sábado, octubre 03, 2020

Aparecieron todas estas palabras


Miraste el rostro estampado en mi playera y me preguntaste si se trataba del rostro del autor de Tarzán y te dije que no. Te aclaré que se trataba de uno de los escritores beatnik más famosos y que una de sus obras más célebres era Naked Lunch. Te iba a decir que William Burroughs es uno de mis autores favoritos y que de hecho había comprado esa playera en la que estaba estampado su rostro, afuera de la Cineteca Nacional, una tarde en la que Katz y yo habíamos ido a ver Birdman, pero esto ya no tenía sentido y no quería parecer pretencioso, y el momento pasó.

Llegamos a la fonda en la que comíamos casi todos los días. No había cumplido ni un par de meses trabajando en la universidad, pero ya teníamos más o menos esa costumbre. Poco a poco, en el lapso de otro par de meses, mi salud iría deteriorándose y tendría que verme forzado a comer exclusivamente dos o tres alimentos sin grasas y sin irritantes, y también tendría que rechazar tu invitación a comer en esa fonda, en múltiples ocasiones.

Mi salud empeoraría a tal punto en el que bastarían un poco de azúcar o un poco de grasa en cualquier alimento para hacerme vivir un infierno, para sofocarme entre las náuseas del reflujo gastroesofágico, mientras la ansiedad llegaba en oleadas y desaparecía paulatinamente.

Pronto acudiría con un gastroenterólogo y me realizarían algunas endoscopías y me adheriría a dos largos tratamientos de antibióticos, de sucralfato y de cinitaprida, durante casi diez meses –¡más de lo que dura un embarazo!–, ninguno de los tratamientos funcionaría, me iría sintiendo cada día más y más miserable, y, al cabo de un año y medio, terminaría en el quirófano, en una habitación sombría y helada como una cárcel, contándole al anestesiólogo a qué me dedicaba, conforme la anestesia surtía efecto y yo perdía la conciencia y vagamente recordaba un poema de Bernardo Ortiz de Montellano que escribió después de haber sido anestesiado y sometido a una cirugía y que leí en algún momento perdido en mi memoria, y, de ese modo, mientras la anestesia me doblegaba, los gastroenterólogos me abrían en canal y suturaban una parte de mi estómago con una parte de mi esófago.  

La muchacha que nos atendía en la fonda, y que parecía conocerte muy bien a ti y también a tu esposa –¿de cuántos años de comidas alrededor de las tres de la tarde, los conocía?–, se acercó a nuestra mesa y la limpió con destreza mientras le preguntabas cómo estaban ella y su hija y cuál era el menú de esa tarde. Ella te sonrió, te respondió y te dio el menú. Escuchaste atentamente y preferiste un huarache con bistec y una Coca-Cola. Generalmente elegías el menú, pero ese día que recuerdo, cuando traía a William Burroughs en el pecho, debió de ser viernes y los viernes cambiabas el menú por la carta. 

Mientras todo esto ocurría, tu esposa hablaba con otro investigador sobre algún congreso en Noruega al que asistirían dentro de unos meses. Como hasta la fecha suele pasar cuando estoy rodeado de personas, me sentía fuera de lugar. Al igual que había pasado con la conversación del autor de Tarzán, tenía muchas cosas que decir, pero le daba vueltas al asunto –no encontraba las palabras apropiadas–, y no quería decir algo muy bobo o muy pretencioso. 

También me sentía fuera de lugar porque estaba descubriendo cómo es la vida de un posdoc. Te imaginas que todo mundo te verá como un investigador novato, recién egresado del posgrado, con mucho entusiasmo para correr experimentos y poner sus ideas en un paper, y que, además, debe de tener algunas publicaciones y que debe de saber cómo es el arduo proceso de correr experimentos, analizar datos, escribir un manuscrito en inglés y enviarlo a revisión a una revista evaluada por pares, pero no es así: más bien, en general, los estudiantes y el personal administrativo, te ven como uno más, como si estuvieras decidiendo cuál licenciatura vas a estudiar. A veces hasta los mismos investigadores, que se supone que saben cuál es el arduo recorrido que uno debe recorrer para llegar al posdoc, te ven como un estudiante más.

Ese día que probablemente fue viernes, quizá estaba en estos pensamientos pesimistas sobre la vida de los posdocs, cuando hablaste con el entusiasmo que te caracterizaba. Tal vez hablaste sobre alguna marcha del 2 de octubre a la que asististe, o tal vez me contaste sobre tu experiencia en el terremoto de 1985, o tal vez me dijiste que le habías enviado a mi ex jefe algún correo electrónico que nunca te respondió, o tal vez me preguntaste qué clase de autor era William Burroughs y me dijiste que una de tus hijas había comenzado a leer cuando tu leías un libro de Jorge Volpi y que por esa razón ese libro era especial para ti... 

O, tal vez, todos estos recuerdos son implantados o transcurrieron en diferentes momentos que me parece que ocurrieron el mismo día, pero es seguro que nadie imaginaba cómo acabaría todo. 

No puedo creer que ya hayan transcurrido doce meses desde tu muerte. Aun no me he atrevido a pensar en los recuerdos que tengo de ti. Las últimas ocasiones en las que te vi –en una marcha en el Zócalo y en el examen tutoral final de una de tus alumnas de maestría–, hablamos poco. 

No quiero pensar en los detalles de aquel ensayo de mi examen de candidatura en el 2010, cuando te conocí. Tampoco quiero recordar cómo fueron las horas de los días en los que compartimos un espacio de trabajo durante cuatro años. Tampoco quiero pensar cómo fueron esos dos minutos que compartimos en el terremoto del 2017, en el tercer piso de un edificio que comenzaron a demoler hace unos meses.

Tampoco quiero recordar cuántos seminarios de cada miércoles por la mañana compartimos, ni en cuántas cenas de fin de año platicamos sobre diversos temas, ni con cuánto entusiasmo me platicabas sobre los intereses musicales de tus hijos y dabas por sentado que yo sabía leer partituras. 

Tampoco quiero recordar aquella plática que tuvimos sobre “el espejo de Venus” y “la flecha de Marte”, esa tarde en la que me enseñaste a identificar el sexo de ratas recién nacidas. Tampoco quiero recordar cómo me enseñaste a realizar condicionamiento de preferencia de lugar, ni cómo fue que me prestaste, para unos experimentos, un frasco de morfina de Sigma que guardabas por ahí. 

Ahora recuerdo el baby shower de tu hija más pequeña y las ocasiones en las que todas tus hijas nos visitaban en el cubículo cuando no tenían clases... o aquella ocasión en la que nos llevaste en tu camioneta de vuelta al departamento en el que vivíamos Liz y yo, después de haber estado toda la mañana –junto con todo el grupo de investigación– sacando las mesas, los escritorios y el equipo de ese laboratorio al que ya no podríamos volver, debido al terremoto.
 
Recuerdo que en algún momento del trayecto, tu esposa te llamó por teléfono y que hablaste con ella por el altavoz y que le dijiste que nos llevarías a nuestra casa y que luego irías de regreso a tu casa. Recuerdo la transparencia y el respeto con el que se hablaron los dos, y recuerdo que siempre recibí ese trato cada vez que hablé contigo o con ella. 

No quisiera ponerme a pensar en todas esas mañanas en las que nos saludábamos al llegar a la oficina en la que estuvimos asilados después del terremoto, ni en aquellas ocasiones en las que me contabas a dónde habían ido de vacaciones tu familia y tú, mientras te fumabas un cigarrillo y esperábamos a que terminaran de limpiar la oficina. 

No quisiera ponerme a pensar en aquellas ocasiones en las que platicábamos sobre películas, ni particularmente recordar aquella ocasión en la que te dije que acababa de ver en el cine la película de Freddie Mercury, porque recordaría que me dijiste que Queen era tu banda favorita y que me preguntaste si creía que la película era apta para menores de edad... 

Sin embargo, mientras intento terminar la discusión de un artículo que nunca me ha dejado satisfecho y mientras también procuro concentrarme en la lectura de uno de los temas que revisaré en una de las clases que impartiré la siguiente semana, no ha dejado de sonar en mi cabeza “The show must go on”, y aparecieron todas estas palabras. 

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