domingo, octubre 18, 2020

El dolor del ayuno

El vacío en las entrañas corta la respiración y salgo expulsado del útero de la vida secreta de mis sueños. Todos mis sentidos despiertan abruptamente y tengo la impresión de que debo actuar con cautela, como si tuviera que fingir que soy ese tipo idiota, predecible y transparente que estás convencida de que soy, cuando deseas tener todo lo que yo tengo y cuando estás convencida de que me conoces mejor de lo que yo mismo me conozco, aunque nunca hayamos hablado en verdad más de cinco minutos. 

En el borde de la realidad que es mi cama que es una embarcación a la deriva que es un abismo y una fractura quebrándose en la vigilia, abro los párpados que son dos pesadas cortinas de niebla que poco a poco van cediendo como un puente levadizo atacado por un grupo de vándalos de la Edad Media y paulatinamente voy percibiéndome en la cama como un espectro que no puede abandonar su forma humana y que no puede ignorar el vacío en sus entrañas, ni el sabor de la melancolía de una vida secreta en su paladar. 

El vacío en las entrañas es aparatoso como la hinchazón en la boca provocada por una extracción de muelas y absorbe y bombea la sangre que restalla en cada uno de los latidos de mi corazón como la fuerza del recuerdo de una vieja herida de guerra que sufrí en otra vida que no puedo recordar. El vacío ilumina mi abdomen como un sol enfermizo y arde en mis corpúsculos de Pacini como si mi piel estuviera siendo chamuscada en un incendio y sufriendo quemaduras de tercer grado. El vacío naufraga en mis vísceras como la cámara de video de una endoscopía y atraviesa todas mis membranas e inunda todos los capilares de todos mis órganos más irrigados. El vacío palpita en mis arterias lánguidas como una cicatriz que es un pez que nada contra la corriente y que quiere salir a la superficie cuando hace mucho frío. El vacío late más o menos en el abdomen y su intensidad es tal que subyuga mi fatiga acumulada de toda la cuarentena y que me obliga a pensar automáticamente en el apetito que debe de sentir un ser inmortal aburrido de su inmortalidad que no se ha alimentado desde que alguno de nuestros antepasados descubrió el fuego.

Logro desasirme temporalmente del encantamiento del vacío en mis entrañas y vislumbro con el rabillo del ojo qué hora dice que es ese reloj digital de mil novecientos noventa y tantos que me ha acompañado por casi todas las habitaciones en las que he dormido casi toda mi vida. El reloj escupe una luz rojiza que es como un sol agonizante que lastima los ojos y que provoca que mis cristalinos tarden algunos segundos en enfocar los números y que mi cerebro tarde algunos segundos en interpretar esos números y en decirle a mi voz interior que son las tres de la mañana y que debo intentar volverme a dormir porque si no lo hago estaré somnoliento todo el día y entonces no podré cumplir con ninguna de las responsabilidades que debo cumplir. 

Mis sentidos se concentran en mis globos oculares que parecen un par de vesículas inflamadas a punto de estallar y me pongo a pensar cuántas horas he pasado trabajando frente a la computadora desde que comenzó la cuarentena y calculo vagamente que deben de ser aproximadamente once horas al día y entonces recuerdo que durante algunas semanas incluso tuve problemas de vista cansada y que tuve ciertas dificultades para enfocar la vista en ciertos objetos que se movían con relativa velocidad y que por primera vez reparé en la importancia del sentido de la vista.

El movimiento de mis globos oculares explorando la penumbra de la habitación es interrumpido por el inconfundible sonido de las hormonas que surcan las desastrosas autopistas de mi sistema entérico y la monotonía y la predictibilidad del ritmo de los sonidos que emiten son las campanas que tañen en la catedral de mis necesidades más primitivas y me indican que es hora de levantarme de la cama y que tendré que ir al baño a orinar largamente y que después tendré que alimentar a los gatos y que todas estas ideas que han estado revoloteando en mi cabeza como buitres se irán desvaneciendo como tus huellas en la playa de mi memoria, y que entonces sólo podré darme cuenta de la monotonía de cada despertar abrupto y de la nostalgia de otros amaneceres helados en los que podía ayunar varias horas y beber alcohol a cualquier hora y fumar cualquier cosa a cualquier hora sin sentirme paranoico o nauseabundo o mortalmente ansioso o terriblemente poseído por la asfixia de los jugos gástricos cerrándose en la intersección de mi esófago y de mi garganta como una especie de choque catastrófico que culminará en una crisis de hiperventilación incontrolable.

Finalmente abandono la calidez del cobertor y me dispongo a caminar para saciar mis necesidades animales y luego coloco ambos pies en el confortable tapete que tengo junto a la cama y sin embargo su confortabilidad es vencida por el majestuoso frío de la madrugada que penetra mis huesos como una cubetada de agua fría en una fracción de segundo, y lo intempestivo de la sensación desnuda me hace retirar mis pies de inmediato y reflexionar vagamente en la velocidad de los impulsos nerviosos que tuvieron que viajar desde las plantas de mis pies hasta mi cerebro, involucrando neuronas sensoriales, motoneuronas e interneuronas, para que yo pudiera hacer todo esto a pesar de estar todavía un poco dormido, y la reflexión me hace pensar en la esclerosis múltiple y en la importancia de los oligodendrocitos que proveen de mielina a los axones para que éstos puedan comunicar a varias neuronas que ensamblan un circuito cuyo propósito es encender y mitigar todas estas sensaciones que me despiertan a las tres de la mañana. 

Así se siente el dolor del ayuno. 

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