miércoles, enero 10, 2007

Tirar mala onda



Mi hermano –D– es el baterista de Nos Llamamos, y la banda ensaya en la casa donde he vivido casi toda mi vida. No sólo conozco sus canciones de memoria y he escuchado cómo retumban los vidrios de las ventanas de mi recámara cada vez que ensayan y trato de leer a Gunter Grass o de tomar una siesta, sino que he sido testigo de su desarrollo: desde que pasaron de un “palomazo” con influencias de Radiohead y de Sonic Youth, hasta culminar en una canción independiente, con influencias de Radiohead y de Sonic Youth, y que acabaría entre las mejores 100 canciones del año en Reactor 105, anunciadas por Rulo –el portavoz del monopolio del rock underground en México–, cuya influencia, más o menos, los llevaría a tocar en un festival Vive Latino. 

Los conozco desde la preparatoria, cuando tocaban covers de los Smashing Pumpkins y de Radiohead y de Red Hot Chili Peppers, y no tenían muchas groupies –habían tenido una que otra presentación en el auditorio de la Prepa 7, o en alguna fiesta en la Jardín Balbuena, cuando acabé paranoico y abordando un taxi, abandonando a D a su suerte–, cuando les daban la oportunidad de tocar en bares de Coyoacán o de Santa Úrsula, con Candy o con Bengala, y H –el bajista– lanzaba diatribas al público a través de un micrófono Sure, al estilo de las diatribas de Tom Yorke en tiempos de Kid A y del atentado contra Las Torres Gemelas, bebiéndose una ampolleta de Corona, ajustándose el tahalí Ernie Ball y acomodándose un bajo Rickenbacker...

Cuando su banda no tenía nombre, por allá del 2001, una ex novia, que era súper amiga de la hija de Sergio Arau –uno de los dueños de Rockotitlán (¿ella se llama Tihui?), ese famosísimo lugar en el que tocaron Rostros Ocultos, los Caifanes, la Maldita y Fobia en los ochenta–, consiguió que tocaran allí. Esa tarde de domingo, entre unas cincuenta o setenta personas, mientras A –el cantante y guitarrista, y que tenía un pedal Memory Man–, hacía el soundcheck con los acordes de “Schism” y yo deseaba que me tragara la tierra porque me sentía terriblemente solo y quería partirle la madre al ex de mi ex novia que estaba por allí, entre esas cincuenta o setenta personas en Rockotitlán, aparentando ser cool cuando era un patético enamorado con el nivel intelectual de un chico de secundaria, se hicieron llamar Los Huauzontles.  

(Lo más probable es que ninguno de ellos –de los integrantes de Nos Llamamos, o sus allegados– recuerde que yo fui su contacto en ese evento en Rockotitlán.) 

Un viernes, tal vez en la época en la que Martin Thulin –el compositor y cantante de Los Fancy Free– les grababa su álbum de estudio, iban a tocar en una cantina de El Centro Histórico, y D me invitó a escucharlos. Creo que hasta ese día sólo los había escuchado dos o tres veces en alguna cantina.

Esa tarde lluviosa, de agosto o de septiembre del 2005, llegamos a La Faena, en el Centro Histórico, muy temprano. Todavía no había gente en la cantina de la calle de Venustiano Carranza, a excepción de tres personas: A –el cantante, que, además de un Memory Man, también tiene una Hägstrom y una Jazzmaster Olympic White, como la que usaba Robert Smith en los primeros álbumes de The Cure–, H –que hace los coros y que toca un Fender Bass Precision y un Rickenbacker–, y una mujer. 

Apenas pusimos un pie en La Faena, me quedó claro que ella –la mujer– había organizado el evento y que era la mánager de Nos Llamamos.

Antes que nada, ella me miró y les gritó a D, a A y a H: 

“¡Les dije que no metieran a 15 cabrones!”

Sólo éramos D, A, H, dos personas, y yo. Y su actitud me shockeó.

Antes que nada, a los ojos de la mánager, era un “gorrón”: no era el hermano del baterista de la banda, no era un fulano que los había escuchado en la casa en la que ensayaban cuando tocaban covers de Radiohead, de Smashing Pumpkins y de Red Hot Chili Peppers, sino un chavito al que le gustaba el desmadre y que mataba su tiempo escuchando Reactor 105 mientras Rulo hacía comerciales; era un güey que estaba en busca de reventón gratis esa tarde de viernes. 

Obviamente no es obligatorio saludar a nadie ni ser amable con los desconocidos –aunque esta clase de pequeños detalles harían al mundo un lugar mejor–, pero eso no significa que puedas ser grosero con quien se te dé la gana.


A y H le dijeron a su mánager que soy hermano de D. Entonces ella adoptó esa actitud diplomática que ya había visto otras veces en otros eventos, con otros periodistas de rock, viejos –que andan en sus treintas o cuarentas–, y que escuchan a Depeche Mode y a Talking Heads y que se emborrachan con Skyy, que fuman Benson & Hedges mentolados y que tienen contactos en el mundo de la música y que parecen no tener claro que su público es volátil e inmaduro. 

La mánager sonrió forzadamente, me saludó como si nada y se largó a quién sabe dónde. Le dio lo mismo: ella ya había lanzado su diatriba; qué más daba si yo era el hermano del baterista de Nos Llamamos y si conocía a la banda desde hacía mucho tiempo.

Obviamente, si ella hubiera detectado que yo podía ser un trampolín para su carrera como mánager o como periodista de rock, me habría tratado como si hubiéramos sido amigos de toda la vida: me habría dado un beso en la mejilla, me habría invitado un gin tonic...

Nos Llamamos le dio por su lado, como si estuvieran acostumbrados a esa actitud.

Yo no sabía –ni tenía por qué saber–, si ella estaba estresada o si había tenido un mal día. De haberlo sabido, tampoco habría tenido por qué ser mi prioridad, pero me dio la impresión de que ella estaba acostumbrada a que los demás –aunque no la conocieran– siempre se pusieran en su lugar y le dieran la razón. Creí que su círculo social siempre era empático con ella para evitar problemas. 

Como ya dije, me shockeó su actitud. Sobre todo porque yo también soy egocéntrico, porque, incluso cuando era un niño, me disgustaba que me llamaran“niño”, en lugar de llamarme por mi nombre. Siempre me he tomado las cosas a nivel personal. 

Tras digerir la situación, recordé que ya había visto a la manáger de Nos Llamamos. Pensé en dónde. Tuve un insight¡claro! ¡A veces ella también iba a ensayar a la casa en la que vivía! Yo mismo le había abierto la puerta en alguna ocasión. 

D también toca la batería en una banda en la que ella canta. Esa banda toca un cover de la canción de Nirvana que se convirtió en el himno –según Kurt Loder y David Fricke– de la Generación X, y, en los siguientes meses, tocarán en El Vive Latino.


Me salí de La Faena, encabronadísimo y calculando cuántas veces ni siquiera he podido estudiar, leer o tomar una siesta en mi recámara, porque hay alguna banda ensayando a todo volumen junto a mi recámara. En ese momento me dieron ganas de regresarme a la casa. No era un poser en busca de fiesta gratis en La Faena –ni siquiera me gustan las fiestas– y, por más absurdo que parezca, pensaba pagar mi entrada. 

Entonces me metí a un Oxxo y compré un six de cervezas y me las bebí rápidamente, en el automóvil de un amigo de la banda. Los dos salimos del auto medio alcoholizados y volvimos a La Faena.

Aún no había mucha gente en La Faena, así que volvimos a salir a la calle a fumarnos un cigarrillo.
La mánager de Nos Llamamos andaba por ahí, conversando con H. Los dos estaban recargados en el automóvil en el que D y yo habíamos llegado a La Faena. La mánager se veía alterada –creo que hasta sollozaba–, pero no me importó. Yo seguía encabronado y además el alcohol ya me había soltado la lenguaMe acerqué a los dos y le dije a ella que lamentaba profundamente que Rulo –el portavoz del monopolio del rock underground mexicano– no pusiera la música de su banda en Reactor 105.

Ella cerró los párpados melodramáticamente, se llevó una mano al rostro, como si estuviera interpretando a una mujer abatida en una mala película de romance de la década de los cincuenta, y le pidió a H que me dijera que me fuera.

“¡Héctor, dile que se vaya!”, fueron sus palabras exactas.

Me largué. Me resultó insoportable su histrionismo. 

Algunos días después de este evento en La Faena, le pregunté a D si se había enterado de lo que había pasado entre la mánager de la banda y yo, y él me dijo que ella le había dicho que yo había llegado a tirarle mala onda y que “H había tenido que intervenir para que yo la dejara en paz.”

(¿Acaso me había comportado como un borracho impertinente?, ¿acaso no tenía derecho para estar encabronado...?)

D me pidió que no le diera importancia al asunto. No me gustó la idea, pero en fin. Tenía cosas más importantes que hacer. 

Al cabo de un mes, más o menos, la mánager volvió a la casa y el destino quiso que yo saliera a abrirle la puerta. No podía dar crédito a lo que veía: ¡allí estaba nuevamente ella! 

En esta ocasión, al menos, me encontraba sobrio. Qué bueno. ¡No quería volver a tirarle mala onda

Su banda tenía ensayo ese día en la casa. 

Cuando abrí la puerta, la mánager me miró de pies a cabeza y guardó silencio. Me reconoció.
Mientras me inspeccionaba de arriba abajo, me pregunté de qué manera se habría referido a mí cuando le pasó la queja de La Faena a D: ¿el pendejo que me tiró mala onda...?, ¿el borrachín que me tiró mala onda...?, ¿el nefasto que me tiró mala onda...?, ¿el güey que me tiró mala onda...?

Tras un breve reconocimiento, su rostro adoptó el aspecto de “sonrisa forzada de La Faena y me saludó, otra vez, como si nada. Fue incómodo para mí, pero, aparentemente, para ella fue algo, más o menos, cotidiano.  

Constantemente, quienes dicen conocerme, dicen que soy una persona sumamente conflictiva –ése habría sido el momento perfecto para confirmarlo–, pero solamente la dejé pasar, subí a mi recámara, detrás de ella, y entré en catarsis –me puse a escribir en mi blog–, y, al poco tiempo, mientras intentaba leer a Dante, una densa vibra de espíritu adolescente hizo retumbar los vidrios de la casa. 

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