domingo, febrero 18, 2024

Waiting For The Deathblow


Ya no sé cuántas noches he dormido mal, ya no sé cuántas noches he estado dando vueltas en la cama, dándole vueltas a la misma idea, teniendo la sensación de que mis pensamientos son buitres y que mi mente es un animal en agonía.

Ya no sé cuántas veces he revisado el correo-e en los últimos días, ya no sé cuántas veces he tenido taquicardia cada vez que me llega una notificación al teléfono, cada vez que vibra o cada vez que suena el teléfono.

Ya no sé cuántas veces he repasado mentalmente cómo me sentí en la entrevista de hoy, cómo me sentí en la entrevista de hace un año y cómo me sentí en la entrevista de hace dos años. Sólo sé que me he preguntado, una y otra vez, por qué todo ha cambiado, y, sin embargo, está igual. O peor. 

Ya perdí la cuenta, ya no sé cuántas veces estos pensamientos me han asaltado a cualquier hora del día, mientras, por ejemplo, salí a correr y traté de ignorar que la aplicación en el teléfono es un asco y que puede fallar estrepitosamente y registrar que acabé mi primer kilómetro en 13 minutos, cuando, en la realidad, mi mejor tiempo en tres años ha sido 4 minutos y 20 segundos por kilómetro, y me siento como si fuera la primera vez que uso mis piernas para correr, y tengo ganas de mandar todo al carajo.

Hoy, mientras corría, quise enfocarme en mejorar mi tiempo, en correr y correr y correr, lo más rápido posible, tanto como me lo permitieran mis músculos, hasta quedar exhausto y no tener fuerzas, hasta no ser capaz de analizar nada, hasta no ser capaz de reflexionar sobre nada, hasta no ser capaz más que de repetirme mi mantra a mí mismo... 

«Ya ganaste dos veces, dos concursos similares a éste» 

... hasta no ser capaz de pensar en que ésta puede ser la primera vez que pierda un concurso, hasta no ser capaz de pensar en que siempre existe la posibilidad de perder cuando compites por algo, hasta no tener fuerzas para pensar en nada. 

No tengo ni corazón ni cabeza para buscar mañana mismo, o pasado mañana, o este mes, o cuando sea que reciba las malas noticias que he visualizado en el peor escenario hipotético posible, cualquier empleo.


Al volver de correr, vibró el teléfono y tuve taquicardia y revisé el teléfono por sexta o séptima ocasión en lo que iba del día, tal y como lo he hecho en las últimas dos o tres semanas, y la taquicardia que acompaña a esta actividad tan mecánica y tan espeluznante nada más fue un desperdicio de energía. 

La notificación resultó ser una falsa alarma...

«KAVAK: cotiza tu auto inmediatamente...»
«Elon Musk acaba de subir una foto a X...»
«Paty López acaba de publicar un video en TikTok...»

... pero me dio un poco de paz. 

Y sin embargo supe que esa paz no duraría mucho tiempo, que apenas me dejaría asimilar que las malas noticias que he visualizado en el peor escenario hipotético posible, no llegarían justamente en esos segundos en los que revisaba el teléfono.

Ya sabía que esa paz no duraría mucho tiempo, que sería muy breve, que duraría apenas uno o dos minutos, apenas veinte o treinta segundos. 




Así he estado desde los últimos días de enero –cuando publicaron la convocatoria en la que concursé–, y hoy. Y esto no es vida. Ningún cerebro está capacitado para mantenerse en estado de alerta las 24 horas del día. Ni siquiera las ratas pueden sobrevivir más de dos semanas bajo estrés continuo.

Pero esto no es lo más decadente. Lo más decadente es que esta incertidumbre es la historia de mi vida. Sé que en cuanto guarde el teléfono, por decirlo de alguna manera (cuando la incertidumbre termine), y ya no tenga que preguntarme ¿y si pierdo...?, tendré un poco de estabilidad –¿durante tres meses?, ¿durante seis meses?–, pero que, después, volveré a subirme a la montaña rusa de mis emociones y que tendré que cazar, una vez más, otro trabajo temporal.

Me tumbo en un sillón, en una pésima posición, siento cómo mi columna vertebral está arqueada pero nada me duele, todo el sufrimiento está concentrado en el dolor de mi mente, y enciendo el televisor y me da vértigo, tengo arcadas, como cuando paso varias horas en ayuno y me pongo ansioso y me falta aire y se me tapan los oídos y empiezo a hiperventilar y tengo la sensación de que vomitaré en cualquier momento. 

Me acomodo en el sillón, creo escuchar cómo se me quiebra la columna, y me concentro en la pantalla del televisor, y me doy cuenta de que sólo veo la televisión cuando no quiero pensar, cuando quiero huir de la realidad, cuando la realidad me abruma. 

Tengo la vista borrosa, me cuesta trabajo enfocar y desenfocar, mis cristalinos están tan viejos y tan enfermos, cierro los párpados fuertemente, hasta ver fosfenos detrás de la cortina de los párpados –¿alguna vez, realmente, cerramos los ojos...?, cuando cerramos los párpados, ¿en realidad vemos la oscuridad que hay dentro de nosotros mismos...?–, y la sensación me remonta a algún momento perdido entre mis recuerdos de la infancia, cuando acompañaba a mi papá a comprar el periódico. Quién sabe por qué me gustaba caminar con los párpados cerrados, y una que otra vez estuve a punto de estrellarme contra algún poste de luz. 

Al precipitarme en la oscuridad que hay dentro de mí, con los párpados cerrados, también recuerdo otras cosas más recientes, cuando tenía que lidiar con mi enemigo público #1 todos los días, cuando mi única estrategia para soportar cada semana era la expectativa de la Tierra Prometida de cada fin de semana, cuando acababa los viernes en las peores condiciones posibles, cuando me daba un atracón de alcohol y de otros agentes químicos cada viernes, cuando odiaba mi existencia, cuando me sentía esclavizado, cuando sabía que había recorrido un gran tramo del doctorado, que me faltaban sólo unos meses para el examen de grado, que no podía abandonar todo, que no podía escoger, que no podía darle prioridad a mi salud mental, cuando mi relación con mi enemigo público #1 era insoportable. 


En la pantalla del televisor, Jessica Jones está a punto de tener un ataque de pánico y repite su propio mantra...

«Birch Street, Higgins Drive, Cobalt Lane...»

... y cierro los párpados otra vez, pero los abro de inmediato, lo más decadente es que ésta es la historia de mi vida, no es algo excepcional.

No quiero ponerme a pensar en cuántas veces he sentido que el estrés le da martillazos a mi corazón y que luego golpea mi cerebro y que me hace tener la sensación de que no he dormido en varios días, que apenas puedo mantener los párpados abiertos, que mi vida es un fuego cruzado y que el mundo es una trinchera y que debo mantenerme alerta.

Tampoco quiero precipitarme en la espiral de los pensamientos negativos que forman parte de mis hábitos, y tampoco quiero pensar en cosas que ya pasaron y que debí enfrentar de otra manera. Pero no puedo evitarlo. 

A Krysten Ritter, o como sea que se llame en la realidad –¿es ella también la autora de esa novela de suspense?–, antes de ser la protagonista de la serie de Marvel, la conocí en otra serie de televisión, cuando, para variar, no vivía los mejores momentos de mi vida.

Entonces estaba terminando el doctorado y ya tenía varios papers publicados como primer autor, y ya tenía varios años de experiencia docente, y ya tenía planes para irme de posdoc a Los Ángeles... Cuando enfermé, cuando acabé en el quirófano, cuando todo se cayó. Cuando tenía que lidiar con personas tóxicas y egocéntricas y narcisistas. Cuando convivía con personas que podrían ser los protagonistas de los relatos de Jeff Lindsay o de Del James. Cuando convivía con personas que minimizaban mi trabajo para “motivarme”...

«Sólo sigues instrucciones...»
«Lo que deberías estar haciendo es preparar café...»

... o para saciar su necesidad de poder, para sentir que tenían control sobre todas las cosas. 

Entonces, cuando la conocí, Jessica Jones no era Jessica Jones, sino Jane Margolis –la novia de Jesse Pinkman–, y Mr. White ya estaba harto de ella y de Pinkman y de sus hábitos de drogadictos, y una vez los descubrió tumbados en una cama, ellos dos se habían inyectado heroína, y Jane, en su viaje, comenzó a ahogarse con su propio vómito y Mr. White decidió colocarla boca arriba en la cama y dejarla morir por broncoaspiración.

En la pantalla, en el presente, el mantra de Jessica Jones surte efecto –ha ahuyentado a Killgrave, lo ha sacado de su mente–, pero yo ya no puedo dejar de pensar en el pasado, ni en mi propio Killgrave. 

Me acuerdo de esos últimos meses en el doctorado, cuando conocí a Jane Margolis y todas las noches de los martes –¿del 2012?–, veía Breaking Bad, cuando tenía que lidiar con el estrés, cuando bebía en exceso los viernes, cuando consumía otras cosas para soportar el estrés, cuando estaba acostumbrado a recibir injustamente palabrotas en los correos-e...

«Hello! Hello!
¿Qué chingados tienes en la cabeza...?
¡Más de una puta vez te he dicho que no sólo soy PhD...!»

... y me desquiciaba no tener el control de mi propia vida, tener que soportar cosas así, descubrir que tenía mi propio Killgrave.

Al menos, eso quedó atrás. Jamás volveré a relacionarme con personas tóxicas, jamás volverán a ponerme las manos alrededor del cuello, jamás tendrán en sus manos la decisión de dejarme morir por broncoaspiración. Prefiero esta incertidumbre de las últimas semanas, aunque sea el precio que debo pagar para ser libre.

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