jueves, marzo 29, 2007

La presencia de 19 años



Esa mañana él se levantó sin ganas de nada. Escuchó la radio. Sonó el teléfono. Era ella, la presencia de 19 años, para decirle que estaba cerca de su casa. Caminó a toda prisa por la calle. 
Allí estaba ella. Tenía un cigarrillo en los labios, y estaba a punto de encenderlo. La observó y la olfateó como un animal en celo. Dedujo que esa visita podría significar algo. Ella sólo dijo "Hola" y permitió que él la acariciara. Sintió su rostro, su coqueto lunar debajo de un ojo, su cabellera sin ballerina verde, sus manos, sus dedos cargados de anillos. Se sintió manipulado y vil. 
Él caminó de vuelta a casa. Pensó en sus alumnos que a la mañana siguiente estarían escuchándolo con atención en la universidad. Preparó la clase. De repente recordó que había acordado ver a una antigua amiga, por la tarde. Hacía muchos años que no la veía, pero no sintió nada agradable. Tuvo náuseas, porque en realidad no quería saber nada de su antigua amiga. 
Cuando se decidió y salió a verla, ella confesó: "Te habrás dado cuenta de que estuve llamándote con insistencia en los últimos días..." y él sonrió, pero en el fondo odió ese momento. Recordó cuando ella lo manipulaba y lo hacía sentirse vil. Su antigua amiga prosiguió y todo quedó claro, pero él la rechazó. Ya le había advertido que no volvería a estar con ella, aunque fuera la última mujer en el mundo. De algún modo, él se sintió como una presencia de 19 años. 


miércoles, marzo 21, 2007

Últimamente he tenido sueños alcohólicos


En las últimas semanas he ido a fiestas de gente mucho más joven que yo -calculo que les llevo casi 10 años-, y me la he pasado bebiendo y fumando en exceso, como desesperado, como si nunca en mi vida hubiera hecho algo semejante. 

He intentado interesarme en las pláticas de los chicos -generalmente sólo hablan de mujeres, de drogas y de música-, pero casi siempre me he quedado dormido.

He despertado de esos pesados sueños alcohólicos -jamás descanso-, con resaca de alcohol y de tabaco, recordando vagamente cuando yo era un adolescente y sólo escuchaba música y sólo pensaba en chicas y sólo hablaba de drogas que nunca había probado. 

El sueño más recurrente de todos se remite a la segunda semana de diciembre de 1997, cuando sentí los efectos del alcohol por primera vez. 

Acababa de terminar el primer semestre de la carrera y hubo una fiesta en la facultad. 

Faltaban unos días para que cumpliera la mayoría de edad.

Tenía un compañero mucho más grande que todos los demás. 
Él ya era un ingeniero titulado -trabajaba y vivía solo-, que estaba en Psicología -era su segunda carrera- buscando una mujer con quién casarse.

Él compró varios six de cervezas y nos llevó a varios hombres del grupo a beber a un estacionamiento.

Él bebía como todo un experto, una cerveza tras otra, sin perder la compostura. 


Yo me tomé quizá un par de cervezas -creo que eran XX Lager- y empecé sentir los efectos del alcohol. Fue una sensación asombrosa. Todo me parecía simple, y nada me preocupaba. Casi podía ver que estaba sonriendo como idiota. Me sentía muy ligero, como si repentinamente el alcohol hubiera hecho que desapareciera una pesada carga de mis hombros. Pensé que no era posible que hubiera podido pasar toda mi vida sin experimentar esos efectos.

Yo quería estudiar Letras, pero mis papás ejercieron presión para que estudiara una carrera científica y, mientras bebía, reflexionaba sobre las consecuencias de abandonar esa carrera. No quería decepcionar a mi familia. Hasta ese momento, mi papá y yo -de toda la familia- éramos los únicos que habían entrado a la universidad.

Para la quinta o sexta cerveza, también me puse un poco paranoico -¿qué tal si llegaba una patrulla de Auxilio UNAM y me expulsaban de la carrera?- y quise largarme del estacionamiento cuanto antes. Mis compañeros la estaban pasando muy bien, y yo no veía claro para cuándo nos marcharíamos de allí.


Finalmente cuando se acabaron las cervezas, volvimos a la facultad, bajo los efectos del alcohol. Me costaba trabajo caminar en línea recta. Tuve la impresión de que todo mundo notaba mi alcoholismo. 

En la entrada, un amigo me detuvo y me dijo que yo tenía los ojos rojos, y se rió. 
Me sentí vulnerable -al descubierto-, humillado y estúpido.  

Pero también comencé a fijarme en las compañeras de la facultad. Tenían fama de ser de las más bonitas de toda Ciudad Universitaria.

Caminé hasta donde estaban las compañeras de mi grupo. 
En general, no me gustaban, pero una de ellas me pareció bonita en ese momento. 

Ella se llamaba Regina, y vivía en Ecatepec.

Tenía unos enormes ojos color marrón. Su larga cabellera lacia y castaña olía a vainilla y le llegaba casi hasta la cintura. Era muy delgada y de tez morena, y sus pequeños labios parecían torcidos hacia abajo, como si ella estuviera permanentemente triste, y la hacían verse melancólica y misteriosa. 

Regina era muy reservada -sólo le hablaba a unas cuantas mujeres del grupo- y todos los días llegaba a clase antes de las 7 de la mañana. Su novio era un chico de lentes que pasaba desapercibido a simple vista, y siempre estaba esperándola al final de las clases, afuera del aula. A veces le llevaba un ramo de flores. Los dos parecían muy enamorados. 

A esa fiesta de fin de semestre sólo podíamos ingresar los alumnos de la facultad y no me importó que Regina tuviera novio, así que la busqué.

Mientras caminaba torpemente por el patio de la escuela -había muchos alumnos bailando al ritmo de Caballo de Rodeo-, me sentía muy seguro de mí mismo y no podía dejar de pensar en una frase que había leído hacía poco tiempo 

("Cuando soñamos que soñamos, estamos a punto de despertar")

Encontré a Regina -hablaba con su grupo de amigas- y me acerqué a ella.

Olfateé su olor a vainilla y me quedé contemplando sus enormes ojos marrón.
Me pregunté por qué diablos no me había interesado en ella y, sin mayor preámbulo, le dije que me gustaba. 

Ella se puso roja y nerviosa -sus pequeños labios se torcieron extrañamente hacia arriba, y formaron una mueca que me asustó-, y me contestó que tenía novio.    

Estuve tan avergonzado, que, después de ese día, jamás le volví a hablar. 
Ni siquiera sé si terminó la carrera. 

Ya no quiero seguir comportándome como cuando tenía 17 años. 

lunes, marzo 12, 2007

Jack Kerouac murió abriendo una lata de atún



Mientras estoy perdido en la contemplación de los rayos del sol que atraviesan la ventana y que se cuelan hasta la cama como un perezoso camino de polvo, pienso en lo extraño que es descansar en un día feriado. 

Después de casi cuatro años consecutivos corriendo experimentos de lunes a sábado, incluyendo alguna Navidad o Año Nuevo, vacaciones y otros días feriados –e incluso habiéndome hecho cargo de los experimentos de alguna compañera indispuesta tras haber tenido una irremplazable celebración de cumpleaños en el antro de moda, justamente unas horas antes de que Jared Borgetti le anotara un gol irrepetible a Gianluigi Buffon en un mundial de futbol–, hoy no tengo experimentos en la universidad. 

Es un jueves feriado y tampoco hubo clases –los mecanorreceptores de Pacini, el umbral diferencial de dos puntos y la teoría del control de la puerta tendrán que esperar–, así que no tuve que levantarme temprano. Me desperté hace unos veinte minutos y desde entonces estoy tumbado en la cama, contemplando los rayos del sol. 

Según el reloj digital que está sobre el escritorio, faltan veinte minutos para las nueve de la mañana. Bostezo y me tallo los ojos con el dorso de las manos. Apenas pongo un pie fuera de la cama, siento un vacío en el estómago y escucho gruñir estruendosamente a mis tripas. Tengo tanta hambre que parece que estoy en huelga de ayuno desde hace varios meses.  


*  *  *

En la mesa de la cocina hay un tazón con arroz frito.
Me basta verlo un par de segundos para comenzar a salivar. 

Apresuradamente, tomo un plato y una cuchara del fregadero, y me sirvo una porción de arroz frito en el plato. Continúo salivando de un modo tan incontrolable que me resulta imposible no pensar en los perros de Iván Pávlov. Me pregunto cuál sería la reacción de los alumnos, si usara este ejemplo (ocultando la identidad del protagonista) para explicarles el condicionamiento clásico. Me pregunto si el concepto quedaría claro para la mayoría. (Tal vez si revelara la identidad del protagonista del ejemplo, reirían.) Estoy seguro de que algunos estudiantes, independientemente de mi entusiasmo por quedar en ridículo, más bien bostezarían y pondrían caras indescifrables, esperando a 
que les dijera cómo pueden lucrar con este concepto en particular y hacer que la gente además les dé las gracias.   

Tengo tanta hambre que ni siquiera me he sentado. Sumerjo frenéticamente la cuchara en el plato y luego me la llevo a la boca. Mis tripas continúan gruñendo y me da la impresión de que mis vísceras tienen ojos y de que además ven a través de mí cómo llevo la cuchara a mi boca. Me siento vigilado por mi propio sistema entérico. 

Me ha bastado una cucharada de arroz frito para darme cuenta de que está frío y un poco amargo, pero estoy tan hambriento que no me importa.

Sumerjo otra vez la cuchara en el plato y la llevo a mi boca.

Ahora no sólo noto su temperatura, sino que identifico con más claridad el sabor amargo. No sé por qué, pero pienso que tiene un vago sabor a detergente. Tengo tanta hambre que evito pensar en estas señales, y continúo comiendo hasta que no queda rastro de él en el plato. 


Subo a la recámara a fumarme un cigarrillo. 

Mientras subo las escaleras y siento cómo late mi corazón más rápido y cómo todos mis órganos se van llenando de sangre ante la feliz expectativa del cigarrillo, pienso que tal vez tengo tabaquismo. 

Fumo en ayuno, fumo después de cada comida, fumo cuando tomo un descanso entre la preparación de las clases, fumo mientras escribo y me desvelo, fumo mientras leo, fumo a las dos o tres de la mañana, fumo antes de acostarme a dormir... 

Sé que no es un buen hábito, pero, hasta ahora, no me ha causado ningún daño aparente y no veo cuál sería la razón para dejar de hacerlo, si lo disfruto tanto. 

Pienso que esta costumbre ha aumentado en los últimos cinco años, desde que dejé de jugar futbol. Cuando voy a alguna fiesta o cuando bebo alcohol, soy capaz de terminarme una cajetilla yo solo en unas horas. Sé que está mal admitirlo, pero, sólo si mi salud estuviera gravemente comprometida, intentaría dejar de fumar. (Espero nunca tener que llegar a esa situación y haber heredado la salud de acero que tiene mi abuelo.) 

*  *  *

Han transcurrido menos de cinco minutos desde que comí arroz frito, pero ya me siento muy mal. Apenas me pongo el cigarrillo en los labios, me dan arcadas. 

No quiero pensar en el malestar y salgo al balcón, para distraerme. 

Enciendo el cigarrillo y al mismo tiempo veo mi reflejo en el vidrio de la ventana. 
Tengo la impresión de que me veo mortalmente enfermo. 

Tengo tanta aversión a mí mismo que apago el cigarrillo en una maceta y regreso a la recámara.

Me dejo caer en la cama y enciendo el televisor.

Me siento terrible y nauseabundo. 

Tengo escalofríos. Los siento recorrer toda mi piel como si fueran un pequeño ejército de hormigas que esparcen leves sacudidas de electricidad por todos mis poros. La sensación es tan intensa que me hace 
recordar que los escalofríos son un resabio de nuestros antepasados, que son una especie de reminiscencia del pelaje que cubría toda nuestra piel. Lo leí en alguna parte y por el momento no le encuentro sentido.

Comienzo a ponerme ansioso. Tengo la impresión de que las náuseas son cada vez más intensas y de que mis pensamientos nauseabundos las intensifican. 

Quiero pensar en otra cosa.  

En la tele, pasan Seinfeld.

Kramer le dice a Costanza

Tienes que vivir cada día como si fuera el último...

Yo soy como Jack Kerouac, pero no quiero morir como él...

¿Sabías que murió mientras abría una lata de atún...?

Una hemorragia en el estómago...

¿Sabes cómo se abre una lata de atún...?

No resisto más y corro al baño.

Mientras estoy de rodillas frente al retrete, perdiendo el control sobre mí mismo y sintiendo los jugos gástricos ascendiendo por mi esófago, me recuerdo a mí mismo en otros retretes en las mismas condiciones que ahora. En particular, me recuerdo en dos ocasiones: una vez que me comí yo solo un paquete entero de tortillas de harina cuando era un niño y la última reunión con algunos compañeros de un taller de creación literaria en la que me bebí yo solo casi una botella de vodka.

Tengo una especie de epifanía: después de tres o cuatro tortillas, ya me sentía mal y no pude dejar de comer... después de tres o cuatro vasos de vodka con jugo de naranja, ya me sentía mal y no pude dejar de beber.

Conforme recobro las fuerzas y me incorporo lentamente del piso del baño y alejo la cabeza del retrete, me siento un poco mejor y me pregunto de qué me sirve tener una corteza cerebral, si de todas formas soy incapaz de detenerme cuando algo me hace daño.

***
ÉSTE ES UN EXTRACTO (UN BORRADOR) DE UN LIBRO QUE PUBLICARÉ. DERECHOS RESERVADOS.

sábado, marzo 10, 2007

Ya no bebo hasta perder el conocimiento




El viernes 23 de febrero vagabundeaba por Ciudad Universitaria sin ningún plan, y me metí a la Facultad de Filosofía y Letras. Traía puestos los audífonos y escuchaba Small Flowers Crack Concrete

(Lights and mirrors dot the city
Ink stained hippies
With boxed lunch and marijuana
Mistery plays of shit and nothingness
Blessed by colors from a black hat)

Cuando pensaba que debería ir a comprar mi boleto para escuchar a Sonic Youth en el Salón 21, me encontré a unas amigas que conocí en un taller de creación literariaEllas propusieron que fuéramos a beber alcohol. Empezamos en un bar de Eje 10, casi frente a la facultad de Psicología, a unos metros del WalmartHabía música de banda a todo volumen, y mucha gente.   

En algún momento decidimos ir al Centro Histórico, a seguir bebiendo. Ya estábamos más o menos ebrios.
Una de mis amigas, conocía un lugar en donde las cervezas eran muy baratas. 

Eran alrededor de las seis de la tarde cuando llegamos al Zócalo.

Caminamos hacia Justo Sierra y nos detuvimos en una tiendita, en una privada, detrás de las ruinas de El Templo Mayor. Había muchas personas ebrias.


Marianne pidió dos caguamas y las pagó. Me quedé mirándola en secreto, y me pareció hermosa. 
Sentí una especie de magnetismo animal hacia ella.

Nos sentamos en el suelo y empezamos a beber. Creo que nunca había compartido una cerveza con nadie, y, en mi naciente ebriedad, me pareció poético que mi primera vez ocurriera con dos mujeres. 

Nos terminamos rápidamente las caguamas, y Montserrat propuso que buscáramos una cantina. A los tres nos costó trabajo ponernos en pie y caminar en línea recta. Montserrat era la más ebria de los tres. En el camino hacia la cantina, intentó recitar un poema de memoria, pero fracasó. El poema hablaba de unos amigos que bebían en cantinas de mala muerte para confesar que se amaban. 

A ella le gustaba el expresionismo y estaba escribiendo su tesis sobre Georg TraklMe sonrió y quiso tomarme de la mano, pero fingí no darme cuenta. Desde que nos habíamos conocido en el taller de creación literaria sabía que le gustaba, pero no había hallado la forma de decirle que no tenía ningún interés en relacionarme con nadie, que aún no quería exponerme y volver a pasármela mal, que no quería meterme con nadie y luego exponerme a quedarme solo de nuevo.  


Estábamos tan ebrios que tardamos mucho tiempo en orientarnos y dar con una cantina, pero nos detuvimos en una que estaba en la calle de Bolívar, casi en la esquina con República de Uruguay. Ya había oscurecido. Tenía puertas abatibles, como de cantina de El Viejo Oeste, y estaba atiborrada de todo tipo de gente, pero abundaban los oficinistas con traje y corbata, y también personas de la tercera edad.

Nos sentamos justamente junto a unos sexagenarios que jugaban ajedrez y que bebían jerez y rompope.    

Uno de ellos comenzó a coquetear con Marianne y me sentí repentinamente celoso. 

Álvaro, un chico a quien Montserrat había llamado por teléfono al salir de la tiendita que estaba detrás de las ruinas de El Templo Mayor, llegó a nuestra mesa. Era obvio que a él le gustaba Montserrat. La veía con ojos de enamorado. De inmediato me sentí incómodo, como si el tipo estuviera allí para cerciorarse de que yo no abusara de la ebriedad de nuestras amigas. 

Bebimos algunas cervezas más. Él las invitó. 

Cuando nos cansamos del ambiente bohemio de esa cantina, salimos en busca de otro lugar.

Caminamos por la calle de Bolívar, dimos vuelta en Venustiano Carranza y avanzamos hacia Eje Central y nos metimos en un bar donde había música en vivo. Una malísima banda de covers estaba tocando “Entre Dos Tierras”Invité otras cervezas y unos vodkas que se bebieron Marianne y Montserrat. 


A la 1 de la mañana nos encontrábamos caminando por la Alameda Central. Marianne conversaba con Álvaro y Montserrat conversaba conmigo. No dejaba de hablarme de un poema de Ernst Richard Maria Stadler que le fascinaba. 


Estaba exhausto. Sólo pensaba en Marianne y en lo mucho que me hubiera gustado estar en el lugar de Álvaro. Cruzamos miradas, y adiviné que él quería estar en mi lugar tanto como yo en el suyo. 

Estábamos agotados y teníamos frío. 
Sólo queríamos estar en un sitio silencioso y cálido.

Álvaro ofreció el cuarto que rentaba, y lo seguimos.   
Estaba en la azotea de un edificio que había sido un hotel de mala muerte.
El cuarto era horrible y angosto, pero tenía una vista estupenda. Me hizo pensar en un pasaje de Los Detectives Salvajes, y se lo dije a Marianne y mi comentario la divirtió. 

Desde la única ventana que había en el cuarto, se veía La Torre Latinoamericana y, si forzabas un poco la vista, también El Palacio de Bellas Artes.   

Me quedé dormido en un incómodo sillón que olía a vómito. Me desperté después de las 6 de la mañana.
Sentía que la cabeza iba a estallarme como una granada. Escuché que alguien estaba bañándose. 
Mientras me despabilaba, traté de recordar qué diablos había pasado. 

Sólo recordé que en algún momento de la noche, Montserrat me había dicho que les leía cuentos a niños con leucemia en un hospital de Polanco y que tendría que marcharse el sábado muy temprano.

Eché un vistazo al cuarto. 
En una de las paredes había un póster de Caifanes de la época de El Nervio del Volcán, una litografía de Impresión, sol naciente y una fotografía de William Burroughs.


La cama estaba sin destender y Marianne yacía en posición fetal. Álvaro estaba junto la cama, pero sentado en el suelo. Tenía la cabeza apoyada en el colchón y una de las piernas estirada completamente. 
La otra pierna estaba recogida contra su vientre, como para mantenerlo en equilibrio.
Estaba en una posición sumamente incómoda y poco natural. Una de sus manos rozaba la cabellera de Marianne. Volví a sentirme celoso y me levanté del sillón, dispuesto a despertarlos. 

El sillón crujió horriblemente. El crujido me hizo reparar en el olor a vómito que despedía y me provocó arcadas. También me hizo recordar vagamente que Marianne y yo nos habíamos besado justo antes de entrar a ese cuarto. Montserrat y Álvaro ya habían entrado y yo tenía unas inmensas ganas de besarla. Se lo dije y ella lo hizo rápidamente, y después me dijo que no lo había hecho antes por respeto a Montserrat, o algo así. 

El vago recuerdo del contacto de sus labios, me causó escalofríos. 

Atravesé la diminuta estancia, sigilosamente. Abrí la puerta y salí del cuarto. 

Estaba amaneciendo, y hacía frío. Me subí el cuello de mi chamarra y miré mi reloj. 
Estaba sediento y tenía mucha hambre. Habría dado mi alma por una Coca-Cola y unos tacos al pastor.

Revisé mi cartera. Sólo tenía un billete de $20 y algunas monedas. Me puse los audífonos, volví a escuchar NYC Ghosts & Flowers y bajé las escaleras.

Caminaba hacia la estación Hidalgo, cuando la música me hizo recordar que esa noche tocaría Sonic Youth en el Salón 21Me sentí muy mal. Ya no tenía dinero para comprar mi boleto.

Desde entonces, ya no bebo hasta perder el conocimiento. 




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ÉSTE ES UN EXTRACTO (UN BORRADOR) DE UN LIBRO QUE PUBLICARÉ ALGÚN DÍA.

viernes, marzo 09, 2007

Nunca me había sentido tan humillado



Hoy es 9 de marzo, y no debería olvidarlo. 

Al escuchar "No te quedaste", me sentí fatal. 
No me gustaría volver a pasar por la misma experiencia. 
Tengo pavor al rechazo. 

Creo que nunca me había sentido realmente tan humillado. 

Me rechazaron de un posgrado en Psicología, y no sé si el rechazo significa que la investigación no es para mí. 

Desde hace poco más de un mes, comencé a prepararme. 
(Viéndolo bien, tampoco fue mucho tiempo).

Realicé un montón de trámites burocráticos, presenté un examen de conocimientos generales -entre otras cosas, estudié varios días en la Biblioteca Central un libro de estadística- y no pasé a la última etapa del proceso de selección.

La última etapa era una entrevista con una Comisión del posgrado, para afinar detalles acerca de la viabilidad de un proyecto y de un potencial tutor.
(Ya había tenido un acercamiento con un ex-director de la facultad, cuya línea de investigación es la estimación temporal).

Tampoco sé si este rechazo significa que estoy desperdiciando mi vida y que debería dedicarme por completo a escribir. 

Desde niño -en las buenas y en las malas-, escribir ha sido lo único constante en mi vida. 


Tampoco puedo ser optimista y ver este rechazo del posgrado como una nueva oportunidad para dedicarme a hacer algo diferente. 

Creo que nunca me había sentido realmente tan humillado. 

Pienso que esta situación es parecida a la situación de la selección de Colombia cuando fue eliminada en la fase de grupos del mundial de Estados Unidos '94.

Todos tenían altas expectativas de ella. 

Era considerada una de las favoritas para ganar el torneo -sobre todo, después de haber goleado en las eliminatorias 5 a 0 a la selección Argentina en Buenos Aires-, pero perdió en Pasadena contra Rumania y contra Estados Unidos en la fase de grupos y quedó fuera del mundial. 

Sólo pudieron ganarle a la selección de Suiza

En el partido contra Estados Unidos, un defensa colombiano anotó un autogol y unas semanas más tarde lo mataron afuera de un bar en Colombia. 

La prensa ha dicho que su muerte estuvo relacionada con el narcotráfico y con las apuestas ilegales. 

Supuestamente su gol hizo perder millones de dólares a muchas personas metidas en el mundo de las drogas. 


Tenía mucha seguridad en mí mismo y me confié más de la cuenta. 

Jamás consideré la posibilidad de ser rechazado en este posgrado, y ahora quién sabe por cuánto tiempo no podré dejar de pensar en Andrés Escobar.