sábado, mayo 13, 2023

Escribe sin parar


Ya te mediste la glucosa, ya escribiste un rato, ya leíste, ya les diste comida blanda a los gatos, ya recogiste la arena de los gatos, ya barriste (un poco), ya lavaste (unos cuantos) trastes, ya calentaste y vas a salir a correr. Apenas faltan cinco minutos para las ocho de la mañana. 
Te pones el bloqueador solar –en donde vives, los rayos del sol son tan salvajes y sales a correr desde hace tanto tiempo que tu verdadero color de piel nada más sobrevive debajo del reloj en tu muñeca–, te amarras el cabello con una dona, te pones los audífonos para correr, pasas el cable de los audífonos por el agujero de la bolsa canguro en la que guardas tu teléfono, conectas el cable de los audífonos al teléfono, abres la aplicación de Amazon Music y seleccionas la playlist para correr y le das play en modo aleatorio; abres la aplicación de Nike que usas para registrar los kilómetros que corres y en cuánto tiempo corres cada kilómetro –esperas que la aplicación no se pasme y que no deje de responder y que no te haga perder entre quince y veinte minutos, como te ha pasado ya un par de veces–, haces unos últimos estiramientos para evitar cualquier problema muscular, te pones las gafas de sol, abres la puerta de la casa, te sales, cierras la puerta y le das click al botón de “comenzar” en la aplicación.
Conforme vas corriendo el primer minuto de tu carrera sabatina de seis kilómetros, te preguntas si la aplicación se detendrá apropiadamente cuando hagas una pausa –después de estar a punto de cumplir casi dos años corriendo al menos tres veces por semana, has decidido que prefieres aumentar tu velocidad y dejar en segundo término tu resistencia–, y no puedes dejar de reparar en ese amargo sabor que merodea en tu boca y que no se larga a pesar de que te cepillaste los dientes antes de acostarte y a pesar de que te cepillaste los dientes al despertarte, y que se parece a ese amargo sabor de antaño que también se esparcía por tus dedos y que le daba un color amarillento a las puntas de tus dedos.
No tienes que pensarlo demasiado: ese amargo sabor que tienes en la boca es el resabio del Lucky Strike que te fumaste ayer, cuando llovía y tuviste que lidiar con el viento, cuando hacías una pausa en tu trabajo y acababas de tomarte un whisky y reparabas en que estabas fumando compulsivamente; que el Lucky Strike ya estaba en la colilla al cabo de unos cuantos segundos –en tiempo récord–, y entonces te preguntaste si otra vez ya habías perdido el control y si ya estabas fumando como un autómata, y te sorprendió darte cuenta de que hace poco más de un mes te fumaste lentamente otro Lucky Strike completo pero que te pareció tan fuerte que te lo terminaste en cuatro o cinco minutos y que acabaste sintiendo unas terribles náuseas y vértigo, y que te habías tomado cuatro o cinco whiskys y que ya estabas un poco ebrio y que a eso atribuiste tu falta de control.
A diferencia de esa otra ocasión, ayer, mientras llovía y llegabas hasta los cimientos del Lucky Strike en tiempo récord, no tuviste ni náuseas ni vértigo, y te sentiste culpable: no estabas ni un poco ebrio y no pudiste atribuir tu falta de control al alcohol.
El remordimiento y la culpa que sientes ahora, conforme vas acercándote a tu primer minuto, son como buitres rondando tu cabeza, y tu cabeza es un cadáver en descomposición de abstinencia de casi ocho años de nicotina, y ahora no sólo no puedes ignorar el amargo sabor en tu boca, sino tampoco todos los recuerdos asociados a ese sabor –el mal olor de la nicotina y del alquitrán quemados, los dedos de nicotina, el dolor de cabeza recurrente, la fatiga recurrente, las dificultades para respirar al subir escaleras, la tos de fumador, el carraspeo–, y lo que sientes mientras te acercas al primer kilómetro de tu carrera sabatina de seis kilómetros, no significa que ahora estés fumando compulsivamente otra vez, como hacías ocho años atrás, cuando fumabas entre tres y cuatro cajetillas en fines de semana y dos o tres cajetillas de lunes a viernes, pero sí significa que has recaído, que es verdad eso que dicen las estadísticas de las adicciones a sustancias de abuso: que todos los adictos, si logran superar la abstinencia del primer año (en el que hay una probabilidad del 60% de recaída), viven con una abstinencia prolongada que puede terminarse en cualquier momento. 
Estás por cumplir tu primer minuto y ni siquiera has prestado atención a la música que vas escuchando o a los vigilantes del fraccionamiento o a los vecinos: simplemente no puedes creer que te has acostumbrado otra vez a fumar; que tus pulmones ya soportan un Lucky Strike completo, que hace poco más de un mes te resultaba espantosamente nauseabundo. Tampoco puedes dejar de hacer algunos cálculos: en las últimas semanas de abril, pasaste de fumar, cada dos o tres días, un Camel –en dos o tres partes, al día–, o dos Marlboros mentolados –cada dos o tres días–, a fumar, en esta semana, casi dos Lucky Strikes completos al día, casi todos los días. 
No puedes evitarlo: ya estás pensando en cada una de las veces que has salido a fumar al patio trasero de la casa; no puedes dejar de preguntarte por qué no puedes resistirte, si ya pasaste por todo esto del tabaquismo, y si ya sabes que fumar no tiene ningún sentido: no expande tus sistemas sensoriales, no modifica tu percepción, no te desinhibe, no aumenta tu capacidad de aprendizaje, no se siente bien... 
También estás pensando en que simplemente no puedes analizar nada, en que no puedes ver fríamente la situación y decirte a ti mismo que meterte un cigarrillo a la boca y encenderlo y darle una chupada, jode tu salud. Lo que sí ves es que, cada vez que has salido a fumar en las últimas semanas, antes de hacerlo, el deseo de fumar ha estado dándote vueltas en la cabeza un rato, que imaginaste decenas de veces el sonido del click del encendedor y que tu cerebro creó varias imágenes de tabaco y alquitrán chamuscándose en el cigarrillo, y que tu cerebro también creó una expectativa edénica para prepararte a introducir sus vapores en tus pulmones. 
Acabas de correr tu primer kilómetro, y no sientes que tus pulmones se hayan quedado sin aire, y entonces te engañas y tratas de pensar que la decisión de fumar depende de ti, que es como cuando acabas de correr seis kilómetros y te preguntas si corres un kilómetro más y te comprometes a correr siete kilómetros al menos tres veces a la semana, pero, en realidad, no es tu decisión: fumar depende de cientos de asociaciones viejísimas con un montón de cosas abstractas y con un montón de cosas tangibles; estas asociaciones son mucho más fuertes que todos tus pensamientos actuales. 
Cargas un mundo de asociaciones en los hombros.