón y éste se coló a la portería, pasando entre las piernas del portero alemán. Con ese gol el juego terminó en empate. 

Los comentaristas festejaron con tanta euforia el gol que mi hermano y yo gritamos a todo pulmón y nos abrazamos, mientras la cámara se enfocaba en un aficionado colombiano que celebraba la anotación de Freddy Rincón y que parecía colgado de las tribunas con una especie de alas que acompañaban su disfraz de cóndor. 

Algún domingo visitamos a mi abuelo y nos sentamos en su sala y vimos por televisión a los brasileños y a los suecos enfrentándose en Turín. Otro domingo, me senté yo solo en la sala con él y los dos vimos el gol del “Toto” Schillaci con el que los italianos eliminaron a los uruguayos en los octavos de final. 



Un sábado por la mañana me senté junto a mi papá frente al televisor y vimos a Diego Armando Maradona tomar el balón en el medio campo de la cancha del Estadio Delle Alpi y esquivar a medio equipo brasileño y darle un fabuloso pase a Claudio Paul Caniggia.

La jugada fue fenomenal y la anotación permitió que los argentinos avanzaran a los cuartos de final y que unos días más tarde vencieran en penalties a los yugoslavos en Florencia, a pesar de que Maradona errara su penaltie. 

Recuerdo el ambiente de los aficionados en las calles aledañas a los estadios y en las gradas,  y las redes hexagonales de las porterías, y recuerdo los nombres de las sedes en las que se disputaban los partidos –Bari, Bolonia, Cagliari, Florencia, Génova, Milán, Nápoles, Palermo, Roma, Turín, Udine y Verona.

También recuerdo la arquitectura de los estadios y el techo metálico del Estadio Giuseppe Meazza y las enormes bocinas que colgaban de cables de acero a 40 metros de altura sobre el centro del campo en el Estadio Delle Alpi, y las torres que parecían condominios en las cuatro esquinas del Estadio Luigi Ferraris y la entrada a los vestidores detrás de una de las porterías del Estadio San Paolo, y recuerdo los adornos de flores detrás de las porterías en el Estadio Artemio Franchi las redes hexagonales blancas que colgaban de las porterías como telarañas que se sacudían cuando un balón Etrusco cruzaba la línea de gol, y también recuerdo las pistas de tartán alrededor de casi todas las canchas de las sedes mundialistas y el césped perfectamente dividido en franjas verticales con dos tonalidades de verde que parecía una alfombra.

También recuerdo a Roberto Baggio esquivando a medio equipo checoslovaco en El Estadio Olímpico de Roma.

Y lo recuerdo como si hubiera sido ayer. 

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*Según los expertos, “Un'Estate Italiana” ha sido la mejor canción en la historia de todos los mundiales. 

sábado, junio 06, 2020

Mis venas pueden arder


Escucho por enésima ocasión “Down In The Dark” en mi viejo iPod Classic de 120 GB. 

No me vuelve loco la tecnología: prefiero escuchar álbumes físicos que digitales –tengo una colección de cassettes, discos compactos y vinilos que probablemente está cerca de los mil– y de hecho me desagrada Apple –mi iPod está en perfectas condiciones y sin embargo está atravesando su época de “obsolescencia programada” y sólo reproduce tres canciones antes de que la batería se descargue por completo–, pero actualmente hay pocas opciones para escuchar álbumes físicos y solamente he tomado un descanso de mi trabajo.

Cierro los párpados, me pongo más cómodo en la silla frente a la computadora y me enfoco en la letra de esta canción. Pienso en un hombre que está esperando que la droga surta efecto y que le murmura a su amante que ella hará que la situación mejore un poco durante algún tiempo.

Me estiro un poco. Quisiera escribir que escuché a Mark Lanegan mucho antes de que “The Winding Sheet” fuera publicado por Sub Pop en mayo de 1990.

Sin embargo, primero escuché a los Screaming Trees (¿sería acaso cuando pude ver “Singles”, alrededor de 1998, o algo así...?) y, en particular, escuché por primera vez esta canción en la cual Kurt Cobain cantó y tocó la guitarra, cuando la descargué de Napster... hace casi 20 años. 

Era un adolescente, Internet era una novedad y estaba obsesionado con Nirvana –todavía me gusta su música– y supuestamente la canción era “una canción desconocida de Kurt Cobain”. 

Lo que he escrito hasta ahora, podría verse como una cosa muy ordinaria, pero tengo algo más que contar: hace casi tres años, en una etapa de mi vida muy contrastante, vi a Mark Lanegan, frente a frente, y nos estrechamos las manos después de un concierto. 

Su banda vino a la Ciudad de México. Estaban de gira, promocionando “Gargoyle” –su décimo álbum de estudio– y tocaron en El Plaza Condesa. Fue un concierto especialmente emotivo. Estuve al borde del llanto en varias ocasiones. En el sentido más freudiano del término, fue un concierto catártico. 

Por mas de cinco años, en los cuales pasé de ser un estudiante de posgrado mentalmente inestable a ser un investigador posdoctoral físicamente enfermo, había estado escuchando su música. 


Entre ambos eventos, viví algunos años miserablemente.

Cuando comencé mi investigación posdoctoral, me diagnosticaron reflujo gastroesofágico y me adherí a varios tratamientos médicos sin éxito. Independientemente de las terribles experiencias sofocantes inherentes a la enfermedad e independientemente de las interminables náuseas provocadas por el consumo de tantos antibióticos, los gastroenterólogos me dijeron que el reflujo estaba erosionando mi esófago de tal modo que era muy probable que la erosión progresara y produjera un tumor cancerígeno. 

En los meses previos a la cirugía que equilibró la situación, escuché la música de Mark Lanegan más que nunca. La asocié con mi decadente estado de ánimo y con la enfermedad, pero, de algún modo, de una manera positiva.

De su carrera solista, “Blues Funeral” fue el primer álbum que escuché –me lo regaló mi esposa casi inmediatamente después de que 4AD lo lanzara a la venta en México en febrero del 2012–, luego escuché “The Winding Sheet” –no pude resistirme al montón de artículos que había leído a lo largo de los años que lo señalaban como la gran influencia del “MTV Unplugged In New York” de Nirvana–, “Bubblegum”, “Gargoyle” y sus colaboraciones con Queens Of The Stone Age y con Duke Garwood.

Conforme escribo estas líneas, ya he escuchado casi todos sus álbumes. (Su trayectoria comprende más de 50 álbumes.) 

Podría intentar explicarme por qué “Bleed All Over”, “My Shadow Life”, “Emperor”, “St Louis Elegy”, “Deepest Shade”, “When Your Number Isn't Up”, “One Hundred Years”, “Bombed”, “Wild Flowers”, “Juarez”... me provocan escalofríos y por qué a la vez me transmiten un sentimiento de dicha, pero no lo haré.

En este caso, las palabras serían insuficientes. 


Quizá no sea un sujeto del todo ortodoxo. Se pelea con medio mundo en twitter. Hace poco lo hizo con uno de los miembros de Oasis que se burló de él (¿el cantante?) y lo desafío a solucionar el asunto de una buena vez. Con frecuencia, también termina dejándose llevar por los reclamos de los admiradores que lo denuncian en redes sociales porque no dejó que le tomaran una fotografía mientras estaba de vacaciones en algún sitio turístico de bajo perfil. 

Lanegan también desconfía de las versiones oficiales acerca del origen del COVID-19 y ha dado un par de entrevistas en las que se vislumbra que cree en la teoría de la conspiración de la red de telecomunicaciones de quinta generación. 

A pesar de todo lo anterior, lo respeto como artista

En realidad es uno de los pocos compositores que fueron capaces de dejar atrás “el sonido Seattle” de la década de los noventa. (Sé que los Screaming Trees son de Ellensburg, pero supongo que captas mi punto.) 

A un nivel todavía más personal, sus letras fueron una poderosa inspiración en mis peores días. Me hicieron pensar en mi enfermedad y me hicieron darme cuenta de que mi enfermedad no era la peor enfermedad del mundo. Fue algo irónico, porque realmente no me sentía nada bien. 

Algunas veces estaba harto de no ser capaz ni siquiera de comer cosas “normales” o de beber algo más que no fuera agua simple. Algunas veces odiaba mi vida. Tenía náuseas todo el día. Carraspeaba todo el tiempo. Comía sin hambre, sólo algunas cuantas cosas.  Comer era algo tan monótono que perdí algunos kilos. 

Día tras día, me despertaba sintiéndome enfermo, sin esperanzas y nauseabundo. Ni siquiera soportaba los olores ligeramente intensos. Me daban arcadas. Tenía que llevar una bolsa de emergencia a todas partes, en caso de que vomitara. Los síntomas eran tan intensos que ni siquiera podía leer un artículo de investigación o realizar una cirugía estereotáxica, de principio a fin. Siempre tenía que interrumpir mis actividades, para tomar “aire fresco” y combatir las arcadas. 


Para septiembre del 2018, finalmente estaba sintiéndome de nuevo como una persona normal. Había vuelto a comer comida normal e incluso podía tomarme una cerveza, o un refresco o un jugo de naranja. 

Estaba feliz. 
Además de que me sentía bien y de que me ilusionaba asistir al concierto de Mark Lanegan en El Plaza Condesa, precisamente un día antes del concierto mi artículo de investigación original más reciente fue aceptado en una revista y publicado. 

Como en cualquier otro proceso estándar de revisión por pares de mis previos artículos, la revisión del artículo tomó varios meses, pero ese artículo en particular fue importante para mí. No sólo fue el resultado de mis últimos tres tortuosos años de investigación posdoctoral, sino que fue, oficialmente, mi primer artículo como autor corresponsal.

Ese día del concierto, unos minutos antes de que comenzara el concierto, me hubiera gustado comprar “Phantom Radio” o “I Am The Wolf” en el stand de la mercancía oficial de la banda, pero no tenía mucho dinero. Compré una litografía

A los pocos minutos de que acabara el concierto, Mark Lanegan salió nuevamente a firmar autógrafos. 

Gracias a mi esposa –a ella no le gusta la música de Lanegan, pero me acompañó al concierto y se formó en la fila antes que yo– fui el primero de la fila. Fui el primer sujeto entre los asistentes al concierto que tuvo la oportunidad de pasar a la mesa en la que Mark Lanegan firmaría autógrafos. 

Él fue muy amable y me autografió la litografía que había comprado y también mi copia de “Uncle Anesthesia” –uno de los álbumes de los Screaming Trees que produjo Chris Cornell y uno de los que más me gustan. 

Me hubiera gustado decirle algunas cuantas cosas acerca de cómo su música cambió mi perspectiva de la vida cuando estaba más enfermo, pero no quería importunarlo y los organizadores del evento nos dijeron claramente que sólo teníamos un par de minutos. Tampoco quería comportarme como un admirador idiota. 

Sólo le dije: “It was a great show”. 

En varios niveles, realmente lo había sido para mí. 

Debajo de las tenues luces del foro, lo vi sonreír. Tal vez un poco forzadamente. Cuando lo hizo, no pude dejar de pensar que ese hombre había convivido con Kurt Cobain

Durante algunos segundos, miré su cabellera rojiza y luego sus ojos –traía unos gruesos lentes– y traté de calcular cuántas veces habría escuchado las mismas tontas palabras que yo le había dicho, y me sentí estúpido. 

Entonces le ofrecí una de mis manos y él cortésmente estrechó una de sus manos con la mía. 

Luego le di las gracias y me alejé, sintiéndome aturdido. (No puedo creer que me haya tomado casi tres años, volver a recordar este evento y procesarlo.)  

Hace unos días llegó a la casa mi copia de “Sing Backwards And Weep”. 

Por la noche, después de haber estado atendiendo mis responsabilidades académicas, me di un descanso y leí un par de páginas de sus memorias.

Traté de imaginar cómo habían sido en realidad las cosas que relataba. 

Luego, me distraje y me metí a revisar twitter. 

El primer tweet que leí era uno de Mark Lanegan. Jason Bonner acababa de compartir un viejo video en donde los Sex Pistols tocaban en vivo “Anarchy In The UK”, y Lanegan le decía que los Sex Pistols habían cambiado su vida. Yo acababa de leer precisamente una página de su libro en la que se refería a ese asunto. 

Esta coincidencia me remontó a estos recuerdos y decidí escribirlos aquí. 


Ahora, acabo de darme cuenta de que Mark Lanegan cambió mi perspectiva de la vida, cuando estaba harto de estar enfermo y enfermo de estar harto y de vivir miserablemente.