sábado, septiembre 10, 2011

Ese disco pudo cambiar tu vida totalmente



Vuelves a tu casa, excesivamente cansado. Abres la puerta del edificio mecánicamente, cierras la puerta por dentro, y subes las escaleras. Cinco pisos hasta tu departamento. Los pies te punzan como una herida abierta. Necesitas descansar. 
Al entrar en tu departamento y cerrar la puerta por dentro, te dejas caer en un sillón. Mientras enciendes un cigarrillo, piensas en lo que pudo ser. 
Te levantas del sillón, con el cigarrillo en los labios, y pones un disco que un día como hoy, pero hace 20 años, salió a la venta. 
Vuelves a tomar asiento en el sillón, y cierras los párpados. Escuchas y piensas que ese disco pudo cambiar totalmente tu vida, si lo hubieras escuchado entonces, hace 20 años. Mientras tanto, piensas que podrías haber tocado la guitarra y que incluso habrías podido formar una banda de rock. Ahora mismo quién sabe, tal vez serías músico.

sábado, agosto 27, 2011

Nunca me ha gustado bailar, pero una vez fui chambelán



Desde niño, supe que no me gustaba bailar. Veía los videos de Michael Jackson y me impresionaba su manera de bailar, pero desde un principio supe que esa actividad no era para mí. Odiaba participar en los bailables de la primaria, pero no tenía otra opción. Aunque resultaba evidente que no tenía talento para el baile, cada vez que había algún festival en la escuela, mis maestras insistían en hacerme participar. Lo único que me emocionaba del asunto era que me pusieran de pareja con alguna de las niñas que me gustaba, pero nunca tuve suerte.


Cuando cumplí 14 años, sólo escuchaba garage punk y trataba de tocar la guitarra. Todavía salía algunas veces a pasear con mis papás, y no hacía nada extraordinario. Tampoco traía el cabello demasiado largo, ni me la pasaba comportándome como un rebelde, pero era obvio que seguía odiando bailar. Jamás bailaba con nadie en las fiestas familiares ni salía con nadie a bailar por las noches a ningún sitio. Sin embargo, tenía una prima de la misma edad que yo y que era todo lo opuesto a mí. Ella estaba enloquecida por la idea de tener una fiesta de XV años.


Mi mamá me pidió que fuera el chambelán de mi prima y se sorprendió porque me rehusé a hacerlo. No sólo odiaba bailar, sino que una fiesta de XV años me parecía de lo más patético. A pesar de todo, una tarde aparecieron en la casa mi abuelo, mi prima y otros muchachos, listos para comenzar a ensayar el vals. Le pregunté a mi mamá qué diablos estaba ocurriendo y por qué me obligaba a hacer algo que no quería hacer, pero subestimó mi opinión. Mi abuelo incluso me pidió que me cortara el cabello.

Fueron unas semanas tediosas y largas que detesté por completo. Todos llegaban a la casa a ensayar a la misma hora y yo sólo me ponía de mal humor, a hacer algo que no quería hacer y a tratar de entender por qué mi mamá no había respetado mi decisión de no ser chambelán. Lo más ridículo de todo era que con frecuencia me llamaban la atención porque no podía bailar bien.


Finalmente llegó el día más esperado para la quinceañera. Ella se veía radiante, como si toda su vida hubiera esperado ese momento. Yo tuve que peinarme, ponerme un smoking y unos horribles zapatos de señor. Me sentía un farsante. ¿Cómo alguien que escuchaba garage punk y que toda su vida había aborrecido bailar, podía terminar siendo un chambelán, en algo de lo más convencional?

Quería ponerme una máscara para que nadie me reconociera. Cerré los párpados, suspiré profundamente, y el espectáculo comenzó.


Cuando la pesadilla parecía haber terminado, los invitados pidieron que volviéramos a bailar. Cerré los párpados otra vez y repetí la rutina por segunda ocasión.

Para empeorar la situación, había varios fotógrafos, e incluso alguien que filmaba cada detalle del vals, así que todo ese espectáculo quedaría registrado. Por fortuna, mi prima tuvo un instante de lucidez al cumplir la mayoría de edad, el asunto le pareció de lo más patético, y destruyó todo vestigio de su fiesta de XV años.

Hasta la fecha, sigo sin entender por qué me obligaron a ser un chambelán.
Ya no soy un adolescente y sin embargo sigo sin tener ganas de bailar.

miércoles, agosto 24, 2011

Tienes que dejar de escuchar música punk






Apenas eran las cuatro de la tarde, pero ya había hecho todas las cosas que me gustaba hacer cuando ella no estaba en casa. Afuera llovía y la música sonaba a todo volumen en el departamento. Comencé a escuchar un zumbido. Aunque me sentía fatigado y tenía mucho sueño, encendí un cigarrillo y me senté junto a la ventana. Sentí náuseas.

A través de la ventana, vi a algunos carros patinar en el asfalto y a algunas personas que corrían para refugiarse de la lluvia. La música continuaba sonando muy fuerte en el departamento. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda, y me puse sombrío. 

"He escuchado demasiada música punk", pensé. Apagué el cigarrillo en un cenicero atestado de colillas y fui a orinar, tambaleándome. Era mi último día de vacaciones y no había comido nada, pero ya me había bebido casi cuatro litros de alcohol. 

Al volver a la sala, encendí otro cigarrillo. Después me asomé por la ventana de nuevo. La lluvia había amainado. Abrí la ventana, y tomé aire. Me sentí estúpidamente ebrio, apagué la música de inmediato y corrí al baño. El zumbido no cesaba en mis oídos. 

Me arrodillé junto al water y sentí en la garganta una ráfaga caliente de ácidos gástricos. Procuré vomitar, pero no pude. 

Ella llegó a la casa justo cuando yo empezaba a hiperventilar. 

viernes, julio 22, 2011

Todas las cosas que te escribo


Ardes como una hoguera, sentada junto a mí

El reflejo de la pantalla alumbra tu rostro 
Tus ojos sedientos de luz me queman y me hipnotizan
Tu lápiz labial resplandece como una puerta cósmica

Pierce Brosnan desciende a un volcán peligroso
Mis ojos sólo quieren estrellarse en el interior de tus pupilas 
Mi corazón late con tanta fuerza que parece una bomba 

He pensado que tu boca es un túnel de infinito placer 
Y que las profundidades de tus labios son como el mar

He soñado que tú explotas cuando recorro tu piel 
Y que los pliegues de tus manos son un mapa celestial 

Ardes como una hoguera, sentada junto a mí

Resplandeces brevemente como un relámpago 
Tu cabellera es un río que cae a través de tus hombros
Tu sonrisa es una cascada que ilumina mi corazón 

Si fingiera un accidente y tocara una de tus manos
Te diría que me interesas y me dirías que tienes novio
Te diría todas estas cosas y me romperías el corazón 

He pensado que eres la cura de este aburrimiento
Y que la adolescencia sería más soportable contigo 

He soñado que en ocasiones yo también te intereso 
Y que te leo en voz alta todas las cosas que te escribo 

Lunes 28 de abril, 1997

lunes, julio 11, 2011

Albert Einstein tenía un cerebro defectuoso


Había otros de pie junto a la puerta, conmigo. 
Casi todos ellos llevaban botellas de vodka, de tequila o de vino. 
Yo sólo llevaba un six de León

"¡Pasen, pasen! ¡Qué gusto que hayan venido!", dijo Gustavo, al abrirnos la puerta. 

Se veía ebrio y feliz. Tenía los ojos rojos y el rostro sonrosado. 

Era su cumpleaños veintitantos. 

Él estudiaba Física en el TEC, pero también escribía poesía. 
Nos habíamos conocido hacía unos meses en un taller de Creación Literaria en El Centro Cultural La Pirámide
Su poeta favorito era Xavier Villaurrutia

También tenía una fijación con Albert Einstein

En algunas ocasiones, sobre todo si estábamos ebrios, Gustavo me había hablado de la teoría de la relatividad y siempre lo había hecho con una pasión desbordante. 

Nos dimos un abrazo y le ofrecí el six

"Estás en tu casa... Sírvete lo que quieras...", me dijo apresuradamente, ya dentro de la casa, y se llevó las cervezas a la cocina. 


Iban a dar las seis de la tarde, pero, como Gustavo ya estaba borracho, pensé que seguramente ya estaba hablándole a otros acerca de la teoría de la relatividad. 

Tomé asiento en la sala, junto a una mujer que estaba sola. 

Me presenté. 


"Hola, me llamo Angélica", respondió y me dio un beso en la mejilla. 
Ella olía delicioso, a una mezcla de perfume caro y campos de lavanda. 
Era de aspecto caucásico y hablaba como estudiante de universidad privada. 

"¿Qué estás tomando?", le pregunté. 
Sólo bebía agua, así que me ofrecí a servirle otra cosa.

"Vodka estaría genial", me dijo. 

Me levanté del asiento y caminé hacia la cocina en busca de vodka. 

En la cocina, algunos amigos de Gustavo veían un partido de futbol por televisión. 
Jugaban Cruz Azul y Dorados en El Estadio Azul.  
Ellos estaban sentados alrededor de una pequeña mesa en la que había un montón de botellas, de vasos de plástico y de bolsas de papas. 

En esa clase de reuniones lo que menos importaba era la comida real. 

Tomé un par de vasos y una botella de Absolut y escancié el alcohol en los vasos.  


Regresé a la sala, volví a sentarme junto a Angélica y le alcancé uno de los vasos con vodka.
El otro me lo quedé yo. 

Ella me dio las gracias y empezamos a hablar de literatura. 

En un momento, ella recitó de memoria un poema de Georg Trakl.
Hablaba sobre mitología y desamor. 

Guardé silencio y Angélica me contó que ese poeta austriaco también había sido farmaceútico y que se había suicidado con una sobredosis de cocaína.

Mientras más bebía, se ponía más parlanchina y me parecía más atractiva. 

Le conté que el poeta expresionista que más me gustaba era Ernst Richard Maria Stadler y se interesó en escuchar por qué. 

Noté que estaba más ebrio de lo que había imaginado cuando intenté explicarle. 


En algún momento, nos quejábamos de Pablo Neruda y de Jaime Sabines y nos encontrábamos hablando de El Aleph y de Albert Einstein.

Angélica no me creyó que un grupo de investigadores había estudiado la anatomía del cerebro de Albert Einstein y que había descubierto que carecía del opérculo parietal. 

Iba a hablarle más al respecto, pero sorpresivamente me tomó una de las manos y me dijo que yo le gustaba. 

Tragué saliva y me quedé mudo. Mi corazón latía deprisa.

Estaba tan ebrio que me costó mucho trabajo sostenerle la mirada. 
Bajé la cabeza y entonces me di cuenta que Angélica traía puesta una blusa escotada.
Tuve que forzarme a cerrar los párpados para dejar de mirarle los pechos. 

Ella me apretó la mano y repitió lo que me había dicho y entonces abrí los párpados y sólo se me ocurrió decirle que era recíproco. 

Me sentí como un idiota por no haberle dicho simplemente que ella también me gustaba, en lugar de haber usado la palabra "recíproco", pero ella estaba tan ebria como yo y sólo sonrió. 


Acercó su rostro hacia el mío y murmuró

"Tal vez deberíamos besarnos"

y justo en ese momento tuve deseos de devolver el estómago.

Me levanté, inmediatamente. 
Había olvidado que el vodka siempre me caía muy mal. 

Llegué al baño, trastabillando y apoyándome en las paredes de la casa. 
Afortunadamente, el baño estaba desocupado. 
Muchas veces había pasado minutos terribles, esperando a que la gente saliera del baño de cualquier casa para que yo pudiera meterme y vomitar. 
Algunas veces me había sentido tan mal que incluso había tenido que meterme al baño sin esperar a que la gente lo desocupara. 

Cuando me repuse, volví a la sala y me senté en el mismo sitio de antes.

Eché un vistazo alrededor. 

La gente seguía llegando con botellas de alcohol a la casa. 
Los amigos de Gustavo continuaban en la cocina y gritaban. 
Aparentemente acababa de anotar un gol el "chelito" Delgado.
Gustavo hablaba sobre la teoría de la relatividad en el comedor.

("Einstein esto, Einstein lo otro", decía apasionadamente.)

No había rastro de Angélica. Simplemente había desaparecido. 

sábado, mayo 07, 2011

Odio ir al supermercado



Odio ir al supermercado.

Cuando acababa de entrar a la secundaria, inauguraron uno cerca de la casa de mis papás.

No había ninguna tienda de ese tipo en la colonia, así que fue toda una novedad y prácticamente todos los vecinos fueron a la inauguración.

Me quedé en la casa. 

Esa tarde el Olympique de Marsella y el Estrella Roja de Belgrado disputaban la final de la Copa UEFA en el Estadio San Nicola de Bari, en Italia

El partido estuvo aburridísimo -los técnicos de ambas escuadras plantearon sistemas de juego ultra defensivos- y lo ganó el equipo yugoslavo en tanda de penales.

Yo acababa de aprender a usar la videocasetera para grabar programas de la televisión, y me quedé en la casa a grabar todo el partido en una cinta Betamax.  


Mi mamá volvió a la casa cuando el partido había terminado.

Llevaba globos, una rebanada de pastel y el autógrafo de un luchador que estaba en la inauguración del supermercado.   

Mis hermanos y yo íbamos con mis papás muy seguido a ese supermercado, y no me resultaba tan tedioso, tal vez porque no gastaba mi propio dinero y porque mis papás nos compraban alguna golosina que se nos antojara.

Acabo de volver del supermercado.
Odio ir a comprar mi despensa. 
Al recorrer los pasillos, siento un vacío.  

Me resulta tan aburrido como esa final de la Copa UEFA de la temporada 1990-1991.

También es triste hacer cuentas para que alcance el dinero.   


No quiero volverme a dormir




3: 45 a.m., un molesto ardor en el vientre me despierta y pienso que no está nada bien fumar y beber en exceso. Debería ignorarlo, pero el dolor no cesa. 
5: 50 a.m., mi gato comienza a maullar y se sube a la cama. Me suelta 2 ó 3 mordidas en las piernas. Debería ignorarlo, pero me levanto de la cama para alimentarlo. 
6: 20 a.m., miro el reloj otra vez, pero esta vez no puedo moverme. Todo se vuelve terrorífico alrededor. Cuando recupero el tono muscular, pienso que quizá debería escribir. Me quedo en la cama. 
* * * * *
Una especie de vaho de color rojo giraba lentamente junto a la cama. Brillaba en la penumbra como los ojos de un búho. El vaho luminoso se parecía a una esfera, pero cuando tocaba una de mis manos, se convertía en un artefacto. Aunque yo sabía que estaba soñando, me inquietaba el hecho de que el vaho se convirtiera en algo sólido.
El artefacto se transformó en una cara horrible, llena de agujeros enormes y de bocas desdentadas inmensas. La cara iba a decirme algo, así que decidí voltearme hacia el otro lado de la cama, y logré despertar.
* * * * *
8: 41 a.m., el sol atraviesa la ventana y enciendo un cigarrillo. Está terriblemente mal fumar en ayunas, pero no puedo resistirme. Además, no quiero volverme a dormir.

miércoles, abril 20, 2011

El kharma de las ratas me perseguirá toda la vida



El edificio en el que vivíamos tenía un estacionamiento en el que cabían seis automóviles.

El estacionamiento estaba vacío desde temprano y se iba llenando cuando los inquilinos comenzaban a volver de sus trabajos -a las 6 ó 7 de la tarde-, y mi hermano y yo aprovechábamos para jugar futbol allí. 

Nunca nos había llamado la atención el futbol, pero ese verano la profesora de Educación Física había organizado un torneo de futbol en la primaria -había fiebre por el futbol debido a La Copa del Mundo de Italia '90- y empezamos a practicarlo

Teníamos unos guantes de portero, y nos turnábamos para tirar o detener los tiros. 

En el estacionamiento, cerca de la portería, había una coladera.

La coladera era rectangular -casi del tamaño de un portafolios- y tenía una tapa con rejas horizontales, y las rejas estaban tan separadas que cabían nuestras manos. 

Cuando oscurecía, algunas ratas se asomaban por allí. 


Un día, después de la escuela, pasaban por televisión el partido de semifinales entre las selecciones de Italia y de Argentina. La selección italiana era favorita para ganar el mundial y los argentinos confiaban en alguna genialidad de Maradona para llegar a la final. 

El partido se disputaba en el estadio San Paolo, en Nápoles

Los tifossi del Nápoles adoraban a Maradona porque él jugaba para ese equipo y lo había llevado a ganar dos Scudettos, una Copa Italiana, una Supercopa y una Copa UEFA, pero apoyaron a la selección italiana y abuchearon el himno argentino y a Maradona cada vez que tocó el balón. 

Los argentinos derrotaron en penalties a los anfitriones.

Cuando acabó el partido, mi hermano y yo bajamos a jugar futbol al estacionamiento. 

Casi llegando al estacionamiento, los guantes de portero se cayeron en la coladera.

Cuando quisimos sacarlos de allí, apareció una rata. 


El animal se apoyó en sus patas traseras y sacó la cabeza a la superficie. 
Su cuerpo apenas podía distinguirse en la penumbra y su larga cola se perdía en la oscuridad, pero sus ojos brillaban horriblemente.

La rata se llevó las patas delanteras a la nariz, y las olfateó. 

Nos miró con sus horribles ojos rojos. 
Chilló y huyó. 

Nos quedamos paralizados, y dejamos los guantes en la coladera.

Subimos corriendo al departamento.  

Durante varias noches no pude sacarme de la cabeza la imagen de la rata, erguida en sus patas traseras y olfateándose las patas delanteras, mientras chillaba. 

Por esa época, mi papá compró un terreno para construir una casa. 

El terreno prácticamente era un basurero y estaba infestado de ratas. 


Nunca vi a ninguna rata, pero mi papá nos contó que había ratas gigantescas -casi del tamaño de un conejo-, difíciles de atrapar y de matar.

Alguna vez nos mostró un enorme esqueleto de rata que había encontrado un albañil en el terreno.



Teníamos casi un año viviendo en esa casa, cuando vimos morir a una rata. 

Había una plaga en el vecindario. 

Mis papás tenían trampas para ratas y colocaban veneno por los rincones de la casa. 
Teníamos prohibido dejar las puertas o las ventanas abiertas durante la noche, o cuando salíamos de la casa.

Una mañana de sábado, mi hermano y yo veíamos televisión, sentados en la sala, mientras 
mis papás estaban fuera. 

Tal vez veíamos los Caballeros del Zodiaco

A él le gustaban, pero a mí me aburrían terriblemente. 

De repente escuchamos un chillido.

Nos quedamos paralizados. 

Jamás había temido a una rata por las enfermedades que pudiera transmitir, sino más bien por su aspecto, pero en ese momento pensé muchas cosas. 

Tal vez la rata se encontraba a unos centímetros de nosotros y se arrastraría hasta dónde estábamos y comenzaría a subirse por nuestras piernas.

Tal vez nos mordería y nos transmitiría alguna enfermedad incurable.


Hice un enorme esfuerzo para levantarme de mi asiento, y caminé en busca del animal.

Avancé sigilosamente por la sala, acercándome al sitio del que provenía el chillido.

Llegué a la cocina. 


Presentí a la rata con el rabillo del ojo, tomé una escoba -más para defenderme que para atacarla- y me acerqué a ella. 

El chillido que emitía era espeluznante. 

El animal estaba erguido en sus patas traseras y se tallaba la nariz con sus patas delanteras, pero estaba agonizando.

A veces dejaba de tallarse la nariz y me miraba.
Se veía que la estaba pasando muy mal. 

No me atreví a matarla de un escobazo. 


Llamé por teléfono a mi abuelo para pedirle ayuda, y él llegó a la casa a los pocos minutos y la mató a escobazos. 



A diferencia de entonces, ahora sólo juego futbol los sábados, pero he visto todas las Copas del Mundo desde Italia '90.

Todavía me duele recordar cómo los argentinos derrotaron fácilmente a la selección mexicana de futbol en Johannesburgo, en un partido de octavos de final del mundial de Sudáfrica, hace casi un año.

Tengo muchos años trabajando con roedores y jamás he tenido problemas para manipularlos, pero sigo teniéndole miedo a las ratas callejeras. 

Anoche tuve que sacrificar a algunas ratas en el laboratorio. 
Es la única parte que no me gusta de mi trabajo. 

Mientras lo hacía, pensaba por qué no he dejado de tenerle pavor a las ratas callejeras. 
Me basta ver a un roedor correr por la calle, para que se me crispen los nervios. 


Sólo una vez me ha mordido una rata de laboratorio. 

Un compañero estaba de congreso en Estados Unidos y me encargó pesar a sus animales experimentales, pero no se le ocurrió advertirme que tenían dos semanas sin comer. 

La mordida fue sorpresiva y muy dolorosa. 


Sangré profusamente, pero, a pesar de eso, no me causó ningún conflicto seguir trabajando con ratas de laboratorio. 

Si ahora mismo viera cruzar la estancia a una rata de la calle, saltaría de mi asiento. 



jueves, marzo 10, 2011

La gente te juzgará por tu apariencia



Faltaban pocos días para el partido de futbol americano entre los pumas de la UNAM y los burros del IPN. Debió de ser un jueves de septiembre o de octubre de 1995. 

Por la mañana habían circulado algunos rumores en los pasillos de la escuela: supuestamente se adelantaría “la quema del burro” y nadie se salvaría de los porros. Como en mi primer año en la prepa había escuchado los mismos rumores y había huido temprano a la casa para evitar “la novatada”–y como además ninguno de mis conocidos había sido rapado por nadie–, no les di importancia. 

Sin embargo, las cosas se pusieron extrañas alrededor del mediodía. Las clases fueron suspendidas y la directora de la prepa dio la orden de que la escuela fuera desalojada. 

Por la tarde habría un concierto de rock en Ciudad Universitaria y tenía planeado ir con algunos amigos, así que cuando desalojaron la escuela, me reuní con ellos. Había tanta gente frente a la puerta de la escuela que me costó trabajo encontrarlos. Éramos un montón de alumnos –¿más de cincuenta?– y uno que otro curioso.   

Cuando di con ellos, reparé en que todos nos veíamos andrajosos: casi todos traíamos pantalones de mezclilla raídos, playeras de grupos de rock y el cabello desaliñado. 

Veríamos a mi hermano en alguna estación del metro –él aún iba a la secundaria–, para llegar juntos al concierto. El concierto comenzaba como a las dos de la tarde y nos quedamos un rato afuera de la prepa. Tenía curiosidad por saber de qué se trataba “la quema” y creí que, debido a nuestra apariencia andrajosa, nadie se atrevería a entrometerse con nosotros. 

De repente pasó un camión de refrescos por la avenida. En un par de minutos, un grupo de sujetos, entre los que había estudiantes y algunas personas sospechosas, detuvieron el camión.
Un montón de gente se acercó al camión y comenzó a vaciarlo. Algunos estudiantes guardaban los refrescos en sus mochilas. 

Al poco rato, a lo lejos se escucharon las sirenas de algunas patrullas. 

Habíamos permanecido como espectadores y en ese momento decidimos que había sido suficiente y caminamos hacia el metro La Merced.  

Vimos cómo algunas patrullas llegaban a donde estaba detenido el camión de refrescos y también vimos cómo algunos policías detenían arbitrariamente a la gente que estaba cerca del camión. Apresuramos el paso.  

Íbamos por Zoquipa, casi a la altura de la Estación de Bomberos, a sólo una cuadra de la Avenida Fray Servando, cuando una patrulla nos alcanzó. Un par de obesos policías se bajaron de la patrulla. Uno de ellos nos obstruyó el paso

Sostenía una macana con una mano y la golpeaba sistemáticamente contra la otra mano, justo como lo hacen los policías en las películas mexicanas de bajo presupuesto. Su mirada era a la vez amenazante y burlona. 

Nos intimidó

“Ya se los cargó la chingada, pendejitos.”

Las palabras del policía surtieron efecto de inmediato. 

Aun cuando ninguno de nosotros había participado en el saqueo del camión –ni nos habíamos separado en ningún momento– y aun cuando era obvio que no teníamos pruebas que nos incriminaran, sus palabras me asustaron. El policía me hizo dudar de mí mismo y de los demás. Me sentí acorralado y temí que él y su compañero nos implantaran pruebas que les sirvieran para incriminarnos. 

Había visto muchas películas de bajo presupuesto. 

No hubo tiempo para pensar. 

Sólo uno de nosotros continuó caminando como si nada, pasó desapercibido y escapó. No recuerdo haber sabido alguna vez su nombre, pero era un sujeto flaco y de mi estatura. Antes de estos sucesos, yo creía que era “porro”. Quizá era tres años más grande que todos nosotros y sin duda tenía más experiencia que todos nosotros.

Mientras tanto, el otro policía, aprovechando la confusión, nos hizo subir a la patrulla. 
Nadie opuso resistencia. Me sentí como si todos hubiéramos aceptado nuestra culpabilidad, a pesar de que no ocultábamos nada. Tal vez lo peor que podía tener alguno de nosotros en su mochila era una cajetilla de cigarrillos.  

El policía de la macana condujo rápidamente hasta la Delegación Venustiano Carranza, mientras el otro tipo continuaba amedrentándonos. Su lenguaje altisonante me hizo sentirme en una de las películas de Alfonso Zayas y Luis de Alba. Parecía que no sabía hablar de otra forma. Se refería a nosotros como si fuéramos la escoria de la sociedad.

Circulamos por la avenida, como si fuéramos delincuentes, todos apretujados en el asiento trasero de la patrulla –éramos como cinco o seis–, detrás de la barra metálica que nos separaba de los asientos del piloto y del copiloto.

Vi a algunos conocidos de la escuela, caminar por la calle como si nada y los envidié. Pensé que mis papás habían tenido razón siempre: la gente te va a juzgar por tu apariencia.

Habían insistido hasta el cansancio en que me cortara el cabello y en que me vistiera mejor.



Cuando llegamos a la Delegación, ambos policías nos hicieron bajar de la patrulla sin desperdiciar la oportunidad de insultarnos con las vulgaridades que nacían de sus mentes vulgares. Nos hicieron caminar hasta el Ministerio Público. Allí, otros sujetos se burlaron de nosotros y nos ordenaron quitarnos los cinturones y las agujetas de nuestros zapatos. 

No habían transcurrido ni diez minutos desde que habíamos comenzado a caminar rumbo al metro La Merced y ya estábamos tras las rejas, compartiendo separo con otros delincuentes de verdad. Uno de ellos nos empezó a contar que lo habían detenido muchas veces por narcomenudeo. Otro nos dijo que estaba allí porque lo habían culpado de robo a mano armada. 

Un tipo de traje se acercó a las rejas desde afuera y nos dijo que estaríamos detenidos hasta que transcurrieran 48 ó 72 horas. Uno de nosotros, a quien apodábamos “El Chapulín” porque siempre llevaba una playera roja con un corazón amarillo en el pecho, ya había recordado sus clases de Derecho y ya nos había dicho que eso iba a pasar. Otro tipo de traje se carcajeó y nos dijo que esa misma tarde nos llevarían al Tutelar de Menores. 

Mientras todo esto ocurría, Mondragón –un compañero que conocía desde la secundaria y que quería ser abogado– salió de otro separo con su novia. Un hombre –tal vez su papá– había hablado con los sujetos de traje del Ministerio y había logrado que los dejaran ir. 

Mondragón se dio cuenta de que estábamos detenidos y nos miró y nos dijo:

“¡Nos vemos!”

Y se largó. 

Ni él ni el hombre que había logrado que los dejaran ir a él y a su novia, hicieron ningún intento por averiguar en qué condiciones nos encontrábamos. Simplemente se comportaron como si hubieran estado seguros de que éramos culpables. Simplemente deduje que nos habían estigmatizado y que nos habían culpado de algo que él y su novia, obviamente, no eran culpables. 

Nos conocíamos desde la secundaria, pero nunca hablamos más de cinco minutos consecutivos. Él y sus amigos jugaban basket. Él era muy intenso para jugar –incluso usaba protector bucal, como Charles Barkley– y se burlaba de sus rivales cuando les anotaba una canasta o cuando les tapaba algún tiro. 

Alguna vez jugamos futbol, juntos. A él no le gustaba el futbol y no sabía jugar futbol y lo pusimos en la portería. Le anotaron unos goles muy tontos. 

Cuando le interesaba alguna de las chicas de la escuela, actuaba como Brandon Walsh –seguramente entonces yo hacía un gran esfuerzo por parecerme a Dylan McKay– e imaginé que quizá las seducía diciéndoles que quería convertirse en abogado. Sin duda, éramos unos niños –teníamos como 12 ó 13 años– y, mientras él estaba influenciado por la NBA –Michael Jordan y los Toros de Chicago ganaban un torneo tras otro–, yo estaba influenciado por Beverly Hills 90210

Yo era un pésimo jugador de basket y aborrecía el basket. 
Alguna vez jugué en su equipo y perdí el balón con uno de los rivales. Mondragón me sacó de inmediato de la cancha. Toda la semana estuvo fastidiándome con el asunto. 

Una vez, el director nos llamó a él y a mí a su oficina. El director quería saber si en verdad necesitábamos una beca a la que teníamos derecho, debido a nuestras calificaciones. Mis papás me habían dicho que otros alumnos podían necesitar esa beca más que yo y me habían pedido que la rechazara. Mondragón le dijo al director que él sí la necesitaba, porque sus papás no tenían suficiente dinero.    

Era obvio que él no requería ningún apoyo económico. Sus papás tenían automóviles propios y él usaba los tennis más costosos de las estrellas de la NBA. Mientras él se marchaba del Ministerio, reflexioné en estas cosas y llegué a la conclusión de que desde la secundaria tenía vocación de abogado.
 
Solicité una llamada telefónica y me comuniqué con mi abuela –mis papás estaban en el trabajo y no sabía de memoria los números telefónicos de sus trabajos– y ella logró comunicarse con mi mamá y luego mi mamá se comunicó con mi papá y al cabo de una hora (o algo así), mis papás llegaron al Ministerio Público y nos sacaron a todos.

A otros compañeros de la prepa que eran excelentes estudiantes y que no se vestían como nosotros, no les fue tan bien y los trasladaron al Tutelar de Menores. 

Al cabo de un año, la directora de la prepa fue demandada por varios padres de familia y la expulsaron de la UNAM. Hubo varios rumores sobre su proceder. Había ingresado a la preparatoria como profesora de Educación Física y en un lapso de tres años ya se había convertido en directora. 
 
En el año de 1999, durante la huelga de la UNAM, cuando Mondragón y yo ya estábamos en la universidad, a alguien de la secundaria se le ocurrió hacer una fiesta y a mí se me ocurrió asistir. Fue la última vez nos vimos. Nos saludamos y hablamos poco.