sábado, abril 08, 2023

cuenta hasta diez

Juego con el cigarrillo (apagado) en los dedos de una mano. Hago malabares. Prolongo la abstinencia al máximo (¡en mayo, cumpliré ocho años sin fumar!) y me recuerdo a mí mismo lo que ya sé: que esta adicción es tonta, que no recaí (sólo me fumé varios cigarrillos, un día, en diciembre del 2022, y otro día, en marzo del 2023, me fumé 3 cigarrillos); que todo está mal, que soy débil (sólo me fumé varios cigarrillos un día, en diciembre del 2022, y otro día, en marzo del 2023), que estoy enfermo; que nunca dejas de fumar; que sólo prolongas tu abstinencia al máximo; que el tabaquismo es una espiral que lleva a otros vicios, que el tabaquismo es un vicio que no mejora nada, que empeora mi condición física, que me roba el aire (como cuando pongo a prueba a mis pulmones y me sumerjo en la alberca una vez a la semana y salgo a la superficie tras apenas diez segundos debajo del agua y acepto que aprendí a nadar como un salvaje debajo del agua), que jode mis pulmones, que me sofoca, que puede provocarme cáncer, que me hace carraspear, que me aletarga, que me impedirá correr 6 kilómetros en menos de 25' (tres veces a la semana) y que no me generará ningún placer excepto el de terminar con los malestares (el mal humor, la sudoración, la ansiedad) de la abstinencia. 

Ya no sé ni qué escribo: estoy viendo a futuro, y pensando en el espantoso color de mis dedos de nicotina y en el espantoso aroma a llanta quemada, impregnado en mis dedos de nicotina; y en las múltiples enfermedades respiratorias que contraería cada año, y en mi incapacidad para subir las escaleras de todos los edificios del mundo sin asfixiarme, en la eterna fatiga que me perseguiría a todas partes; y también estoy pensando en el teclado de la vieja laptop Sony que usaba cuando padecía tabaquismo, cuando no tenía una Mac, cuando fumaba casi tres cajetillas de lunes a viernes y casi cuatro cajetillas en fin de semana –¡en ayuno, caminando, subiendo escaleras, al final de algún experimento, después de impartir una clase, después de cada comida, en una conversación sobre cualquier cosa, bañándome, viendo una película, escribiendo, escuchando música...!–, y en cómo el teclado de esa vieja laptop quedó marcado con quemaduras de cigarrillo para recordarme el infierno del tabaquismo, y también para recordarme cuántos cigarrillos me fumaba entonces, en automático, mientras, tal y como lo hago ahora, escribía en este blog (por ejemplo) y no reparaba en cuántos cigarrillos me fumaba, ni tampoco me daba cuenta del espantoso aroma del tabaco que quedaba impregnado en el departamento en el que vivía.

Juegas con el cigarrillo (apagado) en los dedos de una mano, haciendo malabares y prolongando la abstinencia al máximo y pensando en todas estas cosas, mientras tu apraxia te ataca: ese automatismo de escribir mal una palabra, de saltarte una letra, de poner una vocal, o una consonante, en lugar de otra vocal, o de otra consonante; esa compulsividad de saber que escribiste mal una palabra y de regresar a corregir esa palabra, y de sentirte frustrado porque no puedes dejar de cometer errores (si aprendes a usar el teclado de una Sony VAIO, no puedes re aprender a escribir en el teclado de una Mac), y porque no puedes dejar de aporrear las teclas hasta que las palabras estén escritas correctamente; esa compulsividad de regresar, una y otra vez, a la misma palabra mal escrita para corregirla; esa compulsividad de sentir que cada palabra mal escrita es una piedrita en el zapato que no te deja avanzar y que te saca ámpulas y que te revienta los pies; esa compulsividad de sentirte frustrado porque cada palabra mal escrita es también como tu infernal mito de Sísifo privado: que la rutina de regresar a corregir las palabras, conforme intentas vaciar una idea en la hoja en blanco –la idea que se esfuma lentamente, como el día–, así como vacías tu estómago cuando has comido un alimento podrido, te mantiene dándole vueltas al mismo tema, sin llegar a ningún lado y sin concluir un párrafo: como si estuvieras lavando trastes y el fregadero nunca se vaciara. 

Pasan todas estas cosas, mientras el sol va ocultándose y el sofocante calor de abril se va debilitando, y mientras Alexa reproduce los gritos iracundos (y la angustia y las frustraciones) de Kurt Cobain, que escupe sus vísceras desde el más allá... 

(he was born scentless and senseless/ 

he was born a scentless apprentice/ 

go away...!go away...!/, go away...!

... y haces una pausa, y reflexionas, y dejas de aporrear el teclado y contemplas el cigarrillo en una de tus manos, y crees que una vocecita interior te murmura al oído «¿No puedes superarlo?», y que esa vocecita recalca «¡Ya pasaron casi treinta años desde su muerte! ¡Hay millones de músicos nuevos a quienes podrías escuchar!», pero la ignoras (después de todo, esa vocecita eres tú mismo, o un fragmento de ti mismo, perdido en las profundidades, o en la superficie, de ti mismo), y, entonces, una cosa lleva a otra cosa y recuerdas ese artículo que leíste en Internet hace unas semanas, cuando no tenías esta abstinencia y este antojo de cigarrillo; ese artículo que trataba sobre por qué, conforme envejecemos, nos rehusamos a escuchar música nueva. 

Sigues haciendo malabares con el cigarrillo apagado y tratas de pensar por qué no escuchas música nueva. Intentaste con Cloud Nothings y con Kurt Vile, pero no fue lo mismo. Estás convencido de que, tomando como referencia las explicaciones de ese artículo (la maduración psicosocial, más precisamente), tú no escuchas música nueva, porque: a) no quieres romper los vínculos emocionales que tienes con la música que escuchaste en la adolescencia, y b) ya tienes una personalidad definida (o sea que no escucharías música nueva, como lo hace un adolescente, para pertenecer a un grupo de amigos, ni para que ese grupo moldee/refuerce tu personalidad); y sales de estas cavilaciones (así como sales, una vez a la semana, a tomar aire, cuando te sumerges en la alberca y nadas debajo del agua y tus pulmones se quedan sin aire) y te preguntas qué pensaría Kurt Cobain de la música actual, qué pensaría él de todos estos artistas plásticos que todo mundo escucha en el 2023 y que ni siquiera saben cantar, y cuyos principales objetivos parecen consistir en verse bienen moverse bien en el escenario, en vender dos o tres hits al año y en ganar millones de dólares.

Te preguntas qué pensaría el difunto líder de Nirvana, de la música de estos artistas plásticos que no proponen nada, más allá de vivir en la superficie de las cosas. Te preguntas qué pensaría de los seguidores de estos artistas plásticos que no quieren quebrarse la cabeza y que sólo quieren pasar un buen rato; que sólo escuchan tracks, que nunca escuchan álbumes completos, y que parecen aspirar a lo mismo que los artistas plásticos a los que veneran: fama y fortuna (¿dónde has escuchado esto?)  

Te preguntas si Kurt Cobain usaría sus redes sociales; si él tendría twitter o facebook o mastodon o telegram o un canal de youtube, y qué opinaría de la mayoría de los influencers y de los podcasters que adora todo mundo en el 2023 y que venden cualquier cosa que sus patrocinadores les pidan que vendan, y que, a pesar de ser unos vendidos (o, precisamente, por eso), hacen declaraciones osadas, que dicen cosas como «La especie más evolucionada, pasó, de escuchar a Eddie Vedder, a escuchar a Bad Bunny», o «Soy súper humilde: tengo veinte playeras Calvin Klein del mismo color, diez Levi's 501 y tres pares de los sneakers Michael Jordan de edición limitada». 

Vuelves a aporrear el teclado y a luchar con tu apraxia y con tu abstinencia. 

Continúas haciendo malabares con el cigarrillo apagado (es un Lucky Strike pesadísimo), y admites que ya casi no escuchas a Nirvana, que hoy pusiste In Utero porque se trata de una fecha especial, porque, hace casi 30 años, un electricista, que iba a instalar una alerta de seguridad en la casa del matrimonio Cobain-Love (en Lake Washington), descubrió el cadáver de una de las principales estrellas de rock de la década de los noventa, en el invernadero de esa casa; porque, un día como hoy, hace 29 años, ese electricista, que, al principio, creería que no se trataba de un cuerpo humano, sino de un maniquí que estaba tumbado en el suelo del invernadero, después confirmaría que se trataba de un cadáver humano y llamaría a una estación de radio, o a la policía, para dar la noticia; porque has leído decenas de veces, en distintas fuentes, cómo se supone que fueron los últimos días de Cobain, y cómo la policía llegó al invernadero ese domingo 8 de abril de 1994 y confirmó lo que había visto el electricista: que se trataba de un cadáver humano, en particular del cadáver de Cobain; y que Cobain tenía una Remington en el pecho y un disparo en la cabeza; y que también reportó que en el suelo había parafernalia de junkie –cucharas, encendedores, jeringas– en una caja de puros y una nota escrita a mano (clavada, con una pluma, en una maceta), a unos metros del cadáver; y que, en tiempo récord, cerró el caso y concluyó que Cobain se había suicidado.

La canción está a punto de terminar. 

Repasas cómo crees que fueron los últimos días de Cobain: cómo, el 31 de marzo o el 1 de abril, se fumaba un cigarrillo en Exodus, mientras Gibby Haynes –el cantante de los Butthole Surfers– le contaba sobre el paciente que había escapado de ese lugar, saltándose la barda («nadie está aquí en contra de su voluntad: basta con decirle al personal de Exodus que ya no quieres estar aquí, para que te dejen salir por la puerta principal») y Cobain pensaba que esa sería la forma ideal de escapar de la rehabilitación; cómo llevaba a cabo su plan, sin siquiera haber transcurrido 24 horas internado, y se saltaba la barda de Exodus; cómo el 1 ó 2 abril se encontró a Duff McKagan en el aeropuerto de Los Ángeles; cómo llegó a Seattle y descendió del avión y tomó un taxi y llegó a su casa en Lake Washington; cómo se tumbó a dormir un par de horas en cualquier recámara de su casa; cómo despertó y después encontró al niñero de Frances Bean y a la novia del niñero, acostados en otra habitación; cómo el 2 o el 3 de abril intentó comunicarse por teléfono con Courtney Love; cómo salió a buscar heroína y alquiló una habitación en el hotel Aurora; cómo su esposa lo declaró desaparecido y contrató a un detective y canceló todas sus tarjetas de crédito; cómo el 1 o el 2 de abril llamó por teléfono a Mark Lanegan y cómo Mark Lanegan nunca le contestó; cómo estuvo desaparecido varios días; cómo, supuestamente, el 4 de abril, comió en un restaurante de comida mexicana, en una plaza de Seattle, y volvió a su casa; cómo, el 5 de abril, tomó una escopeta que tenía escondida en un armario, y que había comprado previamente con su amigo Dylan Carlson, y cómo tomó una caja de municiones que también tenía escondidas; cómo se metió, con la escopeta y con las municiones, al invernadero de su casa; cómo se fumó cuatro o cinco cigarrillos y escribió una carta para su esposa y para su hija; cómo cargó la Remington, puso Automatic For The People en un reproductor de cds y preparó una dosis letal de heroína; cómo se sentó en el suelo del invernadero y se puso la Remington en el pecho; cómo se inyectó la heroína y, antes de que los efectos de esa dosis de heroína (que, de cualquier modo, lo habría matado), estallaran en su sistema nervioso, se puso el cañón de la escopeta en la boca y jaló el gatillo; cómo el electricista encontraría su cadáver hasta el 8 de abril, y confundiría su cadáver con un maniquí, y luego llamaría a la estación de radio o a la policía...

También pienso en todas las teorías de la conspiración que circulan sobre la muerte de Cobain –¿lo asesinaron?, ¿estaba a punto de desenmascarar a una red de poderosos pedófilos?, ¿planeaba divorciarse de Courtney Love?, ¿su esposa presentía el final de su matrimonio y el final de Nirvana y el final de la mina de oro que era Cobain?, ¿él cambió su testamento antes de morir?, ¿había disuelto a Nirvana?–, pero la canción llegó a su fin y el cigarrillo captura toda mi atención y me quema las manos. 

Ya no resisto más. Y no quiero recaer. Me repito «¡en mayo, cumplirás siete años sin fumar!», y me siento frustrado y aborrezco la abstinencia y también aborrezco a todos esos académicos que publican artículos sobre neurobiología de las adicciones y que nunca han sufrido el infierno de la abstinencia (ni siquiera para una droga socialmente aceptada, como la nicotina), y que nos señalan a los adictos como si no tuviéramos fuerza de voluntad y como si fuéramos unos débiles, unos seres inferiores que sólo seguimos instrucciones, y que somos incapaces de hilar un conjunto de ideas en un texto, o de tomar una decisión, después de evaluar los pros y los contras; y, a veces, también quisiera gritar furiosamente como Kurt Cobain lo hacía y destrozar una Stratocaster zurda como él lo hacía al final de sus conciertos y conectar emocionalmente con miles de personas como él lo hacía, pero, sólo puedo hacer malabares con un cigarrillo, lidiar con mi abstinencia de casi siete años, resistirme y prolongar mi abstinencia al máximo, escribir tonterías (que nadie leerá, excepto si abandono este plano terrenal) sobre todas estas cosas... y contar hasta diez.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

encontré este blog, y según yo casi no se usan...y luego vi que eres profesor de la UAM, y también yo.

Anónimo dijo...

Hallé este blog, jajajajajaj cómo, la chica es riky martin? jajajaj esa confusión me ha hecho reír, vi que eres profe de una universidad en Lerma, También yo.

Marcel Pérez Morales dijo...

Gracias por leer el blog. ¿También das clases en una universidad en Lerma?

[La chica tenía cabellera de Ricky Martin; jaja; no uso el blog porque sea una moda, sino porque necesito escribir. Saludos.]